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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales II
Un voluntario realista

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-294-3.

ISBN ebook: 978-84-9007-210-3.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 12

III 18

IV 22

V 28

VI 35

VII 42

VIII 47

IX 54

X 59

XI 63

XII 68

XIII 73

XIV 77

XV 82

XVI 88

XVII 96

XVIII 105

XIX 111

XX 116

XXI 124

XXII 127

XXIII 131

XXIV 136

XXV 144

XXVI 147

XXVII 155

XXVIII 160

XXIX 166

XXX 171

XXXI 181

XXXII 187

Libros a la carta 189

Brevísima presentación

La obra

Un voluntario realista es la octava novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

El autor abandona en esta novela la ciudad de Madrid para acercarnos a la localidad leridana de Solsona y más concretamente al convento de San Salomó. Dentro de sus muros y junto a las monjas, vamos a conocer a Pep Armengol, también conocido como Tilín, protagonista de este episodio. El joven, criado entre las religiosas y destinado a ser su sacristán, con ansias de heroísmo atizadas involuntariamente por una joven monja del convento, se embarcará en la rebelión catalana tradicionalista y partidaria del infante Carlos. En medio de lo que se conoció como la Década Ominosa, época de represiones de todo lo liberal y protagonizada por el poderoso ministro fernandino Francisco Tadeo Calomarde, muchos pensaban que la represión a los liberales no era suficiente y que el rey estaba rodeado de compañías poco recomendables.

La trágica aventura de Tilín acabará con su muerte a manos de las tropas reales. Como personajes secundarios veremos aparecer de nuevo a los dos protagonistas centrales de esta segunda serie: el liberal Salvador Monsalud, vuelto a escondidas desde Inglaterra con nombre falso, y el tradicionalista Carlos Navarro, su rival político y hermanastro. En esta novela, Galdós abre el camino para presentarnos los orígenes del carlismo.

I

La ciudad de Solsona, que ya no es obispado, ni plaza fuerte ni cosa que tal valga y hasta se ha olvidado de su escudo, consistente en cruz de oro, castillo y cardo de los mismos esmaltes sobre campo de gules, gozaba allá por los turbulentos principios de nuestro siglo la preeminencia de ser una de las más feas y tristes poblaciones de la cristiandad, a pesar de sus formidables muros, de sus nueve esbeltos torreones, de su castillo romano, indicador de gloriosísimo abolengo, y a pesar también de su catedral a que daban lustre cuatro dignidades, dos canonjías, doce raciones y veinticuatro beneficios. La que Ptolomeo llamó Setelsis, se ensoberbecía con la fábrica suntuosa de cuatro conventos que eran regocijo de las almas pías y un motivo de constante edificación para el vecindario. Este se elevaba a la babilónica cifra de 2.056 habitantes.

Estos 2.056 habitantes setelsinos ocupaban ¿a qué negarlo? lugar muy excelso en el mundo industrial con sus ocho fábricas de navajas, tres de candiles y otras de menor importancia. También se dedicaban a criar mulas lechales que traían del cercano Pirineo; cultivaban con esmero las delicadas frutas catalanas y eran maestros en cebar aves domésticas así como en cazar la muchedumbre de codornices, palomas silvestres, ánades y becadas que tanto abundan en aquellos espesos montes y placenteros ríos. No podían ser tales industrias de las menos lucrativas en tierra tan poblada de canónigos, racioneros y regulares.

En 19 de septiembre de 1810 los franceses que nada respetaban, entraron en Solsona con estrépito, y después de cometer mil desmanes se entretuvieron en quemar la catedral, con cuyo siniestro desplomáronse las torres y vinieron al suelo las campanas. También pusieron mano en los conventos, encariñándose demasiado con los de religiosas, donde cometieron desafueros que mejor están callados que referidos. El convento de monjas dominicas llamado San Salomó por ser fundación del marqués de este nombre (1573) padeció diversos tormentos de los que no pocas memorias guardaron las espantadas vírgenes del Señor. Tan horribles desmanes no eximían a las santas casas de sufrir expoliaciones y derribos, y San Salomó, que perdiera en aquel horrendo día tantos tesoros, se quedó también sin copón, sin candeleros y sin las arracadas de la Virgen. Desaparecieron cuadros y estatuas, y un trozo del ala de Poniente fue derribado a cañonazos, quedando reducidas a escombros seis celdas del piso alto y el refectorio que estaba en el bajo.

