«He amado demasiado a las estrellas
para temer ahora a la noche».

SARAH WILLIAMS

 

 

 

Para mis lectores,
que me han seguido a través del universo.

Dei gratia.

—Espera —digo con el corazón en un puño.

El dedo de Elder se queda suspendido sobre el botón de lanzamiento. Alza la mirada hacia mí; la preocupación le arruga las comisuras de los ojos y le da un aspecto triste y avejentado. El planeta brilla al otro lado de los hexágonos trasparentes, azul y verde y blanco, la suma de todo lo que deseo. Y sin embargo, la emoción que se retuerce en mi estómago es el miedo.

El terror.

—¿Crees que estamos preparados? —le pregunto casi en un susurro.

Elder se endereza alejándose del panel de mando.

—Ya hemos almacenado todos los materiales de la Fortuna que podemos llevar con nosotros —responde—. Los hemos asegurado para que no sufran durante el aterrizaje...

—Sí, y a las personas también —asiento.

Hemos usado unos cables pesados y resistentes, como el que Elder usó para salir de la nave con su traje espacial. La gente está repartida por toda la sala: junto a las cámaras de crionización, pegada a las paredes... En cualquier rincón que proporcione algún asidero para que no salgan rebotando como pelotas de goma cuando la lanzadera llegue a Tierra Centauri. En realidad, ha sido una chapuza. Me preocupa que los cinturones con los que Elder y yo nos hemos sujetado a los asientos no sean eficaces, pero no hemos podido hacer más. Por más que nos esforzáramos, no podríamos estar mejor preparados.

Pero no me refería a eso con mi pregunta.

Lo que quería decir era esto otro: ¿estamos preparados para afrontar lo que encontremos ahí abajo?

¿Estoy preparada yo?

A lo largo de los años, incluso antes de que la Fortuna llegara a Tierra Centauri, sus científicos enviaron sondas de exploración al planeta. Todas indicaron que era habitable. Pero hay una gran diferencia entre un lugar habitable y un hogar.

Y además, hay monstruos.

Sacudo la cabeza para despejar los pensamientos inquietantes. Las últimas sondas mostraron la existencia de algún peligro desconocido, algo a lo que Orion se refería con el nombre de «monstruos». Algo tan peligroso que el primer Eldest decidió aprisionar a todos los habitantes de la Fortuna dentro de la nave en vez de aterrizar.

¿Qué es peor: enfrentarse a monstruos o vivir atrapado?

Me he pasado tres meses atrapada; para mí, las paredes de la nave no eran un hogar sino una jaula. Pero al menos estaba viva. ¿Quién sabe lo que puede albergar el planeta, qué amenazas tendremos que afrontar?

Lo único que tengo en este momento son preguntas, miedos y un gran planeta azul, verde y blanco que parece mirarme.

Debemos marcharnos. Debemos enfrentarnos al mundo que espera allá abajo. Prefiero morir rápidamente con el sabor de la libertad en los labios que hacerme vieja tratando de ignorar los muros que me aprisionan.

Me digo a mí misma que valdrá la pena. Por alto que sea el precio que tengamos que pagar, valdrá la pena con tal de escapar de la Fortuna. Me digo todo eso a mí misma y trato de creerlo.

Las luces del panel de control parecen hacerme guiños. Elder y yo estamos sentados justo delante. En el suelo, entre nuestros asientos, hay una palanca de metal. El puente principal —la gran sala desde la que se pilotaba la nave— tenía seis asientos y docenas de paneles de control, pero en este puente adicional solo hay dos de cada. Espero que dé la talla. Espero que la demos nosotros.

Alzo una mano temblorosa, no sé si hacia el planeta resplandeciente o hacia el panel de control, y Elder me la agarra.

—Podemos hacerlo —dice en un tono que no deja lugar a la duda.

—Tenemos que hacerlo —replico yo.

—¿Juntos?

Asiento con la cabeza.

Nuestros dos índices aprietan al mismo tiempo el botón: INICIAR LANZAMIENTO.

Una voz femenina con tintes metálicos resuena en el puente: «Despegue de lanzadera iniciado».

Amy inhala bruscamente.

«Detectada señal de sonda con indicaciones de dirección. Elija secuencia de aterrizaje: ¿manual o automática?», indica la voz. Dos botones se iluminan en el panel de control, uno con una M roja y otro con una A verde.

Aprieto la A.

«Iniciada secuencia de despegue automático», replica la voz en un tono que me parece casi alegre.

Se oye un chirrido ensordecedor, como si una sierra gigante estuviera haciendo un agujero en el techo.

—¿Qué es eso? —jadea Amy, aferrándose a su asiento como si fuera un salvavidas. Los brazos metálicos del sillón están emborronados por sus huellas dactilares, y su cuerpo se hunde en el acolchado del asiento.

Un torbellino de posibilidades recorre mi mente. Suena como si algo se rompiera, un ruido amenazador y terrorífico. La lanzadera se agita y da tirones, como si un brazo gigante quisiera desgajarla de la Fortuna, y el estómago se me sube a la garganta. Me hundo en mi asiento, respirando a duras penas. En el extremo opuesto de la lanzadera suenan gritos y chillidos de terror que se cuelan en el puente. Amy levanta la cara para mirarme a los ojos, pálida y preocupada.

—No pasa nada —le digo, sin saber si estoy tranquilizándola a ella o a mí mismo—. Acabamos de separarnos de la nave nodriza.

Sobre nuestras cabezas suena una especie de estallido y la lanzadera parece hundirse unos metros.

—Ahora sí que nos hemos separado —digo.

