Mi obsesión

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Angy Skay 2020

© Editorial LxL 2020

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: abril 2020

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17160-56-2

 

 

 

Mi

obsesión

 

PARTE I

 

 

Angy Skay

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A ti.

Gracias por creer en esta historia más que yo.

 

 

 

 

Íncide

Agradecimientos

Introducción

1

Enma

2

3

4

5

6

7

Edgar

8

Enma

9

10

11

12

13

14

15

Edgar

16

Enma

17

18

19

20

21

22

23

Edgar

24

Enma

25

Edgar

26

Enma

27

28

Edgar

29

Enma

30

31

Edgar

32

Enma

33

34

Continuará…

Biografía de la autora

 

Agradecimientos

 

 

Muy pocas personas saben lo que me ha costado terminar esta historia y sacarla a la luz. Muy pocas saben lo que quería que fuese y lo que terminó siendo.

A la madre que me parió, Merche, por ser tan persistente en que termine todos mis proyectos, incluso los que más me cuestan. Te quiero tanto, mamá, que no te haces una idea de lo que eres para mí.

A mi hermana, Patricia, que siempre será la que me impulsó como nadie a lanzarme a aquella piscina con o sin agua. Eres una de las personas más importantes de mi vida, nunca lo olvides.

A los tesoros de mis días: Bryan, Eidan, Freya y William. Perdonadme por todo el tiempo que os quito. Ojalá algún día sepáis ver en mí lo que muchos no creyeron.

A mi marido, Luis, por comprender que hay cosas que no pueden esperar y momentos en los que necesito la soledad de mi casa, y por saber dármelos sin rechistar. Te quiero, papito.

A mi mafia. Gracias, Ma Mcrae, por querer sacarme los ojos por dejarte a medias, porque, aun sin saberlo, me pusiste una meta para terminar esta historia. A Noelia Medina. Gracias por quererlos tanto, por entenderlos tanto y, lo más importante, por hacerlos tuyos también de manera desinteresada. Gracias por todas las veces que me hacéis reír a carcajada limpia. No podéis llegar a imaginar lo que eso significa para mí.

A mi correctora, Carol Santana, porque nadie como tú sabe entenderme y porque nadie como tú me sube la autoestima cada vez que coge entre sus maravillosas manos uno de mis libros. Tú sí que tienes magia, nunca lo olvides.

Y a ti, mi querido lector, que empezaste siendo un provocador, espero que mi obsesión se convierta en la tuya. Gracias por todo lo que me dais. Gracias por hacerme más fuerte.

 

Angy Skay

 

Introducción

 

 

 

 

 

 

Esa fue la última vez que hablé de él.

El día en el que intenté olvidarme de su boca, de sus caricias, de su carácter y de sus desquiciantes besos. O por lo menos hice lo posible para que no volviese a suceder.

Él era quien me llevaba hasta el firmamento, el que me hacía tocar las estrellas con la punta de mis dedos; ese a quien un día decidí que borraría de mi mente a base de martillazos si era necesario. Porque una cosa tenía clara: Edgar Warren solo se quería a sí mismo.

Y no me refería a que fuese un hombre malo, no, sino a que jamás sería capaz de amarme como yo lo hacía. Porque estaba empezando a amarlo de una forma desgarradora y bestial, igual que lo eran nuestros encuentros fortuitos.

Edgar era un tipo duro, una persona que no se dejaba pisar por cualquiera con facilidad, alguien temible y respetado. Pero en la intimidad, conmigo, le gustaba que me adueñase de sus sentidos, que mandara en él, cediéndome el control casi siempre. Y digo amante porque estaba casado y tenía dos hijos con cinco años.

Eso a él no le importaba, y yo…, simplemente, era la otra; pensamiento que en más de una ocasión me planteé. Si el no respetaba a su familia, ¿de verdad creía que alguna vez lo dejaría todo por mí? La respuesta era sencilla: no. No iba a hacerlo nunca. Y cometí, bajo mi estado de enamoramiento hasta las trancas, el peor error de mi vida al ser consciente de los sentimientos que florecían como una tormenta arrolladora dentro de mi corazón. Me encantaba poder controlar su cuerpo a mi antojo cuando nos veíamos, adoraba ser la que lo dominara.

Esa noche, después de un tiempo, me di cuenta de lo que podía llegar a gustarme estar a su maldito lado, ser su sumisa hasta desfallecer si me lo pedía y dejar que guiara todos mis pasos hasta que el sol asomara por la ventana de mi dormitorio. Y ese fue otro de los fallos más grandes que cometí, porque una vez que crees que estás anulada por completo, es muy difícil dar marcha atrás. Y lo peor es cuando te sientes vacía, como a mí me pasó. Porque tenía claro que jamás encontraría a otro Edgar Warren.

Pero, ahora, centrémonos en aquella noche.

 

 

Toqué mis dedos entre sí por detrás de la silla. La cuerda no raspaba, y su tacto era tan suave que me pedía ser acariciada sin descanso. Tenía las muñecas cogidas con fuerza al respaldo, y mis ojos, tapados con un antifaz que desprendía un olor excesivo a cuero. Notaba cómo mi pecho subía y bajaba por la incertidumbre de no saber dónde se encontraba él.

Acabábamos de asistir a una de las enormes fiestas que Edgar organizaba en su mansión, donde la gran mayoría de los trabajadores de Waris Luk habían asistido gracias a la invitación del jefe para celebrar un nuevo comienzo por los futuros proyectos de la empresa. Era la típica fiesta en la que el alcohol volaba de un lado a otro. Las drogas, aunque no querían que las viésemos, también. Se respiraba tanto dinero en el ambiente que, en un determinado momento de la noche, decidí marcharme porque no lo aguantaba más. Había nacido en una familia humilde, que se buscaba la vida y luchaba día a día por llenar la nevera de su casa, y ver aquel despilfarro de dinero me superaba con creces. La sorpresa vino cuando, al salir por el enorme jardín que rodeaba la vivienda, una gran mano me sujetó con fuerza la muñeca. Al girarme, me di cuenta de que el jefe no se quedó solo en eso, sino que me contempló con sus fieros ojos cargados de promesas y lujuria.

Ahora, subyugada a su merced en la silla y a la espera de que regresase, con solo recordar el deseo en su mirada, mi vientre me dio un pinchazo tan doloroso que incluso me quemó y me encendió como una hoguera.

