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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
La estafeta romántica

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-298-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-214-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 14

III 20

IV 21

V 24

VI 31

VII 36

VIII 43

IX 47

X 51

XI 52

XII 64

XIII 66

XIV 69

XV 73

XVI 75

XVII 83

XVIII 87

XIX 94

XX 99

XXI 104

XXII 109

XXIII 111

XXIV 112

XXV 115

XXVI 117

XXVII 122

XXVIII 124

XXIX 127

XXX 131

XXXI 136

XXXII 139

XXXIII 141

XXXIV 147

XXXV 149

XXXVI 156

XXXVII 164

XXXVIII 167

XXXIX 168

XL 170

Libros a la carta 175

Brevísima presentación

La obra

La estafeta romántica es la sexta novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

En esta nueva novela de la tercera serie, el autor adopta la forma epistolar para narrarnos una historia cronológicamente simultánea a la de la novela anterior: La campaña del Maestrazgo. Ahora, don Bertrán de Urdaeta nos hace un retrato brillante, entretenido y muy aleccionador de las aventuras del ejército del pretendiente Carlos, de su corte y de su viaje hacia Madrid en busca del poder que él creía suyo. También sabremos del funcionamiento de las intrigas y los tejemanes diplomáticos en busca de una solución negociada al conflicto carlista.

A la par conoceremos la historia romántica, que poco tiene que ver con la política, y que está centrada en la evolución del protagonista de esta serie, don Fernando Calpena, que está triste por su reciente desengaño (la boda de Aura con uno de sus primos, Zoilo Arratia) en casa de una hija de su amigo el caballero don Bertrán de Urdaneta.

Calpena se reencontrará con el cura Pedro Hillo, quien iniciará movimientos para hacerle olvidar a Aura e intentará emparejarlo con un nuevo personaje, Demetria. Pero la cosa no será nada fácil: parece que Aura, al enterarse de que Fernando no está muerto, se ha escapado y ha iniciado la búsqueda de su enamorado.

I

De Doña María Tirgo a Doña Juana Teresa

En La Guardia, a 20 de febrero de 1837.

Amiga y señora: Por la tuya del 7, que me trajo el seminarista de Tarazona, he comprendido que la mía del día de la Candelaria no llegó a tus manos, o que anda por esos caminos atontada y perezosa; que esto suele acontecer a todo papel que al correo se fía, a quien ahora damos un nombre que le cae muy bien: la mala. Repito en esta, asegurada por la mano de unos ribereños que llevan trigo, lo que te dije en la que se atascó en esos baches, y le añado novedades que han de causarte admiración, como a mí, sin que aún podamos afirmar si serán adversas o favorables a nuestro asunto.

Salvo los alifafes con que nos obsequia la edad a José María y a mí, todos acá disfrutamos de salud corporal gracias a Dios; pero a los dos viejos no deja de visitarnos la tristeza, ni hallamos fácil consuelo al término desairado de aquellos planes que eran nuestra ilusión. Las niñas están que da gozo verlas, sanas y alegres, como si nada hubiera pasado; Demetria, inalterable en sus hábitos de mayorazga y gobernadora de hacienda; Gracia, juguetona y risueña los más de los días; los menos, caída y quejumbrosa.

No he podido sacarle a Demetria razones claras de su negativa. Otro amor, dices tú. Yo digo que otra inclinación, mas no otro novio... Te aseguro que el sujeto a quien desde el principio tuve por causante de nuestro fracaso, lo ha sido sin intención suya buena ni mala. Entre el tal sujeto y la perla de la familia no se ha cruzado declaración, ni síes ni noes, ni frase alguna que haya traído o llevado melindres de amor. De los demás pretendientes coterráneos que han presentado con gran encogimiento sus memoriales, hace la niña tanto caso como del canto de los grillos. No la pierdo de vista en casi todo el día y parte de la noche, y sé que para ella no hay más sujeto que el sujeto de quien tienes noticia. No hay otro; no puede haberlo. No solo es Demetria la misma honestidad, sino la discreción y comedimiento en todo. No digo liviandades, pero ni siquiera coquetismo se ha conocido jamás en ella, ni las presunciones y vanidades de otras. Su carácter grave la induce a permanecer metida en sí guardando sus devociones y querencias sin manifestarlas, engañando su soledad con los quehaceres continuos. A veces, observándola bien, como lo hago yo, se ve que asoma por entre el tráfago de sus ocupaciones una puntita de tristeza; pero la pícara se da prisa a meterla para adentro, temerosa de que se la descubran. Esta es Demetria. Yo, que la conozco, la creo capaz de estar así toda la vida, al menos toda su juventud, si Dios Omnipotente no produce en ella una feliz mudanza.