Este convento de San Salomó exige de nosotros la mayor atención. Era edificio de muy diversas partes compuesto, que semejaba una vieja capa de riquísima y descolorida tela, remendada con innobles trapos. Allí había algo del hermosos género ojival que domina en el Principado, restos de bóvedas románicas, puertas churriguerescas, trozos pertenecientes a la insulsa arquitectura del siglo pasado, paredes de ladrillo enyesado, tapias de adobes, muros hendidos, techos que se habían chafado cual sombrero; tragaluces bizcos, rodeados de una especie de marco palpebral hecho con blanco yeso; rejas comidas de moho, tras de las cuales estaban las podridas celosías, por cuyos huecos solo cabía el dedo meñique de las monjas; vigas que servían de puntales; tapiales modernos que se empeñaban en cubrir huecos ocasionados por el desplome o abiertos por la bala de artillería; una torrecilla cuya espadaña solo tenía un esquilón; en suma, era un adalid valeroso combatido por los formidables enemigos que se llaman tiempo y guerra; pero que se defendía bien tapándose sus heridas y remendándose sus desgarrones como Dios le daba a entender, y desafiaba orgulloso a lluvias y vientos, prometiéndose llegar con sus jorobas, infartos, bizmas y muletas a las más remotas edades venideras.

Estaba San Salomó en un extremo de la ciudad, y en el punto más desierto de ella, por donde partía el camino de Guardiola y Peracamps, que a corto trecho se trocaba en intransitable cuesta escarpada cuyas ramificaciones se perdían en las montañas. La calle de los Codos, llamada así porque formaba dos ángulos en opuesto sentido quebrándose como un biombo, limitaba el convento por Poniente. Dicha calle no era otra cosa que un hueco, foso o pasadizo que quedaba entre San Salomó y el lienzo occidental de la muralla de la ciudad, y los codos que daban nombre a tal vía eran ocasionados por los ángulos estratégicos de la fortificación. Al fin de la calle se veía un torreón y un poco más allá la puerta del Travesat.

Por Oriente con vuelta al Mediodía estaba la iglesia, en la calle de la Sombra, y no lejos de la puerta de aquella la del torno y locutorio, que era un arco románico picado y bruñido por la barbarie académica del siglo anterior y pintorreado de azul por orden de la madre abadesa. Hacia el Norte extendíase la gran tapia de la huerta, sin más huecos que las hendiduras producidas por el resentimiento de la fábrica. Las rejas y celosías en la parte más alta miraban al campo por encima de la muralla. Su estructura no permitía a los curiosos ojos monjiles ver la calle, en lo que verdaderamente perdían muy poco, pues rara vez pasaba por las calles de los Codos o de la Sombra alguna cosa digna de ser vista.

A pesar de su aspecto caduco, no reinaba la miseria en el interior de aquel silencioso retiro, como acontece en los conventos del día, que casi casi no son otra cosa que asilos de mendicidad. Por el contrario, al decir de algunos curiosos solsoneses, imperaban allí dentro el bienestar y la abundancia. Siempre fueron las dominicas poco inclinadas a la pobreza absoluta: su orden ha sido, por lo general aristocrática, compartiendo con la del Cister la prerrogativa de acoger a las señoritas nobles a quienes vocación sincera, desgraciados amores o la imposibilidad de ocupar una alta posición arrojaban del mundo. San Salomó albergaba en la época de nuestra historia, veintidós señoras que habían llegado a sus tristes puertas impulsadas respectivamente por alguna de aquellas tres causas.

Todas eran nobles, pues no podía convenir al decoro del reino de Dios que mancomunadamente con las hijas de marqueses y condes vivieran mujeres de baja estofa. Además de las rentas de la casa que a todas por igual beneficiaban, algunas monjas, contraviniendo las reglas más elementales de la orden, gozaban de rentillas y señalamientos privados que les otorgaran el padre, el tío o el abuelo, y esto se lo comían en la sagrada paz de su celda sin dar participación a las demás. Es probable que no reinara dentro de San Salomó la paz más perfecta como acontece en los claustros donde se han relajado todas las reglas y sobre la fraternidad impera el egoísmo; pero también es probable que los solsoneses no supiesen nada de esto, porque entonces los conventos, si habían olvidado muchas cosas, aún sabían guardar a maravilla sus secretos.

Y sus secretos eran que se permitían hacer vida separada, comiendo algunas en sus celdas y teniendo criadas para el servicio particular; que hasta diez hermanas no se hablaban ni aun para saludarse, porque era evidente que si cambiaran dos palabras, de estas dos palabras había de nacer una docena de disputas, y finalmente que había algunas (afortunadamente eran las menos) que se odiaban de todo corazón.