Escuché sus pasos en la lejanía, indicio inequívoco de que no estaba allí conmigo en el salón. Sin embargo, segundos después, oí la cremallera de su pantalón. Su caro perfume impactó contra mis fosas nasales, ocasionando que un leve mareo se apoderara de mí. Solté un jadeo ahogado y entreabrí los labios para dejar escapar el aire que no llegaba con suficiente fuerza a mis pulmones.

Sentí su gran mano posarse sobre mi pelo. Tiró con ímpetu hacia atrás, creando así una larga coleta que me rozaba la cintura. Cuando llegó al final de esta, la sujetó con fuerza, haciendo que mi cabeza se fuese en la misma dirección. Su boca se posó en mi cuello y repartió pequeños mordiscos que rozaban lo doloroso. Y me gustaba… Más que eso, me encantaba.

Un pequeño gemido salió de mi garganta. Se detuvo durante unos segundos, en los que escuché como decía:

—Shhh… O tendré que amordazarte.

Y esa última palabra ocasionó que mi cuerpo desnudo se tensara de pies a cabeza.

Siguió con su reguero de mordiscos hasta llegar a mis pezones, donde se entretuvo haciéndolos sufrir con sus dientes y constantes pellizcos. Reaccionaron a su tacto poniéndose duros como una piedra, y me dolieron de lo erectos que estaban. Bajó su dedo por mi boca y se detuvo en mi labio inferior para tirar de él hacia abajo. Noté la punta de su glande húmedo recorrer mi garganta, hasta que se posó en mi boca, donde acentuó unos círculos lentos y precisos. Con parsimonia, fue aplastándolo contra mis labios, y deseosa, los abrí para recibirlo.

—No.

Su voz firme y tajante resonó en la estancia como el rugido de un león, y eso provocó que mis instintos desearan arrepentirse de haber dejado que él tomara el mando esa vez.

El mando sin poder poner objeción a nada.

Sus manos bajaron por mi pecho y descendieron con una cadencia aplastante hasta llegar a la abertura de mi sexo. Escuché que respiró con dificultad cuando su dedo pasó varias veces por ella, para después tocar mi botón y presionarlo con una fuerza desmedida.

Si algo tenía Edgar, era que podía hacer perder la cabeza a cualquiera con una simple mirada de esos ojos tan azules como el océano; su porte, elegante y sensual, con aires de grandeza; su rostro, con un mentón fuerte y cuadrado junto a una barba perfectamente recortada, y su cuerpo bronceado, tan duro como el acero, tan terso que añoraba a cada instante poder rozar cualquier parte de esos casi dos imponentes metros de altura, aunque solo fuese por un instante. Era perfecto, pero a la vez estaba tan maldito que ni él mismo era consciente de ello.

Introdujo un dedo en mi sexo y se empapó por completo de la humedad chorreante que albergaba, para después abandonarlo y dejarme frustrada. Todos mis sentidos estaban alerta, y fue entonces cuando supe que se había puesto de pie. Apoyó las manos en el respaldar de la silla, a ambos lados de mis hombros, y se quedó inclinado muy cerca de mi rostro. Sentía en mi cara su respiración y ese particular olor a hombre sexy y demoledor que siempre llevaba con él.

El mismo dedo que había introducido en mí lo llevó a mi boca. Lo movió en círculos y lo chupé hasta saciarme. Un rugido salió de su garganta cuando vio tal énfasis, y en menos de lo que esperaba, lo sacó para sustituirlo por su grueso y amplio miembro. Dio un golpe en mis labios, indicándome que podía continuar, y así hice. Los abrí con unas ganas desbordantes de saborearlo. Paseé mi lengua por su hinchada cabeza y descendí hasta llegar a sus testículos, los cuales embadurné durante un rato con mi saliva hasta oír cómo perdía los papeles lamida tras lamida. Pero no podía engañarme; él tenía el control y aguantaría lo que fuese necesario.

Me acostumbré a su longitud poco a poco, y él se perdió en un abismo de sensaciones mientras se la chupaba con maestría. Sujetó mi cabeza y presionó hasta el final, soltando pequeños gruñidos desde lo más profundo de su garganta. Deseaba poder quitarme el antifaz de los ojos para verlo. Y pareció escucharme, pues se deshizo de él con rapidez. Pero necesitaba mis manos para tocarlo hasta que perdiera la poca cordura que tenía. Sus impresionantes ojos me atravesaron, fundiendo su azul cristalino con el mío destellante, diciéndonos tantas cosas y deseando otras tantas que no tendríamos noche para llevarlas a cabo.

Se apartó ligeramente de mí y se situó detrás de mi cuerpo. Noté que las cuerdas se aflojaban y pensé que me soltaría al fin. Aunque nada más lejos de la realidad, pues no me dejaría tocarlo; el juego continuaba, para mi desolación. Se colocó en la posición anterior y me quedé encajada entre su miembro, ya tapado, y la silla. Elevó mis manos con destreza y las subió hasta dejarlas en alto para terminar de apretar las cuerdas.

Sabía que no podía hacerlo, pero la necesidad de pasear mis manos por su espeso cabello negro, por su hermosa barba, por su fuerte pecho, estaba ganando la batalla. Las ganas estaban pudiendo conmigo, y de nuevo me arrepentí de estar en la maldita silla y de aquel maldito juego. Restregué mi nariz por su vientre, aspirando su olor por un instante, y se movió hacia atrás gruñendo, como solía hacer siempre.

—Enma, no.

Mi nombre en sus labios sonó a amenaza; una amenaza terrible y tentadora que no pude sostener. Me arriesgué a ser una impertinente y no lo obedecí. Descendí mis manos atadas con rapidez, tanta que se le escaparon de las suyas, y las paseé por su piel hasta llegar a su abultada erección, que, en silencio, pedía a gritos ser liberada. Me levanté como un huracán, posé mis dedos en su pecho y serpenteé por él a toda prisa. Necesitaba acariciarlo.

Esa vez no dijo nada. Se apartó veloz, sujetó mis manos con una de las suyas y me giró con brusquedad, de manera que quedé de cara a la silla. Las ató con fuerza para impedir que me soltase y colocó una de mis rodillas en el asiento. Por último, tiró de mis caderas con rudeza y desesperación hacia atrás.