Amy suelta una carcajada aguda y nerviosa que se apaga enseguida.

«Activados reactores de separación», recita el ordenador como si no tuviera importancia. Los tres pequeños reactores que hay en la parte superior de la lanzadera se ponen en marcha y parecemos precipitarnos cuesta abajo. El panorama de la cristalera cambia; ahora solo vemos el planeta, allá a lo lejos.

—Me alegro de ver adónde nos dirigimos, al menos —dice Amy, con la vista clavada en los hexágonos transparentes.

A los lados del planeta, las estrellas titilan haciendo resaltar aún más el brillo de nuestro nuevo hogar. Algunos de los textos que leí en el archivo de la Fortuna describían a Tierra Solar como una canica azul y blanca. Sin embargo, esto que veo suspendido ante mí parece casi un ser vivo. Sus colores vibran frente a la nada negra del universo.

Pero, por bello que me parezca, aún no estamos allí. La lanzadera acelera repentinamente su caída, y una nueva oleada de gritos contenidos se desliza bajo la puerta.

—No veo el momento de aterrizar —mascullo.

«Comprobando el sistema de maniobra orbital», exclama el ordenador. De pronto, suena una especie de rugido y Amy se estremece.

Me gustaría abrazarla, estrecharla fuerte y susurrarle que todo va a salir bien, pero no puedo moverme. Los latidos de mi corazón me retumban en los oídos y no me dejan oír nada más. La lanzadera está programada para aterrizar sola; cuando nos acerquemos lo suficiente, captará las ondas de radio que le envían las sondas de la Fortuna desde Tierra Centauri, y estas la guiarán a un punto de aterrizaje adecuado para la supervivencia humana. Lo único que tenemos que hacer nosotros es sujetarnos bien y disfrutar del viaje.

Una sensación de náusea se apodera de mí; es la misma que noto —que notaba— al descender por el tubo gravitacional, cuando el impulso se mitigaba entre los niveles y bajaba por un instante en caída libre. La cabeza me da vueltas; mi cerebro chilla: ¡Estás cayendo! Por un momento soy presa del pánico. Agito sin control los brazos y las manos intentando agarrarme a algo y solo encuentro aire. Pero no importa: mi cuerpo acaba de darse cuenta de que no estoy cayendo, sino flotando.

—¡Frexo! —grito, mirando hacia abajo.

Estoy suspendido encima de mi asiento. Estiro el brazo y mis dedos quedan a unos milímetros del respaldo. No puedo alcanzarlo.

Amy deja escapar una risita, pero sus ojos están desorbitados por el miedo.

—¿No te ataste al asiento? —pregunta.

La melena le flota alrededor de la cara como una nube roja, pero su cuerpo está firmemente sujeto por las correas acolchadas que cruzan su pecho y su regazo.

—Yo... lo olvidé —mascullo.

Sacudo los brazos y las piernas con toda mi energía, pero no avanzo ni un centímetro. ¿Cómo pude pasar esto por alto? El replicador gravitacional se ha quedado en la nave nodriza, claro. Giro la cabeza hacia el puente y me pregunto qué estará sintiendo mi tripulación en este momento, cuando acaban de perderlo todo por mi culpa. Incluso la gravedad.

—¡Aguanta un poco! —exclama Amy con voz aún risueña.

Desabrocha sus sujeciones y empieza a elevarse en el aire. Antes de separarse de su asiento, desliza un pie bajo la correa del regazo y estira los brazos hacia mí.

—Cómo odio mi pelo... —murmura, y resopla hacia arriba para apartar los brillantes mechones de su cara.

El resto de su melena parece un halo, una maraña de brotes tiernos que tratan de separarse de su raíz. Me recuerda a la primera vez que la vi, a la forma en que su cabello del mismo color que el atardecer se arremolinaba alrededor de sus facciones como una nube de tinta.

«Detectada señal de sonda», dice el ordenador. «Identificado punto de aterrizaje idóneo. ¿Dirigir lanzadera a punto indicado? Seleccione SÍ o NO». De nuevo se encienden dos botones, uno con una N roja y otro con una S verde.

—¡Frexo! —mascullo con rabia mientras me estiro hacia el panel de control.

Es inútil: mi cuerpo no se mueve ni un centímetro.

—Estate quieto —me ordena Amy.

La correa retorcida apenas le sujeta el tobillo. Pero ni siquiera así llega a tocarme: estoy justo fuera de su alcance.

«Seleccione SÍ o NO», insiste el ordenador.

—A la mierda —masculla Amy.

Saca el pie de su asidero, se impulsa con una patada en la silla y sale disparada por el aire. Su cuerpo golpea el mío de pleno; mientras yo me precipito hacia el techo, ella rebota en sentido opuesto. Yo reboto también y desciendo; aunque paso a varios metros de mi asiento, logro deslizar los dedos por el borde metálico de la consola y presionar levemente la S que centellea con urgencia.

Amy suelta un gruñido de impaciencia al salir de nuevo despedida hacia arriba. Cuando llega al techo, le da una patada para desviarse hacia su asiento.

Yo me aferro al panel y logro estabilizarme. Sin soltarme del todo en ningún momento, me deslizo hasta llegar a mi sitio, me siento y ajusto las correas rápidamente.

«Iniciando el sistema de maniobra orbital», enuncia la fría voz del ordenador, indiferente a la forma en que mi cuerpo se estremece. Aunque hubiera gravedad normal, no creo que pudiera mantenerme en pie.

