bian1144.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Judy Christenberry

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compromiso ficticio, n.º 1144 - marzo 2020

Título original: A Ring for Cinderella

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-084-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MÁS CAFÉ?

Sin levantar la cabeza, Zach Lowery esbozó una sonrisa y acercó su taza.

Miró la mano que sostenía la jarra de cristal. No era la mano, enrojecida y ligeramente temblorosa, de la camarera que le había estado sirviendo el desayuno.

La que tenía delante en esos momentos era suave, de piel blanca y con las uñas pintadas de color rosa. Alzó la vista para poder observar el rostro de la mujer, comprobando que era muy guapa, más incluso que su ex mujer. Su cabello era rubio y rizado y tenía los ojos azules, de pestañas oscuras y largas. Al notar la mirada del hombre, un creciente rubor fue tiñendo sus delicadas mejillas.

–¿Desea algo más? –preguntó con una voz grave que pareció meterse en las venas de él.

Sí, claro que deseaba algo más. Paz para su abuelo y redención para él mismo. Lo único que tenía que hacer era descubrir quién era ella y convencerla para que se uniera a su plan.

–¿Quién es usted? –demandó con una voz que parecía no haber usado en mucho tiempo.

Ella pareció sorprendida. Luego, como recuperándose, esbozó una sonrisa leve.

–Susan –contestó.

Él volvió a mirarla de arriba abajo. La mujer tenía un cuerpo impresionante envuelto en un traje de punto azul claro. Era el tipo de cuerpo con el que todo hombre soñaba.

Su abuelo lo creería si conseguía llevar a Susan a verlo.

–¿Susan, quieres ser mi prometida?

 

 

Susan Greenwood estaba harta de los problemas económicos que le estaban causando las deudas que su madre había dejado al morir. Harta de ser solo ella quien ayudase a salir adelante a sus hermanos pequeños, Paul y Megan. Harta de tener que mostrarse siempre valiente ante sus hermanastras mayores, Kate y Maggie.

Como estas habían descubierto la existencia de ella poco más de un año antes, las dos se habían ofrecido a ayudarla. Aunque había llegado a querer mucho a Kate y Maggie, era demasiado orgullosa como para descargar sobre ellas la carga que llevaba sobre los hombros. Sus hermanastras solían decirle que era una cabezota.

También estaba harta de que los hombres pensaran de ella que era una mujer frívola solo porque tenía un cuerpo bien formado y el cabello rubio.

Pero no iba a ser grosera con un cliente del restaurante aunque se le acabara de declarar. No podía hacerle algo así a Kate.

–No, gracias –contestó, añadiendo incluso una sonrisa antes de marcharse.

–¡Espera un momento!

–¿Necesita algo más? –contestó, dirigiéndole una mirada fría, retándolo a que volviera a declararse.

–No es lo que parece. Escucha, esto tiene una explicación –replicó el hombre, pasándose la mano por el pelo oscuro.

–No es necesario. Buen provecho –murmuró, dándose la vuelta de nuevo y dirigiéndose al mostrador.

–La próxima vez, sirve tú a ese hombre –le comentó a Brenda, la camarera–. Quiere casarse conmigo.

–¡Si yo tuviera tanta suerte! –exclamó la mujer de mediana edad–. Aunque Jerry se enfadaría si lo abandonara por un vaquero, aunque fuera muy guapo.

Susan sonrió mientras atravesaba la puerta oscilante que daba a la cocina. Luego, se dirigió a la puerta que daba a su pequeña oficina. Ayudaba a Brenda cuando había muchos clientes o cuando quería tomarse un café, pero su verdadero trabajo era el de relaciones públicas.

Se sentó en la silla con un suspiro. Había empezado a trabajar allí tan solo una semana antes. En el trabajo anterior también le habían hecho proposiciones, pero nunca de matrimonio. Esbozó una sonrisa y agarró el catálogo en el que estaba trabajando.

Quizá debería pedirle a aquel vaquero que posara para la cubierta. Si aceptara, conseguirían muchas clientes femeninas para su empresa de catering. Con un suspiro, trató de olvidarse de sus anchos hombros y de esos ojos de color avellana. No quería tener problemas con ningún hombre.

–¿Susan? –la llamó Brenda, apareciendo en la entrada–. Ese vaquero insiste en que quiere hablar contigo y tengo el restaurante lleno. ¿Quieres que llame a la policía?

Susan no podía permitir que se produjera una escena. Sería perjudicial para el local verse envuelto en un incidente con la policía.

