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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales III
Zumalacárregui

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-304-9.

ISBN ebook: 978-84-9007-220-2.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 18

III 22

IV 26

V 31

VI 36

VII 41

VIII 46

IX 53

X 58

XI 63

XII 69

XIII 76

XIV 80

XV 86

XVI 91

XVII 96

XVIII 101

XIX 107

XX 112

XXI 118

XXII 123

XXIII 130

XXIV 137

XXV 143

XXVI 149

XXVII 154

XXVIII 160

XXIX 166

XXX 171

XXXI 175

XXXII 181

XXXIII 187

Libros a la carta 193

Brevísima presentación

La obra

Zumalacárregui es la primera novela de la tercera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Después de casi veinte años desde el final de la segunda serie, Pérez Galdós vuelve al ataque con sus Episodios Nacionales. La tercera serie empieza con esta novela centrada en la primera guerra Carlista, más exactamente en la campaña vasco-navarra comandada por el general Zumalacárregui, del bando carlista, y termina con su muerte en el sitio de Bilbao.

El relato nos muestra las aventuras, cavilaciones y desasosiegos de un cura aragonés que acompaña al general, José Fago, un personaje extremado como tantos de los que ha ido retratando el autor a lo largo de estos Episodios Nacionales. Galdós, con su clásico estilo, nos introduce en la historia sabiendo ver las cosas malas y buenas de unos y otros. Dudas y oscilaciones repentinas entre la necesidad y justicia de la causa carlista y, por tanto, de la guerra y la injusticia radical que la guerra representa, y también la imposibilidad de que Dios apoye tanta muerte y tanta alimaña. Los personajes y el propio Fago hablan, discuten y charlan sobre sus motivos y consecuencias, y también sobre si la religión tiene algo que decir al respecto. Trata también el ardor guerrero y las crueles lógicas militares...

José Fago, personaje contradictorio, casi bipolar, acabará muriendo al mismo tiempo que su amigo, el general Zumalacárregui, en el cerco de Bilbao.

I

Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa, Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres ríos: Ega, Arga y Aragón. Bien podría denominarse aquel movimiento procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo llevaba consigo el santo, para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros, al paso, con religiosa y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza, aquí te tomo, aquí te dejo, conforme a la táctica de un ejército formado, instruido y aleccionado diariamente en la movilización prodigiosa, en las marchas inverosímiles, cual si lo compusieran no ya soldados monteses y fieros, sino leopardos con alas. Que éstos llevaban en volandas a la tortuga, no hay para qué decirlo. Mostraban el ídolo a los pueblos, y el entusiasmo en que éstos ardían era un excelente botín de moral política que robustecía la moral militar.

Y mientras realizaba este acto de hábil santonismo, Zumalacárregui no cesaba de combatir, en la boca el ruego, en la mano el mazo. Maestro sin igual en el gobierno de tropas y en el arte de construir, con hombres, formidables mecanismos de guerra, daba cada día a su gente faena militar para conservarla vigorosa y flexible. De continuo la fogueaba, ya seguro de la victoria, ya previendo la retirada ante un enemigo superior. ¿Qué le importaba esto, si su campaña a más del objeto inmediato de obtener ventajas aquí y allí, tenía otro más grande y artístico, si así puede decirse, el de educar a sus fieros soldados y hacerles duros, tenaces, absolutamente confiados en su poder y en la soberana inteligencia del jefe? Atacaba las guarniciones de villas y lugares, tomando lo que podía, dejando lo que le exigía excesivo empleo de energía y tiempo; procuraba ganar las pocas voluntades que no eran suyas, poniendo en ejecución medios militares o políticos, así los más crueles como los más habilidosos, y lo que se obstinaba en no ser suyo, quiero decir, del Rey, vidas o haciendas, lo destruía con fría severidad, poniendo en su conciencia los deberes militares sobre todo sentimiento de humanidad. Movido de la idea, guiado por su prodigiosa inteligencia y conocimientos del arte guerrero, iba trazando, con garra de león, sobre aquel suelo ardiente, un carácter histórico... ¡Zumalacárregui, página bella y triste! España la hace suya, así por su hermosura como por su tristeza.

Ribera de Navarra, noviembre de 1834.

Gustoso de referir las cosas pequeñas antes que las grandes, anticipo este incidente que la Historia apenas cree digno de una breve mención: «Habiendo llegado a manos de Zumalacárregui un parte oficial en que el alcalde de Miranda de Arga avisaba al comandante de Tafalla la reciente entrada de los facciosos, con expresión de su fuerza y otras particularidades, mandó que le cogieran (al alcalde) y por primera providencia le pasaran por las armas.» Tales justicias, que dentro del convencionalismo de la religión militar así se nombran, disponíanse con sencillez suma, y con fría puntualidad y presteza se ejecutaban, como diligencia usual en los órdenes vulgares de la vida. Cortar bárbaramente la del que se conceptúa traidor, y que por la parte contraria resulta dechado de lealtad, quizás de heroica entereza, era en aquellos ejércitos acto tan sencillo como los ordinarios de carnicería ambulante: la matanza de ovejas, carneros o bueyes para alimentarse.