La lanzadera acelera suavemente. Las estrellas desaparecen, y ahora la cristalera solo muestra el planeta. Por un momento olvido mi cuerpo: solo soy ojos, unos ojos que beben la imagen que se les ofrece. Ver el planeta así, sin la negrura del espacio a su alrededor, resulta extrañamente diferente. Me da la impresión de que los colores van a engullirnos.

—Oh —jadea Amy, alcanzando al fin un brazo de su asiento. Se acomoda con agilidad y se ajusta las correas de nuevo.

En el panel, justo delante de ella, hay una silueta de la lanzadera con tres puntos rojos que brillan encima del techo.

—Deben de ser los reactores que nos impulsan ahora mismo —dice mientras extiende la mano hacia la pantalla. Las yemas de sus dedos parecen encenderse con la luz de los pilotos.

De pronto, uno de los puntos se apaga y Amy retira la mano con un respingo. El morro de la lanzadera se eleva y el panorama cambia de nuevo. Ahora la cristalera no muestra nuestro nuevo hogar, sino el antiguo.

La Fortuna.

Sin la lanzadera que la remataba por debajo, parece incompleta, mutilada.

Un nudo me cierra la garganta. No me esperaba esto. No esperaba pensar en todo lo que estoy dejando atrás; no esperaba preguntarme si valdrá la pena.

La Fortuna. Mi vida entera está... estaba en esa nave. Todo: cada uno de mis recuerdos, de mis sensaciones, de las cosas fundamentales en mi vida, tuvo lugar dentro de esas abolladas paredes de metal.

Y ahora las estoy abandonando.

A la Fortuna... y a las ochocientas personas que se han quedado en su interior.

Una idea enloquecida me cruza la mente: extender la mano, apagar los reactores, dirigir la lanzadera de nuevo hacia la nave. No quiero irme. No quiero abandonar mi hogar.

Pero en ese momento, el punto rojo se enciende de nuevo. El techo de la nave se estremece con la energía de los reactores y la lanzadera enfila otra vez al planeta. Es demasiado tarde. No importa.

Nunca volveré a la Fortuna.

Los pilotos rojos inician un parpadeo rápido mientras los reactores se encienden y apagan alternativamente para colocarnos en posición de aterrizaje. Entre los zarandeos y la falta de gravedad, estoy desorientado; la única imagen que sigue fija e inmutable ante mí es la de Tierra Centauri.

—Resulta extraño... —dice Amy—. Es como si estuviéramos boca abajo para apuntar al planeta, pero no da la impresión de que estemos boca abajo.

Se pasa la mano por el pelo, pero no sirve de nada: los mechones vuelven a flotar en cuanto deja de aplastarlos.

«Iniciando ruptura de órbita», recita el ordenador.

Los tres pilotos rojos se hacen aún más brillantes y dejan de parpadear. El planeta se acerca a una velocidad cada vez mayor. Miro a Amy por el rabillo del ojo: tiene los ojos muy abiertos por el miedo y los dedos enganchados como garfios a los brazos de la silla. Pero sé que esto es lo que quiere. La única forma en que puedo hacerla feliz es regalarle Tierra Centauri; solo así podré hacerme perdonar por haberla atrapado en la jaula que era para ella la Fortuna, por haberla aprisionado junto a psicópatas como Luthor, junto a personas que jamás serían capaces de aceptarla.

«Ruptura de órbita casi completa. Se inicia fricción atmosférica», anuncia el ordenador.

—¿Estás preparado? —susurra Amy.

—No —confieso.

Por mucho que desee regalarle el planeta a Amy, preferiría no haber tenido que renunciar al único hogar que he conocido.

La lanzadera acelera aún un poco más, como si quisiera arrojarnos en picado sobre el planeta. Los pilotos rojos siguen brillando con intensidad, pero ahora también parpadean otras luces más pequeñas a su alrededor: reactores adicionales que incrementan el impulso de la nave.

«Interfaz de entrada en marcha», informa el ordenador.

Azul, verde, blanco... En el centro de la imagen apenas asoma el morro de la lanzadera, de un verde grisáceo que de pronto se pone al rojo. Algo plateado chispea en el borde de mi campo de visión, pero cuando me vuelvo a mirarlo, la lanzadera se sacude y mi atención se desvía. Alrededor de la cristalera resplandecen luces de un rojo anaranjado.

Miro a Amy. El crucifijo dorado que siempre lleva al cuello se ha salido de su camiseta y flota frente a su cara. Ella suelta uno de los brazos de la silla y lo aferra con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. Su boca pronuncia palabras inaudibles.

El panel de control es ahora un amasijo de destellos aparentemente caóticos: los reactores se encienden y apagan en un ritmo enloquecido, haciéndonos avanzar en zigzag. Supongo que se trata de algo diseñado para frenar el descenso. De vez en cuando entreveo el planeta, pero la mayor parte del tiempo queda oculto por los destellos rojizos. ¿Se habrá incendiado la nave, o será el calor propio de la fricción atmosférica? No lo sé. El estómago se me cae a los pies mientras me pregunto cómo, en el nombre de las estrellas, se nos ha ocurrido pensar que podríamos aterrizar en esta lanzadera que no sabemos pilotar.

Algo parece golpear el costado de nuestra nave, porque de pronto se estremece y cambia bruscamente de trayectoria. Las luces se apagan y vuelven a encenderse, más erráticas que nunca, mientras la computadora anuncia con voz cantarina: «Interrumpida señal de aterrizaje. Se inicia el modo manual».

—¿Qué pasa? —chilla Amy.

Una hilera de luces rojas se enciende en el techo y nos baña en un resplandor sangriento. Vuelvo la mirada hacia Amy. Algo va mal.