–Veré a ver si puedo convencerlo para que se vaya.

Cuando llegó al mostrador donde el vaquero la estaba esperando, se fijó en sus rasgos duros y en su mandíbula cuadrada. No iba a ser fácil convencerlo, pensó.

–¿Sí?

–Susan, quiero hablar contigo.

–Servimos comida, pero la conversación no está incluida en el menú –respondió, tratando de conservar una sonrisa amable. Aunque la mirada de él, la ponía ligeramente nerviosa.

–No estoy buscando conversación, tengo una proposición que hacerte.

–Sí, ya la oí antes y mi respuesta es no.

La mujer se giró para volver a su pequeña oficina, pero él la agarró del brazo.

Su mano dura, llena de callos, la agarró con firmeza, pero con suavidad a la vez.

–Lo único que te estoy pidiendo es que escuches lo que tengo que decir. Dame diez minutos en aquella mesa –dijo, señalando la mesa que el hombre había ocupado poco antes–. Si la respuesta es no, me iré y no volveré a molestarte.

Susan recapacitó sobre la alternativa que tenía. Podía negarse y llamar a la policía, pero prefería no hacerlo. Podía escucharlo, decir luego que no y confiar en que él mantuviera su palabra. Si no era así, definitivamente tendrían problemas.

–De acuerdo. ¿Quieres otro café mientras hablamos?

–¿No vas a escaparte?

–No –respondió, contenta de estar acostumbrada a disimular sus sentimientos. No quería que el vaquero supiera que estaba temblando por dentro.

El hombre la soltó despacio y asintió. Ella agarró la jarra y dos tazas limpias. Después, caminó a lo largo del mostrador, se deslizó por el hueco que había en un extremo y se dirigió hacia la mesa señalada.

Él iba detrás de ella. Cuando se sentó, sus rodillas se chocaron y Susan dio un respingo.

–Lo siento, tengo las piernas largas –se disculpó él.

Ella ya se había dado cuenta. Aquel hombre medía casi uno noventa de alto. Llenó las tazas de café sin decir nada, aunque miró el reloj de pulsera que llevaba para comprobar la hora.

–Tengo diez minutos –le recordó él.

Ella asintió.

 

 

Zach no sabía cómo empezar.

–Mi abuelo se está muriendo –declaró finalmente.

Se dio cuenta de que eso la dejó muy sorprendida, pero no sabía cómo explicarle de otro modo a qué se debía su repentina proposición.

–Los últimos años los ha vivido con la esperanza de que yo me casara y tuviera hijos –el hombre hizo una pausa y miró hacia la ventana, avergonzado por lo que tenía que confesar–. Y yo le mentí. Le dije que había una mujer… que tenía una prometida. Y él se llevó una gran alegría.

El hombre dio un sorbo a su café, pero evitó mirar a la preciosa mujer que estaba sentada enfrente suyo.

–Y hoy mi abuelo ha sufrido un ataque al corazón –se detuvo otra vez, embargado por la emoción.

–Lo siento –dijo ella.

La mirada de él se endureció. Ya había sido engañado en el pasado por un rostro bonito y una voz dulce de mujer. Las mujeres utilizaban ese tipo de armas para atrapar a los hombres.

–Y me ha dicho que quiere conocer a mi prometida –añadió Zach.

Observó con curiosidad el modo en que la mujer escuchaba sus palabras.

–Entiendo. Y quieres que yo…

–Quiero que finjas ser mi prometida.

–Agradezco que te hayas fijado en mí, pero…

–¡Te pagaré! –insistió.

Estaba desesperado. Ella era una mujer muy guapa, como la que su abuelo imaginaba que él elegiría. Además, no tenía mucho tiempo.

–No, yo…

–Te pagaré diez mil dólares.

El vaquero se recostó y la miró con una expresión cínica.

–No está nada mal por una noche de trabajo, ¿no crees? –añadió él.

–Una noche y un trabajo especiales.

–No tengo por qué pagar una noche de ese tipo. Te estoy hablando de una visita a una habitación de la unidad de cuidados intensivos de un hospital. No será mucho tiempo. Mi abuelo no tiene mucha energía en estos momentos.

–¿Estás hablando en serio?

De repente, el cansancio golpeó a Zach. ¿Qué había estado esperando? ¿Que esa mujer, a pesar de su increíble belleza, tuviera en cuenta las necesidades de alguien por delante de las suyas?

