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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
Mendizábal

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-301-8.

ISBN ebook: 978-84-9007-217-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 17

III 22

IV 28

V 35

VI 43

VII 50

VIII 57

IX 64

X 69

XI 74

XII 78

XIII 84

XIV 89

XV 96

XVI 103

XVII 110

XVIII 118

XIX 125

XX 131

XXI 139

XXII 144

XXIII 151

XXIV 157

XXV 163

XXVI 168

XXVII 175

XXVIII 180

XXIX 187

XXX 196

XXXI 202

XXXII 209

XXXIII 215

Libros a la carta 225

Brevísima presentación

La obra

Mendizábal es la segunda novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

El título hace referencia a Juan Álvarez Mendizábal, uno de los políticos más importantes de la historia de España. La razón de su celebridad tal vez se deba a que su famosa Desamortización es uno de los episodios históricos más conocidos de todo el siglo XIX. La novela cuenta la ardua y aventurera vida de este personaje que fue, entre otras cosas, proveedor del ejército nacional, exiliado en Inglaterra, pieza clave en la política portuguesa de su tiempo y uno de los políticos que mayor expectación suscitó.

Paralelamente, conoceremos al personaje de Fernando Calpena, sucesor de pasados personajes como Gabriel (en la primera serie) y Salvador Monsalud (en la segunda), con cuya llegada a Madrid se inicia la novela. En estas primeras páginas nos vamos a encontrar con otro personaje fundamental, el cura Hillo, compañero de pensión primero y luego de todo tipo de aventuras político-sentimentales. La instalación de Calpena en Madrid, su oscuro pasado y más extraño presente, nos lleva a conocer otros ambientes de la capital, con referencias al mundillo cultural del momento, todo ello tratado con grandes dosis de romanticismo, al estilo de la época.

I

Al anochecer de aquel día, el no sé cuántos de septiembre del año 35 (siglo XIX), llegó puntual al parador de no sé qué, calle de Alcalá, entre la Academia y las Monjas Vallecas, la diligencia, galerón o quebrantahuesos ordinario de Zaragoza, que traía los viajeros de Francia por la vía de Olorón y Canfranc, único portillo que dejaban libre en aquellos tristes días los porteros del Pirineo, vulgo facciosos.

No bien pararon las ruedas del polvoriento armatoste, fue cercado de gentes diversas: por una parte, familia o amigos de los pasajeros; por otra, intrusos, ganchos o buscones enviados por fondas y posadas. Con este contingente y los viajeros que iban bajando perezosos, según les permitían sus remos entumecidos, se formó al instante un apelmazado y bullicioso grupo. Produjéronse rumores diferentes: aquí salutaciones cariñosas; allí el restallido del besuqueo y los palmetazos del abrazarse; acullá ofertas importunas de pupilajes cómodos y baratos. Entre tantos viajeros, solo uno no tenía quien le esperase: nadie se cuidaba de él ni le decía por ahí te pudras, como no fueran los moscones de las casas de huéspedes. Era el tal un joven de facciones finas y aristocráticas, ojos garzos, bigotillo nuevo, melena rizosa y negra, que sería bonita cuando en ella entrara el peine y se limpiara del polvo del camino. Su talle sería sin duda airoso cuando cambiara el anticuado y sucio vestidito de mahón por otro limpio, de mejor corte. En lo más claro del grupo quedose como atontado palomino, contemplando el bullanguero tropel de gente descuidada y ociosa que por la calle a tales horas discurría. ¡Pobrecillo! Solo y sin maestro ni amigo a quien arrimarse, se lanzaba en aquel confuso laberinto; sin duda entraba gozoso y valiente, con la generosa ansiedad del mozuelo de veinte años a quien ha quitado el sueño y las ganas de comer, en las aburridas soledades de la aldea, la visión de la Corte y de sus placeres y grandezas, tal y como las aprecian desde lejos los que empiezan a vivir, los que se hallan en pleno retoñar de ideas tempranas, producto fresco de las primeras lecturas, de las primeras pasiones, de la ambición primera, que tanto se parece a la tontería.

Embobado, como digo, estaba el hombre, contemplando el ir y venir de vagos bien vestidos, cuando le hizo volver en sí una voz bronca y desapacible que en el corro gritaba: «¡Don Fernando Calpena! ¿Quién es Don Fernando Calpena?»

—No vocee usted tanto, que soy yo —dijo el mancebo, un tanto asustadico—. ¿Qué se le ofrece?

—Véngase conmigo, señor —replicó el otro, como sin ganas de entrar en explicaciones—. Tengo el encargo de llevar a usted a una casa de huéspedes.

—¿Encargo?, ¿de quién?... ¿Se puede saber?

—Del señor don Manuel, el segundo jefe de la Superintendencia.

—¿Don Manuel?... A fe que no le conozco.