«Impacto con tierra firme en T menos quince minutos», nos informa el ordenador en un tono perfectamente razonable.

—¿Cómo que impacto? —exclama Amy con voz temblorosa—. ¡Vamos a estrellarnos!

El corazón se me detiene por un instante: tiene razón. Aferro la palanca de dirección que sobresale bajo la consola y hago lo único que se me ocurre en este momento: tirar de ella con todas mis fuerzas, rogando para mis adentros que eso amortigüe el choque. La línea del horizonte aparece en la pantalla mientras nuevos pilotos se encienden en el panel.

«Altura: ochenta kilómetros sobre la superficie», nos informa el ordenador. «Iniciando la desaceleración activa».

Unas cuantas luces se apagan al mismo tiempo. La velocidad de la caída aumenta aplastándonos contra los asientos, aunque tal vez se deba a que volvemos a notar la gravedad. Amy suelta un grito inarticulado de puro terror.

La lanzadera vuelve a agitarse —¿habrá fallado un reactor, o el ordenador central?— y su rumbo se modifica de nuevo. Ya pueden distinguirse los detalles del relieve: montañas, lagos, islas...

Me pregunto contra cuál de ellos nos estrellaremos.

Dicen que, cuando te encuentras en una situación de vida o muerte, como un accidente de coche o un atraco armado, todos tus sentidos se afinan y el tiempo parece más lento.

Mientras nos precipitamos hacia el planeta, me da tiempo de pensar que no me siento así en absoluto.

Todos los sonidos parecen haberse apagado: los chillidos de los tripulantes al otro lado de la puerta, los choques de algo que espero que no sean cuerpos, el siseo de los reactores, las maldiciones de Elder, mi corazón enloquecido...

No siento nada. Ni la presión de las correas que se hunden en mi piel, ni la tensión de mis mandíbulas. Nada. Tengo el cuerpo completamente entumecido.

No huelo nada, no saboreo.

Lo único que funciona en mi cuerpo son los ojos, colmados de la imagen que se extiende ante ellos. El suelo parece abalanzarse sobre nosotros. En el amasijo de colores distingo una línea nítida: el contorno de un continente. Mi corazón se estremece por el deseo de conocer este mundo, de convertirlo en nuestra casa.

Mis ojos se beben la imagen mientras mi estómago se encoge con una certeza repentina: jamás he visto un continente con esta forma. Podría hacer rodar un globo terráqueo en todas direcciones, y al recogerlo aún podría reconocer la forma en que el sur de Europa se interna en el Atlántico, la curva del golfo de México, el extremo afilado de la India. Esta masa de tierra, sin embargo, se curva y avanza formado dibujos que no reconozco; se hunde en un mar desconocido, se extiende en penínsulas nuevas, salpica islas que no reconozco.

Y por extraño que parezca, solo en ese momento cobro conciencia de esto: puede que este mundo se convierta algún día en mi hogar, pero nunca será el hogar que he dejado atrás.

—¡Frexo, frexo, FREXO! —grita Elder, tirando tan fuerte de la palanca que todas las venas de su cuello se hacen visibles.

Intento tragar saliva: no es el momento de ponerme a llorar.

—¿Qué podemos hacer? —pregunto, chillando para hacerme oír sobre los pitidos del panel de control.

—¡No sé!

Un acantilado de tierra ocre aparece frente a nosotros. Por un segundo estoy segura de que vamos a estamparnos contra él, pero pasamos casi rozándolo.

«Impacto con tierra firme en T menos cinco minutos. Abandonada trayectoria inicial de aterrizaje», explica amablemente el ordenador, y me sorprendo deseando que sea una persona para poder callarla de un puñetazo.

—¿Nos vamos a estrellar? —jadeo, apartando la mirada con esfuerzo para clavarla en Elder.

Está demudado, tenso. Sacude la cabeza y comprendo perfectamente lo que quiere decir. No es: «Tranquila, vamos bien», sino: «Ni idea, tal vez sí».

Clavo los ojos en el panel de control y advierto una pequeña pantalla circular. Muestra un diagrama del horizonte, que se agita y gira sin control.

Un pulsador destella a su lado. Leo el letrero: ESTABILIZADOR. ¿Qué hago?, me pregunto. No sé si es lo que hace falta, pero Elder está sujetando el mando con todas sus fuerzas y no creo que esto vaya a empeorar las cosas y... Lo aprieto.

El horizonte parece hundirse y luego alzarse de repente; la nave se mueve como una especie de montaña rusa giratoria. En el panel de indicadores se iluminan aún más pilotos en la base de la lanzadera: deben de ser reactores auxiliares. Las convulsiones se van calmando hasta que la nave se estabiliza por completo.

—¿Qué chulza es...? —empieza a decir Elder.

Y entonces, los motores carraspean y la nave se desploma.

Suelto un chillido, notando la sensación de caída en el estómago.

Elder aprieta de un manotazo varios botones y luego otros más. Bajamos tan rápido que las imágenes se emborronan, convirtiéndose en manchurrones de color. Elder presiona otro botón y la caída se amortigua por un instante, pero vuelve a acelerarse enseguida. Nos desplomamos más y más deprisa, envueltos en las llamas rojas y amarillas que dejan escapar los motores...

«Captada señal de sonda en tierra: detectado terreno apto para el aterrizaje», dice el ordenador entre el estrépito de las alarmas. «Autorización para el aterrizaje necesaria. Apriete SÍ o NO».

Una vez más, se iluminan la S verde y la N roja.

—¡Dale! —grito mientras Elder presiona la S de un manotazo.