Metieron, pues, al desgraciado Ulibarri en la sacristía de una ermita que está como a mitad del camino entre Miranda y Falces, y le dijeron: «Estese ahí un rato, don Adrián. Le traeremos un cura del Cuartel Real, porque los nuestros van ya camino de Peralta.» Dijéronle esto con naturalidad y hasta con cortesía campechana, añadiendo: «Aquí dejamos un jarro de vino por si tiene sed, y un atado de cigarrillos.» Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas, abrazado a sí mismo. Su grande espíritu se envolvía en la resignación, y agasajándose dentro de ella, anticipaba el tránsito doloroso. Lo que había de ser, que fuera pronto. Si él pudiera morirse por la fuerza concentrada de la voluntad, de buena gana lo haría, evitando a los enemigos el trabajo penoso de acribillar a balazos su corpachón robusto. Era muy grande, y duro de matar. Aunque no quería pensar en nada referente al cuerpo, pensaba sin poder remediarlo. El espíritu se echaba fuera de aquel envoltijo de la resignación, y al instante encontraba razones contra la sentencia que pronto le había de lanzar de este mundo. Malo, muy malo es este mundo; pero de tanto vivir en él nos connaturalizamos con sus miserias y con todo el fárrago de desdichas que nos abruman. Si él fuera un hombre enfermo, muy bien le vendría el sistema de curación definitiva que se le estaba preparando; pero, ¡por vida de las casualidades!, era robusto, de salud a prueba de bomba, macizo y vigoroso, fabricado para burlar a la muerte hasta los noventa, y a la sazón andaba en los sesenta y dos.

En fin, pues Dios así lo había dispuesto (y Ulibarri creía firmemente que lo que le pasaba era por disposición divina), se abrazaba otra vez estrechamente a su resignación, buscando en lo íntimo de aquel abrigo la idea de un morir noble y cristiano. La sublimidad no es fácil comúnmente; pero hombres del temple de Ulibarri saben realizar estos supremos imposibles.

Olvidado del tiempo, la víctima no se hacía cargo de que la habían encerrado a las cuatro de la madrugada: por momentos interrumpían su abstracción los ruidos externos, el pasar de carros, el vociferar de soldados y carreteros. Hasta creyó reconocer voces amigas en aquel tumulto, entre otras, la voz de Iturralde, con quien había comido un cordero y probado el vino de la penúltima cosecha tres meses antes, en su finca de Berbinzana. Mandaba el tal la retaguardia en aquel aciago día, y a todo trance quería salir de Falces al romper de la aurora. Daba sus órdenes destempladamente, como hombre de genio muy vivo, que a todos quería comunicar su viveza; valiente, incansable, buena persona, excelente amigo en la paz, en la guerra indómito y sin entrañas. Considerando esto, a don Adrián no le pasó por el pensamiento que el bueno de Iturralde podía concederle la vida. Conocía cómo las gastaba Zumalacárregui y con qué inflexible severidad, razón indudable de sus éxitos, hacía cumplir sus determinaciones. A don Tomás no le trataba; pero en Pamplona y en casa de la familia de unos parientes de su mujer (la de Ulibarri) había conocido a Doña Pancracia Ollo (la esposa del general), y a las niñas, que eran, por cierto, paliduchas y de pocas carnes. Las vela en las tinieblas de aquel fúnebre encierro, a la luz de su mente, cual si delante las tuviera.

Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo guarnecido de telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró por la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la fuerza, cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la estrechez de la prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de iglesia, restos de bancos, túmulos y retablos en ruinas, todo hecho pedazos y cubierto de polvo y telarañas. En el montón más bajo se había sentado el reo, bebiendo un trago de vino momentos antes de que penetrara el hombre cuya presencia se determinó por una escueta y larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era indudablemente un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto y había venido a caballo. «Quizás en mula —pensó Ulibarri—; en mula, que es más propio.»

Frente a frente el uno del otro, el reo intentó decir la primera palabra; pero, no acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro de que el sacerdote, a quien correspondía decirla, se despacharía muy a gusto de entrambos. Aumentada gradualmente la claridad, se fue dibujando la figura de Don Adrián Ulibarri, alto, casi giganteo, de proporcionada grosura, cabellos blancos, de rostro grave y ceñudo, totalmente afeitado, tipo de rústico noble. Y como transcurrían lúgubres los segundos sin que el clérigo se arrancara con la fórmula religiosa del caso, el reo se impacientó, y la curiosidad y desasosiego le picaban extraordinariamente. Miró al otro; el otro no le miraba, y cruzadas las manos inclinaba al suelo su rostro, más que pálido, amarillo como cera de réquiem. Entablose un diálogo de suspiros, pues al hondísimo que exhaló el alcalde contestó el clérigo con otro que más bien parecía el mugido de un buey en la antesala del matadero; y así, con este patético lenguaje, departieron un rato, hasta que Ulibarri, no pudiendo aguantar que prolongara su agonía el que aliviársela debiera, fue vencido e su genio impetuoso y lanzó el terno habitual en sus labios, seguido de palabras de calurosa impaciencia.