También te digo que en las dos cartas que aquí se recibieron del sujeto, escritas en Medina y Villarcayo, no hay nada en que se pueda vislumbrar oposición al plan que creímos realizable con las dichosas vistas: leí las tales cartas, como las contestaciones de acá, y te aseguro que no contenían más que las finezas propias de una amistad respetuosísima, expresadas por él con gallarda pluma, por ella con frialdad cortesana y muy decorosa, como de joven soltera que tiene cabal idea de los comedimientos de palabra y de escritura que le impone su estado. Y dicho esto, querida Juana, paso a comunicarte la novedad que motiva principalmente estos renglones, y que no es otra que las tremendas calabazas que ha dado al sujeto su novia, una tal Aura, que dicen es mestiza de italiana e inglesa. Ya sabes que el caballerito tenía con ella compromiso, y aun creo que mediaba palabra de matrimonio. Ello es que al llegar a Bilbao, donde residía la niña con unos tutores o no sé qué, resultó un gracioso paso de final de comedia. Entró don Fernando, con no poca prisa, acompañando a las tropas vencedoras de la facción, y la primera noticia que tuvo de su ídolo fue que el día anterior se había casado con un primo, miliciano nacional y comerciante de quincalla. ¿Qué te parece? No sé si al caer el telón, después de este final, cogió a don Fernando dentro o fuera del escenario. Creo que se quedó fuera, y ya me figuro su desairada y ridícula situación. ¡Vaya con la niña! Yo te aseguro que él no merece tan feo desaire, pues no hay otro más caballero y delicado. Por juicioso no le tengo; es de estos que con tanta lectura y la facilidad para discurrir, se llenan la cabeza de viento, y piensan y obran a la romántica, según ahora se dice. Pero con todo, no merecía ser plantado en forma tan villana... Y ahora pensarás tú, como yo al enterarme de las calabazas de nuestro amigo, que el rechazo de este golpe ha de sernos desfavorable, porque, naturalmente, desairado el hombre y sin novia, libre ya de su compromiso, buscará en La Guardia el remedio de su tristeza y la sustitución de aquel amor perdido. Piensas eso y lo temes, ¿verdad? Yo también lo temí; pero recordando el carácter de don Fernando se me ha quitado esta zozobra. Tanto José María como yo creemos que no es hombre el señor de Calpena que da fácilmente su brazo a torcer. No es pretendiente de oficio ni buscador de dotes, ni de estos que presentan ante una mujer como Demetria la cara enrojecida por el bofetón de otra mujer. No; el desairado amante no aportará más por aquí; se irá a su natural centro, que es Madrid, donde pocas personas tendrán conocimiento de su descalabro, y podrá dorarlo y desfigurarlo con una mano de romanticismo. Por todo lo cual, querida Juana, estimamos más favorable que adversa la livianísima conducta de esa inglesa-italiana que de un modo tan odioso ha burlado al buen caballero. ¿Nos dejará el campo libre? Así lo creo. Falta que nuestra adorada perla y mayorazga entre en razón, y nos rinda su arisca voluntad. Así lo pedimos a Dios en nuestras oraciones mi hermano y yo, confiando en que Su Divina Majestad no nos llevará de esta vida sin que veamos unidas las gloriosas casas de Idiáquez y Castro-Amézaga.

José María me encarga te exprese todos los rendimientos de su fineza y buena memoria, anunciándote que en cuanto le desaparezca el achaquillo de la mano derecha, escribirá largo al señor don Rodrigo. A este darás de mi parte el abrazo más apretado que puedas... Se me olvidaba decirte que sentiré mucho se confirmen tus temores respecto a tu desquiciado suegro, el pobre Don Beltrán. ¿Pero es cierto que su desatino ha llegado al extremo caso de abandonaros, escapándose como un colegial, y corriendo a tierra de Teruel en busca de dineros?... Ya dije yo, cuando vino acá con vosotros, que el pobre señor no rige ya de la cabeza... Que Dios le conserve y le guíe y le enriquezca, cosa esta última bien distante de lo posible... ¡Siempre el mismo don Beltrán, a quien viene bien llamar ahora el Grande por la enormidad de su desvarío! Os supongo disgustadísimos con esta chiquillada del viejo. Llevadlo con paciencia, y estad a las resultas, que bien podrían ser fatales. A Dios, amiga, que te me guarde cuanto deseo, —María.