—Mal, nena, mal —me reprendió con tono mordaz.

—Edgar… —musité, llena de deseo.

De repente, desapareció de detrás de mi espalda, pero segundos después noté su piel junto a la mía. Una piel suave, perturbadora y apetecible, la cual deseaba que se rozara conmigo hasta desfallecer. Supe que estaba desnudo porque su erección golpeó mi trasero con esmero. Sus manos rozaron mi pelo, y una mordaza —efectivamente, tal y como me había dicho antes— se colocó en mi boca con agilidad. La mordí con una sonrisa que él notó y apreté mis dientes. Iba a ser duro, lo veía venir.

Antes de introducirse en el fondo de mis entrañas, le dio tal palmetazo a mi cachete que como mínimo me dejaría marca durante unos días. Pero eso no era suficiente para mí después de todo lo que había visto y vivido con él. Necesitaba más. Contoneé mi trasero para que supiera lo que estaba buscando, y no tardó en coger la indirecta. Otra fuerte cachetada resonó en la austera habitación cuando me golpeó en el mismo lugar. El placentero picor me hizo cerrar los ojos. Durante un largo rato perdí la cuenta, y dejé de sentirlas por lo acostumbrada que estaba la zona afectada a recibir aquellos impactos en mi piel.

Me penetró de una manera tan bestial que la silla se movió unos milímetros. Con una de sus manos me agarró la pierna que mantenía flexionada, y con la otra sujetó con firmeza mi cadera, clavando sus ágiles dedos en ella hasta casi hundirlos en mi cuerpo. Me movió a una velocidad de vértigo. Sus embestidas eran extremadamente salvajes. Mis pechos tocaban el respaldo de la silla con golpes rudos y secos. Intenté sujetarme a la madera, pero con el nudo que había creado alrededor de mis muñecas me fue imposible.

Mientras bombeaba como un demente, maltratando mi sexo de tal manera que creí que moriría de placer, me permití pensar en varias cosas. ¿Qué futuro podría tener con él? Estaba el tema de su familia, que, en cierto modo, era una de las cosas más importantes. Pero también debía ser consciente de que nuestros encuentros solo se reducían a cosas del trabajo —dado que era mi jefe en Waris Luk, la cadena de cruceros más conocida de Europa— y a las veces que follábamos como locos en cualquier parte. Daba igual si era en su despacho, en mi casa o incluso en el aparcamiento de la empresa. Y lo peor de toda esa situación era que mi pecho comenzaba a quemar cuando lo veía, indicándome que un sentimiento tan profundo como el amor estaba naciendo dentro de él.

Tuve que abandonar mi reflexión cuando un terrible orgasmo se apoderó de mí sin darme unos minutos para procesar lo que estaba ocurriendo. Seguía como un loco pujando, rasgándome el alma. Los rudos y continuos palmetazos impactaban en la zona contraria de mi trasero dolorido; sensación que no despreciaba, puesto que me llevaba hasta límites insospechables de placer.

Después de un intenso rato en el que nuestros cuerpos no se separaron y Edgar no me permitió tocarlo bajo ningún concepto, terminamos satisfechos y rendidos. Desató los nudos de mis muñecas con tanta delicadeza que me quedé hipnotizada mientras se afanaba por deshacerse de ellos y dirigirme a la cama. Al tumbarnos, contemplé su rostro tranquilo cuando cerró los ojos durante unos instantes. Grabé en mi retina a fuego lento cada facción suya: su fuerte y perfilado mentón; sus grandes ojos, que te arrastraban a un abismo con tan solo mirarlos aunque estuviesen cerrados; su pequeña nariz y sus carnosos y llamativos labios, que me pedían a gritos que los devorara de nuevo, y aquel cabello moreno, tan oscuro como el azabache, donde deseaba enterrar mis dedos hasta saciarme.

En ese momento, me di cuenta de una sola cosa: no podía volver a verlo nunca más.

 

1

 

Enma

 

 

 

Dos años después

 

—¡Jane! ¡Jane! Como te hagas daño, ¡tus padres me matan! —le grité, dejándome la garganta.

Maldita fuera la hora en la que decidí quedarme con la renacuaja de Katrina y Joan, mis mejores amigos. Solo se me ocurría a mí, sabiendo lo terremoto que era, decirles que se marchasen a cenar, que yo cuidaba de mi sobrina postiza. ¡Me cagaba en la leche!

Nooo acha ada —me contestó en su media lengua, como si supiese perfectamente lo que estaba hablando.

Tenía que intuir, según su idioma, que no pasaba nada, como si ella fuera consciente de que subirse sobre la mesa del salón no implicaba peligro alguno. Bufé con desesperación y di grandes zancadas hasta llegar a ella. La sujeté por la cintura y la deposité en el suelo mientras se dedicaba a patalear como una poseída y mi cabello rubio se estampaba en ambos lados de mi rostro al intentar sostenerla en mis brazos.

—¡Jane! ¡No estamos haciendo natación!

—¡Étameee!

—¡No voy a soltarte! —la advertí tajante.

No podía llegar a comprender cómo siendo tan pequeña era tan lista y loca. El teléfono sonó y, sin soltarla de mis brazos, me dirigí a la encimera de la cocina.

—¿Sí? —pregunté con brusquedad una vez que descolgué.

—Menudo humor. —Se rieron al otro lado de la línea.

—Mira, Susan, como te rías otra vez, te mando a tu sobrina en un paquete con un lazo —le espeté, mirando a la pequeña lagartija.

Ella puso morritos de esos que te dan ganas de comértelos a bocados y tuve que sonreír.

—¡Oh, vamos! No seas tan exagerada. Si es un amor de niña… —se recochineó su verdadera tía.

—¡Y una porra! —Se carcajeó a mi costa—. ¿Para qué me llamas, bonita?

—Tienes un genio que es imposible decir que no eres española.

—Y tú tienes un pavo que es imposible decir que no eres inglesa —la piqué.

Pero ella, como hacía siempre, volvió a reírse. Nunca imaginé que una persona como Susan —por lo menos cuando la conocí junto con toda la historia de Katrina, Joan y Kylian1— fuese a ser tan risueña en comparación con cómo se mostraba por aquel entonces.