Irguió por fin el clérigo su cuerpo encorvado, y llevándose las manos a la cabeza, soltó con voz opaca, enronquecida por emoción muy viva, estas singulares expresiones: «señor don Adrián, me han traído para auxiliar a usted, y yo no puedo... ¿Para qué me han traído, si no puedo ni debo...? Bien sabe Dios que quisiera morirme en este instante, que debiera morirme en su presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago.»

Oyó este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada que debía cortar su existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el sacerdote, cuando éste, con tales aspavientos, tomaba la palabra; pero el Yo soy José Fago fue como un disparo que lanzó al infeliz reo contra el montón de madera rota, dejándole arrumbado en él, abierto de manos y piernas, la cabeza rebotando en la pared.

«Soy José Fago —repitió el otro encorvándose de nuevo hacia adelante y cruzando las manos— y no está bien que quien ha ofendido a usted gravemente, ahora reciba su confesión. Éste es un caso en que el malo no puede, no debe ser confesor del bueno... Tres años hace que no nos hemos visto, y en esos tres años, señor don Adrián de mi alma, han pasado cosas que usted debe saber, para que no me crea peor de lo que soy; para que usted, hombre recto y puro, juzgue a este pecador, y...» Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri contestase palabra alguna, pues ni voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago tomó aliento y tragó mucha saliva antes de continuar sus doloridas lamentaciones.

«Dios, que ve nuestras almas —dijo—, sabe que en este reo soy yo, y usted el sacerdote.»

Un bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con declaración tan grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente cuyo corazón se despedaza, siguió: «El señor don Adrián debe saber que este hombre sin ventura puso término a su existencia borrascosa abrazando, con pleno arrepentimiento de aquella vida, el estado eclesiástico. Dos padres de Veruela me acogieron moribundo de cuerpo, dañado del alma, y me curaron, enseñándome los caminos de Dios, contrarios a los del pecado, por donde yo venía. De Veruela pasé a Jaca, donde recibí enseñanza eclesiástica; de Jaca lleváronme a Oloron, de Francia, y, allí canté misa. Diferentes vicisitudes trajéronme luego a Fuenterrabía, y de allí a Oñate, donde continuaba mis estudios cuando sobrevino esta espantosa guerra. El señor Arespacochaga me tomó de capellán, y con él heme incorporado al Cuartel Real, al que sigo por obediencia y reconocimiento a mis favorecedores... Dios ha querido someterme a esta prueba durísima, poniendo mi conciencia, aún turbada, frente a la del hombre en quien reconozco las virtudes que yo no tuve. ¡Y me traen a auxiliarle en su muerte, a mí que necesito del auxilio de su perdón para poder dar tranquilidad a mi vida tristísima! ¡Y me dicen: «Confiésale, para que podamos matarle...», a mí que en rigor de justicia debiera recibir de esas nobles manos la muerte, a mí que no acierto a ejercer ahora mi carácter sacerdotal, pues antes de perdonar en nombre de Dios necesito que en nombre de Dios se me perdone...! Para esto, noble señor mío, es forzoso que yo declare y confiese mis delitos, anteriores a mi conversión, en aquellos días en que mi vida era toda libertinaje, escándalo, vergüenza... Y firme en mi conciencia, declaro que mi ceguedad me llevó a los mayores vilipendios. Yo, José Fago, seduje y arrebaté del hogar paterno a la hija única de don Adrián Ulibarri, ante quien depongo ahora todo el fárrago de mis culpas. Enamorado de Saloma, que así nombraban familiarmente a Salomé, y no pudiendo obtener de usted el consentimiento para casarme con ella, la hice mía con escándalo... Huimos a las Villas de Aragón, y de allí a tierra de Barbastro... Después pasaron cosas que usted ignora, o que sabe por noticias incompletas, lejanas, y yo he de decírselas ahora con sinceridad y contrición, como si hablara con Dios en el tribunal de la penitencia. Ahora es usted mi sacerdote... Óigame, don Adrián.»

Más aterrado que curioso, en aquella inopinada fase de su agonía, el alcalde no remuzgaba. Su mano inquieta golpeaba un rimero de palitroques. Del montón de madera despedazada caían por el suelo doradas astillas, trozos con cabecitas de ángel y florones churriguerescos. Al propio tiempo, el duro cráneo del reo golpeaba con ritmo lúgubre la pared, y el polvo ensuciaba su venerable canicie.