P. Don —Abro esta para incluir otra novedad, calentita, de esta noche, y aquí la meto juntamente con la sospecha de que pueda tener alguna relación con nuestro asunto. En la tertulia de las niñas han hablado de un caso doloroso, en Madrid ocurrido días ha, y que no sé si ha venido en el descaro de los papeles o en la reserva de cartas particulares. Ello es que se ha suicidado, pegándose un tiro en la sien, un joven de talento y fama, por despecho amoroso, de la rabia que le dieron los desdenes de su amante, la cual es casada. Digo yo si será... El nombre del criminal, ninguno de nuestros tertulianos acertó a decirlo; solo aseguraron que era hombre de pluma y firmaba sus escritos con nombre supuesto; que figuraba entre los llamados románticos, y qué sé yo qué. No estoy bien segura de saber lo que significa esto del romanticismo, que ahora nos viene de extranjis, como han venido otras cosas que nos traen revueltos; pero entiendo que en ello hay violencia, acciones arrebatadas y palabras retorcidas. Ya vemos que es romántico el que se mata porque le deja la novia, o se le casa. El mundo está perdido, y España acabará de volverse loca si Dios no ataja estas guerras, que también me van pareciendo a mí algo románticas. Pues bueno: al oír la noticia, observé que Demetria palidecía, y enseguida me puse a atar cabitos. Nuestro sujeto es romántico, y sus ideas no van por lo corriente y natural, como nuestras ideas; nuestro sujeto debió de parar en Madrid de la carrera que tomó al recibir las calabazas; nuestro sujeto ha sido plantado por su novia, que le amó de soltera y le despreció casada; nuestro sujeto usaba también remoquete, pues nadie me quita de la cabeza que Calpena no es su verdadero nombre... y en fin, corazonada, hija, corazonada. Veremos si acierto. También te aseguro que mientras ataba cabitos, mi sentimiento era muy vivo... pues el sujeto, romanticismos aparte, es digno del mayor aprecio. No he podido dormir en toda la noche pensando en aquella hermosa vida cortada por sí propia en un arrebato. Si es, porque es, y si no, por quien sea, perdónele Dios, y ojalá entre el disparo y la muerte tuviera el pobrecito espacio para un soplo de arrepentimiento... Vuelvo a cerrar esta, que ya vienen por ella los que han de llevármela bien segurita. Vive y manda.

II

De la señora marquesa de Sariñán a Doña María Tirgo

Cintruénigo 1º de marzo.

Amada Mariquita: Por desgracia nuestra, de cosas muy diferentes de las que contiene tu carta tengo que hablarte en esta mía, que escribo en la mayor desolación. Si no ha llegado a vuestra noticia la grande novedad de acá, sabe que nuestro pobre don Beltrán, arrastrado lejos de su casa por el desatino de su imaginación, ha tenido el triste fin que Dios reserva a los cortos de juicio y anchos de ambiciones. El infeliz anciano, que a nadie quería someterse, ha perecido en el primer tropiezo de sus descarriadas aventuras. Llegó sin novedad a Caspe, donde fue alojado por el amigo Don Blas; de allí se trasladó a la villa de Alcañiz; partió después en dirección desconocida, a pie, sin más compañía que la de uno de los chicos que llevó de aquí, y antes de que supiéramos el objeto que en tal correría le guiaba, hemos sabido que, cogido por los carlistas en las inmediaciones de un pueblo que llaman la Codoñera, fue llevado a Valderrobles, donde recibió bárbara muerte. Ya puedes figurarte nuestra consternación al tener conocimiento de esta tragedia, castigo superior a los yerros del primer noble de Aragón. Purificado por su martirio, Dios le habrá acogido en su santo seno. Era don Beltrán quisquilloso y díscolo, y además el primer manirroto que se ha conocido desde Moncayo al Pirineo; mas no se le podían echar en cara bajas acciones. Teníamos nuestras disidencias, eso sí, por ser mi carácter totalmente distinto del suyo; reñíamos con más acritud que saña por la cosa más ligera; mas nuestras reyertas no tenían hiel; eran como un bromear algo vivo, y nada más. Él me llamaba a mí Doña Urraca, zahiriendo con este nombre mis hábitos de arreglo; yo le llamaba a él Don Gastón... Pues me pesa, sí, pésame haberle dado este mote, que expresa nobleza y vicio de prodigalidad. ¡Pobre señor, pobre viejo... y cómo se acordaría de la paz y el regalo de su casa; cómo nos echaría de menos en el desamparo, en las agonías de aquella muerte inicua! ¡Que mis lágrimas le hayan suavizado el camino para subir hasta la Bienaventuranza eterna; que Dios haya tenido en cuenta sus cualidades generosas, su hidalguía y demás prendas de caballero!