Recordando haber oído ponderar lo que abundan en Madrid los ladrones, pícaros y toda la caterva de gente perdida y maleante, tuvo Fernandito algo de miedo, y miró con recelo al que parecía, si no protector, mensajero de desconocidas influencias tutelares; y en verdad que el pelaje, la carátula y el vocerrón de aquel sujeto no eran para infundir tranquilidad. El desconocido distinguiríase entre mil por la pátina de su cara sudosa, afeitada de ocho días; por los ojos ribeteados de bermellón; por la boca desmedida y los labios con hemorroides; por los ojos de carnero moribundo; por la ropa, que habría sido decente en otro cuerpo y en remotas edades; por el sombrero de copa, que su oficio le obligaba a usar, y era de catorce modas atrasado. Rasgo final: usaba bastón de nudos con gruesa cachiporra.

«¿Y el equipaje del señor?...»

—Ya lo han bajado... Vea usted aquel baúl largo, forrado de cabra... Así, con poco pelo... No podremos llevarlo hasta que no me lo despachen los de la Aduana.

—¡Los de la Aduana! —exclamó con visible desdén el de la cachiporra—. ¡Pues no faltaría más sino que abrieran el cofre del señor!... Traigo bula para que den paso franco a todo.

Y al punto se metió por lo más apretado del grupo, repartiendo codazos a un lado y otro; llegándose al de la Aduana, le dijo no sé qué frasecillas enigmáticas, y no fue preciso más para que el equipaje del señor De Calpena quedase libre y exento de toda impertinencia fiscal. Un momento después Don Fernando y su acompañante, precedidos de un mozo de cuerda con el baúl a cuestas, se alejaban del parador calle abajo.

«Estamos a cuatro pasos del domicilio, señor. Esta calle por donde ahora entramos es la Angosta de Peligros... Aquella de enfrente es Ancha de lo mismo, a saber: de los peligros. Váyase enterando si, como parece, es esta la primera vez que viene a los Madriles.»

—Es la primera vez... Por más que rebusco en mi memoria —dijo el don Fernando caviloso y otra vez inquieto—, no caigo en quién pueda ser ese don Manuel que ha dado a usted el encargo de recibirme y alojarme.

—Don Manuel de Azara.

—¿De Azara?... Ese apellido me suena, sí, me suena... pero... vamos, que no le conozco ni le he visto en mi vida, así Dios me la conserve. Y usted... ¿tendría la bondad de decirme su gracia?

—Mi gracia, como quien dice, mi nombre, es Filiberto Muñoz. Aunque nací en Consuegra, soy orundio de Extremadura, y...

—O me equivoco mucho, o es usted de la policía.

—En ella serví durante los tres años; pero en la ominosa década, como decimos por acá, quedé cesante, y tuve que arrimarme a los teatros y a la compañía de Luna para poder vivir malamente. El 33, no quería reconocer el Gobierno la tropelía que se había hecho conmigo; pero fui repuesto, gracias a que me agarré a los faldones de mi paisano don Manuel José Quintana, de cuyos padres el mío... Mi padre quiero decir... Era muy amigo... O más claro, que le castraba los cochinos, con perdón de usía... Ea, ya entramos en la calle de Caballero de Gracia, donde está su alojamiento. Por aquí, señor. Es aquella casa donde está el reverbero... Dos puertas más allá del quitamanchas. Ya estamos. El portal es antiguo; pero muy decente, y en él no está permitido hacer aguas, porque en el principal vive el dueño, que es un señor consejero, pariente del señor subdelegado, ya sabe... Olózaga.

Subieron al segundo piso y penetraron en la casa, que era de las llamadas de huéspedes, decentísima, lo mejor del ramo, pues en ella no se entraba más que por recomendación, y rara vez pasaba de cuatro el número de los favorecidos. Recibioles afablemente el dueño, que ya esperaba al señor de Calpena, y le llevó derechamente a la habitación que preparada para él tenía. Hallose el joven en un gabinete muy lindo, en aquellos tiempos casi lujoso, con alcoba estucada, buenos muebles... Vamos, que creía ser víctima de un error; que le habían tomado por otro; que aquel hospedaje y el servicio del polizonte y todo lo que le ocurría, no era por él ni para él. Pero mientras el error durara, juzgaba práctico aprovecharse. Adelante, pues, con la aventura: siguiera el quid pro quo, que tiempo habría de que el acaso o la realidad lo deshicieran.

Mostrole el patrón todas las partes del aposento, diciéndole: «Tengo mi casa montada a la inglesa, conforme a los últimos adelantos. Vea usted... Cordón para tirar de la campanilla; lavabo con su cubo, jofaina y demás; alfombrita delante de la cama; percha con su cortina para resguardar del polvo la ropa... En fin, progreso, finura. Y como punto céntrico, no hallará usted nada mejor que esta casa. Aquí está usted cerca de todo. Dos pasos más arriba, la Red de San Luis, con tanto comercio. En la calle de atrás, la fonda de Genieys; más abajo el Carmen Descalzo, donde tiene usted misa a todas horas. En la calle de Alcalá, que es a dos pasos, las Señoras Calatravas, las Señoras Vallecas, la Embajada inglesa... En fin, cerca tenemos también las Niñas de Leganés... la casa de las Siete chimeneas, que por mi cuenta son ocho, y cuanto bueno hay en Madrid... Para que nada falte, en esta misma calle tiene usted la casa de baños de Monier, que es, según dicen, de las mejores de Europa, como que en ella, por seis reales, puede un cristiano lavarse... De cuerpo entero.»