Y el penitente, humillando su rostro en el suelo, como si besar quisiera las frías baldosas, decía: «Mi carácter violento, mis hábitos de disolución y el desorden de mi conducta fueron causa de que, a los tres meses de aquella vida errante, Saloma y yo pareciéramos enemigos encarnizados más que amigos o amantes. Una noche de diciembre, la infeliz huyó de mi lado... No he vuelto a verla más, ni a saber de ella... Entrome furor de encontrarla, que fue como la renovación del amor primero. Revolví toda la tierra de Barbastro y luego las Cinco Villas buscándola. ¡Inútil!... Pasaba yo por loco, y en los pueblos se asustaban de verme. Allá me apedreaban, aquí me prendían. Fui de cárcel en cárcel: en Ejea de los Caballeros caí gravemente enfermo de calenturas, que me tuvieron un mes largo entre la vida y la muerte. Al revivir era idiota: no me acordaba de Saloma ni de cosa alguna. Pasé no sé cuánto tiempo en un muladar, y mis amigos eran los cerdos, y mi alimento lo que querían arrojarme unos aldeanos compasivos de Añosa de Torreseca... Pero de esta crisis salió no sé cómo la renovación de mi ser; en mí encendió el Señor un espíritu nuevo, y pude decir: «¡Oh Dios!, en Ti resucito, y te reconozco, y a Ti me entrego.» ¿Quién me llevó a Veruela? Una viejecita medio ciega que pedía limosna. Guiándonos el uno al otro por senderos y atajos, ella sin vista, extenuado yo y sin poder andar más que en jornadas cortísimas, llegamos por fin a la paz del monasterio, donde yo había de encontrar la salud del cuerpo y del alma... Lo demás, antes lo dije. No quiero cansarle, Don Adrián...»

En este punto abriose la puerta, y una voz dijo: «¿Estamos ya?...» seguido de un refunfuño de impaciencia que, traducido al lenguaje, era poco más o menos así: «¡Con qué calma lo toman!... En campaña, ¡rediós!, hay que abreviar el sacramento...» Y luego, en voz alta: «Que salimos, que nos vamos... Despachen de una vez.»

Levantose Fago del suelo, y sin atender a las voces de fuera, porque el estado de su ánimo difícilmente se lo permitía, repitió la frase culminante de su confesión: «No he vuelto a saber de ella, don Adrián... Créamelo, que hablando con usted ahora, hablando estoy con el Dios que nos ha criado a todos, y que a todos ha de juzgamos.» Algo quiso decir Ulibarri; pero la voz no le salía de la garganta, y su intención no era poderosa para sacarla a los labios. Lo que decir quiso era breve y tristísimo, palabras como éstas: «Tú no has vuelto a verla... yo tampoco...»

Sonaron con tal estrépito las voces en el exterior, que ambos hubieron de recaer violentamente en la realidad más inmediata, en la situación efectiva y palpable. José Fago se arrodilló ante don Adrián, y posando sus manos respetuosamente sobre las rodillas de él, como las posaría sobre el ara sagrada, le dijo:

«En este supremo trance, nunca visto, señor y padre mío, yo me despojo de la autoridad que mi religión me da para perdonar los pecados, seguro de que Dios a usted la transfiere, haciendo del penitente el sacerdote. Hombre recto y cabal en todo tiempo, ahora es usted un santo. Ante el santo me humillo yo, y le pido perdón del agravio que le hice, pues no me basta haber descargado mi conciencia, en otras ocasiones, de los errores de mi vida, confesándolos con amargura y dolor; no me basta, no; mi conciencia necesita ahora nuevo y definitivo descargo, reparación más eficaz que ninguna otra, y de usted espera mi alma la paz que aún no ha logrado, señor...» Levantose Ulibarri con soberano esfuerzo, pues el hombre parecía moribundo, y soltó gravemente, con lentitud, estas patéticas expresiones: «José Fago, yo te perdono para que te perdone Dios... y me perdone también a mí.» Se abrazaron con efusión, y Fago le besó las mejillas, mojadas de lágrimas ardientes; le besó los cabellos blancos y acarició el cráneo del infeliz alcalde de Miranda de Arga, que cinco minutos después era traspasado por cuatro balas de fusil a espaldas de la ermita.

