El polvo y el oro

Julio Travieso Serrano

Edición Digital

Lectorum

Colección Marea Alta


El polvo y el oro

© Julio Travieso Serrano

Todos los derechos reservados

© Lectorum

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V, 2014

Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A Lote 1621

Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C.P. 09310, México, D. F.

Tel. 5581 3202

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L. D. Books, Inc.

Miami, Florida

ldbooks @ldbooks.com

Primera edición: agosto de 2014

ISBN edición impresa: 9781546395003

D.R. © Imagen de portada: Shutterstock®

D. R. © Portada: Rox Aduboy

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.


Índice

Introducción

I. Mi misión en la América española

II. Larga jornada

III. La historia empieza

IV. La locura

V. Un pacto con el vivo

VI. Lo vio levantarse, triste

VII. Sumido en el hueco

VIII. Ayer se fue; mañana no ha llegado

IX. Los entendimientos torcidos

X. No tengo miedo al infierno

XI. Se me barajan, se me revuelven

XII. La noche, mucho más allá

XIII. El mayor despeñadero

XIV. Cuando se habla de confusión

XV. No se puede medir el tiempo

XVI. ¿Y dejas pastor santo tu grey?

XVII. Nuestra vida

 

Esta novela no es sólo obra mía. Es, también, de mis amigos. Sin ellos no se habría publicado en sus dos ediciones, la actual cubana y la mexicana. Me agradaría mencionar sus nombres. Ellos son los cubanos Horacio García Brito y Sigifredo Álvarez Conesa que leyeron y comentaron mis ilegibles manuscritos, Eloísa Le Riverend que también leyó y “computarizó” mis palabras, Armando Ferrer e Isaac Barreal (+), quienes me informaron y guiaron en intrincados senderos, Alejandro Expósito, Zoyla Gómez, Rafael y Gisela Carralero, animosos interlocutores en las frías noches mexicanas, Raúl Muñoz, Pedro Pablo Rodríguez, Emilio Comas y Francisco López Sacha, todos solidarios conmigo.

En México, Carlos Maciel, Patricia Molinar, José Ángel Leyva, Begoña Pulido y Carmen Martínez Diez leyeron el manuscrito, coadyuvaron a su publicación y me brindaron fraternal ayuda.

A los anteriores nombres debo añadir los del español cubano mexicano Federico Álvarez y el chileno Omar Ruz. Quiero hacer patente aquí mi agradecimiento hacia todos ellos.

J. T. S. 

 

Este libro pudo ser escrito en parte gracias a una beca “Razón de ser” de la Fundación Alejo Carpentier.

Mi reconocimiento para la Fundación y su directora Lilia Esteban de Carpentier.

A mi querida madre Violeta que además de darme, como historiadora, el tema de esta novela me alentó en los momentos más difíciles con su palabra y su ejemplo.

 

...todo es vana ilusión, y todos paran en el mismo lugar, del polvo fueron hechos todos y al polvo volverán.

Eclesiastés, III, 16

Habiendo muchos tentado a poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas.

San Lucas, I, 1 


Introducción

_____Viva Cristo Rey —gritó con voz ronca, nacida más abajo de los pulmones.

—Viva Cristo Rey —repitió mientras se detenía para tomar aire y mirar el camino a recorrer que terminaba, varios metros más allá, frente a un muro gris de piedras calizas sobre el cual una solitaria lagartija le observaba mientras recibía los suaves rayos de un sol invernal.

—Abajo la tiranía, abajo la dictadura —volvió a gritar con más fuerza, poniendo en la voz todo el odio guardado en su interior.

—Traidor, vendepatria —contestó alguien en las inmediaciones, pero él no prestó atención, sintiendo sólo sus propios sentimientos de rabia, odio y temor. Empujado por los escoltas, dando tumbos, fue hasta el muro, donde le colocaron frente a seis soldados, pequeños, oscuros, todos iguales, parecidos a las figuritas de plomo de su niñez. Entonces tuvo miedo de una muerte que en su vida nunca fue algo tan inmediato y que ahora sí se hacía real, verdadera. La presencia de la muerte, fría ráfaga de aire, le hizo temblar. “Padre nuestro que estás en los cielos”, rezó en silencio.

En esos momentos sus familiares dispersos en tres continentes y doce ciudades, efectuaban transacciones bursátiles en Wall Street, se inyectaban cocaína en una sucia habitación del Green Village, descansaban en Miami, almorzaban cabrito al horno en el Colmao de Madrid, escuchaban, en la Sorbona, una conferencia sobre el existencialismo, se acostaban con una prostituta de la zona rosa de Ciudad México, salían, en Moscú, del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS a la plaza Smolenskaia, que hasta allá llegaron los miembros de una rama familiar, quizá la más inteligente porque supo adaptarse y sobrevivir en el absurdo mundo de los últimos tiempos, en el cual todo se había venido al suelo y ya nada importaba ni se mantenían sus valores seculares, en una locura, se dijo, donde la fregona de ayer era la señora de hoy, el porquerizo devenía dueño de la hacienda, el cochero en jefe de la caballería y el hermano de sangre en verdugo que clamaba por su misma sangre fraterna.

Aquellos familiares quizá guardasen entre sí viejas relaciones o se odiasen o no se conociesen bien, pero eran sus familiares y mañana, pasado mañana, dentro de una semana, un mes, un año, sabrían que él había muerto y probablemente ninguno lo lamentaría, con la excepción del drogadicto que, en esos minutos, luego de haberse pinchado, comenzaba a levitar.

—Viva Cristo —quiso gritar, pero no pudo porque alguien dijo “fuego” y seis fusiles de grueso calibre dispararon balas de plomo y muerte. Una de ellas se incrustó, sin herirle, en el muro, otra le partió el hueso de la rodilla izquierda, dos perforaron el abdomen cerca del hígado, al que no dañaron, la sexta después de entrar por el hombro, atravesó un pulmón, arrastrando consigo esquirlas de hueso, y fue a salir a la altura del omóplato a través de un boquete por donde escapó una sangre muy oscura que salpicó el muro.

En realidad, no sintió dolor por el impacto de aquellas seis balas porque la primera en llegar hasta él le había partido limpiamente el corazón.


I

“Durante mi misión en la América española, pocas ciudades de ella presentaban un aspecto tan asqueroso como La Habana.”