Encantado de su vivienda y de su barrio estaba el buen don Fernando, y aunque ignoraba de dónde y de quién le venían tantas dichas, iba muy a gusto en el machito, y no pensaba más que en arrear en él mientras durase la ganga. Por de pronto, urgía pagar al mozo; y en cuanto al desconocido que salió a encontrarle, no parecía hombre que desdeñara una gratificación si delicadamente se le ofrecía. De ambas cosas habló don Fernando a su hospedero, el cual, con aires de gran señor, le contestó que todo estaba pagado, y que el señor de Calpena no tenía que ocuparse de nada, como no fuera de pedir por aquella boca cuanto le dictasen su necesidad y sus antojos.

«Pues, señor —dijo para sí el mancebo, después de dar las gracias—, sin duda estoy soñando, o me equivoqué de camino y en vez de ir a Madrid, me he metido en Jauja. Porque esto de que le reciban a uno desconocidos emisarios del diablo o de las mismísimas hadas, y le saquen el equipaje sin registrar, y le traigan a este lindo aposento, y no cobren nada, y desaparezcan por escotillón mozos y servidores cuando uno echa mano al bolsillo para darles la propina... Esto, vamos, esto que a mí me pasa, no le ha pasado a ningún nacido en sus primeros pasos por una capital grande o chica. Aquí hay algo, y vuelvo a temer que, tras de tantas venturas, venga una triste y quizás trágica sorpresa. Mucho ojo, Fernando, y trata de sondear al patrón, que tal vez posea la clave del acertijo.»

«Siento mucho —dijo en voz alta, sentándose en la butaca y observando a su patrón de los pies a la cabeza—, que haya usted dejado marchar a ese hombre sin que yo le dé una gratificación por haberme traído aquí.»

—Déjele usted, que ya, ya se la darán, y más de lo que merece.

—¿Pero quién, por Cristo?... ¿Por quién vengo yo aquí? ¿En qué manos estoy?

—En buenas manos, caballero —afirmó el patrón con sonrisa tan benévola y franca, que el desconcertado joven no tuvo más remedio que creerle.

—Ese sujeto, ¿es de la policía?

—Sí, señor.

—¿Y por mandato de quién sale a mi encuentro la policía?

—No sé, señor... Yo que usted, francamente, me cuidaría de coger la fruta que me cae entre las manos, sin meterme en averiguar quién plantó el árbol que la da tan rica.

Calló don Fernando, sin dejar de mirar a su aposentador como se mira un jeroglífico.

«Ese hombre se llama Muñoz...»

—Y por mal nombre Edipo, porque fue, según dicen, del teatro...

—Pues, la verdad, me disgusta que se haya ido sin que yo le dé siquiera las gracias, sin obtener de él una explicación de este misterio... ¿Quién le mandó?... ¿Cómo sabía mi llegada, mi nombre?

—Él lo explicará cuando vuelva, señor...

—Al menos, me dirá usted, como dueño de la casa, qué tengo que pagarle por este cuarto —añadió Calpena impaciente y un tanto nervioso—. Podría ser que el precio fuese superior a mis recursos, y tuviera yo que buscar alojamiento más arreglado.

—Si por más arreglado entiende más barato, caballero, no lo encontrará ni en los cuernos de la Luna, que el colmo de la baratura es el no pagar nada. Quiero decir que...

—¿Pero quién, Señor?... Esto me vuelve loco... ¿Se ríe usted? O juega conmigo, o aquí hay gato encerrado.

—¡Encerrado... Aquí! Yo le juro al señor que el único que tenemos en casa, y se llama Zumalacárregui, es un gato de buena crianza, que no se mete a deshora en las habitaciones de mis huéspedes.

—Ya que no otra cosa —indicó don Fernando, rindiéndose a la bondad marrullera del patrón—, dígame usted su gracia, y...

—Mi gracia es Mendizábal...

Al oír este nombre se le crisparon los nervios al joven forastero, que se puso en pie, acercándose al dueño de la casa para verle mejor y examinarle. Era este de espigada estatura, representando cincuenta años, de rostro agradable, con patillitas, corbatín, el cuerpo enfundado en un levitón alto de cuello y larguirucho de faldones. Al verle reír, entró más en cuidado Calpena, y se aumentaron las confusiones que desde su novelesca entrada en la Villa del Oso embargaban su espíritu.

«Me río porque... verá usted —dijo el patrón—. No es que yo me llame propiamente Mendizábal. Mi apellido es Méndez. Pero como el señor don Juan Álvarez y Méndez, el grande hombre que ha venido de las Inglaterras a meternos en cintura y a salvar al país, se ha variado el nombre, poniéndose Mendizábal, que tan bien suena, yo...»

—Usted, por no ser menos... ya.

—Y digo más: bien podría resultar que don Juan de Dios Álvarez y un servidor de usted fuéramos parientes, pues Méndez somos los dos: él hijo de Cádiz, yo, de San Roque, frente a Gibraltar. ¿Quién me asegura que no seamos ramas del mismo tronco? Porque eso que cuentan de que el señor Álvarez y Méndez no viene de casta de cristianos viejos, es calumnia, señor; cosas que inventa la maldad del absolutismo para rebajar a los patriotas... En fin, que como mis compañeros de oficina ven en mí a un partidario furibundo del señor ministro nuevo, me han puesto el remoquete de Mendizábal, y así me dejo llamar, y me río... Me río...