II

Bien sabe Dios que los que fusilaron al pobre Ulibarri hiciéronlo compadecidos y en extremo pesarosos, cumpliendo a regañadientes la inexorable Ordenanza, que arrancaba la vida a un hombre honrado, muy querido en el país, sin otra culpa que la tibieza que mostraba por la llamada legitimidad, y su amistad con Espoz y Mina, adhesión puramente personal y como de familia. El capitán encargado de la ejecución estaba pálido como un muerto; un soldado se echó a llorar; pero todos supieron cumplir su deber. Con esto, la retaguardia se puso en camino hacia Peralta con una veintena de carros, que cargaban vituallas tomadas en Falces. José Fago, llegándose al muerto, que yacía donde mismo había caído, dijo resueltamente: «Yo no me voy sin enterrarle. Si me dejan aquí, que me dejen. Iré solo al Cuartel Real, y nada me importa que me cojan los cristinos y hagan conmigo lo que habéis hecho vosotros con este santo varón.» Hablaba con dos carreteros y tres soldados del 5.º de Navarra, que de fijo le habrían ayudado, si pudieran, en la obra de misericordia. Algunos campesinos viejos, dos o tres ancianas y bastantes chiquillos formaban círculo de curiosidad compasiva en tomo al cadáver. Entre aquella pobre gente hubo alguien que trajo un azadón y una pala de dos picos, que en el país llaman laya, y Fago no necesitó más para cavar la fosa. Las viejas le ayudaban con el azadón, y él se las componía con la laya, hincándola en tierra con el pie y levantando los duros terrones. Ahondando poco a poco, pues su fuerza muscular no era entonces mucha, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y de la nariz y barba goteaban sobre el hoyo. Callaban todos; pero con las lágrimas del cavador creyérase que se exteriorizaba su pensamiento, y que éstos decían lo que la boca no sabía ni podía decir... Y también pudiera creerse que los picos de la laya, al rasgar la tierra y separarla blandamente, hablaban con ella y que salían palabras tristes del rumorcillo del hierro entre los pelmazones de la dura arcilla. Era la misma confesión de antes, repetida, adicionada con nuevos conceptos y explicaciones que debieron decirse y no se dijeron: «Yo no abandoné a Saloma, como sin duda contaron malas lenguas. Fue ella quien a mí me abandonó, señor... y notoriamente lo hizo, movida del miedo que llegaron a inspirarla mis locuras... La culpa fue mía, y responsable soy de aquella desgracia... Yo la quería... la quise más cuando huyó de mí... ¡Ay! si me hubiera muerto entonces, como deseaba mientras iba en su busca, ardería en los infiernos, pues mi alma era el depósito corrupto de todos los pecados mortales que es posible imaginar. Pero Dios quiso salvarme y sanarme en vida, y me sanó, ¡ay de mí!, y, por fin, me ha sometido al purgatorio horrendo de hoy; a ese paso terrible del cual creo salir puro, Señor, enteramente redimido... Enteramente sano...»

El hoyo no podía ser muy profundo, porque los carreteros daban prisa, no queriendo dejar rezagado al clérigo del Cuartel Real. Pusieron dentro de la tierra el cuerpo del alcalde, y rezando, Fago y las viejas iban echándole tierra encima. Cubrieron primero todo el cuerpo, que había quedado con alguna inclinación, el tronco más alto que los pies, y cuando ya no se vio más que el rostro, y las lívidas facciones iban desapareciendo tras un velo de tierra, la emoción del capellán fue tan viva, que ni respirar podía ya, y habría caído redondo al suelo si no le sostuvieran dos mujeres del corro. Sin duda el rostro de Ulibarri le hablaba con tiernísimo acento de despedida... «don Adrián de mi alma —dijo Fago con gemidos, pues las palabras no querían salir—, no la abandoné yo... Sino ella a mí... por mi culpa, por mis maldades... Yo le aseguro que no he vuelto a verla...» Diciendo esto, era tal su afán, que habría dado su vida porque el rostro de Ulibarri le hablase, o con un solo signo mudo le respondiese a esta pregunta: «¿Y usted ha vuelto a verla? ¿Sabe usted de Saloma?...» En estas horribles ansias del pensamiento y la voluntad, la cabeza del alcalde fue cubierta, y trabajando todos con ahínco, el hoyo quedó lleno, y cristianamente sepultada la víctima de las horribles leyes militares, obra maestra del infierno. De rodillas rezó Fago sobre la sepultura, y cuando los carreteros le tiraban de los brazos para llevársele, les dijo con desvarío: «Debiera yo ahora convertirme, por divina sentencia, en cruz de piedra, para quedar aquí eternamente clavado sobre esta sepultura.» No creyéndose los otros obligados, por razón de su oficio militar, a permanecer afligidos después de enterrado el alcalde, tomaron a broma lo de la cruz, y como Fago se resistiese a seguirles, cogiéronle entre cuatro, y, que quieras que no, a puñados le metieron en una de las galeras, entre sacos y pellejos. Tan turbado estaba el pobre capellán, que apenas se dio cuenta de cómo le cogieron y embarcaron; ni oyó la gritería y los trallazos con que se puso en marcha la cola del ejército para unirse al cuerpo del mismo, que ya había pasado el Arga por Peralta.