Pasados los primeros instantes de nuestro duelo angustioso, determinó Rodrigo que las exequias fueran solemnísimas y de nunca vista suntuosidad, como a tan esclarecido difunto correspondía. Ayudados por nuestro buen amigo y capellán el párroco de esta villa, que deploraba no tener a su disposición todo el golpe de clerecía que para el caso era menester, expedimos propios a Tarazona y Calahorra solicitando la asistencia de los excelentes amigos de la casa en aquellas insignes diócesis, y gracias a esto hemos tenido la satisfacción de ver en nuestra parroquial de San Juan veintitantos señores canónigos, abades y racioneros, sin contar con los cantores y músicos que reunimos, agregando a los de aquí los de la colegial del Santo Sepulcro de Tarazona. Con tal concurso de señores sacerdotes, ya puedes figurarte la magnificencia de las honras, y la edificación y devoción con que a ellas asistió todo el pueblo. Ofició el señor arcediano de Tarazona, don Froilán Calixto, a quien conoces, asistido del doctor don Juan Crisóstomo de Montestrueque, canónigo entero de la colegial de Borja, y don Francisco Viruete, racionero medio de Calahorra. Entre los que concurrieron, citaré los más granados: el doctor don Pedro de Clavería, abad del Burgo de Alfaro y canónigo entero patrimonial; el arcediano de Berberiego, don Roque Tricio; don Miguel de Paternina, vicario y teniente foráneo; don Alonso de Herce, prior y canónigo medio de la colegial de Albelda; don Ventura de Armañón, canónigo cuarto de frutos en la colegial de Nájera; el chantre de Tarazona, don Juan Clúa; el provisor y vicario general, don Francisco Tris; el prior del Santo Sepulcro de Jerusalén de Tarazona, y alguno más que se me olvida, de fijo, pues mi cabeza, como puedes suponer, con el barullo de estos días, no anda tan firme como yo quisiera. Tenemos la satisfacción de que no se han visto por acá funerales más lucidos; no los llevara mejores ni con más decoro de personal un infante de España, y si nuestro pobre Don Gastón los viese, él, tan amigo de la pompa en los actos públicos, habría quedado muy satisfecho. Por causa de sus achaques no pudo asistir el prelado de Tarazona; pero nos escribió una dulce y consoladora carta, que nos fue de grandísimo consuelo, por su ausencia. Nada quiero decirte de la hermosura y alteza del túmulo, ni de la prodigiosa cantidad de cera que en torno de él ardía, dándole apariencias de monte de plata y oro refulgente: en ello puso sus cinco sentidos nuestro buen párroco don Mateo Palomar, que mandó construir la carpintería del catafalco, y colgó en ella los paños más ricos, con bordados y flecos, que facilitan las monjas de la Trinidad de esta villa. En fin, Mariquita mía, que todo se ha hecho noblemente, como nos correspondía, y Rodrigo y yo estamos muy aliviados de nuestra tristeza con la satisfacción de haber cumplido este deber, sin que nos duela el excesivo dispendio ante tan sagradas obligaciones. Rodrigo, que lleva cuenta minuciosa de todo, me ha dicho que solo la traída de los cantores de Tarazona y el emolumento de los de aquí monta mil trescientos veintisiete reales... A este respecto, figúrate lo demás.