Barón de Humbolt

Abres el álbum de fotografías, el viejo álbum, que, poco a poco, durante años se ha ido llenando de recuerdos, jirones de la vida familiar, desde fin del siglo, cuando Caridad comenzó a colocar esos pedazos de cartulina, ahora descoloridos por el tiempo, en este inmenso álbum que necesita dos hombres para ser levantado pues hasta en eso la familia quiso demostrar grandeza: el ingenio más grande, la casa más fastuosa, los carruajes y autos más lujosos, el álbum fotográfico más voluminoso, lo mejor, lo superior, siempre propiedad de los Valle, “el que más vale no vale tanto como Valle vale”, orgullosa divisa escuchada desde la infancia cuando aún no tenías conciencia de quién eras.

Dejas el álbum y revisas los documentos frente a ti, cartas, memorias, un diario personal, testamentos, actas notariales, papeles, algunos de más de un siglo, silenciosos guardianes de esa historia familiar que tú quieres reconstruir a través del laberinto del tiempo, los vericuetos y mentiras del pasado: los Valle en 1800; Francisco Valle, el fundador; sus hijos Modesto, Clemente, Fernando, María Angélica, Natividad, Bruno, Francisco Joseph, la edad de piedra y látigo, como tú la llamas; en 1830 (Fernando y Caridad); después de 1850 (Dolores Fernanda, Gabriel, Frasco, Piedad Angélica, Florencio, Flor); a principios de la República (Frasco, Felipe, Fabián, Fabiola, Teresa); en la actualidad (tú, Marcelo, Antonio).

¿Qué buscas al armar este rompecabezas? ¿Practicar la investigación aprendida en la universidad de Yale? ¿Presumir de historiador frente a tus amistades, a las cuales les hablas de nuevos descubrimientos y sucesivos hallazgos en el cuadro genealógico, completado cada día con la incorporación de nombres y datos ayer ignorados? ¿Escribir una novela sobre los Valle?, tú, que ocultamente has soñado con ser un gran literato, un novelista, sin comprender que es labor absurda en este país. ¿Entretenerte y matar un tiempo que te sobra?

Quizá haya algo de todas esas motivaciones en tu deseo de revivir, como un gran artista, la epopeya (¿fue una epopeya?) de tu clan. Muchos colaboradores, pagados generosamente, te ayudan en la búsqueda; desconocidos párrocos de ignotas iglesias, historiadores y archiveros de lejanos archivos (Cádiz, Madrid, Nueva Orleáns, Caracas), incansables, laboriosos, rastrean y hurgan en apolillados infolios para que tú, Javier Valle Sánchez Torres, puedas ir tejiendo, amorosamente, la urdimbre y la trama del tejido familiar. Sin embargo, mucho te falta aún por descubrir: ¿quién mató a Clemente Valle?, ¿dónde pereció Francisco Joseph? ¿Murió Francisco Valle de muerte natural? Largos caminos que no has podido explorar.

****

A las ocho de la mañana, la fragata de tres palos La Isabela, el velamen semirrecogido, remolcada por dos falúas, atraviesa la boca de la bahía, continúa por su canal y va a echar anclas en el muelle de La Caballería, donde ya un grupo de negros aguarda para tirar de los cabos de amarre.

De pie, en cubierta, las piernas bien abiertas, las manos firmes sobre la borda, Francisco Valle Navarro escruta con curiosidad y algo de incertidumbre aquella villa, bordeada por una larga y serpenteante muralla, de casas de una planta y exuberante vegetación, muy diferente, a primera vista, a la imaginada por él.

Francisco deja su equipaje en el barco y entra en la desconocida ciudad en busca de la mansión de Gaspar Lorente para quien trae carta de recomendación. Lentamente da sus primeros pasos en tierra, tensa la vista, como la cuerda de un arco, observa, oliendo, conociendo; todo es semejante y, al mismo tiempo, distinto, el cielo azul que parece bruñido a mano, el sol abrasador y un aire oloroso a vegetación, mar, frutas y también a carroña y excrementos, como si los aromas fragantes convivieran allí junto a las emanaciones más fétidas. Frente a él, en una gran plaza abierta, negros semidesnudos cargan sacos y cajas en carretas tiradas por bueyes y tras la plaza hay música y gritos que vienen de un mesón a cuya puerta perros sarnosos se disputan entre gruñidos y mordiscos las piltrafas que les arrojan desde el interior de la venta. Más allá, encuentra un convento de altísima torre y grandes campanas que comienzan a doblar con graves voces, prolongadas como un eco en los toques, cercanos, lejanos, de otros campanarios. “Ave María”, dice Francisco y ve, junto al convento y el mesón, calles de tierra por las cuales van hacia el puerto aguas turbias y pestilentes.

Sin dudarlo, se interna en un embrollo de callejuelas, estrechas como alfileres, cuidando de no ser atropellado por alguno de los muchos carruajes que marchan aprisa y de esquivar a las innumerables negras vendedoras que, tarima en la cabeza o canasto bajo el brazo, vocean frutas, dulces, aves, lencería. Nunca ha encontrado Francisco tantos y tan raros negros; cobrizos, azules, achocolatados, de cabelleras en las cuales bien se pueden ocultar diez monedas de oro sin temor a que caigan al piso, que vociferan en un idioma que no es español aunque algo se le parece. Todo a su alrededor es ruido y barullo, los pregones de los vendedores, el martilleo desde una tonelería cercana, el rodar de los quitrines, la grita de los caleseros exigiendo paso, las conversaciones, en alta voz de los transeúntes.

Francisco se detiene en una plazuela y, secándose la cara sudorosa, se desabotona la casaca de paño. Ya en el barco había comenzado a sufrir por la temperatura, pero ahora, en tierra, donde no sopla la más ligera brisa, el calor se le hace insoportable y le produce ahogo, como si estuviera encerrado en una estufa.

“Así que éste es el Nuevo Mundo”, exclama media hora más tarde, sin haber encontrado la dirección buscada y maldice al capitán del barco quien le había indicado equivocadamente el camino al palacio de Gaspar Lorente y también maldice al mismo don Gaspar por vivir en sitio tan difícil de hallar. Cansado, se recuesta en un banco, inclina la cabeza, vuelve a secarse el sudor, y suspira, sintiéndose perdido y solitario como un náufrago.

— ¿Os sucede algo?