Dos guapos chicos aragoneses acompañaban a Fago, tumbados sobre el cargamento de la galera: uno de ellos, manco; el otro, cojo; inútiles de la guerra y auxiliares de ella en aquel servicio de administración, por gusto y querencia de la campaña facciosa. Apenas echó a andar la galera, rompieron a cantar la graciosa rondalla, pues, en verdad, no veían ellos motivo alguno para estar tristes. Hechos a los espectáculos de muerte y a presenciar cuantas atrocidades caben en la fiereza humana, se habían impuesto un júbilo filosófico, la sazón más propia de la clase de vida que llevaban. A cada instante empinaban la bota, y compadecidos de su compañero de viaje, que tumbado iba de largo a largo, descompuesto el rostro, sin más señales de vida que los suspiros hondísimos con que a cada momento echaba el alma por la boca, le requirieron a que bebiese, sin conseguirlo; mas tanto puede la ruda cortesía aragonesa, que al fin, incorporándole uno, aplicándole el otro a los labios el pito de la bota, hubo de reconocer el macilento cura que era bueno meter en su estómago una corta porción de vino. Remediada con éste la extenuación de sus fuerzas, el hombre vio claro en sí mismo; todo en él recobró vitalidad, cuerpo y alma, el pensamiento y la conciencia. Al poco rato pidió que le diesen el zaque y lo empinó, pensando que era improcedente y hasta pecaminoso dejarse morir de tristeza e inanición. Avínose más adelante a comer un poco de pan y medio chorizo, y cuando llegaban a Peralta ya era otro hombre: sus facultades habían recobrado la franca lucidez de otros días; huyeron de su mente las monstruosas quimeras, y vio el trágico suceso de Ulibarri en sus proporciones efectivas, sin que por esta reversión a la realidad fuese menos vivo el dolor que aquel caso le producía. La franqueza hidalga de los dos chicos hubo de comunicársele, y platicaron de la guerra, del buen giro que tomaba para la causa; de la pericia del general y del entusiasmo con que los pueblos recibían al Rey legítimo. De uno en otro tema, Fago hizo recaer la conversación en algo que tenazmente a su pensamiento se aferraba, y dijo a los muchachos:

«El acento baturro muy pronunciado declara que son ustedes de las Cinco Villas, quizás de Ejea de los Caballeros.

—No, señor —replicó el manco, jovencillo muy despierto, como de veinte años—; yo soy de Petilla, lugar de tierra de Sos, y éste es de Júnez, cuatro leguas de mi pueblo. Los dos nos venimos a la faición el mes de mayo, y lo mismico fue entrar yo en este sirvicio, que me lisiaron en la faición de Muez... ya sabe... y me quedé inútil; pero tanto gusto le tomé a la guerra, que no vuelvo a mi casa hasta que se acabe, si se acaba algún día, y ha de ser cuando arreemos al Rey hasta los mismos Madriles.

—Yo estuve en la cuchipanda de San Fausto, pues, en el mes de agosto... —dijo el otro—. Maté más cristinos que pelos tengo en la cabeza... Pero en Viana, el 3 de septiembre, ya sabe... Me atizaron un tanganazo en la pierna, y aquí me tiene en la impedimenta, que es muy aburría... En cuanto pueda me vuelvo a mi casa, donde hago más falta que aquí, ridiós... A la guerra le llama a uno el gustico que da, pero también llama la casa, y el aquel de la paz...»

El otro cantaba con voz agudísima y vibrante:

Navarrito, navarrito,

no seas tan fanfarrón,

que los cuartos de Navarra

no pasan en Aragón.

De confianza en confianza, el clérigo aceptó también un cigarro; y empezando a chupar, habló así con sus compañeros de viaje: «Amigos míos, yo les agradecería mucho que me dijesen si en algún lugar de las Villas de Aragón habían conocido a una tal Saloma, o Salomé, que de ambos modos se la llamaba... Natural de Miranda de Arga...

—¿Saloma?... ¿Era por casualidad tuerta del derecho?

—Hombre, no; que Dios puso en su cara dos ojos negros, hermosísimos...

—¿Baja de cuerpo y algo cargadica de espaldas?

—Quita allá. No ha nacido cuerpo más gallardo: ni grande ni chico, ni gordo ni flaco, bien repartido de hueso y músculo... ¿Queréis más señas? El habla dulce, el mirar sereno y un poquito triste; cara oval, manos un tanto curtidas, pero de buena forma. Os pregunto si recordáis haberla visto, porque ignoro si vive o muere, y la persona que podía informarme de su destino no se hallaba en situación para referir cosas de este jaez. Me interesa saberlo por puro interés de conciencia, pues si me aseguran que murió, rezaré todos los días de mi vida por su eterno descanso; y si llegara a mí noticia que vive, evitaría cuidadosamente el topar con ella, y pediría a Dios en mis oraciones que la hiciese buena y feliz. Os lo digo con absoluta sinceridad, porque tenéis buen fondo, sois honrados y sentiréis la rectitud con que os hablo de estas cosas.»

Procuraron hacer memoria los baturros; mas ninguno de los dos pudo dar referencia exacta de la descarriada moza, y comprendiendo Fago que no era discreto tratar de aquel asunto con gente inferior, recogió sus ideas, las cuales, aun después de confortado el cerebro con el corto alimento, permanecían dispersas. Ejerció presión de voluntad sobre sí, y se dijo: «Serénate, hijo, y mira bien el hábito que vistes, y la mesura a que estás obligado por tu ministerio. El caso inaudito de don Adrián Ulibarri te ha trastornado la cabeza, y ya es hora de que al estado de perfecto reposo espiritual en que la oración, el estudio y una vida ordenada y pura te pusieron... Medita y calla.»