Bien comprendes que no habré estado ociosa estos días, pues he tenido que poner mesa para todos los señores dignidades, canónigos y racioneros que han tenido la dignación de asistir a las honras. La víspera del ceremonial no pude sentarme en diez horas seguidas, y a mi servidumbre tuve que agregar tres mujeres de las más amañadas del pueblo. Ello había de ser de lo más opíparo, conforme al lustre y nombre de la casa, y más valía pecar por carta de más que por carta de menos. Ayer, al salir el Sol, ya llevaban mis pobres huesos hora y media de trajín, y la función religiosa no pude gozarla entera, pues antes de que sonaran los piporrazos finales, tuve que venirme a casa con mi gente a dar los últimos toques a la mesa, puesta con la friolera de veintiséis cubiertos. Nada te digo de la mantelería, pues ya sabes que esta es mi pasión, y que gracias a Dios poseo y conservo piezas que no tienen que envidiar a las del palacio de un rey. De plata repujada, ostenté lo que Rodrigo y yo hemos logrado salvar de los derroches del pobrecito don Gastón, a quien Dios perdone. Conservamos algunas piezas del riquísimo tesoro de la casa de Urdaneta, y todo lo mío, que no es poco. Grandes apuros pasé para presentar comida digna de tales personajes, y me vi y me deseé para reunir diecisiete pavos, adquiriendo todo lo que en estos contornos había. Pollos tuve bastantes con los de casa, pues de las echaduras del año pasado guardaba más de cincuenta; liebres y palomas encargué a Veruela, y de Borja me trajeron las riquísimas truchas. De bizcochadas y dulcería no me ha faltado lo mejor que hacen estas monjitas y los confiteros del pueblo. En fin, que creo no hemos quedado mal con estos reverendos señores, y a mi parecer, no se han ido pesarosos de haber tributado este homenaje a nuestra casa. Grandes elogios hicieron de mi mesa y cocina, así como de los ricos vinos blancos y del rancio de nuestras bodegas. A todos les probó muy bien, menos al licenciado Viruete, racionero medio de Calahorra, el cual, quizás por algún exceso en la comida, se sintió por la tarde sofocadísimo, y hubieron de llevarle a la botica, donde le aplicaron, para destupirle, los remedios del caso. El señor prior de Albelda, con quien hablamos de ti, me encargó mucho que te mandase memorias en mi primera carta: allá te van. Piensa ir a La Guardia antes de quince días: él te dirá si les tratamos como se merecían.

Y vamos a lo nuestro, aunque no me extenderé mucho, porque me llaman mis ocupaciones: el funeral y el convite me han dejado la casa muy revuelta, y primero que vuelva todo a su sitio han de pasar algunos días. Lo de las calabazas, por un lado me complace; por otro me apena. En ese descalabro de nuestro maldecido sujeto, veo la mano de la Providencia, que ha querido castigar con cruel desengaño al que a nosotros nos ocasionó turbación tristísima, que no merecíamos. La desavenencia que nosotros lloramos, págala él con creces, y con vergüenza y amarguras mayores que las nuestras. Que se fastidie, que se le lleven los demonios. Pero no participo de la candidez con que estimas favorables las calabazas. No, Mariquita, no: ese vendrá ahora contra la perla, haciéndose el inconsolable y buscando que ella le consuele; y la niña, con toda su bondad y dulzura, se os volverá romántica, o loca, que viene a ser lo mismo. Créelo: así será. Tú y don José María sois muy angelicales, y todo lo veis por el lado risueño y feliz. Enteramente angelical es esa idea tuya de que don Fernando nos va a dar el rasgo de ausentarse para siempre, extremando su delicadeza. No, hija, no: basta que sea romántico, para que proceda de un modo contrario a lo que piensas. Verás cómo trata de aplicar a su descalabradura el ungüento prodigioso de Castro-Amézaga, sabedor de que la niña lo administra bien y lo aumenta cada año.

Y a propósito de romanticismo, Mariquita mía, ¿estás en Babia? El que se ha suicidado en Madrid es Larra, un escritor satírico de tanto talento como mala intención, según dicen, que yo no lo he leído ni pienso leerlo. Las señoras, a sus quehaceres de casa, y si hay algún ratito libre, a buscar buenos ejemplos en el Año Cristiano. Déjame a mí de sátiras que no entiendo, y de literaturas, que siempre traen algún venenillo entre la hojarasca. Pues sí: ese desdichado firmaba sus escritos, que no sé si eran en prosa o en verso, con el apodo de Fígaro, nombre de un barbero que hubo en Sevilla, según me dice Rodrigo. Se mató por contrariados amores con una casada; ¡qué abominación!... Mira: al leer esto, que no va con buena gramática, cuida de no confundirte: el que se pegó el tiro no fue el barbero, sino el satírico. Dios le haya perdonado... Déjate de atar cabitos, que nada tiene que ver el muerto de allá con el calabaceado de Vizcaya.