—Te llamaba porque mañana tenemos una reunión con uno de los directivos de la cadena Lincón. ¿Sabes de quién te hablo?

—Sí, claro. ¿De qué se trata?

 

 

—Han concertado un viaje para varias agencias y entre ellas estamos nosotras. Lo típico: ver los nuevos trasatlánticos y sus instalaciones. Ya sabes, unas minivacaciones de una semana.

Hacía dos años que mi vida cambió de manera radical. Me compré un diminuto apartamento en un pueblo de Mánchester, nada que ver con el piso que tenía antes en el centro de la ciudad, supergrande y con una orientación que muchos envidiaban. Había pasado del lujo a algo mucho más discreto y, sobre todo, pequeño. Me fui del trabajo sin firmar siquiera el finiquito, y dejé una carta sobre la mesa del despacho de mi jefe, Edgar Warren, donde me despedía de la empresa por voluntad propia. Ese mismo día me trasladé a la casa de Katrina, donde guardaba la mudanza esperando a que me dieran las llaves de mi nuevo hogar, y a las dos semanas me mudé. Cambié mi número de teléfono y no volví a saber nada ni de mis compañeros de trabajo. Si alguien se enteraba de mi paradero, estaba segura de que Edgar vendría en mi búsqueda, y eso era lo que intentaba evitar a toda costa.

—¿Iremos las dos? —le pregunté sin apartar los ojos de Jane, que intentaba escapar de mis brazos.

—No creo. Recuerda que tenemos pendientes varios viajes y vendrán a por los papeles dentro de tres días.

—¿Y cuándo se supone que debo marcharme? —me interesé.

—Pasado mañana.

—¡¿Pasado mañana?! ¿Y avisan con tan poco tiempo? —me extrañé.

—Sí, hija, ha sido todo deprisa y corriendo. Quieren lanzar las ofertas para noviembre, y si no terminan de cerrar los trámites, es imposible que lleguen para las campañas navideñas.

—Bien, entonces, mañana pasaré para que me des los datos y volveré a casa a preparar la maleta.

—¡Genial! Pues nos vemos mañana, jefa.

Un año y medio más tarde, decidí montar mi propia agencia de viajes, llamada Garlys. No era de las más reconocidas en Mánchester, pero a mí me bastaba para poder sobrevivir y pagarle a Susan, la hermana de Joan, que comenzó a trabajar conmigo el mismo día de la inauguración.

Enfoqué toda mi atención en la niña, quien, curiosamente, se había calmado en mis brazos.

—Bueno, Jane, ¿quieres que juguemos a algo? ¿O vemos una peli en el sofá con un cubo de palomitas de colores?

Alzó una ceja con picardía y moví las mías con énfasis al ver el brillo en sus ojos. La niña aplaudió, y yo me volví loca de contenta al saber que ¡por fin! podría sentarme en el sofá durante un rato.

No supe cuánto tiempo pasó hasta que escuché el timbre de casa. Abrí los ojos, pegados por el sueño, y miré a Jane, que descansaba tranquilamente apoyada en mi pecho. La separé un poco, la dejé tumbada y me levanté. Observé mi reloj: la una de la mañana. Debía ser Katrina.

En efecto, no me equivoqué cuando abrí y me encontré a un radiante matrimonio que, con el paso de los días, evolucionaba y se profesaba el amor que sentían el uno por el otro.

—¡Hombre, la parejita del año! —susurré, en broma, para no despertar a Jane.

Joan se rio y Katrina depositó un beso en mi mejilla. Entraron. Su fabuloso padre se acercó a ella sin hacer ruido, la estrechó entre sus enormes brazos y, por último, le dio un pequeño beso en su cabecita.

—¿Cómo se ha portado? —me preguntó Katrina.

—¡Bien! —le contesté con mucha euforia—. Ya sabes cómo es. —Le guiñé un ojo.

—No sabes cómo te lo agradezco, Enma.

—No tienes que hacerlo, para eso están las amigas. Además, lo más seguro es que me quede como la tía de los gatos. Mejor que por lo menos mis sobrinos vengan a verme. —Hice una mueca graciosa.

—No creo que termines quedándote como tal. El problema es que tampoco lo buscas. —Joan rio.

—Agh. —Hice un movimiento con la mano, dándole a entender que no me importaba, y ambos sonrieron.

—Buenas noches —se despidió Katrina.

Sonreí y les dije adiós. Di la vuelta sobre mis talones para dirigirme a mi dormitorio. Tras quitarme el reloj, lo metí en el joyero que tenía en la cómoda. En ese momento, un fino collar llamó mi atención al asomar por él. Dejé que se escurriera entre mis dedos, y allí estaba.

—Debería haberme deshecho de ti hace mucho tiempo… —murmuré, mirándolo.

El collar que Edgar me regaló con su inicial apareció para llevarse otra noche de sufrimiento; una en las que me era imposible conciliar el sueño, pensando en todas las veces que lo había echado de menos durante tantísimo tiempo, y ahora que por fin había conseguido pasar página de verdad, aparecía como si nada. Siempre dije que la inicial que llevaba era por mi nombre, sin embargo, aunque él nunca me lo dijo, sabía de sobra que esa E significaba la posesión que tenía sobre mí. No era por Enma, sino por Edgar.

Mañana te irás de mi vida para siempre —musité perdida.

Estaba claro, al día siguiente lo tiraría, aunque le hubiese costado una pequeña fortuna.

Me levanté a la misma hora de todos los días para ir a abrir la agencia. Cuando terminé de vestirme, cogí mi bolso junto con la agenda que siempre me acompañaba y salí disparada hacia mi pequeño coche. No era mucha cosa. Además, siempre había sido una persona de bienes materiales normales, y aunque en un tiempo sí pude permitirme aquellos caprichos como comprarme un coche de alta gama, no lo quería. Mi chatarrilla, como yo la llamaba, era estupenda para una sola persona.

—¡Hola, hola! —saludé con efusividad a Susan.

—Buenos días, ¿quieres un café?

Me enseñó la taza y no pude evitar arrugar el entrecejo cuando la levantó.

—¿Café solo? ¿Desde cuándo tomas café solo? ¡Si lo odias! —me extrañé.

—Ufff —bufó, y después comenzó a soplarlo.

—Anoche estuviste de juerga —evidencié.