Francisco levanta la cabeza y ve a un hombre blanco.

—Nada. Busco la residencia de don Gaspar Lorente —responde receloso, advertido por muchos en España de que La Habana era sitio para desconfiar, donde se podía ser asaltado y hasta apuñaleado a plena luz del sol.

—Ah, el palacio del señor Lorente. En esa dirección voy, yo os guiaré —dice el desconocido.

Con desconfianza, la mano cerca de la cintura donde siempre lleva un filoso puñal de mango nacarado, Francisco acepta y camina en silencio, pero, finalmente, al comprender que no trata con un malhechor, explica el motivo de su presencia en la ciudad.

—No podéis haber escogido mejor lugar —dice el hombre que se presenta como Fernando Toledo, comerciante en vinos de la calle del Obispo, y mientras caminan le informa sobre la vida en la villa.

—Ésta es la mejor panadería —Toledo señala un comercio desde cuya puerta le saludan—, cerca de la residencia de don Gaspar hay otra, pero, ya lo veréis personalmente, no es tan buena. En cuanto a la ropa, la mejor y menos cara se vende en la sastrería La Figura cuyo dueño es amigo mío.

Un gran charco de agua estancada y pestilente les obstaculiza el paso y mientras lo bordean, Toledo menciona un sitio no lejos de los muelles donde por unos pocos pesos se podían obtener buenas putas y al decir “buenas putas”, guiña un ojo como si compartiera un secreto.

Francisco escucha con atención, deseoso de conocerlo todo enseguida y se promete una visita, en cuanto pudiera, al burdel. Mucho es su deseo de hembras y el corazón se le agita al ver una falda tras la cual se anunciara el santo misterio de unas redondas nalgas o el placer de senos solemnes y dulces como el vino sacro.

—Y algo importante —Toledo detiene a Francisco mientras un quitrín cruza frente a ellos salpicando lodo—, los negros se venden cerca del palacio del capitán general.

“Ya instalado”, le aconseja Toledo, “debía comprar dos por lo menos”.

En La Habana quien no tuviera esclavos no sería considerado hombre de posición y nadie le otorgaría créditos.

El sol era un zarpazo cuando Toledo le mostró la mansión buscada y antes de despedirse le invitó a pasar por su vinatería para tomar una buena jarra de vino de Málaga o, quizá, un vaso de ron, aunque con los calores reinantes no se lo aconsejaba a un recién llegado de la Península.

Frente a la residencia de Gaspar Lorente, Francisco tuvo otra sorpresa; aquél no era un verdadero palacio (así le habían llamado, “palacio”, el capitán del barco y el propio Toledo) como los que él había visto en España.

Si aquéllas eran majestuosas edificaciones con muchos pórticos, ventanas, altas torres, jardines y fuentes, ésta no era más que una casona oscura de gran portalada y pocos ventanales que, por ninguna parte, mostraba encumbramiento y riqueza en sus dueños. A la entrada, en vez de lacayo de calzón y chaqueta, lo recibió un negro viejo vestido con camisa blanca y pantalón rayado quien, tomando su carta de presentación, le pidió que pasara al recibidor y aguardara mientras avisaba al amo.

Francisco entró a un salón de cuyas paredes colgaban, frente a frente, como relucientes escudos metálicos, dos grandes espejos en los que, con satisfacción, contempló su cuerpo fuerte, de barbilla voluntariosa y ojos que parecían brillantes monedas en el fondo de una oscura caverna. Él le habló sin hablar a la figura del espejo que le respondió en un susurro que todo le saldría bien y triunfaría.

En ese instante el criado regresó sacándolo de sus reflexiones, y le anunció que su merced, don Gaspar, le recibiría.

Don Gaspar Lorente y Cerrato, sesenta años, comerciante, dueño de tierras de labranza y de un ingenio, leyó con atención la carta de Fernando Valle, comerciante gaditano, en la cual le solicitaba acogiera y ayudara a su sobrino Francisco Valle, interesado en instalarse en La Habana para representarlo y buscar fortuna. En la misiva se pedía, además, un envío de azúcar mascabado a entregarse en Cádiz bajo las condiciones anteriormente pactadas.

Don Gaspar concluyó la lectura, observó al recién llegado y mientras le invitaba a sentarse inquirió por Fernando Valle y la situación en España.

Francisco respondió pausadamente, con voz ligeramente ronca.

—El tío Fernando con salud, gracias a Dios, trabajando mucho, como siempre. Los negocios inmejorables, pero en Cádiz... —Francisco se interrumpió, carraspeó— hay mucha preocupación por los sucesos de Francia y su repercusión en España.

—Sí, ya estamos al tanto, los locos franceses, destronar así a su rey —dijo don Gaspar pensativamente y calló por un instante—, ¿y qué noticias tiene sobre la prórroga del comercio libre de esclavos?

Francisco se movió inquieto en el asiento. No conocía bien el asunto y no le agradaba reconocerlo.

—Nada nuevo —respondió cauteloso.

Un negro entró en el despacho y colocó una botella de aguardiente y dos vasos en una mesita al alcance de la mano. Don Gaspar sirvió con largueza y Francisco bebió de un golpe la bebida fuerte y quemante.

—Muchos negros veo desde que desembarqué —dijo.

—Pocos hay todavía —don Gaspar bebió. Necesitaríamos miles más para incrementar la producción de azúcar. Yo mismo requiero de tres decenas para la cosecha de este año y se me dificulta encontrarlos.

Francisco se interesó. Anteriormente no había pensado mucho en los negros. En realidad, sólo sabía que en La Habana, una plaza más de las Indias, era posible hacer buenos negocios con el comercio, en especial el de azúcar.

— ¿A cómo se venden los esclavos? —preguntó.

—El pasado mes las piezas costaron ciento ochenta y cinco pesos, los mulecones ciento setenta y cinco y los muleques ciento cincuenta, pero los precios suben constantemente y nadie sabe a cómo estarán mañana, todo depende de las cantidades recibidas que no son muchas para tantos solicitantes.

Francisco no pudo evitar un gesto de interrogación que no escapó a don Gaspar.

—Sabrá usted —dijo— que las piezas son los negros adultos recién llegados, los mulecones los jóvenes y los muleques los niños.

—Por supuesto —mintió Francisco y las ideas galoparon en su cabeza—. He oído decir que los ingleses manejan el comercio con África.