Está de Dios que yo no acabe esta carta, pues al querer ponerle fin, se me ocurre decirte otra cosa, y ella es tal, que no la dejo, no, para otro día. Hoy hemos entrado Rodrigo y yo en el cerrado cuarto de don Beltrán para hacer inventario de lo que allí guardaba el pobre viejo y poner mano en sus papeles. ¡Ay, Mariquita, qué cosas hemos encontrado en la caverna del primer noble de Aragón! Mi primer impulso fue entregar al Santo Oficio su colección de retratos de mujeres; pero hay entre ellos algunas miniaturas preciosas, y eso los ha salvado del auto que merecen. Siempre fue el arte abogado del maleficio. No pude resistir a la tentación de examinar algunos. La mayor parte representan hermosuras francesas o españolas afrancesadas del tiempo del Imperio, con aquellos trajes ceñidos, enseñando las carnazas del cuello, de los hombros y algo más... ¡Hija, qué indecentes! Dice Rodrigo que son damas; pero yo digo que son otra cosa, porque en mi tiempo y en Aragón se vestían las señoras con cierto desavío parecido a la desnudez; pero la que era verdaderamente honesta se tapaba, sin estar por eso menos a la moda. Examinados los retratos, sacamos de las papeleras paquetes de cartas. Entre diversos legajos que no contienen nada de interés, hallamos el archivo de Satanás: cartas de enamoradas, de seducidas, de amigas confianzudas, de bribonas que se titulaban amigas. ¡Qué horror! Muchos de estos documentos históricos están en francés. Propuse quemarlo todo; pero Rodrigo defendió la conservación del archivo con argumentos tan juiciosos, que logró convencerme. Dice que entre aquellos papeles los hay de gran interés para los que coleccionan autógrafos, o para los que allegan datos personales con que escribir la historia. Total: que en París o Londres, y en Madrid mismo, hay quien paga en buena moneda las cartas de celebridades, ya sean de monsiures, ya de madamas notadas por su belleza. ¡Sabe Dios lo que podrá valer el archivo del pobre don Gastón, que además de lo que te digo, contiene esquelas y aun largas epístolas de hombres que han dado mucho que hablar! ¡Figúrate que hay un billetito de convite firmado Bonaparte! Del Vizconde de Chateaubriand vi algunos pliegos, y de una que llamaban Madama Recamier, o cosa así, de Talleyrand, del príncipe de... Ea, no sé escribirlo... En fin, hasta de cardenales tenía cartas mi suegro; dos de ese Lamartine, tres de un cómico a quien llamaban Talma y una de lord Vellinton.

Por último, la emprendimos con los libros, en grandísimo número, algunos muy buenos, superiores, de historia y letras profanas, otros endemoniados, novelas, artes de amor, aventuras galantes, escenas picarescas, broza, hija, materia infernal que yo habría condenado a la hoguera; pero Rodrigo no está por quemar nada, pues, según dice, el libro que no es valioso por su contenido, lo es quizás por el lujo y la rareza de la edición. Consérvese, pues, todito, y archívese y catalóguese.

¡Y ahora resulta que quien no deja a sus herederos ni especie metálica ni bienes raíces, les beneficia con el propio matalotaje de sus hábitos viciosos! ¡Hija, la Providencia...! Libros devotos de los mejores poseía también; pero de poco le sirvieron para mejorar de costumbres, porque nunca los leía ni por el forro. Dios le haya perdonado. Sin duda le habrá valido su buen corazón, que en verdad lo tenía excelente, excelentísimo, y debemos creer que sus frivolidades y falta de celo no serán parte a privarle de la eterna gloria que con alma y vida le deseo. Que tú y José María me le encomendéis y recéis por él. De todos los que nos honran con su amistad esperamos el mismo favor.

A mis niñas les dirás que sigo enfadada, muy enfadada; pero que no las quiero mal. Deseo vivir mucho para ver por mis propios ojos la felicidad que encontrará Demetria fuera de la que nosotras le hemos propuesto y ha menospreciado. Que me escribas pronto todo lo que ocurra. Dios te me guarde y prospere como ha menester tu amante amiga, —Juana Teresa.

III

De don José María de Navarridas al Excmo. Señor marqués de Sariñá

La Guardia, 16 de marzo.