Por diversas cosas y motivos era célebre San Salomó; pero aquello en que su fama se elevaba hasta tocar el mismo cuerno de la Luna era el arte culinario. Váyanse noramala cuantas confituras han podido labrar manos de monja en todas las órdenes habidas y por haber; váyanse con mil demonios los platos suculentos e ingeniosos de la cocina extranjera; que nada hay comparable a lo que salió en tiempos felicísimos de los hornos, de las sartenes y de los peroles de San Salomó. No hace muchos años vivía aún uno de los testimonios más entusiastas de aquella superioridad incontestable, el padre Mercader, arcipreste de Ager vere nullius que fue en su edad de oro capellán de aquellas benditas mujeres. Viejo y enfermo parece que se rejuvenecía al referir los sabrosos regalos que le enviaban en días solemnes, con la particularidad de que las señoras de San Salomó hacían platos nunca ideados por cocinera alguna y que unían a la novedad más asombrosa el gusto más excitante y delicado. Ellas tenían las trazas más habilidosas del mundo para preparar una colación en la cual se saborearan bocados muy exquisitos sin faltar al ayuno. Ellas aderezaban una comida de vigilia con tal arte que sin faltar a las reglas literales de la penitencia experimentase el paladar regaladas delicias. Hacían entre otras cosas un compuesto de abadejo que en la Semana Santa de cierto año produjo grandísimo zipizape en el cabildo catedral por los celos que de los felices gustadores de aquella ambrosía piscatoria tuvieron los que no lograron catarla. El deán y el chantre estuvieron siete años sin hablarse.

Basta de cocina.

II

Durante cuarenta años fue sacristán de San Salomó un buen hombre verdaderamente sencillo y piadoso que tenía por nombre José Armengol. Como sintiera que la muerte venía por él, pensó que era lamentable no dejar sucesor en la sacristía para que recayese en su linaje la recompensa de tantos años de servicios prestados a la religión con piedad y desinterés. No tenía hijos el señor Armengol, pues el único que Dios le concediera había muerto de un lanzazo en la guerra del Rosellón; pero tenía un nieto que si bien de corta edad, podía servir para desempeñar el cargo, mayormente si las benévolas monjas le enderezaban a la virtud haciéndole hombre devoto o instruyéndole en todos los oficios de la sacristanía. El señor Armengol se murió tranquilo y satisfecho cuando la madre abadesa le prometió que el pequeñuelo sería sacristán de San Salomó.

Trajeron a Pepet de las montañas de la Cerdaña en que se criaba libre y salvaje como los pájaros, familiarizado con las altas cimas piníferas, con las soledades abruptas y rumorosas, con el estrépito de los torrentes y la sombría majestad de la cordillera de Cadí, país propicio a las leyendas y al bandolerismo. Doce años tenía cuando se vio en poder de la madre abadesa, la cual, poniendo sobre la cabeza del rapaz su mano protectora le dijo con grave y bondadoso acento:

Noy, el Señor te ha favorecido desde tu tierna edad destinándote, aunque indigno, a servir en esta casa. Grande honra te cabe en esto y no todos tropiezan a tu edad con tales prebendas. Pruébanos ahora que mereces el favor de Dios y que eres capaz de sostener el buen nombre de tu abuelo.

Pepet miró a la madre abadesa con espanto. No comprendía lo que aquello significaba, aunque su instinto le dio a entender que se hallaba bajo el dominio de las señoras pálidas y de fantástico aspecto, cubiertas de blancos paños y de negras tocas. Quiso protestar; pero no tuvo voz ni valor para ello.

La primera noche que pasó en el convento tuvo calentura y pesadillas horribles, en las cuales giraron dentro de su cerebro las pálidas caras de ojos mortecinos, desabrido sonreír y glacial aspecto. Aquel andar suave y vagoroso por los claustros y coro sin que se sintieran los pasos infundíale más pavor que respeto. El susurro de sus apagadas voces, semejante al gotear de una fuente lejana, le hacía temblar. Pero los días pasaron y aquella primera impresión penosa se calmó, llegando el inocente niño a ver sin miedo a las religiosas y a considerarlas como unas señoras muy buenas, infinitamente mejores que cuantas hembras de una y otra clase había visto en su corta vida.

Pepet se adiestraba en su oficio bajo la dirección de un sacristán suplente traído para aquel objeto de Nuestra Señora del Claustro, hombre sesudo y riguroso, a quien llamaban por apodo fray Tinieblas. De seguro habría tratado mal al neófito por envidia de sus altos destinos sacristaniles, si las monjas no lo impidiesen, manifestando al chico la protección más decidida.

Los conocimientos y la práctica de Pepet adelantaron rápidamente, y la madre abadesa, que desde el coro atisbaba los primeros trabajos del predestinado niño, decía para sí con gozo:

—Este tierno arbolito será digno sucesor de aquel tronco robusto que se llamaba José Armengol.

A los dos meses de hallarse en San Salomó, presenció Pepet un espectáculo que produjo en su alma sensaciones muy hondas y patéticas. Era un día de gran solemnidad. La iglesia resplandecía como un ascua de oro, siendo tantas las luces, que él solo recordaba haber encendido más de doscientas. Debía correr la estación primaveral, porque los altares estaban llenos de frescas y olorosas flores que embriagaban el sentido. Llenábase la estrecha nave de fieles, que pugnaban por hallar un hueco y se estrujaban unos contra otros. El señor obispo, acompañado de un mediano ejército de canónigos y racioneros, había subido al altar mayor y entrado en la sacristía. Deslumbradoras ropas llenas de encajes, oro, pedrerías, cubrieron los encorvados hombros, y sonaron melodiosos cantos de órgano combinados con la dulcísima voz de las monjas. Pepet miraba y oía con embeleso sintiendo su alma en estado de arrobamiento y exaltación, porque su fantasía simpatizaba de un modo extraordinario con las cosas solemnes, ruidosas y misteriosamente bellas.