II

—Según eso, es usted empleado.

—Para todo lo que el señor guste mandarme, me tiene de portero en el Ministerio de Hacienda. Miliciano nacional de artillería en el glorioso trienio, fui colocado por el señor Feliu. Quedé cesante el 23. Diez años después me repuso el señor don Francisco Javier de Burgos, que entró en Fomento el 21 de octubre del 33. En 7 de febrero del año siguiente pasé a Hacienda con el señor don José de Imaz; me conservó en mi puesto el señor conde de Toreno, que entro el 15 de junio, y allí me tiene usted... Pero estoy entreteniendo al señor más de lo regular, sin pensar que se aproxima la hora de la cena. Antes querrá quitarse el polvo del camino y lavarse cara y manos. Voy por agua, pues creo que tenemos el jarro vacío... Efectivamente... ¡Y tanto que les encargué...! ¡Cayetana!... ¡Delfina!

Salió presuroso, llamando a su esposa e hija, y a poco se presentaron estas con el agua y toallas limpias. Era la patrona regordeta y vivaracha, bastante más joven que su marido; mala dentadura, pecho vacuno, que el corsé levantaba a las alturas de la garganta; el habla gallega, manos de cocinera. La niña, tímida y rubicunda, habría sido muy bonita si no torciera terriblemente los ojos. Precedíalas el risueño padre, que, al presentar a la familia, volvió a soltar la vena de su verbosidad.

El señor don Fernando traería, según él, buen apetito. Pronto se le serviría la cena... Casa más sosegada no se encontraba en todo Madrid, y como no admitían sino huéspedes recomendados, nunca tenían más de cinco o seis, y a la sazón, por ser verano, tan solo dos, sin contar al señor don Fernando, los cuales eran personas de mucho asiento y formalidad. A la hora de la cena les conocería el nuevo huésped, y trabaría con uno y otro sujeto relaciones cordiales... Dejáronle al fin para que se lavase, y despojado de su trajecito de mahón, se ocupó el huésped en sacar del baúl la única ropita decente que traía, y camisa y corbata, para vestirse con toda la decencia compatible con su escaso peculio. Durante las operaciones de lavoteo y vestimenta, no cesaba de pensar en la ventura inesperada y misteriosa con que entraba en Madrid, y entre otras cosas que habrían revelado su confusión si las pasara del pensamiento a los labios, se dijo: «Es mucho cuento este. Se empeña uno en ser clásico, y he aquí que el romanticismo le persigue, le acosa. Desea uno mantenerse en la regularidad, dentro del círculo de las cosas previstas y ordenadas, y todo se le vuelve sorpresa, accidentes de poema o novelón a la moda, enredo, arcano, qué será, y manos ocultas de deidades incógnitas, que yo no creí existiesen más que en ciertos libros de gusto dudoso... Pues, señor, veamos en qué para esto, y Dios quiera que pare en bien. No las tengo todas conmigo, ni me resuelvo a entregarme a esta felicidad que me sale al encuentro abriéndome los brazos, pues suelen los salteadores de caminos disfrazarse de personas decentes y benéficas para sorprender mejor a los viajeros. Vigilemos, vivamos alerta...»

Cenando migas excelentes con uvas de albillo, peces del Jarama fritos, y chuletas a la papillote, hizo conocimiento con los dos huéspedes que la suerte le deparaba por compañeros de vivienda, y en verdad que tal conocimiento fue un nuevo halago de la escondida divinidad que tan visiblemente le protegía, porque ambos eran agradabilísimos, instruidos, graves y de perfecta educación. El uno frisaba en los cincuenta años, y en las primeras frases del coloquio se declaró manchego y patriota. Su locuacidad no molestaba; antes bien, instruía deleitando, porque narraba los sucesos y exponía las opiniones con singular donaire y una prolijidad pintoresca. Debía de tener muchas y buenas amistades con personas en aquel tiempo de gran viso, porque al nombrarlas empleaba casi siempre formas familiares.

Cuando Delfinita le servía las truchas, volviose a ella con viveza, diciéndole: «No me han enterado ustedes de que hoy estuvo aquí Salustiano dos veces.»

—¡Ah!, sí... No me acordaba... —replicó la niña de la casa—. ¡Y que no se puso poco enojado la segunda vez, porque usted no estaba!

—¡Si ya le he visto, criatura! Por fin dio conmigo en el Café Nuevo, donde me había citado mi tocayo Nicomedes para leerme dos artículos de filosofía, una comedia en verso y un proyecto de Constitución...

—Dispénseme —dijo Calpena, que pronto empezó a tomar confianza—: ese Salustiano, ¿es Olózaga?

—El mismo. Le nombran gobernador de Madrid...

—Subdelegado —apuntó el otro huésped, de quien se hablará después—, que así se llaman ahora.

—Tanto monta, amigo Hillo... La denominación que se adoptará como definitiva es la de jefes políticos. Por de pronto, empleemos la acepción que más fácilmente comprende el pueblo: gobernadores... Pues pretende Salustiano llevarme de secretario; pero... No en mis días. Mientras yo no vea clara la situación, mientras no vea un Gabinete decidido a marchar adelante, siempre adelante, enarbolando resueltamente la bandera del progreso, no me cogen, no me cogen... Nicomedes piensa lo mismo...