III

Cerca ya de Peralta, los disparos que oyeron y la columna de negro humo que del pueblo salía, enroscándose, pausada y lúgubre, les anunciaron que Zumalacárregui había mandado atacar el fuerte defendido por los urbanos. Si tenaces y fieros eran, los sitiadores, no les iban en zaga los de dentro, mandados por un tal Iracheta, de casta de leones. Ansioso de ver de cerca el combate, saltó Fago de la galera y adelantose al pueblo. Sentía inexplicable comezón de impresiones trágicas, y anhelo de ver que el furor de los hombres con toda fuerza se desplegara. Y sin darse cuenta de lo mal que cuadraba esta querencia con su anterior propósito de recobrar la quietud del alma, obra del estudio y la oración, su mente, no bien curada aún de la fiebre poemática, ansiaba el espectáculo de la historia viva, de la página contemplada antes de perder en las manos del historiador el encanto de la realidad.

No pudo aproximarse al lugar donde batían el cobre, porque el pueblo estaba circundado de tropas, que no dejaban fácilmente espacio a los curiosos. De adobes eran las casas de Peralta, frágiles y esponjosas, edificadas sobre terreno desigual. En la joroba del centro, más alta que las demás, alzábase la iglesia, de sillería, convertida en fuerte desde el mando de Rodil; sólida y robusta posición que aquel día hicieron inexpugnable unos cuantos urbanos con su increíble tesón. El bueno de Fago pudo observar que, dueños los facciosos de toda la parte baja del pueblo, sacaban de las casas cuanto podía servirles para reforzar los parapetos en derredor de la iglesia, y tal acopio de colchones hicieron, que no debía quedar uno para muestra. Por una callejuela enfilada al centro, Fago veía movibles figuras tiznadas; los tiros sonaban continuamente, sin que se sintiera ese rumor extraño que indica victoria o esperanzas de ella; voces de mando llegaban hasta afuera, airadas, blasfemantes. Por fin, como nada sacara en limpio de su fisgoneo por los contornos de la acción bélica, y además se sintiera cansado y algo aburrido, alejose hacia el campo, donde había tropas que estaban mano sobre mano. Allí oyó decir: «Nada se conseguirá sin artillería. Es perder vidas y tiempo.» Más allá los soldados de Villarreal mostraban hastío, impaciencia de que el general dispusiera levantar el sitio de Peralta, que llevaba traza de interminable. No tardó el curita en participar del aburrimiento de la tropa, y en verdad que aquella página militar no le resultaba interesante y quería volverla pronto, imaginando hallar en la siguiente asunto menos fastidioso. Un capellán del 7.º, que le conocía de Oñate, agregose a él en busca de palique, obsequiándole al propio tiempo con una sustanciosa merienda. Comieron y bebieron en una venta, pasado el puente sobre el Arga, camino de Marcilla, y luego platicaron de guerra y política todo lo que les dio la gana, viendo de lejos las humaredas pavorosas. Era el capellán en extremo hablador, con lo que se dice que era pequeñuelo, vivaracho y de corta nariz. Presumía de gran estratégico, y no reconocía en artes de guerra más superioridad que la del general de la causa. «Don Tomás me dispense —decía—; pero estamos perdiendo un tiempo precioso. Y ha de saber usted, amigo Fago, que este don Fermín Iracheta que manda los urbanos es uno de los hombres más templados de Navarra. Amigo es de nuestro general, y conociéndose como se conocen, están ahí jugando a cuál es más bravo y terco. Había usted de ver las comunicaciones que se cruzaron esta mañana entre Zumalacárregui y el jefe de los urbanos: «Fermín, que te rindas.» Y el otro: «Tomás, no me da la gana...» «Fermín, que vas a morir abrasado...» «Tomás, bonita muerte con el frío que hace...» Y tiros van, tiros vienen; pero lo que es el fuerte no se rinde... ¿Y quién creerá usted que llevaba del fuerte a los parapetos y viceversa los papelitos con el ríndete y el no me rindo? Pues una vieja del pueblo, la cual fue ama de cría de Iracheta, loba navarra que dio la teta a ese nuevo Rómulo. En la plaza había usted de verla esta tarde vociferando delante del general, con estas expresiones: «Váyase de aquí, don Tomás, que ése tiene la cabeza muy dura.»