—Sí. —Sonrió—. Kylian me invitó a cenar, y después nos dieron las mil y pico tomándonos una copa. —Movió su cucharilla con nerviosismo, observando su contenido. Me crucé de brazos en silencio, esperando a que alzase su rostro y me mirase. Al hacerlo, frunció el ceño al no saber el motivo de mi inspección—. ¿Qué pasa?

—Susan… —Resoplé y tiré de la silla hacia atrás para sentarme frente a ella—. Sabes que estás jugando con fuego, ¿verdad?

—¡Y dale! ¡Que yo no estoy jugando a nada!

—No me vengas con tonterías. No me trago tus cuentos, y lo sabes. ¿Cuánto va a durarte el tonteo con Kylian? —La señalé.

Desde que abrí la agencia y ella entró a trabajar, el trato que creamos fue increíble, dando paso a una amistad verdadera, y lo que menos quería era que sufriese por amor. De eso, yo sabía un poco.

—Enma —dejó su café y extendió su mano en mi dirección para tocarme—, te juro que no nos hemos acostado. —Negó con la cabeza, intentando apartar ese pensamiento de su mente—. ¡Es que no nos hemos ni besado! Tenemos una buena relación: quedamos, nos contamos nuestras cosas y después cada uno se marcha a su casa —terminó con hastío.

Asentí sin convencimiento, para después descruzar mis brazos y apuntarla con el dedo.

—Muy bien. Pero que sepas que el problema no está en acostarse o no con alguien, sino en que sé que tus sentimientos hacia él son diferentes, aunque no lo admitas. Y recuerda —volví a señalarla con más énfasis y me levanté de la silla para marcharme a mi despacho— que lleva tu misma sangre.

—No del todo… —murmuró, intentando que no la oyese cuando me giré.

Me di la vuelta y la fulminé de un solo vistazo.

—¡Es tu hermanastro! —Elevé los brazos al techo.

Ella rio y negó con la cabeza a la vez.

—Lo sé, por eso mismo no debes preocuparte. No ocurrirá nada.

Asentí. Sin embargo, en el fondo sabía que el día menos pensado se buscaría un buen lío; o, mejor dicho, se buscarían. Porque cuando ella no lo llamaba, lo hacía él.

—Aquí tienes todos los papeles del viaje. El recorrido es por Italia. Espero que lo pases bien. —Sonrió.

Los ojeé de uno en uno.

—¿Sabemos cuánta gente va? —me interesé.

—Sí, sobre unas dos mil personas.

—O sea, que va vacío relativamente.

—Casi. Es una inspección, por así decirlo, con las agencias más relevantes y demás. Lo de siempre con esta compañía.

—Perfecto.

—Aquí detrás —me indicó la última hoja— vienen también los invitados de la competencia. Ya sabes que esto es un «A ver quién mea más qué yo». Irán bastantes cadenas. Es una oportunidad para que saludes a los directivos.

El corazón se me paralizó como hacía mucho tiempo que no ocurría. Revisé la lista, desesperada, rezando para mis adentros por no encontrarme el nombre de la persona a la que juré que nunca más volvería a ver, y como si Susan hubiese leído mi pensamiento, dijo:

—Waris Luk está en la lista.

Por no decir: «Edgar Warren está en la lista».

 

 

El día llegó, y a las dos de la tarde estaba con el gran maletón turquesa y la bolsa de mano —que más bien era otra maleta pero en pequeño— en el puerto de Barcelona. Dirigí mis pasos hacia los controles que había antes de entrar y llegué al final de la estancia, donde un gran photocall se alzaba para todas las personas del barco. Algunos venían con la familia al completo, y yo, como de costumbre, iba sola.

Avancé por delante de los fotógrafos y de la gente que esperaba la cola y escuché que uno de ellos me llamaba:

—Señorita, ¿no quiere un recuerdo?

Me giré en dirección a la voz y negué con la cabeza, dándole las gracias en silencio. Cuando estuve a punto de continuar con mi paso, una mano firme me sujetó de la cintura, girándome.

—¡Hola, hola! —me saludó con euforia.

—¡¡Luke!!

Nos fundimos en un gran abrazo lleno de risas. Antes de despegarnos, observé que estaba más fuerte de lo que recordaba. Verlo allí fue un soplo de aire fresco que necesitaba para afrontar aquel viaje. El apasionante Luke Evanks, amigo y confidente en algunos casos, había aparecido de la nada provocándome la mayor sorpresa que habría podido imaginar. Analicé su esculpido cuerpo durante unos segundos, dándole un repaso que el agradeció con media sonrisa en sus bonitos y finos labios mientras me atravesaba con aquellos ojos tan oscuros como la noche. Elevé mi rostro para poder mirarlo mejor, pues era bastante más alto que yo.

—¡Vaya! Estás machacándote bien, ¿eh? —lo halagué, tocando su brazo.

—En algo tendré que invertir las vacaciones.

Alcé una ceja de forma interrogante, pero no le pregunté por el motivo en cuestión. Imaginé que ya me lo contaría con más tranquilidad.

—Vamos, hagámonos una foto de recuerdo. Hace dos años que no te veo. —Me guiñó un ojo, sin borrar esa espectacular sonrisa que siempre poseía.

Reí. Con su mano en mi cintura, nos dirigimos hacia el dichoso photocall, donde el fotógrafo sonrió por haberlo conseguido de una manera u otra. Segundos después accedimos al puerto, y no pude evitar soltar un murmuro de sorpresa:

—Madre mía… No sé si habrá alguno que pueda superarlo.

—Ejem… —carraspeó—, gracias. —Me miró mal.

—No digo que los tuyos sean malos, pero esto… —musité anonadada.

—Es una enorme máquina, las cosas como son.

Luke también tenía una cadena de cruceros, llamada Evanks, que más o menos se creó a la misma vez que las del señor Lincón, el dueño del gran trasatlántico que teníamos delante. A Luke lo conocí cuando trabajaba para Waris Luk, con Edgar, quien en ciertas ocasiones programaba viajes a medias con su empresa.

Sin palabras, admiré cada detalle del barco. Sus catorce plantas ocasionaron que una especie de vértigo se apoderase de mí, y tuve que bajar la vista para no marearme. Era de color blanco, con algunos adornos en las líneas que separaban las plantas de color naranja, y toda la cubierta era de un azul tan intenso como el mar de noche.