Pero el estupor del sacristán en ciernes llegó a su colmo al ver que entre la fila de monjas arrodilladas en la delantera del coro apareció una joven de sorprendente hermosura. Vestía las fastuosas ropas mundanas que jamás había visto él en tan lóbregos sitios. Lujosas pedrerías adornaban su garganta y orejas, y sobre sus hombros caían con admirable majestad y gracia los más hermosos cabellos negros que se podían ver en el mundo. Su divino rostro estaba tan pálido como la cera de la encendida vela que en la mano sustentaba. No alzaba del suelo los ojos, no movía ni las cejas ni los descoloridos labios, ni las negras pestañas que velaban sus miradas como vela el pudor a la hermosura, ni parte alguna de su cuerpo. Parecía una estatua, una mujer muerta; pero que acabada de morir en aquel mismo instante y se conservara derecha y de rodillas por milagroso don.

El obispo echó muchos latines, y todos echaron latines, incluso Pepet que también había aprendido sus latines sin saber lo que querían decir; y el órgano seguía cantando como una endecha tierna y dulce, semejante a canción de amores o al acordado ritmo de flautas pastoriles en las soñadas praderas de la égloga. El pueblo gemía lleno de admiración o quizás de lástima. Estaban todos en lo más serio de los latines, de la música y de los gemidos, cuando Pepet vio que rodearon a la hermosa doncella que parecía muerta; quitáronle sus joyas; arrancaron de su seno las flores que lo adornaban y que ni aun en el mismo tallo natal habrían estado más bien puestas, y después... Pepet sintió que la sangre ardía en sus venas... Oyó el rechinar de unas tijeras. ¡Horrible, feroz atentado! ¡Le cortaban los cabellos!... Los tijeretazos que arrancaban una tras otra guedeja, destrozaron el corazón del pobre rapaz... Sintió que su alma minúscula se llenaba de una cólera sofocante, irresistible, volcánica, sintió una angustia mortal, y sin saber cómo, dio un salto y lanzó un terrible grito, diciendo:

—¡Brutos!... ¡pillos!

Hubo pequeña alarma, y le recogieron del suelo, porque había perdido el conocimiento. El obispo se echó a reír, y los demás también. Repuesto de su desmayo, Pepet salió de la sacristía donde le había metido Tinieblas. Desde aquel momento sintió que en su espíritu entraban de rondón ideas nuevas, y que su conciencia empezaba a sacudirse y a resquebrajarse como un gran témpano que se deshiela. Oyó con indiferencia las palabras huecas de un canónigo que subiera al púlpito para suplicar a todas las jóvenes solsonesas allí presentes que imitaran el ejemplo de la gentil y noble doncella, que había dejado el regalo de su casa y el cariño de sus padres para desposarse con Jesús, aceptando la vida de humildad y de penitencia que estos celestiales desposorios traen consigo. La hermosa doncella que había tomado el velo era doña Teodora de Aransis y Peñafort, sobrina del conde de Miralcamp.

Poco después de este suceso Pepet cayó gravemente enfermo de pertinaces calenturas; véase cómo. Las madres de San Salomó, que comprendían cuán necesitada de esparcimiento y de solaz es la niñez, permitían a su acólito que fuese todos los días a jugar con los demás chicos del pueblo, los cuales tenían costumbre de congregarse al filo del Mediodía en la ribera del río Negro, por ser este el sitio donde con más libertad se entregaban al goce de sus diabluras y al juego de tropa que era su mayor delicia. Allí organizaban ejércitos con espadas de caña y sombreros de papel; allí asaltaban formidables plazas, defendían castillos, se destrozaban a cañonazos (entiéndase pedradas) conquistando lauros inmortales y ganando gloriosísimas contusiones, tras de las cuales venía la zurribamba que en sus casas les administraban los enojados padres o el maestro de escuela.

