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Editado por Harlequin Ibérica.

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© 2002 Harlequin Books S.A.

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Las reglas del amor, n.º 1347- enero 2020

Título original: The Wolf’s Surrender

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-956-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

KELLY Madison se puso a buscar las llaves del coche en el aparcamiento de los juzgados. Buscó por todo el bolso. Apareció un recibo que hacía tiempo que buscaba y varias anotaciones del caso en el que estaba trabajando, pero no las llaves.

Estaban a finales de marzo en Black Arrow, Oklahoma, había llovido y helado y las aceras estaban cubiertas de una capa de hielo que hacía muy peligroso andar por ellas, sobre todo para una mujer embarazada de ocho meses.

Kelly oyó un pitido y un chirrido de ruedas sobre el asfalto también helado. Más pitidos e, inevitablemente, un choque. La gente no sabía conducir cuando llovía o nevaba. En Chicago, de donde era ella, la gente no se dejaba achantar por la nieve y las temperaturas bajo cero. Se abrigaban y seguían haciendo su vida normal, no como allí, que cerraban los colegios cuando amenazaba tormenta.

A pesar de eso, le gustaba Black Arrow, sus entornos y su gente. Lo que más le gustaba, de hecho, era la gente. Se tocó la tripa y sonrió.

—Tres semanas, cariño, y podrás ver lo sorprendente e interesante que es el mundo.

Sacó el teléfono y llamó a la policía para dar cuenta del accidente, en el que ya estaban implicados cuatro coches más. Comunicaba. Debía de estar llamando toda la ciudad para informar sobre todo tipo de incidentes.

¿Y dónde estarían sus llaves?

Se tapó bien la cabeza con la capucha y siguió buscándolas. De repente y por casualidad, las vio puestas en el contacto. Intentó abrir la puerta aunque sabía que era inútil. Cerrada.

Aquello no terminó con su buen humor. Le apetecía saltar, bailar y cantar. Estaba pletórica, como si pudiera correr la maratón y pintar la cocina, todo seguido.

Volvió a entrar en los juzgados para ver si estaba Albert Redhawk, el encantador bedel que solía abrir las puertas de los coches con una horquilla. Ya le había pasado más de una vez siete meses atrás, antes de irse de la ciudad. El edificio estaba vacío. Los electricistas y los pintores que lo estaban arreglando tras el incendio que había sufrido en su ausencia no estaban. Todas las puertas que intentó abrir estaban cerradas.

Albert no estaba por ninguna parte. Le iba a tocar ir andando a casa, que estaba a un par de kilómetros de allí. Decidió ir primero al baño.

Al doblar una esquina, se dio de bruces contra Grey Colton, el juez más joven del Condado Comanche.

—Tranquila —dijo él agarrándola para que no se cayera.

Kelly dio un paso atrás sin sonreír.

—Creí que no había nadie más en el edificio.

—Pues no. Estamos Albert, usted y yo.

Como de costumbre, la expresión implacable de aquel hombre era para ponerse de los nervios.

—¿Sabe dónde está Albert?

—En el cuarto de calderas, supongo. ¿Por qué?

A Kelly le pareció ver un brillo de disgusto en aquellos ojos marrones.

—No, por nada.

El juez la miró muy serio. Kelly se controló para no suspirar. Tenía treinta y tres años y sus rasgos faciales evidenciaban su descendencia indígena. Las mujeres se volvían locas por él. A Kelly no le caía bien, pero, como trabajaba para un bufete de abogados, lo veía continuamente.

—Disculpe, pero tengo que… eh… —dijo pasando a su lado y metiéndose en el baño.

Grey Colton suspiró por la nariz. Su hermana le solía decir que, cuando lo hacía, parecía un búfalo.

Dio unos cuantos pasos hacia el ascensor, se paró y se dio la vuelta. Miró por la ventana y vio siete coches estrellados, la calle bloqueada y la salida del aparcamiento taponada. Como no parecía que fuese a poder irse ya, decidió acompañar a Kelly Madison hasta su coche.

Sabía que no se lo iba a agradecer.

No le caía bien.

A él no le importaba. Cuando se enteró de que volvía a Black Arrow no le había hecho mucha gracia. Había algo en aquella mujer que lo enervaba. Se la había encontrado unas cuantas veces por los pasillos en aquellas semanas. Tres veces, para ser exactos. Había sido educada, eso no lo podía negar, pero nada más. La verdad era que se le iban los ojos detrás de ella sin que se diera cuenta. En realidad, se alegraba de Kelly mantuviera las distancias con él.