—Oí decir esta tarde en el despacho de los Toros —indicó tímidamente el segundo huésped—, que sería secretario ese joven, tocayo de usted, que acaba de citar... Pastor.

—Atrasados están de noticias en el despacho de Toros, mi querido Hillo. Será secretario del Gobierno de Madrid mi amigo Manolo Bretón.

—¿El poeta... El autor de Marcela? —preguntó Calpena con vivo interés.

—El mismo. Y añadiré que a mí me lo debe —afirmó con cierta fatuidad de buen tono el que llamamos primer huésped, y ahora Don Nicomedes. Conviene declarar, ante todo, que no es Pastor Díaz. El huésped de la casa de Méndez no ha pasado a la historia, aunque en verdad lo merecía, por la agudeza de su entendimiento y la variedad de sus estudios. Menos años contaba entonces el Nicomedes que después adquirió celebridad como político y publicista: ambos se hallaban ligados por estrecha y cordial amistad. El más joven hizo carrera literaria y política; el más viejo se fue a La Habana en tiempo del general Tacón, y murió de mala manera bajo el mando de Roncali. Apenas ha dejado rastro de sí, como no sea el descubierto con no poca diligencia por el que esto refiere; rastro apenas visible, apenas perceptible en el campo de la historia anónima, es decir, de aquella historia que podría y debería escribirse sin personajes, sin figuras célebres, con los solos elementos del protagonista elemental, que es el macizo y santo pueblo, la raza, el Fulano colectivo.

Bueno. Diré algo ahora del segundo huésped, clérigo enjuto y amable, que entraba siempre en el comedor tarareando, y a veces tocando las castañuelas con los dedos, lo que no quiere decir que fuera un sacerdote casquivano, de estos que no saben llevar con decoro el sagrado hábito que visten. La jovialidad del bonísimo don Pedro Hillo, natural de Toro, era enteramente superficial, y a poco que se le tratara, se le veían las tristezas y el amargo desdén que le andaba por dentro del alma, como una procesión interminable. Por lo demás, no se ha conocido hombre de costumbres más puras ni en la clase eclesiástica ni en la civil; hombre que, si no derramaba el bien a manos llenas, era porque no se lo permitía su mediano pasar, cercano a la pobreza; incapaz de ofender a nadie de palabra ni de obra; comedido en su trato; puntual en sus obligaciones; religioso de verdad, sin aspavientos. No tenía más falta, si falta es, que gustar locamente de las funciones de toros. Su principal ciencia, entre las poquitas que atesoraba, era el entender del arte del toreo y mostrar profundo conocimiento de sus reglas, de su historia, y poder dar sobre tales materias opiniones que los devotos del cuerno oían como la palabra divina. Pero dígase en honor de don Pedro Hillo que, lejos de la intimidad con otros taurófilos, no alardeaba de su conocimiento, ni usaba nunca los groseros terminachos que suelen ser lenguaje propio de esta singular afición. Como se disimula un ridículo vicio, disimulaba el buen curita su autoridad en materia de quiebros, pases y estocadas.

Y para que se vea un ejemplo más de las complejidades del humano espíritu, sépase que a este saber de cosas triviales unía Don Pedro de otro de más sustancia. Era un apreciable retórico, de la escuela de Luzán y Hermosilla; había practicado durante más de veinte años el magisterio del arte de hablar bien en prosa y verso, y orgulloso de estos conocimientos, trataba de lucirlos siempre que podía.

Se ignora por qué dejó el bueno de Hillo, primero su cátedra del Colegio mayor de Zamora, después el cargo de preceptor de los niños del señor duque de Peñaranda de Bracamonte. Lo que sí se ha podido averiguar es que en septiembre de 1836 pretendía una cátedra de la Universidad Complutense, y que en aquella fecha llevaba año y medio de inútiles pasos y gestiones sin obtener más que buenas palabras. Eso sí: ni se cansaba de pretender, ni los desaires y aplazamientos marchitaban sus ilusiones, ni le rendía el fatigoso y tristísimo vuelva usted mañana.

Dígase también, para completar la figura, que don Pedro profesaba o fingía, en política, un escepticismo inalterable, rara condición en aquellos tiempos de lucha. Conocimiento y amistad tenía con personas de una y otra bandera; pero de nada le valían, sin duda por causa de su timidez, o por la vaguedad de sus opiniones, que tal vez le hacía sospechoso a tirios y troyanos. Los patriotas le miraban con recelo creyéndole arrimado al carlismo, y la gente templada le tenía por afecto a las logias. Por esto decía él, empleando la palabra griega que significa moraleja: «Epimicion: quien navega entre dos aguas, no llega nunca a una cátedra.»