Al poco tiempo de darse a conocer Pepet en aquella sociedad militar, donde se estimaban en su justo valer las prendas del soldado, empezó a desplegar las más eminentes dotes. Tenía el condenado muchacho ese singular don de prestigio que aparece frecuentemente en la niñez como anuncio de una superioridad futura. Algunas veces desaparece, y los que de chicos fueron leones al crecer se vuelven pollinos. Pepet era atrevido, daba grandes porrazos, no perdonaba las faltas de disciplina, sacaba de su cabeza las más admirables invenciones en cuanto a plan de batallas y pedreas, y resolvía gallardamente todas las disputas ya fuesen personales o de antagonismo entre los distintos cuerpos de ejército. A todo atendía con prudencia suma, por todo velaba; era astuto en las exploraciones, heroico en los encuentros, prudente en las retiradas, previsor en todos los casos. Si se trataba del aprovisionamiento de las plazas, nada se hacía sin Pepet, que al ver a sus bravos soldados faltos de vituallas, dirigía admirablemente el merodeo de fruta en las huertas del río o el saqueo de una cabaña cuando estaban ausentes los dueños. Muchos palos y tirones de orejas ganaban todos a veces en estas guerreras trapisondas; pero las más veían recompensadas sus fatigas con el abundante esquilmo de las parras llenas de racimos, de los perales y de los melocotoneros.

Pepet no ascendió a general; lo fue desde el primer momento, porque su natural intrepidez y la energía de su carácter púsole desde luego en aquel elevado puesto, donde se habría conservado con asombro y orgullo de ambas riberas si no atajaran sus pasos gloriosos las calenturas. El río Negro, con sus verdosos charcos, era un foco de miasmas palúdicos. Muchos días pasó el chico entre la vida y la muerte; pero Dios y los cuidados de las buenas madres le salvaron.

Vivía el pobrecito general en compañía de Tinieblas en la habitación sacristanesca, pieza espaciosa y abovedada que estaba debajo del altar mayor. Había una puerta que comunicaba esta pieza con el claustro del convento, y aunque la regla mandaba que esta puerta estuviera siempre condenada, y bien lo decían sus gruesos barrotes y candados, las madres la tenían abierta durante el día y por ella entraban en la vivienda de Pepet con ánimo de asistirle. Merecía disculpa y aun perdón esta falta cometida con fines tan caritativos. La madre abadesa y sor Teodora hacían la buena obra con solicitud y piedad.

La convalecencia de Pepet fue muy larga y penosa. Estaba pálido y delgado como un cirio; sus ojos se habían agrandado tanto que parecía que ellos solos ocupaban la cara. Apenas podía andar, y la buena Teodora de Aransis y la excelente sor Ángela de San Francisco le sostenían cada cual por un brazo para que paseara un poco por el claustro y la huerta en las horas de Sol. Sentábanle en un banco y allí pasaba largos ratos con la mirada fija en el suelo, las manos cruzadas. Fortalecido al fin, buscaban las madres algo que le entretuviese, pues nada es tan necesario a los muchachos enfermos y decaídos como un juguete o pasatiempo cualquiera que les distraiga y alegre los espíritus. La madre Teodora, que en lo compasiva y generosa ganaba a todas las habitantes de San Salomó, lo mismo que les superaba en gracia y belleza, le dijo un día hallándose con él en el claustro:

—Pobre Pepet, siento mucho que no tengamos en la casa un mal juguete con que puedas vencer tu tristeza.

Pepet sonrió, mirándose en los hermosos ojos de la monja, que cual espejos negros le fascinaban:

—¿Qué deseas tú? Dímelo y veré si puedo proporcionártelo —añadió la religiosa con dulce bondad—. Tú estás muy triste... ¿qué deseas?

Pepet callaba, sin dejar de mirarla con una fijeza parecida al éxtasis. Interrogado de nuevo, murmuró...

—Yo deseo... Sí, señora; yo deseo...

—¿Qué?

—Un tambor —repuso el chico con firmeza.

La monja se echó a reír.

—Ya sé que eres muy guerrero —dijo— pero en esta casa no tenemos nada de eso. Sería bueno que se oyera aquí ruido de tambores... Que se te quite eso de la cabeza, pobre Pepet... ¿Quieres que te haga un sombrero de papel y una espada de caña para que te pasees por la huerta como un general?

Sin esperar contestación, la de Aransis corrió a su celda con andar vivaracho, y al poco rato regresó, trayendo un sombrero hecho de papel que usaban para poner pastas al horno, y una espada de caña. Dando ambas prendas a Pepet, le dijo con orgullo:

—En un momento lo he hecho... ¿No es verdad que está bien?

Pepet no hizo movimiento alguno para constituirse en propietario de aquellos enseres marciales. Permitió que sor Teodora le pusiera el gorro; pero sus ojos relampaguearon, y rechazó la espada diciendo:

—La espada que yo deseo no es de caña, sino de hierro.

III

Pepet se curó por completo. Pasaron años y el muchacho crecía, y en el convento se desarrollaba placentera y sosegada la vida de las monjas. Con los años fue desplegando Armengol tan buenas aptitudes para aquel edificante servicio, que al fin quedose solo y despidieron como inútil a su maestro fray Tinieblas, de Nuestra Señora del Claustro.