No era su tipo. Gracias a Dios. No era que no le gustara su pelo ondulado y castaño y sus ojos verdes, aunque lo que sí estaba claro era que debería estar prohibido tener unos labios tan carnosos y apetecibles. Le habían dicho que se acababa de divorciar. Lo que era evidente era que estaba más que embarazada. Por si eso no fuera suficiente, siempre creía en la inocencia de las personas que defendía. A Grey no le gustaban las mujeres ingenuas y no se podía permitir el lujo de que le interesara una con pasado turbio. A pesar de los tiempos que corrían, tener algo con una mujer divorciada y embarazada no le vendría nada bien a un juez que pretendía llegar al Supremo de Oklahoma.

No sabía por qué no le caía bien a Kelly, pero el hecho era que no le caía bien. Eso no significaba que pudiera dejarla sola en mitad de una tormenta de nieve.

Deseó poderse quitar la corbata y desabrocharse el primer botón de la camisa. Miró el reloj y esperó. Hacía cada vez más viento. El edificio estaba en silencio.

Volvió a mirar el reloj.

Se puso a recorrer el pasillo. Volvió a mirar la hora. Habían pasado quince minutos. ¿Qué estaría haciendo?

Con el ejemplo de su madre y de su hermana pequeña, sabía que una mujer podía tardar una eternidad en salir del baño porque siempre había cremas y maquillajes que ponerse. Escuchó a ver si oía algo.

Nada.

Aquello le olía mal. Llamó a la puerta con fuerza.

Nada.

Volvió a intentarlo sin resultado.

—¿Kelly?

Nada.

—¡Kelly! —gritó.

—Sí…

Por fin. Sin embargo, le contestó en un hilo de voz.

—¿Está bien?

—No… Me parece que no.

Grey abrió la puerta lo justo para asomar la nariz. Al verla en el suelo con la cara colorada, entró corriendo.

—¿Qué le pasa?

—El niño. Creo que va a nacer.

—¡Cree que va a nacer! ¿Ahora? ¿Aquí? —exclamó él nervioso.

Kelly intentó ponerse de lado para levantarse.

—No se mueva.

Kelly respiró con dificultad.

—Me dolía un poco la espalda, las lumbares, y de repente me he doblado por la mitad del dolor y he roto aguas. Tengo contracciones todo el rato, cada veinte o treinta segundos. Según lo que me han explicado en las clases de preparación al parto, eso quiere decir que estoy a punto de dar a luz. Se supone que el primer parto tarda horas, incluso días. Días —le explicó mojándose los labios.

—Así que se ha caído al suelo del dolor y va a dar a luz. ¿Por qué no me ha llamado?

Kelly tenía los ojos cerrados y le costaba respirar.

—Porque… no sabía… que estaba… seguía ahí.

Tomó aire y se relajó un poco.

—¿Por qué estaba ahí?

—Buena pregunta —contestó él alegrándose, sin embargo, de haberse quedado. Al ver el móvil de Kelly en el suelo, lo agarró—. ¿Por qué no ha llamado a una ambulancia?

—Lo he intentado, ¿sabe? ¿Por qué es usted tan desagradable?

No era desagradable, solo serio.

Bueno, tal vez, un poco desagradable.

Marcó el número. Ocupado.

—Maldita sea.

—Si no le importa, no diga palabras malsonantes delante de mi hijo —le pidió consiguiendo sentarse contra la pared.

Grey se dio cuenta de que le había costado un enorme esfuerzo. Aquello debía de doler. Se estaba poniendo cada vez más pálida y él no sabía qué demonios hacer.

Se puso en pie y comenzó a pasearse por el baño mientras Kelly jadeaba. Se mordió la lengua para no decir más palabrotas. Era juez del Condado Comanche y no debía hacerlo.

¿Qué iba a hacer?

Se miró en el espejo. Sus ojos oscuros se entornaron. De repente, sintió una sensación de calma. Comenzó en sus párpados, le bajó por la garganta y se extendió por todo su cuerpo.

—¿Puede andar? —le preguntó.

Kelly tragó con dificultad y asintió. Intentó levantarse, pero no pudo y gimió de dolor.

Grey se lavó y se secó las manos. Se arrodilló junto a ella.

—La voy a levantar. Dígame si la hago daño.

—Si me ayuda a levantarme… a lo mejor puedo andar.