—Son los que tienen más experiencia y mejores condiciones —don Gaspar se levantó— pero ya tendremos tiempo de hablar de ése y otros asuntos, ahora vamos a almorzar porque se me figura que no habrá comido nada aún. ¿Su equipaje está en el barco? Mandaré por él.

Del despacho pasaron al comedor donde, frente a una gran mesa de caoba pulida, aguardaban la esposa y la hija de don Gaspar.

Francisco besó las manos de doña Luisa y de Piedad que le sonrió. Él la miró bien y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar enseguida la vista. Ella era fea, muy fea, con dientes picados y una nariz ganchuda y sólo los ojos verdes, transparentes, resultaban agradables en su rostro. “Un rosal en el centro de un pantano”, se dijo Francisco sonriéndole. Don Gaspar se sentó a la cabecera, Francisco a su lado, frente a doña Luisa y junto a Piedad que olía a jazmín y azahar. “Por lo menos huele bien”, pensó él y fue a decir algo, pero dos sirvientes comenzaron a servir la mesa y una vez más Francisco tuvo motivos para sorprenderse. Si aquella casa no era verdadero palacio, la comida sí era, por lo abundante, la de un príncipe, y lo servido allí bastaba y sobraba para alimentar a todos en casa de su tío varios días. Nunca se había sentado él a mesa tan rica a la cual trajeron, primero, una sopera humeante de caldo de pollo que pronto dio paso a fuentes con carne de puerco y de res guisada, bacalao en tomate, plátanos asados, maíz y calabaza.

Cuando creyó que todos los platos estaban ya servidos, un negro puso en el centro de la mesa una bandeja sobre la cual venía un enorme pollo asado en su propia salsa y rodeado de rodajas de piña, fruta desconocida por Francisco para quien piñas, guayabas, mameyes, guanábanas eran manjares exóticos, nombres oídos alguna vez en el puerto de Cádiz de labios de marinos y viajeros procedentes de las Américas.

Después de la sopa, don Gaspar, sin mucho ceremonial, tomó una pechuga y también se sirvió plátanos y maíz. La familia probaba una carne y otra, uniéndolas a las viandas. Acostumbrado a la frugalidad, Francisco se preguntó qué clase de gente era aquélla que vivía en calles llenas de fango, pero despilfarraba comida que, sin duda, sobraría y se botaría. En Cádiz, se dijo, esos alimentos no eran gastados con tanta prodigalidad.

Don Gaspar viendo que su invitado, apenas sin beber, sólo comía del bacalao y no probaba otras carnes, le brindó una copa de vino y pinchando con el tenedor un pedazo de puerco de su propio plato se lo ofreció.

—Beba usted y brindemos por su arribo a La Habana —dijo y alzó su copa.

Francisco levantó la suya y después de beber, el calor y el vino le provocaron soñolencia y pesadez. Varias moscas volaban a su alrededor y él las apartó mientras luchaba por vencer la modorra. “Estoy en La Habana”, se repitió y miró todo con asombro, como si al quedarse dormido en Cádiz hubiese despertado, de repente, en un lugar desconocido, junto a extrañas personas.

— ¿Y qué planes trae? —le preguntó doña Luisa y mordió un muslo de pollo.

Francisco mantuvo en el aire la copa de vino.

—Como todos, establecerme, dedicarme a los negocios —dijo y bebió un sorbo—, algo traigo para comenzar y con alguna ayuda...

— ¿Y luego regresar a la Península? —Piedad habló por primera vez y su aliento olía a agua estancada.

“Por algo se echa tantos perfumes”, pensó Francisco.

— ¿Regresará? —doña Luisa sonreía.

Para Francisco no había dudas en la respuesta. Después de enriquecerse iba a retornar a su tierra, allí donde estaban los suyos y su mundo.

La Habana era sólo tierra de paso y de aventura. Igual hubiese podido marchar a Caracas o a México si su tío hubiese tenido relaciones en esas regiones.

—No sé aún. En Cádiz está mi tío —dijo evasivamente, no queriendo ser descortés con sus anfitriones.

—¿Y si se casa con una criolla? En La Habana no faltan mozas muy guapas —dijo doña Luisa.

Don Gaspar terminó de masticar un trozo de puerco.

—No regresará —exclamó enfáticamente y con un manotazo apartó una mosca de su plato—, se lo digo yo que conozco bien a los que vienen de allá. Se quedará en La Habana, igual que todos.

Por la noche en el cuarto que los Lorente han puesto a su disposición, Francisco, abrasado por el calor bajo el mosquitero y moviéndose inquieto, su mente es un río desbordado, henchido por una lluvia de ideas. Poco a poco, se va quedando dormido diciéndose que para un hombre hábil e inteligente como él, no será difícil hacerse rico en La Habana; sólo necesitará trabajar duro y tener buenas iniciativas: ¿por qué permitir a los ingleses traficar con los negros, de los que se obtenían inmensas ganancias, y no traerlos él mismo?, se pregunta y cierra los ojos. “Me haré rico y regresaré enseguida a Cádiz.”