Fiel a sus deberes, respetuoso con las madres, puntual en las ocasiones, riguroso con los fieles, fanático por la religión, Pepet era un modelo de sacristanes. Su carácter adusto y reconcentrado, su trato más bien taciturno que amable, la aspereza de sus palabras no eran realmente defectos en aquel difícil puesto. Su formalidad era objeto de grandes alabanzas, y había olvidado los ruidosos juegos de su infancia. Jamás se le vio en tabernas ni en sitios malos, ni gastó palabras en disputas, ni dinero en francachelas, ni el tiempo en cosas frívolas, ajenas al cuidado y custodia de su querida iglesia. De esta manera llegó a los dieciocho años, siendo su salud perfecta, su vida triste y metódica, su castidad absoluta.

Era Pepet de cuerpo más bien pequeño que mediano, de enjutas carnes, complexión acerada y movimientos fáciles. Su rostro no tenía gracia alguna, a no ser la fijeza y vivacidad de la mirada, la cual, dotada de gran potencia, distinguía los objetos más lejanos con tanta seguridad que antes parecía adivinarlos que verlos. Sus cejas eran corridas y juntas, formando un ceño poco apacible y que a veces infundía miedo. Tenía la tez terrosa, los labios gruesos, buenos dientes, la barba rayada por una cicatriz que ganó en río Negro, la frente ancha y rodeada de cabellos negros y duros como crines. Su cuerpo de una agilidad pasmosa no conocía dificultades para subir, encaramarse, deslizarse, saltar, escabullirse, doblarse y hacer los más estupendos equilibrios, como no sin susto podían observar todos los años las señoras monjas cuando se armaba monumento.

A los dieciocho años ganó Armengol el nombre que puso en olvido el que le dieran en el bautismo. Fue este culminante suceso del modo siguiente. Ya se sabe que desde aquella feroz acometida que dieron los franceses de Napoleón al convento en 1810, perdió este muchas cosas preciosísimas que en diversos órdenes atesoraba: en este número de joyas perdidas y jamás recobradas estaban las campanas. No tenía, pues, San Salomó en tiempo de Pepet Armengol más que un menguado esquilón que servía para dar los toques canónicos, llamar a misa y echar de tiempo en tiempo algún repiqueteo que era objeto de punzantes bromas en todo Solsona. «Ya suena el almirez de las madres», decían, o bien: «Hoy tienen fiesta las monjas cascabeleras.» Un día que pasaba Pepet por la plaza, una mujer le dijo: «Adiós, señor Tilín

Y desde aquel día cuando el joven iba solo y meditabundo como de costumbre por la calle de la Sombra, los chicos, escondiéndose detrás de una esquina y asomando la carilla burlona, gritaban: ¡Tilín, Tilín!, y apretaban a correr enseguida para librar sus nalgas de la venganza del ofendido.

No se sabe cuál es la misteriosa ley que divulga los nombres postizos y los fija y los esculpe y les da una perpetuidad que en vano pretenden las sentencias más graves de los filósofos. No se sabe cómo fue; pero ello es cierto que desde entonces Pepet Armengol no tuvo otro nombre que Tilín, y Tilín se llamó toda su vida.

No se sabe tampoco cómo penetran en los conventos las noticias, las novedades y aun las hablillas y picardihuelas del mundo; pero es lo cierto que penetran, sí, en aquellos santuarios de recogimiento y ascetismo, porque para la atmósfera moral como para la física no se conocen puertas. Una tarde detuvo a Pepet en el claustro la madre Teodora de Aransis, a quien él tributaba desde su enfermedad culto ardentísimo de gratitud y admiración. Sonriendo le dijo la buena religiosa:

—Tilín, dame un poco de cera para pegar unas flores. ¿Qué haces, Tilín?... ¿No oyes lo que te digo?... Anda pronto, Tilín.

Desde este momento Pepet se resignó con su nuevo bautismo.

El capellán de San Salomó, hombre instruido y amigo de las letras, había puesto particular cariño a su acólito y quiso enderezarle por el camino de la iglesia docente. La tentativa no tuvo resultado y Pepet mostrose tan rebelde al latín, que Mosén Crispí de Tortellá diputó a su protegido como el más torpe y zafio de los hombres. No obstante Tilín cobró grandísima afición a los libros del capellán, y se pasaba largas horas en la excelente biblioteca de este leyendo obras de historia, que eran las que sobre todo lo escrito le enamoraban. Reprendíale Mosén Crispí por su antipatía a los poetas y a los teólogos; pero Tilín, firme en sus gustos como todo aquel que los tiene de veras y desconoce el capricho, estrechaba más y más su exaltado consorcio con Plutarco, Solís, Tito Livio, Masdeu, Mariana y todos aquellos que hablaran mucho de guerras, trapisondas, matanzas, heroicidades, asaltos y acometidas.