El primer huésped, don Nicomedes Iglesias también pretendía; mas no era fácil traslucir el objeto de sus desatentadas ambiciones. Cosa extraña: Hillo hablaba poco, y sus propósitos y deseos se traslucían a las primeras palabras. Por los codos hablaba Iglesias y después de oírle perorar tres horas con gracia y facundia prodigiosa, nadie sabía lo que pensaba, ni qué planes o enredos se traía. No disimulaba el radicalismo de sus ideas, el cual no era obstáculo para que cultivase el trato de casi todas las notabilidades de aquella turbulenta generación, siendo su mayor intimidad con los exaltados. Toda la tarde estaba fuera de casa, menos cuando daba cita en ella a un par de compinches, pasándose las horas muertas de conciliábulo a puerta cerrada. Después de cenar se echaba invariablemente a la calle, y no volvía hasta la madrugada; levantábase a la hora de comer, y al encontrarse en la mesa con su amigo don Pedro, bromeaban un rato. El presbítero tenía siempre algo que decir de las nocturnidades de su compañero; pero sin traspasar nunca los límites de una discreta confianza inofensiva: «¿Qué hay por la casa de Tepa?... Anoche, amigo Nicomedes, debieron ustedes tratar de ir disolviendo juntitas, para que no se enfade don Juan de Dios Álvarez... Mucho tuvieron que discutir anoche los del rito escocés, porque entró usted cerca de las cuatro... ¿Y qué se sabe del ínclito Aviraneta? ¿Le sueltan, o le hacen ministro, o le ahorcan?»

Contestaba el otro a estas pullas inocentes con gracia y mesura, sin soltar prenda, ni clarearse más de lo que le convenía. Desde la primera cena simpatizó Calpena con sus dos compañeros de casa, y singularmente con el clérigo Hillo. El agrado que la conversación de este le causaba aumentó tan rápidamente, que al segundo día eran amigos, y ambos creían que su trato databa de larga fecha. Verdad que los dos eran clásicos en lo literario, templados o neutrales en lo político, de pacífico y blando genio, amantes de la regularidad y del vivir manso, sin emociones; semejanza que un atento observador habría podido apreciar, no obstante las diferencias que la edad marcaba en uno y otro. Había, sin embargo, momentos en que Calpena se expresaba como un viejo, y don Pedro como un muchacho.

El segundo día de hospedaje, desayunándose juntos, hablaron de política, que era en aquel tiempo la usual, la obligada comidilla, lo mismo al almuerzo que a la cena. «¿Qué le parece a usted, amigo don Fernando? —dijo Hillo—. ¿Nos cumplirá ese señor Mendizábal todo lo que nos ha prometido? Porque ya ve usted si ha venido con ínfulas. Que acabará la guerra carlista en seis meses, y que para entonces no veremos un faccioso ni buscándolo con candil. Que pondrá término a la anarquía, cortando el revesino a todas las juntas. Que arreglará la Hacienda, y pronto rebosarán las arcas del Tesoro. Que hará de la España una nación tan grande y poderosa como la Inglaterra, y seremos todos felices y nos atracaremos de libertad y orden, de pan y trabajo, de buenas leyes, justicia, religión, libertad de imprenta, luces, ciencia, y, en fin, de todo aquello que ahora no comemos ni hemos comido nunca.»

III

—Yo, amigo Hillo, no entiendo este endiablado Madrid, ni puedo darle a usted una opinión sobre lo que me pregunta. Aún no he tomado tierra. Ahora vengo de Francia, y allí, puedo asegurarlo, los españoles que he conocido se hacen lenguas del señor Mendizábal, y ven en él a un hombre extraordinario, providencial, que ha de regenerar la España.

—¡Viene usted de Francia! —exclamó Hillo picado de curiosidad ardiente—. Y en Francia ha dejado a sus padres...

—Yo no tengo padres. No los he conocido nunca.

—Entonces tendrá usted tíos.

—Tampoco. Yo me crié en Vera, en casa de un sacerdote, que murió hace tres años. Sus hermanos me mandaron a París, a una casa de comercio. Un año he vivido en la capital de Francia. Después pasé a Olorón...

—Pero es usted español, seguramente.

—Creo que sí... Digo, sí: español soy.

—Habla usted nuestra lengua con gran corrección.

—Lo mismo hablo el francés.

Más avivada a cada momento la curiosidad del buen clérigo, arreció en sus preguntas: «Y dígame, si no hay inconveniente en que yo lo sepa: ¿viene usted a estudiar una carrera, o a ocupar una placita en nuestra administración?»

—Vengo a buscarme una manera de vivir honrada y modesta.

—¿Tiene usted aquí familia, parientes, amigos...?

—No lo sé... Creo que no... Creo que sí.

—Traerá usted cartas de recomendación.

—No, señor... Mis tíos (y llamo tíos al hermano y parientes del cura de Vera, en cuya casa me he criado) enviáronme a Madrid, sin decirme más que lo que va usted a oír: «Anda, hijo, que aquí no saldrás nunca de la pobreza oscura, y allá... Allá puedes encontrar protecciones donde y cuando menos lo pienses.» Me hicieron el equipaje con la poca ropa que tenía, me costearon el viaje, diéronme algo para los primeros días, y aquí me tiene usted...

—Esperándolo todo de la suerte, de lo desconocido... ¡Ah, señor de Calpena, usted pitará! No le faltarán contratiempos, afanes; pero no es usted, me parece, de los que se ahogan en este piélago. Y dígame otra cosa: ¿ese buen párroco de Vera...?