–¿Y puedes permitirte pagar…?

–¿Has oído hablar del rancho Lowery? –preguntó a su vez, sacando un talonario de cheques.

Ella asintió, frunciendo el ceño.

–Bien. Pues yo soy el heredero, así que puedo pagarte ese dinero –el hombre escribió su nombre en uno de los cheques y lo arrancó–. Aquí tienes cinco mil. Te da tiempo a llevarlo al banco antes de que cierren. Te daré los otros cinco mil cuando acabemos.

Ella se quedó mirando el cheque como si no pudiera creer lo que estaba ocurriendo. Entonces, lo agarró y lo miró despacio.

–¿Cuál es tu apellido y dirección?

Ella contestó como si estuviera en una nube. Él lo escribió en un papel. Desde luego, no vivía en la mejor zona de la ciudad, pensó.

–Te recogeré a las seis y media. Estate preparada.

Inmediatamente después, el hombre salió del restaurante.

 

 

Susan continuó mirando el cheque durante un buen rato después de que el hombre se hubiera marchado. ¡Cinco mil dólares! No se lo podía creer.

Tenía que empezar a pagar en dos semanas el alojamiento y comida a su hermana pequeña, que iba a cursar sus estudios en la universidad. Solo tenía que conseguir para Megan el dinero para gastos, ya que había obtenido una beca que cubría la matrícula del primer curso de la carrera. Y de repente, allí estaba el dinero.

Susan sabía que podía romper el cheque. De hecho, se había planteado ayudar sin más al hombre, pero también tenía a su hermano pequeño Paul. Además, antes de que le diera tiempo a decidir, el vaquero le había tirado el cheque a la cara.

Si de verdad era el heredero del rancho Lowery, debía de ser un hombre muy rico. Y ella iba a hacerle un servicio, al fingir ser su prometida. Aunque por muchas justificaciones que buscara, no iba a quedarse con la conciencia tranquila.

La mujer dobló el cheque. Su conciencia tendría que acostumbrarse. No iba a desaprovechar la oportunidad de pagar los gastos de manutención de Megan en la universidad, terminar de pagar las deudas de su madre y comprar a Paul algo de ropa para cuando comenzara la escuela. No podía dejar que se le escapara aquella oportunidad.

Llevaba cuatro años siendo la hermana y madre de sus dos hermanastros pequeños. Su madre había muerto cuando ella tenía veintiún años y acababa de terminar la escuela, así que, de repente, tuvo que empezar a ocuparse de Megan y de Paul, además de sí misma. Y también se vio en la obligación de pagar las deudas de su madre. Todos sus planes de futuro, todos sus sueños, habían desaparecido al tener que enfrentarse a la realidad.

Se había llevado una gran sorpresa cuando dieciocho meses antes había descubierto que tenía también dos hermanastras y que su padre acababa de morir. Le aseguraron que este había hablado de ella solo poco antes de fallecer. Su madre, siempre que ella, siendo niña, le había preguntado sobre él, le había dicho que se había marchado. Que nunca la había querido.

Tampoco la habían querido los demás hombres que habían estado con su madre. Cada vez que uno desaparecía, su madre se quedaba sola con su hija y sin ninguna ayuda. Susan había crecido avergonzada del comportamiento de su madre. Cuando los padres de Paul y Megan también desaparecieron, Susan se sintió responsable de su cuidado.

Kate y Maggie, sus nuevas hermanastras, eran maravillosas y el saber que ya no estaba sola supuso un gran cambio en su vida. Incluso había salido ganando económicamente. El restaurante donde trabajaba en la actualidad había sido de su padre. Ella ahora era copropietaria, junto con Kate y Maggie, aunque había protestado al ser incluida.

Y cuando, la semana anterior, había dejado su trabajo como relaciones públicas de una empresa de la localidad porque su jefe no la dejaba en paz, Kate inmediatamente la había contratado como relaciones públicas del restaurante, el Lucky Charm Diner, y de la empresa de catering. El problema era que el salario era menor que el que tenía en su trabajo anterior y los beneficios no habían comenzado todavía a ser generosos.

Así que no podía rechazar el dinero que el vaquero le había ofrecido.

Aunque el ofrecimiento era un poco extraño, por lo menos no tendría que pedir dinero prestado a su familia recién encontrada.

Finalmente, se levantó de la mesa.

–Brenda, esta noche me marcharé un poco antes.

La camarera asintió.