Durante aquel tiempo hízose su carácter más sombrío y taciturno y empezó a padecer tan lamentables distracciones que las madres le dieron quejas acerca de ciertos detalles en el servicio de la iglesia. Durante tres, cuatro o quizás cinco años (pues no hay gran exactitud en las fechas anteriores a la presente historia) prosiguieron las horas taciturnas de Tilín, así como los quejumbrosos murmurios de la madre abadesa y los fruncimientos de cejas de sor Teodora de Aransis a causa del mal servicio. Esta solía amonestarle suavemente en tono de madre a hijo, aunque la diferencia de edad entre ambos no pasaba de diez años que debía cargarse en la cuenta de la siempre hermosísima monja; y un día que estalló coyuntura para decirle cosas que ha tiempo meditaba, le habló en la huerta de esta manera:

—Tilín, tu conducta no es la de un buen sacristán; no es tampoco la de un hombre agradecido. La madre abadesa ha dicho que si sigues descuidándote en el servicio de la iglesia se verá precisada a ponerte en la calle.

Tilín se estremeció y con muestras de espanto repuso:

—¡Me echará la señora!

—No lo sé... quizás no. Yo espero que te portarás bien.

—¡Portarme bien! —exclamó Tilín con sarcasmo— ¿y qué llaman portarme bien?

—Hacer todas las cosas al derecho y no equivocarse en la misa, y tener bien limpio todo el metal, y no dejar la mitad de las luces sin encender, y hacer todo como lo hacía el buen Tilín de otros tiempos, que era como un oro, cuidadoso y puntual.

—El otro Tilín... —murmuró Pepet como si estuviera lelo—. ¡Ay! aquel era un niño y yo soy un hombre.

—¡Un hombre! ¡Ah! ¿por qué no completas la idea? ¿Por qué no dices «un ambicioso»?

—Señora —afirmó Tilín con súbita energía que asustó a la hermosa monja—. Yo sacristán es lo mismo que el demonio con casulla... Se acabó, se acabó...

—¡Ah, tunante! —replicó Teodora de Aransis con emoción—. ¿De ese modo tratas a las pobres monjitas que te han criado? ¡Qué ingratitud!...

—Señora, yo no sé lo que digo —manifestó Pepet pasando la mano por su ancha frente, semejante a una convexa placa de bronce rodeada de crines—. Hace tiempo que me siento como loco, tonto, maniático o no sé qué... Yo no puedo olvidar lo que debo a las buenas madres... yo no quiero dejar esta casa; pero yo quiero... yo deseo probar que Tilín sirve para algo más que para sacristán de monjas.

—Tilín, tú eres un ambicioso, un alucinado, un pecador que está sediento, sí, con la abrasadora sed del mundo —dijo la madre tomando tanto interés en aquel tema que sus mejillas se tiñeron de ligero rosicler—. Tú estás dominado por Satanás que te quiere arrastrar al mundo, al pecado. Tu alma se pierde, Tilín; que se pierde tu alma... Cuidado, detente; cuidadito, hijo mío... Por ser ambicioso como tú, un hermano mío a quien quise y quiero con toda mi alma, ha sido muy desgraciado. Abandonó la casa de mis padres, metiose en las bullangas del mundo y hoy le tienes emigrado, pervertido por el jacobinismo. Es al mismo tiempo el amparo y el tormento de mi anciana madre.

Cruzó las manos como si suplicara y parecía que de sus enrojecidos ojos iban a salir lágrimas.

—¿Qué deseas tú, qué quieres? —añadió—. ¿Cuál es tu ambición? ¿Quieres ser rico?

—No.

—¿Quieres ser poderoso?

—No.

—Si no estuvieras en esta santa casa ¿qué posición, qué oficio elegirías tú?

Tilín irguió su cabeza, y echando lumbre por los ojos exclamó prontamente:

—El de soldado, el de guerrero.

—¡Ah! —exclamó burlonamente sor Teodora de Aransis, arrancando unas hojas de sándalo y oliéndolas—. ¿Con que lo que te gusta es matar gente?... ¡Bonito oficio! ¡Oh! se puede ser guerrero y santo al mismo tiempo. Ahí tienes a San Fernando, a San Jorge, a San Luis. En el mismo cielo hay milicias angélicas de que es capitán el gloriosísimo San Miguel.

La expresión profundamente desconsolada del rostro de Pepet indicaba que no era su deseo figurar en las milicias del cielo, sino en las de la tierra.

—Yo soy un desgraciado que delira despierto —murmuró con desaliento—. Si usted me promete no reírse, yo le contaré todo lo que pienso y siento, cosas que ciertamente la maravillarán, haciéndole sentir por mí... No sé si diga interés o lástima.

—Quizás las dos cosas. Ya te escucho.

La monja se sentó en un banco de piedra. Pepet en una carretilla de transportar tierra.