En la parte frontal de la lanzadera aparecen llamas de un blanco azulado. La nave se sacude y frena, en un espasmo tan repentino que me deja sin aliento. Y de pronto, el resto de mis sentidos vuelve a ponerse en marcha de nuevo. Noto un sabor metálico —me he mordido el labio con tanta fuerza que me he hecho sangre— y un dolor sordo en las zonas que quedan bajo las correas del pecho y las caderas. El ruido que suena al otro lado de la puerta es ensordecedor, pero aun así distingo los gritos de dolor y pánico de cada uno de los mil cuatrocientos cincuenta y seis pasajeros que viajan en la sala de crionización.

Y entonces dejamos de movernos.

No hemos aterrizado: estamos suspendidos sobre las copas de los árboles, pero ya no avanzamos. Y no nos hemos estrellado.

La lanzadera se ha estabilizado por completo. Oigo un siseo bajo nuestros pies: los motores enfocan directamente el suelo para mantenernos en el aire.

«¿Proceder al aterrizaje? Seleccione SÍ o NO», recita el ordenador.

Elder y yo intercambiamos una mirada. En ella no hay palabras, ningún significado oculto. Solo un sentimiento compartido: el alivio.

En vez de presionar el botón en el que parpadea la S verde, Elder me agarra la mano. Sus dedos se deslizan entre los míos; están resbaladizos por el sudor, pero su tacto es firme. Ocurra lo que ocurra, por terrible que sea lo que nos espera ahí abajo, nos enfrentaremos a ello juntos. Elder lleva nuestras manos entrelazadas hasta el botón y los dos lo pulsamos.

El siseo se va apagando a medida que la lanzadera desciende lentamente. En algún momento de nuestro enloquecido aterrizaje, la gravedad ha retornado; ahora siento el peso de todo lo que me rodea y la presión férrea de las correas que me sujetan al asiento. Las desprendo rápidamente y me abalanzo sobre la cristalera. Nuestra maniobra ha devastado la zona circundante: los árboles más cercanos son poco más que montones de cenizas, y el suelo está ennegrecido y brillante como si se hubiera derretido. Los árboles... ¡los árboles! ¡Árboles de verdad, suelo de verdad, un mundo de verdad al alcance de mi mano!

 

Con una convulsión que a punto está de tirarme al suelo, los reactores se apagan y caemos los últimos metros hasta posarnos en la superficie del planeta.

—Bueno, al menos estamos vivos —murmura Elder.

—Estamos vivos —repito, levantando la mirada hacia sus ojos brillantes—. ¡Estamos vivos!

Me agarra de la cintura y me levanta hasta colocarme en su regazo, y yo me siento derretir con el contacto de sus brazos tibios y firmes.

Nuestros labios se encuentran en un beso que contiene todo el miedo y la pasión que nos inspira este mundo nuevo. Nos besamos como si fuera la primera y la última vez que lo hacemos. Nuestros cuerpos se enredan con una especie de furia efervescente, nacida del miedo a la muerte que hemos sentido hace unos instantes.

Me aparto para tomar aire, le miro a los ojos y, durante el más breve de los instantes, veo solo al chico que me enseñó lo que era un primer beso y una segunda oportunidad. De pronto, la imagen se difumina y dejo de ver a Elder para ver a Orion. Me aparto apresuradamente de su regazo: sé muy bien que Elder no es Orion, pero no puedo olvidar la insistencia de Elder en que Orion viajara con nosotros en esta lanzadera, como si debiéramos recompensar sus crímenes con un planeta entero en vez de con una eternidad de hielo.

Elder trata de levantarse del asiento para abrazarme de nuevo, pero no puede.

—Maldito cinturón... —murmura mientras lo desabrocha.

Me doy la vuelta.

El mundo está ahí, al otro lado del cristal.

El mundo.

Nuestro mundo.

—Lo conseguimos —murmuro.

—Sí —responde Elder, incapaz de disimular el asombro que resuena en su voz—. Lo hemos hecho —susurra, y sus palabras son una brisa cálida que me acaricia la nuca.

Giro en redondo para mirarle a los ojos, pero mi mirada resbala por su cara y se posa en la puerta que lleva a la sala de criopreservación.

—Mis padres —suspiro.

Por fin podré volver a verlos.

Sin decir una palabra más, Amy me esquiva y echa a correr hacia la puerta cerrada. Sus pisadas retumban sobre el suelo de metal, sobreponiéndose a los gritos apagados que resuenan en la sala de criopreservación. Suelto un suspiro tembloroso: aún no me puedo creer que lo hayamos conseguido. A pesar de mi incompetencia, a pesar de ese extraño incidente que nos ha obligado a improvisar un aterrizaje de emergencia...

Me estremezco al recordarlo. ¿Qué sería eso que casi nos mata? Pareció como si algo nos golpeara...

«Aterrizaje completado», dice el ordenador. «Traspase el mando de la misión al oficial de mayor rango entre los efectivos criogenizados una vez concluya el proceso de reanimación. No abandonen la lanzadera hasta nueva orden. Gracias por colaborar en esta misión del FREX».

La voz se entrecorta y se apaga dejando la sala en silencio. En ese momento, el monitor del panel de control se enciende con una frase parpadeante:

 

Código Militar de Autorización: - - - - - - - - - -

 

Al leer la palabra «militar», el estómago me da un vuelco comparable al que sentí al aterrizar hace unos minutos. El que debería estar aquí hoy es Orion, no yo. Y estaría, si no hubiera temido tanto a los militares de Tierra Solar como para tratar de asesinarlos, convencido de que nos convertirían en esclavos o en carne de cañón.