Ilustre amigo y dueño mío: ¡Que no fuera este papel ave ligerísima, que de un vuelo llegase a las nobles manos de usted, y con ella mi alegría, mi felicitación, mis gritos de júbilo! Pero no, no seré yo el primero que a Cintruénigo comunique la fausta nueva, pues ya por diferentes conductos sabrán ustedes que nuestro don Beltrán vive, que fue mentirosa la noticia de su fusilamiento. Acábese el duelo; huya la tristeza de la ilustre morada, y las campanas que días ha sonaron con fúnebre clamor, repiquen ahora con toque de triunfo y alborozo. ¡Ay, qué alegría tan grande, mi señor don Rodrigo! ¡Mi señora Doña Juana Teresa, yo estoy loco de contento!... Abrácenme ustedes, abracémonos todos en espíritu, ya que a tan larga distancia no podemos hacerlo corpóreamente, y juntemos y confundamos nuestro gozo en una sola exclamación: «¡Ay, qué felicidad!...» Ha deshecho la impostura mi amigo y ahijado Nicasio Pulpis, de quien acabo de recibir carta en que me notifica el falso rumor de la muerte de Don Beltrán en la Codoñera, agregando que fue equivocación o trastrueque de nombres. Bueno y sano estaba el prócer en Utiel y muy considerado de Cabrera, que le sentaba todos los días a su mesa y no hacía nada sin consultarle. Incluyo la carta de Pulpis para que ustedes gocen en su lectura y lloren sobre ella de alegría, como he llorado yo. Esta resurrección de nuestro anciano viene a confirmar la idea que con tanta gracia como tesón solía manifestar, y era que él tenía hecha la contrata o asiento de un siglo de vida, y que, por tanto, lleva forrado el cuerpo con una costra de confianza que no traspasan balas ni epidemias. El cólera le mira con miedo, y la muerte vuelve la vista cuando a su lado pasa. ¡Viva, pues, don Beltrán, y viva con su pepita, con los defectillos y púas de su carácter, los cuales no empecen para que le admiremos y le queramos todos! Bien sé que ustedes le adoran. ¿Cómo no, si es tan bueno, aunque pródigo? Y mi señor Don Rodrigo, penetrándose bien de la lección que nos dio Nuestro Divino Maestro en su admirable parábola, dirá: «Traed un ternero cebado, y matadlo y comamos, porque este mi abuelo era muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido hallado.»

Ya sabrán ustedes que el día 6 le hice mi funeral, todo lo que aquí puede hacerse, y entre los coadjutores y yo le hemos aplicado como unas nueve misas. Nada de esto vale. Mejor. Dios quiere que el señor don Beltrán el Grande nos entierre a todos... Cedo pluma y papel a mi señora hermana, que me da prisa para tomar su vez en la demostración de nuestro júbilo por el feliz suceso. Vivan todos mil años, repite, besando las manos de usted, su muy obligado servidor y capellán, —José M. De Navarridas.

IV

De Doña María Tirgo a su amiga Doña Juana Teresa. —(Incluida en la anterior)

Hoy, lunes 16.

Ya decía yo, mi amante amiga, que os habíais corrido con harta precipitación a celebrar el funeral, dando por verdaderas las primeras noticias que recibisteis. Os movió a ello sin duda vuestra gran piedad y el deseo de ayudar al buen viejo, con vuestro sufragio, en la reparación de su alma. No necesito decirte cuánto nos hemos alegrado de que viva el noble señor, y de que aún tengáis que sufrir alguna de sus impertinencias, propias de la edad. Mil y mil felicitaciones, amados Juana y Rodrigo, por la vuelta del pródigo don Gastón. Pero se me ocurre que si continúa tu suegro en lo que llaman el teatro de la guerra... que teatro había de ser para mayor perversión... No esté su vida muy segura, pues allí fusilan a cada triquitraque, y a muerte natural le exponen además sus años cansados y las penalidades, ajetreos y hambres que ha de sufrir. Manda, pues, que se conserve todo lo que se preparó para las frustradas honras, catafalco, blandones y demás, y si por desgracia viniese con veras lo que antes vino con engaño, cumples disponiendo un ceremonial decoroso y modestito, evitando esa traída de señores eclesiásticos, buena cosa para una vez, como demostración de la nobleza y poderío de tu ilustre casa.