****

Por supuesto que no regresó, se quedó, el muy cabrón, toda la vida aquí para desgracia de los cubanos y en secas fornicaciones con la horrible Piedad, la de los dientes picados y el aliento podrido, engendró-fundó engendros desfondados, a todos los que llevamos, malllevamos, reusamos su apellido y a otros muchos que no lo tienen y sí debieran tenerlo, tuvo a mi tatarabuelo y a mis tíos tatarabuelos, y después copuló-procreó, con su cúpula de hierro a cientos de negras, bozales, cuarteronas, ochavonas, mulatas, blanconas, negras-mulatas, mulatas-blancas, chinas, chinas-mulatas, en las que sembró su semilla con floridos aguaceros, formando valles y vallecitos por toda la Isla, aunque en muchos no reluciera el tal apellido y llevaran el de Fernández, Manrique, López o cualquier otro, tomados de sus madres o de los maridos de sus madres, pero todos hijos de mi fructífero antepasado que maduró su idea, su formidable idea, brillante como un arcoíris, de suplantar a los ingleses en el negocio de trasladar felices-infelices africanos a Cuba e inundó el país de sacos de carbón (robles convertidos en cenizas), en cada barco cientos, dos- cientos veinticinco mil entre 1790 y 1820, yorubas, congos, minas, gangas lukumíes, mandingas, ararás, bambaras, guangui, riqueza de esta gloriosa Isla, bienestar de ilustres blancos, marqués de Casa Montero de la calle de Empedrado No. 10, Julián de Zulueta, presidente del Casino Español y coronel de Voluntarios, viuda de Jústiz de la Calzada del Cerro, negros para Chacón, Hermanos y Cía. con bufete en la calle Línea 92, para Pedro Arencibia del Banco Arencibia, para el presidente constitucional Alfredo Zayas, para el presidente anticonstitucional Fulgencio Batista, para mi hermano JavierValle, para mí, Antonio Valle, manantial de hombres, brazos para el fomento de la agricultura cubana, salvajes, sacos de carbón, bultos, monos con taparrabos, piezas, muleques, mulecones, niches, totíes, capturados por reyes y reyezuelos africanos, transportados como reses al matadero en navíos ingleses, españoles, norteamericanos, portugueses, franceses, dinamarqueses, inmundos barcos de inmundos blancos, desde Río Gallinas, Río Pongo, Bonny, Nun, Calabar, vía Puerto Rico, hasta la gloriosa y siempre fiel, ésta, nuestra villa de San Cristóbal de La Habana. En el nombre del padre. Amén.

****

En La Habana Francisco no adelantaba en los negocios como hubiese querido y se desesperaba. Soñaba con grandes empresas y debía conformarse con la representación de los intereses de su tío. “No puedo continuar así”, pensó. Para vivir de aquella manera habría sido mejor quedarse en Cádiz o marchar a la Nueva España o a Venezuela, donde según se comentaba, los negocios eran magníficos. “Me iré a Cádiz o a cualquier otra parte”, se repetía cuando en el puerto vio un velero de tres palos llamado El Afortunado que le gustó por el porte marinero, la reciedumbre de las maderas y lo amplio de la cubierta. Al saber que su capitán, un tal Rojas, sin carga aún para el regreso, buscaba algún negocio que rindiera buenas ganancias, Francisco dejándose llevar por una corazonada decidió que era el momento de llevar adelante un viejo plan. Sin pensarlo dos veces, fue enseguida a la mansión de los Lorente donde la familia se preparaba para almorzar.

Mientras comen, Francisco le habla a don Gaspar del Afortunado y del capitán Rojas.

Don Gaspar aparta el plato, bebe un sorbo de vino rojo y se limpia con una servilleta.

—Conozco al capitán —dice mirando a Francisco—, ahora estará empeñado en no perder su plata.

Doña Luisa termina de comer y coloca los cubiertos sobre el plato.

—Algo hará porque con las bodegas vacías no va a partir —dice y se pasa los dedos ensortijados por el cabello, recogido en un gran moño.

—Eso creo yo —dice Francisco y sorprende la furtiva mirada de Piedad que le observa con ojos inquietos. Él la mira pero ella, ruborizándose, baja la cabeza.

Un esclavo trae los postres y al terminarlos, doña Luisa y Piedad se retiran y Francisco queda a solas con don Gaspar.

—Ah, si no fuera por esta brisa el calor sería insoportable —dice don Gaspar mientras respira con placer la brisa marina que entra por una de las ventanas del comedor.

Francisco mira hacia el puerto y divisa las velas del Afortunado.

—Tengo un negocio que proponerle —dice de pronto.

Don Gaspar cambia de posición en su asiento.

— ¿Cuál?

Francisco se levanta. De la calle llegan gritos de personas que discuten.

—La contrata de un barco —dice y su voz es un hacha cortante.

— ¡Un barco! ¿Y para qué necesito yo un barco?

En la calle los gritos se hacen más fuertes y desde la ventana Francisco observa indiferente una riña a golpes.

—Ya sabemos el gran negocio que se hace con los negros —dice.

—Al grano.

—Contratemos el barco del capitán Rojas. Pongamos el dinero y traigamos los negros por nuestra cuenta.

Don Gaspar se levanta también, se acerca a la ventana y mira hacia la calle, pero ya la riña ha cesado y otra vez todo está silencioso.

—Ése es un asunto de los ingleses que manejan los hilos del negocio en África —don Gaspar habla lentamente como si con la boca estuviera dibujando las palabras.

Francisco lo observa atento.

—He oído sobre un vasco dueño de una factoría en Río Gallinas donde siempre tiene hasta mil negros preparados para vender. Pudiéramos entrar en tratos con él y obtener los sacos de carbón a mucho menos precio que en La Habana. Una parte la venderíamos y la otra la reservaríamos para vuestras tierras.

Don Gaspar se sienta nuevamente.

—Ésos son rumores, habladurías de marino. Además mi negocio, bien lo sabe usted, es el azúcar y el comercio.

Impaciente, Francisco se domina para contener la ira que comienza a ganarle. “El miserable y tacaño viejo no quiere arriesgarse”, piensa.

—El negocio de los negros os producirá el doble.

—A los negros los necesito en mis tierras, pero traerlos y venderlos no es mi asunto —la voz de don Gaspar es muy baja.

Francisco extiende los brazos hacia arriba con las manos muy abiertas.

—Ése es el negocio del nuevo siglo, don Gaspar, quien controle la entrada de sacos de carbón dominará el país.

El rostro de don Gaspar tiene la serenidad de un santo.

—Ya estoy muy viejo para entrar en negocios complicados —el santo sonríe.

—Pero yo soy joven —Francisco apenas se domina.

—Ah, si usted fuera de la familia —la voz de don Gaspar se hace paternal—, ya sabe cuánto lo queremos todos aquí. Entonces sí podríamos hacer grandes negocios juntos.

Después de aquellas palabras, se separaron sin llegar a ningún acuerdo.

Días más tarde, Francisco, luego de meditar en la vida que tendría al lado de una mujer fea y tonta a la cual no amaba, fue a ver al patriarca habanero y le pidió la mano de su hija. Don Gaspar lo abrazó con cariño y a la mañana siguiente le comunicó que doña Luisa y Piedad estaban de acuerdo con la petición. También le dijo que había reflexionado sobre el asunto de los negros y con gusto participaría en el negocio.

Esa misma tarde, Francisco visitó en su barco al capitán Domingo Rojas.

El capitán era hombre magro de carnes, pero fuerte, rostro pálido, barba muy negra y ojos como de estatua que no conocía el movimiento.