—Un gran humanista, señor, más versado en los clásicos latinos y griegos que en Teología y Cánones.

—Bien se le conoce a usted, en su manera de expresarse, la sabia mano que le ha pulimentado.

—Sabía mucho mi padrino —dijo don Fernando con tristeza—; y aunque él se esforzó en darme todo su saber, yo no he tomado sino parte mínima.

—¿Modestia tenemos? Pues a mí me da en la nariz, señor don Fernandito, que usted ha de ser un grande hombre. Este tarambana de Nicomedes me aseguraba ayer que el porvenir será de los románticos, así en literatura como en política. Yo sostengo lo contrario. La sociedad se va hartando de contorsiones y de hipérboles, y el clasicismo, la corrección, la serenidad, la devoción de las buenas reglas, han de gobernar el mundo. ¿No cree usted lo mismo?

Don Fernando, profundamente abstraído, fijaba sus ojos en el ya vacío pocillo de chocolate.

«Yo no puedo tener opinión, no acierto aún a formar juicio de nada —murmuré al fin—: soy un chiquillo.»

—Pues lo dicho... No sé por qué me figuro que entrará usted en esta diabólica villa con pie derecho. En todas las cosas y casos de la vida... Esto es observación mía, que no me falla... los primeros pasos dan la norma de la suerte total.

—Pues si es así, amigo Hillo —dijo Calpena, revelando en su agraciado rostro más confusión que alegría—, yo he de ser el niño mimado de la fortuna, porque en mis primeros pasos en Madrid no piso más que flores.

—Bien, hombre, bien: hay hombres predestinados a la dicha, como los hay al sufrimiento, y de estos, alguno conozco yo, sí, señor, y más de lo que quisiera... Y puedo asegurarle que no siento envidia de usted, siendo, como soy, desgraciado a nativitate. Créame: el suelo que yo piso es todo abrojos y guijarros cortantes... Pero ando... Ando siempre, y adelante. Lo repito: no soy envidioso, y cuando veo a un hombre con suerte, me alegro, le doy mis plácemes, y digo: «Bendito sea Dios que, por hacer de todo, también hace seres felices.»

—No estoy yo seguro de serlo, ni me fío de estas venturas, que bien podrían ser engañosas, traicioneras.

—No digo que no... Pero cuando viene la dicha, hay que tomarla sin remilgos. La Fortuna, deidad caprichuda, descaradota, se muestra más liberal con los que no se asustan de sus favores. Los modestos y encogiditos no le entran por el ojo derecho. Sea usted arrogante, acometedor; confíe en sí mismo y en su estrella; láncese sin miedo, arrancando, a toda clase de empresas, ya políticas, ya literarias, ya mercantiles, que de fijo en todas alcanzará la meta. Ejemplos, aunque no muchos, tiene usted aquí de hombres privilegiados, que nacieron en la mayor humildad, y luego mansamente, sin hacer nada por sí, se ven levantados del polvo, y conducidos por manos de ángeles a los cielos de la prosperidad y de la gloria. Vea usted a este señor Mendizábal, que se nos ha entrado por las puertas de España. Le encargaron a Inglaterra para ministro de Hacienda, como se encargan los niños a París, y por llegar, con la sola fuerza de su desahogo, que se impone a todo el mundo, se ha calzado la Presidencia del Consejo y cuatro Ministerios. ¿Y quién es Mendizábal? Un hombre sin estudios, que no aprendió más que a leer y escribir, y algo de cuentas. ¿Pues qué es esto más que suerte? Y los afortunados ¿qué son sino hombres que se pasan el mundo por debajo de la pata, y han tirado la modestia y los miramientos, como se tira la careta de trapo que molesta y acalora el rostro?

—No estamos conformes —dijo don Fernando, más comedido en sus pocos años que el viejo Hillo—, en esa manera de apreciar las causas del éxito en la vida pública. Además, no admito que el señor Mendizábal sea hombre tan ignorante, ni que carezca de autoridad para desempeñar uno, dos o media docena de Ministerios. Cierto que no sabe latín; pero es muy práctico en asuntos mercantiles. Dígame usted, con la mano puesta en el corazón, si cree que para gobernar a los pueblos es indispensable tratar de tú a Horacio y Virgilio.

—¡Qué sé yo!... Una pasadita de Cicerón no les viene mal a los señores que andan en la política. Pero, en fin, concedo...

—Preveo el argumento que usted va a emplear ahora mismo, y me anticipo a refutarlo.

—Bien, hombre, bien —dijo gozoso don Pedro, sintiéndose maestro de Humanidades—. Ha empleado usted con verdadera elegancia una forma de raciocinio que los retóricos llamamos prolepsis... Eso es: anticiparse a la objeción, prevenir los argumentos del contrario, refutarlos antes que los emita...

—Justamente; y usted ahora, con maestría indudable, ha empleado la expolición o amplificación...

—Que también llamamos conmoración... ¿no es eso?

—Y que cuando degenera en abuso se denomina tautología y perisología... Volviendo a mi prolepsis, prosigo. Usted me dirá que, si no es necesario saber latín para regir a las naciones, tampoco estriba la conciencia de gobierno en el arte o manejo de los negocios mercantiles; es decir, que si mal nos gobiernan los humanistas, no lo harán mejor los comerciantes.