Ya iba fijando Fago su atención en el suceso de Peralta, que tan insignificante le había parecido, y acabó de interesarse en él oyendo contar a su colega Ibarburu, que así se llamaba el capellancito, el estupendo ardid ideado por el sitiador para quebrantar la entereza del valeroso caudillo de los urbanos. «Sepa usted que la esposa de Iracheta fue llevada esta tarde al pie del muro, y rompiendo a llorar se puso a gritarle: «Ríndete, Fermín, ríndete, que si no pegarán fuego a la iglesia y pereceréis todos achicharrados...» Y él, ¿qué hizo? Asomar por una de las ventanas y decirle: «O te quitas de ahí ahora mismo, puerca, y te vas a casa, o hacemos fuego sobre ti. Fermín Iracheta sabe morir; pero no sabe deshonrarse.» ¿Qué tal?... Con hombres de esta fibra, ¿no podríamos conquistar el mundo? ¡Lástima que Iracheta no sea de los nuestros! Pero lo será. La causa conquista poco a poco el suelo y los corazones: vamos al triunfo de Dios y del Rey; pero pronto, prontito... La fruta está madura. La caterva cristina no espera más que una buena coyuntura para venirse acá. Se le conoce en la manera de combatir. ¿Quiere usted que le diga mi opinión con toda franqueza? Pues ya debemos soltar los andadores; más claro, ya no nos hace falta el arrimo de los montes navarros. Al llano, señores. A pasar pronto ese gran Ebro, famoso entre los ríos; a Miranda, o más seguro, a Ezcaray y Pradoluengo, para proveemos de paños, y caer de allí sobre Burgos como la maza de Fraga. Una vez en Burgos, las Potencias nos reconocen, y a Madrid con los faroles.»

Oyendo estas cosas, Fago meditaba mirando al suelo, y momentos después, mientras Ibarburu, infatigable charlador, pegaba la hebra con unos militares que entraron a refrescar, sintió un sueño intensísimo, como hombre que ya llevaba unas treinta horas sin dormir: arrimándose al ángulo en que se juntaban los asientos, apoyó la cabeza en la pared y se quedó dormido con la boca abierta. Su sueño febril era como esos monólogos cerebrales en que ovillamos y desovillamos una idea; monólogo en el cual Fago se reconocía también estratégico, pues tenía el sentido geográfico, o de las distancias y diferencias de altura entre los terrenos. Sin haberlo estudiado, conocía la importancia y valor de los ríos y los montes, de las divisorias y sus puertos, que permiten comunicar una con otra cuenca. Y asociando con estas ideas teóricas su conocimiento práctico de diferentes territorios, recorría mentalmente la Canal de Berdún, que conocía palmo a palmo; el puerto de Loarre, que separa las aguas del Gállego de las del Cinca; los valles de Hecho y Ansó en la montaña, y en tierra baja, las Cinco Villas de Aragón, de reseco y quebrado suelo, surcado por ríos miseros en verano, y en invierno torrenciales... Al recargarse el sueño, se le confundían estas nociones geográficas con sus recuerdos del país vasco, los valles profundos del Urola, Deva y Oria, las eminencias de Elosua y Pagochaeta, junto a Azpeitia, y en la vecindad de Oñate, las sierras de Elguea y Aránzazu. Peñas y corrientes de agua rondaban por su cerebro, juntamente con subidas y bajadas y mucho ir y venir de hombres presurosos... En esto le despertaron tirándole de los pies, y oyó toques de tambor y cometas, ruido de marcha, gran rebullicio de gente.

Salió a la puerta del parador restregándose los ojos. Era noche oscura, alumbrada por los fulgores siniestros de Peralta, que ardía por entero. Levantado el sitio del fuerte, por ser los urbanos y su jefe Iracheta muy duros de pelar, los facciosos anegaron el suelo soltando las cubas de vino en todas las bodegas, y se dirigieron presurosos a Villafranca, donde también había fuerte y urbanos. Desfilaban ordenadamente los batallones, cuando el clérigo, triste, salió al camino y se entregó a la corriente humana, marchando maquinalmente al paso de la tropa, sin preguntar adónde iba. Toda la noche anduvieron a regular paso, y al amanecer pasaban el Aragón por Marcilla. En este pueblo, tomando la mañana, topó Fago otra vez con su amigo Ibarburu, el capellán hablador, y por él supo que en Villafranca se esperaba una reñida pelea con la guarnición cristina. Se decía también que salía de Pamplona un cuerpo de ejército para provocar a Zumalacárregui a batalla campal en la Solana, al retirarse de la Ribera.

Dudó Fago si incorporarse al Cuartel Real, que solo estaba a dos leguas de aquel pueblo, o seguir perdido entre el ejército de Zumalacárregui. Aún no había visto al afamado guerrero, al organizador genial que de gavillas indisciplinadas hizo formidables batallones; al que con su extraordinaria pericia había tenido en jaque a las tropas de la reina, mandadas primero por Sarsfield, después por Quesada y últimamente por Rodil. En la mente del clérigo, la figura del héroe de aquella guerra se agigantaba de tal modo, que, con su anhelo de verle de cerca y hablarle y oírle, se confundía el temor de que tan grande gloriosa figura se le deslustrara al pasar de la ilusión a la verdad. En Villafranca quedó satisfecha su ardiente curiosidad, en ocasión y forma que se verá después.