Llevaba toda la semana trabajando las horas estipuladas para que nadie pensara que se aprovechaba de Kate. Aquello sería una excepción. Eran en ese momento las cuatro y media y podía ir al banco a ingresar el dinero, tal como el vaquero le había sugerido.

¿Y si no era quien decía ser? Susan dio un suspiro mientras agarraba su bolso, colgado del respaldo de la silla del escritorio. Bueno, en seguida saldría de dudas y, si no había suerte, su situación no sería peor que antes de conocer a ese hombre.

 

 

Después de depositar el cheque, corrió a casa. Paul solía pasar el día con su vecina, Rosa Cavalho. La mujer también tenía un niño de ocho años, Manuel, del que Paul era muy amigo. Lo que Susan pagaba a Rosa no hacía sino apretar un poco más el presupuesto de gastos, pero no importaba, ya que así se aseguraba de que Paul estaba bien.

En dos semanas, el chico empezaría a ir a la escuela y esos gastos desaparecerían. Aunque el apetito de Paul parecía aumentar cada año, con lo que el dinero destinado a comida tenía que ser cada vez mayor.

–¿Rosa?

La puerta se abrió y aparecieron dos niños que la miraron sorprendidos.

–¡Has venido muy pronto! –exclamó Paul. Después, esbozó una sonrisa amplia y la abrazó por la cintura–. ¡Hola!

–Hola, cariño. ¿Cómo estáis?

–¿Quién es? –gritó la voz de Rosa. La mujer cosía en casa para ayudar a su marido, que trabajaba en la construcción.

–Soy yo –gritó Susan mientras se dirigía a la habitación donde solía coser Rosa–. ¿Podrías cuidar de Paul esta noche? Tengo que salir un par de horas.

–Oh, Susan, lo siento, pero he quedado en ir a casa de mi suegra esta noche. Y ya sabes que no puedo decir que no –comentó Rosa con ironía. La mujer sabía que la familia de su marido no la apreciaba demasiado, ya que provenía de una familia humilde y, por lo tanto, no había mejorado la situación económica de él.

–Está bien. Entonces, tendré que llevarme a Paul conmigo.

–¿Tienes una cita? –preguntó Rosa esperanzada. La mujer se preocupaba por Susan, ya que esta no salía demasiado.

–No, es un asunto de trabajo, pero Paul no me molestará. Lo dejaré sentado en el sala de espera. Y por cierto, ¿qué se celebra en casa de tu suegra?

Rosa hizo una mueca.

–La visita de la hermana de Pedro, que ha venido con su adinerado marido.

–Parece que a las dos nos espera una noche apasionante –dijo Susan, soltando una carcajada–. Bueno, pues me llevo a Paul.

A pesar de las protestas de Paul, Susan insistió en que tenía que acompañarla. Y cuando el muchacho se enteró de que, además, tenía que bañarse y cambiarse de ropa, las protestas se hicieron aún más intensas.

–Puedo quedarme yo solo, Susan. Ya tengo ocho años. No es necesario que te acompañe.

Ella sonrió al ver el gesto responsable de él.

–Cariño, ya sé que tienes ocho años, pero no puedo dejarte solo de noche. Además, será interesante para ti. Nunca has estado en un hospital, excepto cuando naciste.

El muchacho se encaminó a su cuarto con el ceño fruncido.

–No quiero ir.

–A veces hay que hacer cosas que uno no quiere. Cada uno debe cumplir con sus obligaciones. Es una lección que yo aprendí hace ya mucho tiempo.

–Está bien –asintió el muchacho con un gesto de resignación.

–Ve a ducharte, Paul. Mientras tanto, pensaré que vamos a cenar. Después, me ducharé yo también.

Susan pensó en que algún día le gustaría vivir en una casa donde cada uno tuviera su propio baño. Cuando Megan vivía con ellos, las dos hermanas tenían que compartir también la habitación. Su sueño era vivir en un lugar donde todo el mundo tuviera su propio espacio.

Megan había ido a la Universidad de Nebraska antes de tiempo para informarse de los cursos y para buscar trabajo. Megan, al igual que Susan, había obtenido una beca, pero quería ayudar a Susan a pagar su manutención.

Eso hizo recordar de nuevo a Susan el asunto de esa noche. Mientras abría una lata de atún para añadir al guiso que estaba preparando, pensó en que lo que iba a hacer estaba justificado porque necesitaban el dinero.

Y esa era una buena razón.