Me resulta difícil reconciliar mi imagen de Orion con la forma en que lo ve Amy: como a un psicópata asesino. Porque si yo no la hubiera tenido a ella, podría haberme convertido en alguien como él. No habría tenido más opciones: Orion... o Eldest.

Y, por duro que sea el pasado, no puedo dejar de pensar que el retorcimiento de Orion era preferible a las mentiras de Eldest.

La frase del monitor me hace guiños, esperando a que introduzca un código que desconozco. Echo una última mirada al mundo que se extiende más allá de la cristalera, al cielo interminable, y le vuelvo la espalda. Empiezo a distinguir el miedo y el dolor que tiñe las voces de mi gente; además, el siguiente paso está en manos de los congelados, no en las mías.

Al llegar a la sala de criopreservación, veo a Amy de pie ante las cámaras de sus padres, inclinada sobre los pasajeros aún amarrados a la hilera de puertas. Cuando la gente logra retirar los cables que los sujetan, Amy los aparta sin dejar de mirar los paneles digitales de las cámaras de frío. Está tan concentrada en su propósito que ni siquiera advierte la forma en que mi gente se tambalea tratando de incorporarse.

La sala es un caos. Kit, la médico, ha organizado a un grupo de gente que va de un lado a otro desatando las correas. Enseguida me doy cuenta de que no fue buena idea amarrar a la gente así: el estómago se me sube a la garganta al ver cómo Kit encaja de un tirón el hombro dislocado de un hombre, y al mirar alrededor solo veo expresiones horrorizadas y ausentes. Me recuerdan a los vídeos de desastres en Tierra Solar que Eldest me mostraba a veces.

Una mujer empieza a chillar a mi lado. Sus gritos rebotan en las paredes de metal hasta inundar todos los rincones de la estancia.

Los ayudantes de Kit se abalanzan sobre ella y retiran el cabo que la amarra a la mujer de al lado. Es demasiado tarde: en la garganta de su compañera se ve una marca de un rojo violáceo. Las ataduras que debían salvarle la vida la han estrangulado.

Doy un paso hacia la mujer que queda con vida. Sus gritos han dado paso a sollozos desgarradores.

Amy jadea. Es un sonido casi imperceptible, pero vuelvo hacia ella, alarmado.

Ella me dedica una sonrisa triunfal, y solo entonces advierto que las puertas de todas las cámaras de criopreservación se han abierto.

—¡Frexo, Amy! ¿Tienes que hacer esto justo ahora? —exclamó, acercándome a ella a grandes zancadas.

—Sí —contesta con determinación.

—¿Y hace falta que los reanimes a todos? —insisto.

Casi puedo entender que necesite despertar a sus padres ahora mismo. Sin embargo, lo último que nos hace falta en este momento es añadir las cien voces de los congelados al estrépito que ya suena a nuestro alrededor.

Hay docenas de tripulantes heridos, y al menos uno… No, dos… No, hay incluso más de dos muertos. Acabamos de aterrizar a la desesperada; no tenemos tiempo que perder con los congelados del frexo.

Empiezo a decírselo a Amy, pero ella me interrumpe:

—¡Elder, ellos pueden ayudarnos!

Parece convencida, pero no creo que se le haya ocurrido pensar en ello hasta que yo he protestado.

Kit se acerca a la carrera. Tiene un corte en la cabeza del que gotea sangre, pero no parece nada serio.

—¿Va todo bien? —me pregunta con el ceño fruncido.

Miro a mi alrededor. Casi todo el mundo tiene los ojos vidriosos, y me doy cuenta de que se encuentran en estado de shock. Sí, los amarres impidieron que salieran despedidos por la sala durante el aterrizaje; pero muchos les desgarraron la piel, los asfixiaron o los golpearon tan violentamente como látigos.

—Fenomenal —gruño—. ¿No lo ves? Todo va de maravilla.

—Me refiero al aterrizaje... Yo... El planeta... —balbucea Kit, y me doy cuenta de que no sabe cómo preguntar lo que quiere saber.

Mis labios se curvan en una sonrisa torcida; por un momento, dejo de ver lo que me rodea —las paredes metálicas que encierran a mi gente, atontada y desesperada por la impresión del aterrizaje— y solo veo el cielo.

—Sí —respondo—. Eso sí que es una maravilla.

Kit exhala un suspiro de alivio. Sé lo que quería decir en realidad: ¿ha merecido la pena todo esto? Me planteo seriamente la pregunta. En mi mente aparece la imagen de Shelby, la navegadora que me instruyó sobre la maniobra de aterrizaje. Sin sus instrucciones, nos habríamos estrellado. No sé qué nos desvió antes de nuestra trayectoria, pero sí que sé esto: lo único que se interpuso entre nosotros y la muerte fueron las enseñanzas de Shelby.

Pero Shelby no está con nosotros porque yo decidí dejarla morir.

Las cámaras de frío emiten un pitido simultáneo. Con un estruendo de metal, las cajas de los congelados salen disparadas. En su parte inferior se despliegan dos patas para sustentarlas; del techo de cada cámara asoman unas palancas que alzan las tapas de las cajas y las introducen de nuevo en sus cámaras respectivas.

Un zumbido mecánico invade la sala, apagando las exclamaciones de miedo y dolor de los tripulantes. Los brazos de metal emergen de nuevo, ahora armados con lo que parecen agujas hipodérmicas. Se sumergen en el hielo que llena las cajas y de ellas empiezan a manar estelas de burbujas.