—No es apto para cardíacos —me aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.

—No, desde luego que no lo es —le respondí de la misma forma.

—¿Vamos?

Extendió su mano para que pasase delante de él y así lo hice, mostrándole un gesto de agradecimiento. Él solo llevaba una simple maleta de mano pequeña. Le lancé un vistazo a mi gran equipaje, haciendo una mueca con los labios.

—Me da la sensación de que he venido para quedarme más de una semana —musité con desgana.

No te fijes en mi maleta. Cabe más de lo que te imaginas.

En la entrada, dos hombres de la tripulación escanearon nuestros equipajes y después pasaron el detector por los papeles con el código de acceso que nos habían facilitado. Un hermoso vestidor con una iluminación bestial se abrió paso ante nuestras miradas sorprendidas. Me dio tiempo a contar siete ascensores que tardaban dos segundos en llenarse hasta las trancas, y frente a ellos, una gran escalera tan ancha que podrían caber quince personas de lado, como mínimo. Los suelos estaban cubiertos de una moqueta de color rojo, con una gran hilera en los filos de un oro intenso. Contemplé el plano en una de las columnas, sorprendiéndome al ver la cantidad de cosas que tenía, muy similares a otros. Pero eso sí, con todo lujo de detalles.

—Bien, señorita, dejamos las maletas y ¿adónde vamos? ¿Prefieres tomarte una copa en la terraza o quizá bañarte en la piscina olímpica, o tal vez sentarte en los taburetes de la otra piscina? —Hizo un gesto de indiferencia—. No sé, hay tantas cosas que está empezando a dolerme la cabeza.

Solté una carcajada por su comentario. Luke siempre fue un loco risueño de la vida, y eso no había cambiado en los dos años que no nos veíamos.

—La verdad es que no lo tengo muy claro, pero primero —volví mis ojos a las maletas— vamos a dejar el equipaje.

—¡Pues andando!

Esperamos pacientes el ascensor, sin hacer ningún comentario fuera de lugar. La gente que se subió minutos después con nosotros eran familiares, amigos o conocidos del resto de los dueños de otras cadenas que también estaban en el barco. Llegamos a la cuarta planta y, de casualidad, Luke tenía la habitación de al lado.

—Cinco minutos. —Me señaló—. Tenemos que hablar de muchas cosas.

Sonreí.

—¡Oído cocina!

Pasé la tarjeta por el lector y la puerta se abrió, mostrándome una habitación gigantesca con una cama de al menos dos metros de ancho, vestida con unas sábanas blanquecinas y una colcha a juego con los cojines de un rojo intenso. Disponía de un cabecero de color negro de la misma medida, y junto a él había unas amplias cortinas de diversos tonos un poco más apagados que dejaban entrever una diminuta terraza con una mesa y dos sillas de diseño.

Tras inspeccionar la habitación con minuciosidad, dejé la maleta a un lado y me permití tirarme en la cama. Todavía me quedaban dos minutos. Sonreí al comprobar mi reloj. Echaba de menos a Luke, pero jamás fui capaz de ponerme en contacto con él por miedo a que le revelase a Edgar mi paradero. Y ahora solo rezaba para que no hubiese acudido al crucero, o el tiempo y el esfuerzo que había puesto por apartarme de todo lo que se relacionaba con él se irían al traste de un plumazo. Por mucho que intentara convencerme de que mis sentimientos hacia él ya no existían, en el fondo sabía que era mentira.

Salí de la habitación y Luke lo hizo a la vez. Me observó con cara de interesante, y no pude evitar soltar una carcajada cuando en su boca se mostró una perfecta O, indicándome el lujazo que teníamos alrededor.

—Voy a tener que empezar a plantearme el diseño de mis barcos de otra manera.

—¡Oh, vamos! No seas tonto, tus barcos son estupendos. Solo que este es nuevo y tiene más chorradas. Además, no puede competir con tus precios. —Le guiñé un ojo.

Bajamos las escaleras andando con tal de no esperar a que los ascensores llegasen y nos paramos en la cubierta tres, donde se encontraba el restaurante. Cogimos una mesa para dos y enseguida las cartas tomaron posición en nuestras manos.

—Me comería la mesa con las dos sillas —comentó.

—Ya somos dos.

A lo tonto a lo tonto, nos dieron las tres y media de la tarde, y el estómago nos rugía con fuerza. Le pedimos nuestras comidas al camarero, quien nos atendió con amabilidad. Cuando se fue, Luke apoyó sus codos encima de la mesa y me miró con intensidad.

—¿Por qué no trabajas conmigo?

—Ya tengo trabajo —le contesté, y le pegué un sorbo a mi copa de vino.

—Eso ya lo sé. Me refiero al motivo por el cual no me has llamado para concertar mis cruceros.

Dejé la copa en la mesa, notando cómo se me iba un color y me venía otro. Nadie tenía constancia de mi pequeña agencia, por eso mismo no trabajaba con ninguna persona con la que lo hubiese hecho con anterioridad.

—¿Cómo…? —Casi me atraganté.

—¿Qué haces aquí, Enma?

Miró a su alrededor con una sonrisa de oreja a oreja y, con dos de sus dedos, señaló la estancia. Me había pillado.

—Viajar. Obvio.

—Sabes que esto es una comprobación preliminar de las instalaciones, ¿no?

«Detalle que habías pasado por alto», me dijo mi mente.

—¿Y? A veces invitan a personas que no tienen nada que ver con el mundillo. Eso también lo sabes. Tú mismo lo haces con las promociones —disimulé, y le di otro sorbo a mi copa.

—A este tipo de viajes no suelen invitar a personas que no tengan nada que ver, Enma. Ni promociones ni sorteos ni pollas.

Aguanté la risilla que a punto estuvo de salirme por su tono.

—Algunas veces sí, y lo sabes. No sé a qué viene tanta tontería.

Dejé mi copa en la mesa y lo miré fijamente, sin titubear y segura de poder salir de aquella trampa mortal. Me observó juguetón al ver mi gesto, pues sabía que estaba engañándolo. El juego terminó cuando añadió:

—¿Pensabas que era un secreto que tenías una agencia de viajes desde hace un año y medio? —Alzó una ceja con interés.