Estaba vestido de negro y tenía una pequeña biblia entre las manos cuando recibió a Francisco en su camarote en una de cuyas paredes colgaba un cuadro de Cristo en la cruz. Con un gesto le indicó a Francisco que tomara asiento.

Francisco fue directamente a su asunto sin perder tiempo. El capitán sufría, era obvio, pérdidas por la estancia en el puerto sin carga adecuada de regreso y seguramente buscaba un negocio ventajoso. Él venía a proponerle uno.

Rojas le miró, desde más atrás de los ojos y preguntó sin apenas mover los labios. La respuesta de Francisco fue inmediata. Traer esclavos desde África. Él pondría la parte principal del capital, Rojas, el barco y un poco de dinero. Las ganancias se repartirían, después de la venta de los negros, proporcionalmente a lo aportado por cada uno.

—Nunca hice ese negocio —dijo Rojas secamente.

Francisco se puso de pie.

—Yo tampoco, pero ahora es muy provechoso y los dos lo sabemos.

Pensadlo y dadme vuestra respuesta mañana.

****

Poco a poco, con precisión de taxidermista, has ido armando el esqueleto del pasado familiar. Ahora debes cubrirlo de carne, músculos, nervios, arterias, para hacer de él un cuerpo vigoroso, capaz de dar la imagen total de los Valle. “Sin embargo”, dice tu hermano Antonio y fuma un cigarrillo oscuro, fino, “algo falta, un detalle, sin el cual la obra quedará incompleta, como el retrato de un rostro al que no le pintaran las orejas”.

“¿Qué detalle?” “Los ene, e, ge, ere, o, ese”, Antonio es burlón, he ahí el detalle, la palabra de la casilla aún vacía en tu crucigrama humano, los negros, personajes también importantes en ese teatro histórico. “Ya has comenzado a situar a los blancos”, el humo fuerte, pestilente que sale por la boca y la nariz de Antonio te molesta, “pon a los negros”, tras el humo viene la risa alocada de tu hermano.

“¿Negros? ¿Para qué hacen falta? ¿Quién los necesitó en la familia?”, contestas molesto, pero sabes que mientes, sin ellos, sin su jugo agridulce, rancio, el árbol Valle no hubiese crecido robusto; sin los más de diez mil africanos traídos por Francisco y Fernando no habrían molido los ingenios Valle, no se habría tendido la línea del ferrocarril.

“Sobre eso tengo mis opiniones”, ha dicho el profesor Torrente una noche mientras hablaban del pasado, “creo que las cañas hubiesen podido ser cortadas por peones blancos o chinos y en cuanto al ferrocarril una buena parte se construyó con asalariados canarios, irlandeses, norteamericanos... los negros nunca fueron imprescindibles y sólo han sido elementos de atraso en la nación y cultura cubanas”.

“No voy a discutir, ése es tu asunto”, te dice Antonio y mira el techo, “pero ¿y los cientos de negras que se tiró-forzó Francisco? Para hablar de él hay que tenerlas en cuenta y a sus hijos también. Verlos, oírlos, junto con los blancos en un gran coro polifónico”, te sorprende la manera de pensar de Antonio, aunque más te sorprende su actitud en defensa de los negros.

“¿Se estará acostando con una negra?”, piensas. Seguramente lo hace por ir a la contraria, como siempre, y mañana dirá que los negros son unos salvajes.

“¿Por qué no investigas la vida de aquella esclava que según esa carta”, Antonio señala un viejo papel amarillento en la mesa de trabajo, “mordió a Francisco en el puerto?”

Ahora eres tú quien ríe. No posees suficiente información, no puedes inventar, “no soy novelista”, has repetido con frecuencia.

“No es necesario pertenecer a la inmunda caterva de los descomponedores de palabras, mendicantes, buscadores de migajas, para conocer o imaginar esa historia.” Antonio no responde eso, pero sabes de sus criterios y por su mirada torcida deduces que pudiera pensar así.

“No conozco bien a los negros, ni sus costumbres”, explicaste una noche conversando con el profesor Torrente. “No importa, ¿quién los conoce bien?, ni ellos mismos se conocen”, la mirada de Antonio se hace indiferente, “con tu cultura general y un poco de investigación podrás entroncarlos en la historia familiar”.

En uno de los tantos viajes de El Afortunado al África, Francisco y Rojas calcularon traer cien esclavos, pero el capitán era hombre de carácter emprendedor y al ver, en Río Pongo, que la compra resultaba muy costosa, por los altos precios pedidos, decidió correr fortuna y navegar al sur, hacia una zona de africanos belicosos poco frecuentada por los tratantes, en la cual, según había oído, la mercancía se vendía más barata.

La suerte le sonrió y pronto pudo hacer negocio con un reyezuelo local que, a cambio de veinte fusiles, diez barriles de pólvora, cinco atados de tela y dos barricas de ron, le propuso entregarle todos los cautivos que el capitán requiriese. Cuando el reyezuelo hizo su oferta, Rojas, recordando las dimensiones del velero, las provisiones que cabían a bordo, el tiempo de regreso y las posibles ganancias, no titubeó en la respuesta: doscientos negros. Enseguida ordenó despejar la cubierta, sacar de la bodega todo lo que no fuera imprescindible y echarlo al mar (y prescindibles fueron varias plantas de plátano llevadas para sembrar en La Habana y una cotorra enjaulada que ya molestaba mucho al capitán con sus chillidos nocturnos).

Cuando los africanos estuvieron repartidos entre la bodega y parte del puente, amarrados, sentados uno en las piernas de otro, hasta tres, Rojas llamó al contramaestre “dos cucharones de agua y una galleta al día para cada saco de carbón”, dijo y se fue a descansar en su camarote, cansado de la negociación, por señas, con el reyezuelo local, quien al hablar, golpeándose el pecho con las manos, mostraba una blanca dentadura de dientes como de tiburón, limados y afilados.

Entre los cautivos, el capitán aceptó algunas mujeres, una de las cuales, al subir a bordo, le llamó la atención. Semidesnuda como todos, los senos firmes al aire, mantenía la cabeza erguida y sus ojos mostraban más sorpresa y admiración que temor. “Me gusta”, se dijo Rojas y ordenó ponerla aparte y alimentarla con ración especial. Cuando al atardecer del día siguiente la condujeron a su camarote, la contempló a gusto, con un deseo sexual exacerbado durante cincuenta días de navegación sin contacto carnal pues, a diferencia de otros capitanes, Rojas no era dado a sodomizar a sus hombres y rechazaba tal práctica, aunque la dura realidad marina le obligara a cerrar los ojos y permitir la frecuente sodomía entre la tripulación.