Sí, pero no era fácil. Para empezar, no sabía de dónde agarrarla. No había mucho sitio libre entre sus pechos y la tripa. Terminó pasándole el brazo por la espalda. Kelly se agarró a su otro brazo. Con fuerza. Era una mujer fuerte y lo demostró poniéndose en pie. Se apoyó en los lavabos.

—Bueno, vamos allá —resopló dando un paso con dificultad.

Sin pensárselo dos veces, Grey la tomó en brazos y se tambaleó un momento. Además de alta, estaba embarazada.

La miró y vio que sonreía débilmente. Kelly se agarró a su cuello y él redistribuyó el peso.

—¿Está seguro de que puede conmigo?

—Usted abra la puerta.

—Sí, señoría —contestó Kelly obedeciendo.

Grey agarró la puerta con el pie y salieron al pasillo.

—¿Dónde vamos?

Al ver la puerta del ascensor abierta, lo supo.

—Hay un sofá en mi despacho.

Si no le hubiera dado otra contracción, seguro que habría protestado, pero tuvo que limitarse a cerrar los ojos y aguantar el dolor, que le tensó el cuerpo entero.

Así llegaron a su despacho.

Aquello no iba a ser fácil. Grey no tenía ni idea de medicina. Hacía años que no se enfriaba y lo único parecido que había hecho en su vida había sido ayudar a su primo Bram a traer al mundo a un potro.

Con sumo cuidado, depositó a Kelly en el sofá. Volvió a intentar llamar a una ambulancia, pero no dejaba de comunicar. Entonces, llamó a su madre. El contestador. Estaba llamando a su hermana, cuando se quedó sin línea y no tuvo más remedio que colgar.

—¿Qué pasa?

—No hay línea. Debe de ser por la tormenta.

—Mi móvil tampoco funciona. Mi hijo va a nacer aquí, ¿verdad? —preguntó nerviosa.

—Eso me temo —contestó él—. Hay sitios peores —añadió pensando que también los había mejores. Un hospital, una clínica, la luna.

Kelly respiró seguido varias veces.

—El profesor me ha mentido. Las respiraciones no ayudan nada —comentó echándose hacia atrás en el sofá y examinando la situación. Iba a parir. Sentía al niño. Qué dolor. No podía hablar con el hospital ni con su médico, pero, al menos, estaba en un lugar seco y caliente. Y no estaba sola.

Se puso una mano en la tripa.

—Échese y descanse —le aconsejó Grey poniéndole una almohada bajo la cabeza.

—Hábleme —susurró con los ojos cerrados. Al ver que él no decía nada, supuso que no sabía qué decir—. ¿Quién ha decorado este despacho?

—Mi hermana, mi madre y mi abuela. ¿Se nota?

Kelly sonrió.

—La almohada que le he puesto la hizo mi abuela antes de morir. Hizo una igual para mi hermana, mis hermanos y mis primos.

Kelly sintió que le estaba quitando las horquillas del pelo.

—¿Qué le parece si le quito las botas?

Kelly no contestó y él le desabrochó el calzado y se lo quitó. No sabía si darle las gracias o decirle que estaba muerta de miedo. Se tocó la tripa.

—Puedo hacerlo —dijo. Lo repitió seis veces—. Antes, las mujeres tenían a sus hijos en casa.

—Sí.

—Bien.

Dobló las piernas y gritó de dolor.

—Se va a tener que quitar algo de ropa, Kelly.

Ella lo miró perpleja y se tragó el pánico.

—¿Le importa darse la vuelta?

Él la miró unos segundos antes de obedecer.

—No es el momento de tener vergüenzas —dijo Grey.

—Sí, pero se supone que las únicas personas que te ven en esta situación son los médicos y tu pareja.

Grey oyó movimientos.

—¿Cómo se llamaba su abuela?

—¿Qué abuela? —repitió él sin comprender.

—La que cosió una almohada como esta a todos sus nietos.

Grey se giró y vio que Kelly no se había quitado el vestido, solo la ropa interior, y se había tapado con el abrigo.

—Gloria WhiteBear Colton. Su marido, mi abuelo, murió antes de que nacieran sus gemelos, que eran mi padre, Tom, y su hermano, mi tío Trevor, que murió hace tiempo. Mi abuela se encargó de criar a mis cinco primos y de ayudarnos también a nosotros.

Kelly le agarró la mano con fuerza. Grey no sabía qué hacer. En las películas, siempre alguien hervía agua. Mojó unos pañuelos de papel en el lavabo y se los pasó por la cara.

—¿Le han preparado en las clases para lo que va a suceder? —le preguntó.