De las junturas de las cajas gotea un líquido azulado que se acumula en el suelo. Nunca me había dado cuenta, pero frente a las cámaras el piso presenta una inclinación imperceptible que empuja el líquido hacia unos desagües disimulados.

Los ojos de Amy están clavados en las cámaras cuarenta y cuarenta y uno: sus padres.

Esto no nos hace ninguna falta en este momento. Los congelados no van a causarnos más que problemas. Tenemos que ocuparnos de los heridos.

Y a mí... a mí me hace falta Amy. La necesito; necesito que esté a mi lado, no pasmada frente a unas cajas llenas de hielo. Incluso en este momento, siento los ojos de todos clavados en mí, pidiéndome que esté a la altura de sus expectativas. Los ojos de todos... excepto los de Amy. Y no sé si podré resistir todo esto sin tenerla conmigo.

Hago de tripas corazón.

—¿Puedo ayudarte en algo? —digo volviéndome hacia Kit.

Ella me conduce hasta la pared opuesta, donde ha montado una especie de puesto de primeros auxilios. Sus enfermeros ya están ocupándose de la gente que presenta cortes y magulladuras, pero hay docenas de tripulantes que necesitan atención especializada. Los cables con que los atamos eran demasiado finos, y han producido cortes en los puntos en que estaban más apretados. Hasta yo, que no tengo ni idea de medicina, veo que mucha gente necesita puntos. Hay varios con hombros dislocados, igual que el hombre al que Kit atendió antes; además, casi la mitad de los tripulantes siguen sentados contra la pared, aunque no sé si es porque se han hecho daño en las piernas o por otra cosa menos —o más— seria.

Miro a los ojos de Kit. Está desesperada. Hasta hace unos días, solo era una aprendiz; quien debería encontrarse aquí es Doc, que sabía cómo resolver con eficacia cualquier problema. Lo malo es que Doc era un problema en sí mismo.

Kit sujeta en las manos varios parches de color verde claro. Fidus.

—No —digo tajante.

El fidus era parte de la vida en la Fortuna; por su culpa, los tripulantes pasaron siglos drogados y sumisos. En este mundo el fidus ya no tiene cabida, como no la tendría en cualquier mundo sin paredes ni mentiras.

Kit abre la boca para protestar, pero se contiene y se guarda los parches de nuevo en el bolsillo. Debe de ver haber visto algo del antiguo Eldest en mi actitud. Vuelvo la cabeza.

—¡Amy! —llamo con voz seca.

—Un minuto —responde ella, sin despegar la mirada de sus padres aún inertes.

—Amy —repito en tono más bajo.

Ella alza el rostro para mirarme con expresión herida.

—Necesitamos ayuda —le digo.

—He dicho que esperes un minuto.

—No. Ahora.

A juzgar por la mirada de odio que me lanza, también ella ve algo del antiguo Eldest en mí. Sin embargo, se aleja de las cámaras de criopreservación y avanza hacia nosotros. Su actitud huraña se desvanece al descubrir a los heridos que nos rodean, y me doy cuenta de que ni siquiera los había visto.

—¿Qué puedo hacer? —dice con voz sincera.

A su espalda, las capsulas gotean líquido azulado.

Kit me pide que la observe mientras le cose a un hombre una herida en la pierna.

—¿Cómo se llama? —le pregunto al paciente, más por distraerme yo que por distraerle a él. La sangre que le chorrea por la rodilla está empezando a marearme.

—Heller —farfulla.

Pertenece al grupo de tripulantes de mediana edad. A diferencia de casi todos sus compañeros de generación, que ya empiezan a parecer frágiles y avejentados, Heller está curtido, como si sus huesos fueran de metal y su piel de cuero. Observa su herida con desprecio, furioso porque su cuerpo le haya traicionado.

—¿Qué ha ocurrido, Heller? —digo.

No quiero ver cómo Kit atraviesa con el hilo de sutura la carne, extrañamente pálida y con salpicaduras rojas. Mis ojos se deslizan hasta las cámaras de criopreservación, que siguen goteando, y hago un esfuerzo por prestar atención al hombre lesionado que tengo ante mí. Me estoy permitiendo demasiadas distracciones.

—¿Y yo qué frexo sé? —gruñe—. Estaba ahí sentado, amarrado por todas partes, y una lámina de metal me dio en la pierna y me la abrió de arriba abajo.

—Fue la puerta de una de las conejeras, que salió despedida —aclara Kit mientras tira del hilo—. Ha herido a bastante gente.

—¿Qué les pasó a los conejos?

Kit señala con la cabeza la pared más cercana al laboratorio: el metal grisáceo muestra una docena de manchurrones rojos y blancos. Me fuerzo a tragar la bilis que me sube por la garganta.

—¿Te has fijado bien en lo que he hecho? —pregunta Kit mientras remata la costura con un nudo.

—Sí. Es igual que coser tela —respondo. No es que sea una experta costurera, pero en la nave tuve que aprender a sujetarme el dobladillo de los pantalones.

—Exacto —asiente, y me pasa la aguja y la bobina de hilo—. Atiende al siguiente herido, por favor.

—¿Quieres que cosa a alguien yo sola? —exclamo con incredulidad, y ella asiente—. ¿Por qué no usas la espuma esa? —pregunto; después de que Doc me disparara, la propia Kit selló la herida con una espuma que la cerró mucho mejor que cualquier vendaje o sutura.

—Porque no tenemos mucha. Hay que guardarla para las emergencias.

—¡Esto es una emergencia!

Ella niega con la cabeza mientras se arrodilla junto al siguiente herido.

—No tanto.