IV

—Yo, señora —dijo Tilín— no tengo vocación para la Iglesia ni para estar metido entre monjas. Desde muy niño, y cuando andaba solo por los montes de Cadí saltando de peña en peña y descolgándome por los precipicios y trepando a los picachos y metiéndome en las cuevas donde se esconden las bestias feroces y vadeando torrentes y rompiendo jaras y malezas como el jabalí que se abre paso con los dientes; desde entonces, señora madre, yo no tenía más que un pensamiento... ¿cuál? pues meter ruido en el mundo. Me parecía que yo estaba destinado a hacer trastornos, a luchar... y vencer se entiende; todas mis trapisondas habían de concluir con vencer, poniendo bajo mis pies a los pillos que no habían querido reconocer mi grandeza.

La monja sonreía.

—Ya sé que la señora se reirá de mí. Es natural; ¡cosas de chiquillos! Dicen que todos los chiquillos sueñan como yo soñaba, aunque cada cual según sus gustos: aquel sueña con verse obispo echando bendiciones, el otro con verse en un teatro representando comedias. A mí nunca me dio por tales simplezas, sino por arremeter espada en mano contra mucha gente y destrozarla y poner mi ley sobre todas las leyes... Después he ido conociendo el mundo, y a veces me he reído un poquillo, como la señora se está riendo ahora... Pero ¡qué triste es reírse uno mismo de sus propias cosas, de todo aquello que ha soñado y visto en la niñez!... Muchas cosas que eran grandes se han vuelto chicas delante de mis ojos... Yo he crecido, yo he llegado a hombre y todavía sueño. No, no nací yo para estar metido entre monjas. Yo vivo con dos vidas, la del sacristán y la del guerrero; con la primera enciendo velas, ayudo a misa, fregoteo plata, toco la campana; con la segunda mando ejércitos, conquisto plazas, allano ciudades, destruyo pueblos, aplasto tronos, conduzco a los hombres como rebaños de carneros, quito y pongo fronteras, todo esto sin dejar de ser el mismo Tilín de siempre, sin enfatuarme en mi persona, ni gastar lujo, ni probar más alimento que el de los campos de batalla, un pedazo de carne y un vaso de vino, durmiendo sobre el suelo con una cureña por almohada, escribiendo mis órdenes sobre un tambor; siempre valiente, señora, y siempre sencillo, que es la manera de ser siempre grande.

Sor Teodora de Aransis miró a Pepet de un modo que revelaba tanta curiosidad como admiración. Después, expresándose maquinalmente como el corista que repite una fórmula litúrgica, dijo:

—Vanidad de vanidades.

—A veces he creído que estas vidas, señora, venían la una de Dios nuestro padre y, la otra del Demonio malo que inventa tantas picardías para perdernos. Pero no; Satanás no tiene nada que ver en esto. Dios es el que ha puesto este fuego dentro de mí. Hay cosas que no pueden venir más que de Dios: eso se conoce, sí, lo conozco en que cuando pienso en las guerras, todo mi afán de revolver y de alborotar en el mundo lleva el objeto de hacer justicia y castigar a los bribones, y poner sobre todas las cosas la religión, y sobre todos los hombres al mismo Dios.

La madre se quedó meditabunda con la mejilla sostenida en la palma de la mano y balanceando el cuerpo hacia adelante. Ya no decía «vanidad de vanidades» sino:

—Vaya con Tilín... vaya con Tilín.

—Dios —añadió este— fue quien me llevó a la biblioteca del señor capellán, donde los libros de historia acabaron de enloquecerme, presentándome escrito lo que yo había supuesto, y ofreciéndome vivo lo que yo había visto soñado. De tanto gozar, yo padecía leyendo, señora. Figurábame que era yo mismo el autor de tantas proezas y que las había realizado en otra época remota y olvidada. Yo decía: «Lo que fue podrá volver a ser, y tan hombre soy yo como César.» Pero al decir esto miraba mi sotana y caía como un pájaro a quien una bala parte el corazón cuando va volando por el cielo... ¡Mi sotana! Aquí tiene usted el Demonio, señora; el verdadero Demonio mío es mi sotana.

Tilín dio un puñetazo en el banco de piedra, con tanta fuerza cual si sus manos tuvieran la culpa de su desgracia.

Angelus

La monja se alejó apresuradamente. Tilín, inmóvil y con la vista fija en ella la vio desaparecer bajo la arquería del claustro, como una sombra que se difundía en la masa oscura de la noche. Lentamente marchó a la sacristía, y empuñando la soga del esquilón, tocó el Angelus. La campana, difundiendo su gangoso tañido por los aires mucho más allá de Solsona, hasta los montes lejanos, parecía proclamar aquel nombre irrisorio que debía ser el nombre de un héroe, y gritaba con insistencia: Tilín, Tilín.

—¡Jesús, María y José! —exclamaba la madre abadesa—. ¡Vaya un modo de tocar el Angelus! Tilín se ha vuelto loco. Parece que toca a rebato.

Y los vecinos decían: «Las monjas cascabeleras están tocando a fuego.»