—¿Y cómo sabes eso? —Puse mi habitual gesto de confusión: juntar mis manos en mi regazo acompañado de un rostro sorprendido; aunque, esa vez, enfurruñado más bien.

—¡Todos lo sabemos! O por lo menos todos los que trabajamos de vez en cuando con Warren.

El cuerpo me dio una fuerte sacudida que por suerte pude controlar.

—¿Que… qué? —Puso cara de no entender qué era lo que le preguntaba, así que opté por dejarme de tonterías y continué; a fin de cuentas, me había pillado—: No te llamé porque quería empezar de nuevo, y tampoco iba a usar los contactos de Waris Luk para mi beneficio. Eso sería una desfachatez por mi parte después de llevar ocho años allí —me excusé.

—¡Vamos, Enma! Todo el mundo sabe que cuando te marchas de un trabajo, y más si montas una agencia de viajes, ¡usas los contactos que tengas! —evidenció con una mueca graciosa—. Y tú más, que eras la que hablabas con todos los gerentes constantemente para cerrar los acuerdos.

Tragué saliva, intentando canalizar el nudo que estaba creándose con lentitud en mi garganta, sin dejarme respirar, asfixiándome.

—¿Y tú…? ¿Cómo…? —titubeé, temiendo la respuesta.

—No es malo que hayas querido forjar un futuro de manera independiente. Warren es un capullo, eso lo sabemos todos.

Ni por asomo se imaginaba cuánto.

Luke nunca estuvo al tanto de nuestra supuesta «relación». En realidad, nadie lo supo. Por parte de los dos fuimos lo más discretos que pudimos, y creí que, hasta entonces, nadie sospechaba. La discreción fue esencial y nadie fue consciente de lo contrario. Lo que sí sabía era que Luke tenía un trato especial con Edgar y eran íntimos amigos desde hacía muchísimos años, aunque en los negocios siguieran siendo rivales.

—No es eso. Es que no sé cómo te has enterado estando tan lejos y siendo una agencia tan pequeña y poco llamativa. Me ha sorprendido, nada más.

Traté de no darle importancia al tema.

—Pues muy sencillo. —Le presté suma atención—. El día de tu desaparición y tras esa carta de despedida que le dejaste a tu exjefe sobre la mesa, comenzó un reto personal para el señor Warren. —Esas palabras me alteraron, y se me notó—. Comenzó a buscarte hasta debajo de las piedras, incluso me pidió que si sabía de tu paradero lo avisara. Pero, obviamente, no le hizo falta. Ya sabes que él tiene su propia liga de contactos.

—¿Y… se supone que me encontró?

—¡Claro que te encontró!, ¡por Dios, Enma! ¿Acaso se le escapa algo de las manos? No sé ni cómo me haces esa pregunta. Edgar tiene oídos en el mundo entero.

No podía creérmelo…

Todo ese tiempo había sabido dónde estaba, que tenía mi propia agencia de viajes, y jamás de los jamases vino a por mí. ¿Y yo con una preocupación que me asfixiaba?

—En cuanto inauguraste, lo llamaron. Tiene amigos, o enemigos, llámalo como quieras, por todos sitios. Y eso también lo sabes.

—¿Te dijo algo? —le pregunté ansiosa.

—¡Qué va! Me enteraba a retazos de las cosas, pero lo hacía. Dos días después de que te marcharas, fui a su despacho para ofrecerle un nuevo trato, y al no verte, me extrañé. —Se echó hacia atrás en la silla, como si el tema que estábamos tratando no tuviese importancia—. Si te digo la verdad, nunca lo había visto tan desquiciado. —Intenté no abrir mis ojos más de la cuenta por la impresión que en ese instante sentía. «Lo sabía… Sabía dónde estabas y no te buscó… Estúpida»—. He de decir que le ha costado bastante que otra persona ocupe tu puesto. No era lo mismo, y tampoco daba pie con bola a la hora de cerrar los acuerdos, por lo menos los primeros días. Pero al final imagino que terminó acostumbrándose. —Hizo un gesto de indiferencia.

—¿Es alguien que ya trabajaba en Waris Luk?

—Para no querer saber nada, estás preguntona —bromeó.

Negué con la cabeza e instalé una falsa sonrisa en mis labios, restándole importancia.

—Creo que se llama David, si no recuerdo mal. —Hizo un gesto como de pensar—. Sí, David era. Ya se ha acostumbrado, pero al principio tenía a Warren desquiciado. No sabes cómo gritaba y se enfadaba cuando las cosas salían mal.

Pues sí, sí que lo sabía, aunque no se lo diría a él. Conocía de sobra el carácter que Edgar manejaba en los negocios, y algunas veces era tan exigente que daba miedo llevarle la contraria, indistintamente de que a mí eso no me amilanaba cuando tenía que decirle dónde estaba fallando.

—No he tenido contacto con nadie, como te decía —traté de cambiar el foco de la conversación—, por eso mismo no sabía nada. He estado trabajando con compañías más pequeñas. Mi agencia no es que sea famosísima, pero funcionamos bien.

—También lo sé. —En ese momento, sí que tuve que abrir los ojos, tanto como el plato que tenía frente a mí—. Edgar lo tiene todo muy controlado. —Se rio—. Volviendo al tema de antes, si quisieras trabajar para mi compañía, estaría dispuesto a enfrentarme al mayor enemigo del mercado —terminó con una sonrisa risueña.

—Estoy bien ahora, pero gracias por la propuesta. Lo meditaré.

El camarero terminó de servirnos la comanda y ambos nos sumimos en la comida; eso sí, sin dejar de hablar.

—He de reconocer que esta vez don Lincón —comentó con retintín, refiriéndose al dueño del transatlántico— se ha superado con todo esto. —Señaló el restaurante con el tenedor en la mano haciendo círculos, y lo observé confundida.

—¿A qué te refieres?

Me miró sin entenderme.

—Enma, estás un poco espesa hoy. Lincón y Warren son socios. Todo esto es de los dos. Se unieron para el proyecto hace cosa de un año.