Me quedo ahí plantada un momento, sin saber qué hacer conmigo misma. Elder anda cerca, pero está demasiado ocupado ayudando a la gente para hacerme caso. El corazón se me llena de orgullo al ver la manera en que se vuelven hacia él, la confianza con la que lo miran a pesar de todo lo que ha ocurrido.

Una mujer que está sentada contra la pared suelta un gemido. Sus ojos están fijos en los tres cadáveres alineados a sus pies: son los tripulantes que no han sobrevivido al aterrizaje. Durante un momento creo que gime por eso, pero luego veo el riachuelo de sangre que le baja por el brazo.

Me acuclillo a su lado, pero ella apenas advierte mi presencia. Le aparto la blusa: en la parte trasera del hombro tiene un corte irregular, de un rojo que resulta chillón sobre su piel oscura.

—Voy a coserte la herida, ¿de acuerdo? —le pregunto con toda la seguridad en mí misma que soy capaz de reunir.

Ella levanta la cara hacia mí, con el miedo pintado en los ojos. Por un instante me pregunto si no querrá que la cure porque sabe quién soy y le da miedo mi aspecto, pero aparta el rostro enseguida y mueve el hombro para acercármelo, casi como si fuera un sacrificio.

—¿Sabes hacerlo? —pregunta con voz átona.

—Claro —contesto. ¿Qué le voy a decir?

Doy la primera puntada con demasiada fuerza, y el hilo desgarra la piel. Ella suelta el aire entre los dientes apretados y, cuando trato de pedirle disculpas, sacude la cabeza sin abrir los ojos. Lo único que quiere es que acabe de una vez.

—¿Cómo te llamas? —pregunto, con la esperanza de distraerla igual que he hecho con Heller.

—Lorin —contesta secamente.

Hago un intento de proseguir la conversación, pero ella mantiene los labios apretados y los ojos cerrados con fuerza. No quiere hablar.

Vuelvo a clavar la aguja y la saco. La clavo, la saco. La clavo, la saco, y entonces puedo respirar de nuevo porque ya está hecho.

—Gracias —murmura.

Rocío la herida con desinfectante y me pongo a trabajar en el siguiente herido.

 

Pierdo la noción del tiempo que ha pasado y del que falta para que mis padres se reanimen; mi cuerpo se mueve de forma maquinal mientras trato de separar mi mente de mis acciones. Intento olvidar que la aguja traspasa piel y carne, no tela; intento no oír el ruidito húmedo que hace el hilo al deslizarse por la piel ensangrentada. Estoy tan concentrada que cuando un chillido áspero y estridente resuena en la sala, pego un salto y dejo caer la aguja.

Miro hacia arriba como hace todo el mundo, pero solo veo el techo de metal.

—Ha sonado en el exterior —dice Elder en un susurro mientras se agacha a mi lado.

—¿Qué ha sido? —pregunto, jadeando por la impresión.

—Algo de fuera —repite.

El hombre cuya pierna estoy curando nos lanza una mirada atemorizada.

—¿Es uno de los monstruos acerca de los que nos advirtió Orion? —pregunta, y me avergüenzo al darme cuenta de que yo, y seguramente el resto de los presentes, estaba pensando en lo mismo.

Miro a mi alrededor: mil cuatrocientos cincuenta y seis pares de ojos se clavan en nosotros. En él. En Elder. Están esperando a ver cómo reacciona su líder. Si muestra miedo en este momento, nuestra nueva vida en este planeta se teñirá de temor.

—Tengo que irme —dice, en voz tan baja que apenas lo entiendo—. Voy a salir —añade, ahora en voz lo suficientemente alta como para que lo oiga todo el mundo.

Le agarro de la muñeca, manchándosela de sangre.

—¿Por qué, Elder?

Otro chillido escalofriante resuena en lo alto. Sea lo que sea, está muy cerca.

Él me agarra de la mano y me ayuda a ponerme en pie, alejándome de mi paciente. Una enfermera se arrodilla junto a él y prosigue la cura, no sin antes desinfectar la aguja que se me ha caído.

—¿Recuerdas cómo la lanzadera se salió de su trayectoria antes? —pregunta Elder con voz suave, y yo asiento—. ¿Y si no hubiera sido un accidente?

—¿Quieres decir que alguien nos… nos atacó? —pregunto con incredulidad—. Entonces, ¿por qué te enfadaste cuando empecé la reanimación de los congelados? ¡Si nos atacan, vamos a necesitarlos más todavía!

—¡Chist! —me calla Elder mientras mira por encima de mi hombro.

Examino la sala y me tranquilizo: no nos ha oído nadie. De todos modos, el propio Elder parece darse cuenta de lo ridículo que es pensar que nos hayan atacado. Sí, es verdad que antes pareció que algo nos desviaba de nuestra trayectoria; pero esta lanzadera es vieja, y tal vez le fallara uno de los reactores. Puede haber sido cualquier cosa.

—Tenemos que saber a qué nos enfrentamos —insiste Elder, y yo me muerdo el labio—. Voy a salir, Amy.

—Vale, voy contigo —replico sin pensar. Sin embargo, en cuanto las palabras salen de mi boca, mi mirada se dirige involuntariamente hacia las cámaras goteantes: ya queda poco para que despierten.

Elder se da cuenta y posa la mano en mi brazo.

—Es mejor que te quedes —susurra, y sé que solo lo dice para que no me sienta culpable—. Yo tengo que salir.

Le miro a los ojos y me doy cuenta de que su sentido de la responsabilidad pesa más que cualquiera de mis temores.

—Bueno —accedo—. Pero al menos ve armado.