Así que su decisión de aceptar el trato no tenía nada que ver con lo guapo que era el vaquero, aunque no pudiera negar que se había fijado en ello. Tenía que reconocer que era un hombre muy sexy.

Y durante una hora, ella sería su prometida.

 

 

Zach fue a su tienda favorita del Plaza y compró todo lo que necesitaba para vestirse aquella noche. Luego, se registró en un hotel cerca de allí.

Era difícil pensar en ese tipo de detalles después de lo que el doctor le había dicho acerca de su abuelo. La persona a la que más quería en el mundo podía morir en cualquier momento. Su abuelo había sufrido un ataque al corazón aquella misma mañana. Después de trasladarlo en helicóptero hasta Kansas, habían conseguido estabilizar sus constantes, pero su vida corría un grave peligro.

¡Santo Dios, cómo quería y necesitaba a ese hombre!

¿Y cómo no iba a ser así? Su abuelo lo había sido todo para él. Después de que su padre y su madre murieran en un accidente de tráfico cuando él tenía solo ocho años, había sido su abuelo quien lo había criado.

Él le había mostrado siempre un gran cariño, aunque también le había dado algún buen azote cuando había hecho falta. Y lo había enseñado a trabajar en el rancho.

Lo había enseñado a ser un hombre.

Y Zach le había fallado.

Lo único que su abuelo le había pedido era que se casara. El anciano deseaba un descendiente que se encargara del rancho en el futuro. Un rancho que ya había pasado por cuatro generaciones. Eso sí, Zach lo había intentado. Cinco años atrás, se había casado con una bella mujer, pensando que había encontrado el amor de su vida.

Pero el matrimonio no había funcionado y él había traicionado los deseos de su abuelo.

Así era como había llegado hasta Susan Greenwood.

Una hora más tarde, estaba sentado en el comedor del hotel, donde pidió un filete con patatas fritas y menestra para cenar. Poco antes, había llamado para interesarse por su abuelo y el doctor le había dicho que el anciano estaba impaciente por verlo llegar con su prometida.

El mayor deseo de su abuelo era que Zach le diera algún nieto. Así que era una pena que el tener hijos no fuera parte de su trato con Susan, pensó con ironía. Lo cierto era que aquella mujer resultaba un bocado de lo más apetecible. Pero él no quería volver a tener una relación profunda con ese tipo de mujeres para quienes lo más importante era el dinero. Zach no negaba que podría disfrutar pasando una noche con ellas, al fin y al cabo, era un hombre. Pero de lo que sí que estaba seguro era de que no volvería a dejar que entraran en su vida.

En cualquier caso, lo más importante para él era la felicidad de su abuelo.

Y ese era el motivo por el que se había vestido de manera tan elegante aquella noche. Incluso se había puesto una corbata, a pesar de lo mucho que las odiaba. Pero era importante que fuera al hospital bien arreglado. Su abuelo se habría ofendido si se hubiera presentado con su prometida en el hospital vestido con sus vaqueros habituales.

Después de pagar la cuenta, se puso el sombrero Stetson y se dirigió hacia el coche alquilado aquella mañana. Como había llegado con su abuelo en el helicóptero, no había llevado su furgoneta y había tenido que recurrir a un enorme Sedan de cuatro puertas.

En el hotel, lo habían informado de cómo llegar a la dirección que le había dado Susan. Poco después, llegaba a un barrio bastante menos lujoso de donde estaba situado su hotel.

Aparcó enfrente de un edificio de apartamentos con la fachada hecha un desastre. Frunció el ceño al ver los desconchones de la pintura y la capa de grasa que cubría el resto. ¿Se habría equivocado? Susan le había parecido una muchacha de clase alta, pero quizá no fuera así. Pensándolo bien, no recordaba que llevara más joyas que unos sencillos pendientes.

Salió del coche y cerró la puerta con llave. Luego, comprobando que no se había equivocado de dirección una vez más, se encaminó hacia las escaleras que llevaban al portal del edificio. Una vez en la segunda planta, llamó a la puerta del apartamento.

La puerta se abrió y lo recibió un muchacho que se quedó mirándolo fijamente.

–Hola, ¿vive aquí Susan Greenwood?

–Sí –contestó el chico–. ¿Susan? Ya ha llegado.

Luego, el muchacho se giró otra vez para mirar a Zach.

–Yo ya estoy listo.

–Ah, muy bien –contestó Zach–. Por cierto, ¿dónde vas?

–Con vosotros. Aunque la verdad es que no quiero ir.