Las niñas me encargan os exprese su alegría por esta felicidad de la resurrección del caballero. Las pobrecitas lloraron por su falsa muerte, y ahora no caben en sí de satisfacción: le querían, le quieren; se encantaban oyéndole cuando aquí estuvo con vosotros, y celebraban el recreo y finura de su conversación y su especialísimo donaire para obsequiar a las damas, cualidad en que nadie le iguala debajo del Sol. «¡Viva Don Beltrán! —clamaban Demetria y Gracia batiendo palmas—. Quisiéramos tenerle aquí para darle las dos a un tiempo, cada una por su lado, un abrazo apretadísimo.»

Y paso a nuestro asunto. Sabrás, mi buena Juanita, que el pájaro, o llámese sujeto, ha parecido. No es que esté aquí, ¡Jesús! Por acá no ha venido, ni creo que venga; pero sabemos dónde está. Después de muchas vueltas de un punto a otro de Vizcaya, buscando en quién descargar su cólera por el chasco sufrido, ha ido a parar, ¿a dónde creerás? a Villarcayo. Allí le tienes hospedado tranquilamente en la casa de tu cuñada Valvanera. No es mal sitio para reposar de tantas fatigas y digerir las enormísimas calabazas. Pues de su presencia y descanso en tierra de Mena tenemos noticia por Sabas, un criado de casa que se llevó de escudero; y aunque todavía sigue a su servicio, ha venido a ver a su madre enferma y sacramentada. Una cosa rarísima, querida Juana: Sabas no ha traído carta del sujeto para las niñas ni para nadie de esta familia. Cuenta que tan solo le encargó dar a todos las más finas expresiones. Mi hermano, muy contento de saber que vive y está bueno don Fernando, ha dado en la tecla de escribirle pidiéndole noticias de su vida y milagros en todo este tiempo. Ya he dicho a José María que, persistiendo en nuestra buena memoria del señor de Calpena, por el servicio que prestó a las niñas sacándolas de Oñate, debemos abstenernos de entrar ahora con él en relación de cartitas y bobadas, pues ya cumplimos con lo que nos mandaba nuestro agradecimiento. Que en esto del daca y toma de cartas, se sabe dónde se empieza y no dónde se concluye; y hasta podría ser que se nos plantara aquí y no tuviéramos más remedio que alojarle en casa de las niñas o en la nuestra. No, no: bien se está San Pedro... En Villarcayo. Te pasmarás si te digo que tratando ayer en la mesa de este punto grave, de si convenía o no escribirle, y manifestándonos José María y yo de contrapuestos pareceres, Demetria apoyó mi opinión. A esta niña no la entiende nadie.

Tienes razón: he sido una simple al querer atar el cabo de la muerte del satírico madrileño con este otro cabo suelto de acá. Creía yo que las mismas causas podían dar los mismos efectos; pero mirándolo bien, hay menos semejanza entre los dos de lo que a mí me parecía. El de Madrid usaba, en efecto, nombre de un barbero para firmar sus romanticismos prosaicos. Demetria, que conserva todos los libros de la biblioteca de su pobre padre, a quien en otra forma mató el romanticismo, ¡Dios le tenga en su santa gloria! está muy enterada de todo esto, y dice que el difunto suicida era un hombre que con su propio pensamiento, como la cicuta, se amargaba y envenenaba la vida. A este propósito mostró Demetria un libro ya por ella leído, y que pensaba leer de nuevo, en que otro romántico de los más gordos pone el ejemplo del enamorado que se mata por tener la novia casada. Llámase Las cuitas del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la idea negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como Goiti o Goitia. Entiendo yo que Demetria ve más emparentado al don Fernando con el personaje de esta historia, fingida o real, que con el melancólico y desesperado muerto de Madrid. Ella no dice nada; pero se lo conozco, y me da mala espina esta afición que ha sacado ahora por la literatura, prefiriendo la sentimental y de lloriqueos, tristezas y desastres, pues no solo anda resobando al tal Uberte o Güerter, sino también a otros libros y novelas de amores contrariados, siendo más extraña esta afición, cuanto que siempre fue perezosa para toda frivolidad. Ahora la ves agrandando cada día los ratitos perdidos, o sea los que consagra a este entretenimiento de los libros, que me parecen son prohibidos, si bien entiendo que por dañosos que sean no han de causar malicia en entendimiento tan claro y voluntad tan sana como la suya. Las de Álava le han traído una historia escrita por ese que se mató, y que se titula El Doncel de no sé qué Rey, y otra de un autor escocés que tú conocerás; yo no acierto a escribir su nombre. Estaré con cien ojos, a ver en qué paran estas lecturas. A Dios, que te me guarde muchos años. —María.