Por señas le ordenó a la cautiva que se acercase pero ella no se movió, la vista hacia arriba como si él no existiera. Rojas extendió el brazo, la esclava retrocedió y con la mano hizo un movimiento que el capitán había visto en ciertos africanos de la costa de Camarones considerados hechiceros. Rojas se detuvo sorprendido, pero enseguida, con un brusco movimiento, haló a la esclava, le acarició un seno y cuando quiso tocarle el bajo vientre ella le empujó, haciéndole perder el equilibrio. Él pudo asirse a su hamaca, colgada en el centro del camarote, e, irguiéndose, después de golpearla en el pecho la derribó sobre el piso.

A horcajadas sobre ella estaba, la mano alzada para abofetear, cuando fue interrumpido por gritos de alarma en cubierta. Dejando a la mujer, Rojas se puso de pie y tomó su pistola. Apenas salir del camarote un africano intentó pegarle con una barra de hierro, pero el capitán tenía los reflejos rápidos y, esquivando el golpe, disparó la pistola. El otro se dobló sobre sí mismo y Rojas le acuchilló dos veces el cuello con el puñal que siempre llevaba en la cintura.

Sin aguardar a que el esclavo terminara de desplomarse, fue hacia el entrepuente donde los marinos peleaban contra varios africanos, uno de los cuales corrió y se lanzó al agua.

La rebelión se hallaba bajo control. Sin que se supiera cómo, once esclavos habían logrado desatarse y armarse con cuchillos y barras, pero, antes de liberar al resto de los cautivos, fueron descubiertos. Ahora, cuatro yacían muertos y seis heridos. “Hijos de putas”, gritó Rojas y tomó las disposiciones necesarias para el caso. Los marinos muertos serían sepultados en el mar, dentro de sacos atados a lingotes, cada uno con una pequeña cruz de madera entre las manos. “Que Dios les reciba”, exclamó el capitán en presencia de la tripulación cuando los cadáveres cayeron, uno tras otro, a un mar de aguas serenas y pulidas.

El médico de a bordo atendió a los heridos. Los marinos no estaban de cuidado y en poco tiempo podrían volver al bregar del buque. Los africanos en peor estado, algunos mal heridos, quizá tardaran en restablecerse.

“Los quiero vivos. Ya hemos perdido dinero con los negros muertos y no quiero más fallecimientos. Al señor Francisco no le gustará.

Además, deben vivir para recibir su castigo, como ejemplo para todos”, dijo Rojas y observó cómo los cadáveres de los africanos, desnudos y sin ningún peso que los hiciera hundirse, eran lanzados al agua, donde ya rondaban los tiburones. “Hoy tendrán buen alimento”, pensó y recordó a la mujer en su camarote. Hombre muy supersticioso, el capitán se dijo que aquella negra le había traído mala suerte y perdiendo el interés, ordenó que se la llevaran. La esclava fue sacada del camarote y esa misma noche la violaron el segundo de a bordo y el contramaestre quienes, sin compartir los prejuicios de su patrón, la encontraron muy de su agrado.

A la semana, el cirujano hizo el anuncio de que los esclavos heridos se hallaban fuera de peligro y podrían resistir el castigo. Mientras el médico hablaba, Rojas se puso la casaca y dio la orden de prepararlo todo y reunir en cubierta una buena cantidad de africanos para que presenciaran cómo los blancos castigaban a los revoltosos. Una hora después, al salir el capitán del camarote, ya un condenado, completamente desnudo, estaba atado por los pies y las manos a un mástil. Alrededor, un grupo de esclavos, rostros temerosos y macilentos, aguardaban silenciosos.

A una orden de Rojas, un marinero pequeño y forzudo como un gorila alzó un látigo y dio inicio a la azotaina. Después de cincuenta azotes, el marino se detuvo y miró al capitán que ordenó continuar. La sangre corría por la espalda del castigado quien, a cada latigazo, gritaba, contrayendo el cuerpo en la espera del siguiente golpe. Finalmente, cuando su espalda era un gran verdugón rojo pardusco, donde la sangre se mezclaba con jirones de piel, aflojó el cuerpo y su cabeza colgó inconsciente. Enseguida, trajeron al segundo condenado quien sólo resistió sesenta latigazos antes de caer desmayado. Un marino alto, fuerte, en cuyas manos el látigo parecía un juguete, inició la golpiza del tercer rebelde que, desde el primer golpe chilló y lloró, sin parar, hasta defecarse.

Rojas hizo un gesto de asco y, sacando de la casaca un pañuelo perfumado lo llevó a la nariz. Los marinos echaron un balde de agua salada sobre el flagelado que recobró el conocimiento y al sentir la sal en sus heridas volvió a chillar. Cansado de tantos gritos y del mal olor, Rojas mandó pasar al cuarto hombre quien soportó cien azotes sin desmayarse y apenas gritar. “Un negro valiente, debe ser lukumí”, razonó el capitán y ya no se interesó en el castigo de los dos últimos rebeldes cuyas heridas estaban mal cerradas y no soportaron más de sesenta latigazos cada uno.

—Es suficiente, con eso aprenderán —gritó Rojas y fue a corregir la derrota del velero que aún tenía un largo camino por recorrer. En cubierta, el contramaestre y dos marinos untaban las espaldas de los flagelados con un emplasto de pólvora de cañón, jugo de limón y pimienta en salmuera, preparado, y especialmente recomendado, por el cirujano de a bordo para cicatrizar y evitar la gangrena. Los castigados debían sanar, sin quedar tullidos, y ser vendidos como los demás esclavos.

Navegaron treinta días más y un plomizo amanecer, impulsados por vientos de popa que tensaban las velas y hacían crujir sordamente el maderamen de la embarcación, llegaron a la vista de La Habana.

Después de reconocer, a través de su catalejo, la silueta del Morro, Rojas ordenó tirar al mar a dos esclavos moribundos. “Qué lástima”, pensó disgustado, “si hubiesen resistido un poco más los habríamos vendido por lo menos en cien pesos”.