Paralizada y con la mandíbula que casi me llegaba al suelo, no supe qué responder, ni mucho menos qué hacer. Miré a mi alrededor cuando un extraño calambrazo me atravesó, seguido de un escalofrío nada más y nada menos que aterrador. Guie mis ojos por el salón, y justamente en una de las mesas del fondo lo vi. Sus cristalinos ojos brillaban más de lo normal mientras me penetraba con tal intensidad que mi cuerpo comenzó a temblar. Su gesto rígido y autoritario ocasionó que mi boca se secase y que fuera incapaz de apartar mi mirada de él. Paseó una de sus enormes manos, esas que tanto me habían tocado, por su espeso cabello negro. Su camisa se apretó más a su pecho cuando cogió aire copiosamente, dejando que desde mi posición atisbara aquel pequeño detalle que indicaba que estaba enfadado.

Me había visto, y lo peor era que lo sabía todo.

Y no hizo nada.

 

2

 

 

 

 

 

 

—Si me disculpas un momento, necesito ir a mi habitación. He olvidado una cosa.

Luke asintió y me levanté a toda prisa para abandonar la sala, tanta que hice un tremendo ruido al arrastrar la silla hacia atrás. Edgar dejó su lugar en la barra y encaminó sus pasos de manera intimidante y decidida hacia nuestra mesa. Bajé los dos escalones que me separaban de la puerta principal del comedor y, antes de salir, vi que llegaba y estrechaba la mano de Luke con fuerza. Sin darle importancia, giró su rostro en mi dirección con la misma intensidad que antes. Ese simple gesto provocó que mis piernas corrieran a más velocidad.

Sin detenerme.

Sin pensar.

Con el corazón en la boca y torpemente, pasé la tarjeta por el lector de la puerta. Si Luke le revelaba la habitación en la que estaba, no dudaría en preguntarle cual era la mía, e iba a ser prácticamente imposible evitarlo, porque ya me quedaba claro que si no me había buscado en todo el tiempo pasado, ahora no iba a hacerlo, ¿o sí? Igualmente, no quería quedarme para descubrirlo. No quería caer de nuevo.

Pensé en la posibilidad de bajarme y largarme lejos antes de que fuese demasiado tarde, pero cuando me fijé en la terraza, comprobé que ya habíamos zarpado. ¡Maldita fuera! Sujeté mi teléfono y llamé a Katrina con urgencia. Contestó al segundo tono, para mi alivio.

—¡Hola! —me saludó con euforia.

—Katrina… —murmuré nerviosa—. No puedes imaginarte lo que acaba de ocurrirme.

—¿Estás bien? Te noto muy acelerada.

—Es que… Es que…

Un miedo atroz recorrió mis venas. Balbuceé, sin conseguir que se entendiese nada de lo que intentaba contarle. Respiré con profundidad varias veces antes de continuar, y miré incesantemente la puerta, rezando para que nadie llamase. Una cosa era saber todo lo que Luke me había contado y otra muy distinta poder contener los nervios que me recorrían la piel cada vez que su simple nombre pasaba por mi cabeza y, lo peor, cada vez que lo veía. No. Desde luego que eran dos cosas completamente distintas. ¿Sabéis esa sensación que traspasa tu cuerpo cuando anhelas tanto a alguien que al recordarlo o verlo no puedes evitar notar una extraña sensación en el estómago? Pues así me sentí yo.

—Enma, tranquilízate, ¿qué sucede?

Escuché que Joan hablaba por detrás y le preguntaba. Le respondí de manera atropellada:

—Katrina, Edgar está aquí. Está en el barco.

—Dios mío…

La última vez que lo había visto fue un mes antes de que mi amiga diera a luz. Ella se pensaba que estaba engañándola cuando le dije que no volvería a saber nada de él por decisión propia, y mi cura fue uno de los motivos por los cuales estuve tan distante al final de su embarazo. Necesitaba pensar las cosas con claridad y tomar una decisión cuanto antes. Poco después del nacimiento de Jane, le conté lo ocurrido con Edgar durante todos esos años.

—Cuéntame qué ha pasado. Pero, por favor, cálmate. —Le expliqué lo que Luke me había contado, sumándole la aparición de Edgar en el restaurante. ¿Cómo no pude darme cuenta de que estaba allí?—. Lo primero, Enma —comenzó cuando acabé mi relato—, es que ese tío ha sabido dónde estabas desde el minuto uno y no se ha molestado en buscarte. ¿A qué vienen tantos nervios?

Suspiré con pesadez e histeria.

—¡No lo sé, Katrina! Pero sé que no puedo…, que no quiero estar cerca de él. Parezco una gilipollas que se contradice. ¡No sé explicarte por qué tiemblo al verlo!

—¿Le tienes miedo?

—¡No! —le respondí convencida—. No es miedo. Lo que no quiero es volver a pasar por lo mismo de hace años. ¿Sabes cuánto tiempo lloré todas las noches, Katrina? ¿Sabes cuántas veces fantaseé con que dejaría a su mujer?

Un silencio se hizo al otro lado de la línea. Nadie mejor que ella me entendía. Nadie mejor que ella sabía por lo que había pasado. Y no quería volver atrás como los cangrejos. No quería promesas, no quería súplicas, no quería nada de aquel irresistible hombre.

Porque era malo.

Porque era el demonio en persona.

Porque él era el problema.

—¿No puedes bajarte del barco? —me preguntó con voz firme, dispuesta a encontrar una solución meramente viable.

—No. Hemos zarpado ya.

Me senté en la cama, dejándome caer, agotada. ¿Por qué tenía que estar él allí y no cualquier persona de Waris Luk? ¿Por qué no me había enterado antes de ese supuesto trato con el señor Lincón? Mis dudas se acrecentaban por segundos, y supe en aquel instante de meditación que, si yo estaba allí, había sido porque la mano de Edgar tenía algo que ver. ¿Acaso estaba riéndose a mi costa? Dejé mis pensamientos a un lado cuando mi amiga habló:

—Pues bájate en el próximo puerto, coge un avión y vuelve a casa si no puedes soportarlo. No te martirices, Enma. A veces, las cosas se superan sin más; otras necesitan más tiempo del que creemos.

Exhalé un fuerte suspiro. ¿Desde cuándo había sido tan cobarde? Si tenía claro que mi corazón ya no le pertenecía y sabía que no volvería a caer en sus redes, ¿por qué no era capaz de afrontarlo sin más?

—Puede que esta sea la prueba de fuego que tenía que llegar algún día. Si no, debería haberme dedicado a la moda —le aseguré con desgana.