—Efectivamente.

—A eso respondo que el señor Mendizábal no es un simple mercader, de esos que compran y venden géneros: es, si se me permite decirlo así, comerciante político, y no me busque usted en este concepto la anfibología, que no la hay. Comerciante político quiere decir: el que entiende de manejar el crédito de los países y distribuir su Hacienda, de imponer y recaudar tributos...

—El señor Mendizábal era el año 23 un traficante gaditano; menos aún, dependiente en la casa del señor Bertrán de Lis, y se metió a contratista de las provisiones del Ejército, con lo cual hizo su pacotilla en pocos años.

—Sus opiniones avanzadas y la viveza de su genio, le arrastraron a la empresa de abastecer al Ejército y Marina en condiciones tales, que su servicio fue, más que negocio, un caso de abnegación y patriotismo. Todavía no se han liquidado aquellas cuentas, y las ganancias de don Juan de Dios, si las tuvo, están aún en poder de la nación.

—Porque usted lo dice lo creo... Persona de mi mayor confianza me ha contado a mí que Mendizábal, allá por el año 20, era en Cádiz un muchachón alborotado, bullanguero, de una intrepidez loca para las aventuras políticas. Él y otros tales no hacían más que conspirar en logias y cuarteles para que volviese la Constitución del 12, y destronar al Rey o convertirlo en un monigote.

—Es verdad.

—Y que trabajó por la bandera que defendían Riego, Arco, Agüero, Quiroga...

—También es cierto. Todas aquellas trapisondas salían de la Masonería, que ahora es una vieja pintada, y entonces era una mocetona llena de vida y seducciones, con las cuales enloquecía a la juventud.

—No me disgusta la imagen, señor mío. Adelante.

—En Cádiz existía lo que llamaban el Soberano Capítulo y el Sublime Taller, y qué sé yo qué. De estos talleres y capítulos salían las conspiraciones para sublevar el Ejército y derrocar la tiranía; de allí las trifulcas, las asonadas, los ríos de sangre... Mendizábal era masón, que en aquel tiempo era lo mismo que decir político. Si quiere usted más noticias, pídaselas a don Arturo Alcalá Galiano, que anduvo con él en aquellos trotes; al señor Istúriz, a don Vicente Bertrán de Lis...

—De donde se deduce, amigo Calpena —dijo el clérigo suspirando fuerte—, que el que pretenda en estos tiempos ser algo o conseguir alguna ventaja, aunque esta le corresponda de justicia, y lo intente sin agarrarse previamente a los faldones o a las faldas de esa gran púa de la Masonería, es un simple o un loco.

—No diré yo tanto. Las cosas son como son.

—Tenga usted presente que hay logias liberales y logias absolutistas. Las primeras conspiran; las segundas también. Unas y otras introducen individuos suyos en la contraria, fingiéndose amigos, para sorprender secretos.

—Sí, sí; y se pelean en las tinieblas de los ritos nefandos. De las unas salen los ejércitos sediciosos, que todo lo destruyen y profanan; de las otras los tribunales sanguinarios que levantan la horca. Así vive España... hoy te fusilo, mañana te ahorco.

—Y vea usted. Si el 24 hubiera sufrido don Juan de Dios la suerte de su compinche Riego, hoy no tendríamos la dicha de que ese señor nos arreglara la Hacienda y nos hiciera juiciosos y ricos.

—Porque escapó a Inglaterra.

—Le llamaba la banca más que la política.

—Se estableció en un país grande y libre, donde forzosamente había de aprender muchas cosas solo con tener ojos y ver, solo con tener oídos y oír.

—Sí, porque en los libros me parece que poco aprende su ídolo de usted. Le llamo así porque veo, amigo Calpena, que es usted de los devotos furibundos del hombre nuevo, y que conoce su vida y milagros, entendiendo por milagro lo que dicen ha hecho en Portugal.

—Algo sé del señor Mendizábal... Más de lo que usted piensa.

—¿Andan por el extranjero biografías del grande hombre?

—No he leído ninguna.

—¿Pues quién se lo ha contado?

—Él mismo.

—¡Le conoce usted... le trata!

Al ver en el rostro de Calpena la sonrisa plácida y el movimiento afirmativo con que a su pregunta respondía, Hillo se quedó suspenso de estupor, de admiración... No daba crédito a tan inaudito caso de precocidad. ¡Tan joven, y haber tratado a Mendizábal, charlar con él, quizás poseer su confianza! Desde aquel momento vio el clérigo en su amiguito un ser extraordinario, misterioso. Aumentaban su fascinación la procedencia extranjera del joven; el no saberse quién era; la atención y exquisitos cuidados que le prodigaban los patrones, recatando sigilosamente el nombre de las personas que habían recomendado al nuevo huésped; la educación exquisita de este; su aire, belleza y modales aristocráticos... y, sobre todo, haber tratado a Mendizábal, y oír de él mismo la narración de episodios históricos y lances personales. Don Pedro se levantó de su asiento impulsado de la sorpresa, que como un resorte le movía, y dio pasos desordenados, repitiendo: «¡Le conoce, le ha tratado!... Dígame, cuénteme: no deje que me abrase la curiosidad.»