Francisco aguardaba en el muelle y saludó afectuosamente al capitán que le hizo un relato pormenorizado del viaje, aunque no creyó necesario informarle que el contramaestre había muerto al caer, fortuita y absurdamente, de la vela mayor y el segundo de a bordo llegaba muy grave, aquejado de una súbita enfermedad.

Francisco escuchó el relato y lo aprobó todo. Cierto que, a partir de la segunda semana de navegación, el capitán tuvo que arrojar al mar, casi diariamente, a un africano, muerto o moribundo, y varios esclavos no valían mucho de tan depauperados, pero venían setenta sobre lo calculado originalmente. Aquello, pensó Francisco, compensaba con creces las otras pérdidas. La ganancia neta no bajaría de cincuenta mil pesos. “Dios mío”, se dijo contento, “qué hermosa es la vida en La Habana. Unos cuantos viajes más como éste y seré rico, muy rico”.

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Ah, beco lei.

—No te entendemos, habla como los cristianos.

Ah, agó.

— ¿Quién eres? Habla.

—Más allá del agua, en la tierra de las muchas lluvias fui rey, mosquito, cocodrilo, sacerdote, guerrero, y aquí, en la tierra estrecha, fui esclava, perra...

— ¿Fuiste esclava? ¿Conociste a los Valle? Háblanos de esa vida.

—Ah, nací en Oyó y morí en La Habana durante la epidemia del cólera.

Enterrada estoy en una fosa del cementerio del obispo Espada donde me tiraron, envuelta en un saco, el negro Miguel y el mulato Félix, también esclavos de la familia Valle a la cual yo serví durante muchos años. Mi padre, un sacerdote sabio y fuerte como el cocodrilo, me instruyó desde niña en las cosas secretas, pero jamás pude ser sacerdotisa porque una mañana, poco antes de mi iniciación, mientras recogía frutas fuera de la aldea, tres ibibis de dientes limados, semejantes a los del tiburón, me atacaron, llevándome con ellos a la fuerza. Sin parar, caminamos tan lejos como el sol y, finalmente, un atardecer llegamos a una playa donde encontré, amarradas, a gentes de mi reino. Apenas dormí aquella noche y cuando en la mañana desperté vi a hombres de piel lechosa quienes nos arrastraron hacia una canoa tan grande como dos elefantes juntos, con altísimas lanzas de madera que sostenían pedazos de telas. Mucho después supe que la canoa se llamaba nave, las lanzas mástiles y las telas velas. A latigazos nos hicieron subir a la canoa y en ella descender por un hueco en el piso, al final del cual seguramente nos esperaban, me dije, para devorarnos. Yo no bajé. Un blanco, ojos de buitre, me llevó aparte y me dio de comer y beber.

A mi alrededor vi vasijas y toneles con la boca abierta, donde ikú estaría oculta. ¿Por qué los blancos no cierran las viviendas de ikú? ¿Tienen pacto con ella?, me pregunté, pero nadie, ni el viento, contestó. Sólo algunas mujeres, temerosas de ser comidas, gritaron, llamando a los dioses, pero sus gritos fueron cortados por los látigos y no pudieron ir lejos. Entonces la canoa comenzó a navegar sin que ningún remero la impulsara, movida por la ayuda de los dioses blancos. La magia me rodeaba. Al llegar la noche no me habían comido. Los dioses me protegen, dije, y fui quedándome dormida mientras miraba el cielo en el cual las estrellas eran chispazos de una gran hoguera. ¿Olofi, adónde vamos? Ah, cuánto tiempo pasé en la gran canoa, sobre el agua que nunca termina, con tanta sed y hambre, sin árboles, lejos de la tierra, sin adorar a los dioses. Dormida durante el día en uno de los huecos de la canoa, ikú salía al anochecer, pasaba junto a mí sin tocarme y, soplando en la cara de alguno de nosotros, le abría mucho los ojos y lo llevaba hacia nuestra tierra. Iba y venía en la oscuridad muy rápida ikú. Y antes de salir el sol, yo oía su ruido al esconderse, como una rata, en aquellos huecos. ¿Por qué ikú no me sopló en los ojos para que también se abrieran y volver a casa? Varias veces se lo pedí, pero ella, sin responder, continuaba su camino, silenciosa como el leopardo, lejana como el cielo. Tanto se lo pedí que una noche se detuvo y sin mirarme habló. Mucho faltaba aún para mi viaje final. Mientras, debía sufrir y soportar. Ah, sufrir y soportar. ¿Hasta cuándo?, pregunté. “Hasta que el aire humee y los tambores de metal suenen por todas partes; entonces los tuyos te echarán entre los iguales a ti que no son tuyos y te llevarán, ayudados por el mulo, y yo me reiré”. Eso me dijo ikú aquella noche y después desencadenó a un niño y partió con él, dejando su cuerpo tirado para alimento de los blancos. Ah, sufrir, pero no soportar al sucio blanco de barba negra, boca de hiena, que en el barco quiso forzarme; sufrir y soportar a los dos marinos que me amarraron y me tomaron; sufrir y maldecirlos; sufrir y soportar viendo a los hombres castigados a latigazos; sufrir al amo Francisco, sufrir.

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Con atención miras el álbum fotográfico y ves el daguerrotipo de la tatarabuela Natividad, sentada en un sillón de alto respaldar. Tras ella, de pie, su padre Francisco, fuerte, apuesto, viril, patillas y bigotes espesos, te acecha con ojos inmóviles que parecen clavos remachados, duros, de hombre, acostumbrado a imponer su voluntad. Mucho te impresiona Francisco y esa su mirada obsesa de poseído. En broma te has preguntado qué harías si resucitara y te interrogara sobre si supiste cuidar e incrementar la fortuna de los Valle. Algunas veces la broma deja de ser tal y en los lugares más diferentes, en el baño, caminando por la calle, acostado en la noche, has tenido la rara sensación de que en tu interior una voz desconocida (¿la de Francisco?) te reprocha tus pésimos manejos financieros. “El estrés, la mucha carga emocional”, dice el siquiatra y te receta unos calmantes. Tú los tomas, pero sigues preocupado y recuerdas a Modesto, hijo de Francisco, que murió loco, amarrado a una cama, gritando que dentro de él estaba un negro moro venido para matarlo.