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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
La de los tristes destinos

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-307-0.

ISBN ebook: 978-84-9007-223-3

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

I 11

II 15

III 18

IV 26

V 33

VI 39

VII 45

VIII 51

IX 57

X 64

XI 69

XII 74

XIII 80

XIV 85

XV 91

XVI 94

XVII 101

XVIII 106

XIX 112

XX 117

XXI 123

XXII 130

XXIII 137

XXIV 144

XXV 150

XXVI 157

XXVII 163

XXVIII 170

XXIX 178

XXX 185

XXXI 192

XXXII 199

XXXIII 205

XXXIV 211

XXXV 214

XXXVI 220

XXXVII 223

XXXVIII 226

Libros a la carta 229

Brevísima presentación

La obra

La de los tristes destinos es la décima y última novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

La de los tristes destinos hace referencia a su majestad Isabel II, que llega en este episodio al fin de sus días como reina de España. Galdós hace revivir los acontecimientos que abocan a la revolución poniendo ante nuestros ojos la trama de conspiraciones que bulle en los últimos tiempos del reinado, los ambientes de los emigrados españoles en París y Londres, las idas y venidas de Prim y, finalmente, la batalla de Alcolea, que obliga a la reina a dejar España y da el triunfo a la llamada «la Gloriosa», la Revolución de 1868, un levantamiento revolucionario español que tuvo lugar en septiembre de 1868 y que dio pie al inicio del período denominado Sexenio Democrático.

Desde la ficción, Teresa de Villaescusa constituirá uno de los personajes más bellamente tratados por Galdós. Ibero, el amigo de la revolución, después de haber estado escondido huye hacia Francia disfrazado de mozo de tren en un Express. Este tren será el lugar en el que dos personajes quedarán prendidos por el amor, y el inicio de la revalorización de una mujer prostituta que ya desde su primer encuentro con el que será su verdadero amor, expresa que «es honroso para una mujer pasar de cosa vendible a persona que no se vende.» De nuevo, Galdós nos deleita con un personaje femenino lleno de profundidad y modernidad, muy propio del autor de Fortunata y Jacinta.

I

Madrid, 1866. Mañana de julio seca y luminosa. Amanecer displicente, malhumorado, como el de los que madrugan sin haber dormido...

Entonces, como ahora, el Sol hacía su presentación por el campo desolado de Abroñigal, y sus primeros rayos pasaban con movimiento de guadaña, rapando los árboles del Retiro, después los tejados de la Villa Coronada... De abrojos. Cinco de aquellos rayos primeros, enfilando oblicuamente los cinco huecos de la Puerta de Alcalá como espadas llameantes, iluminaron a trechos la vulgar fachada del cuartel de Ingenieros y las cabezas de un pelotón desgarrado de plebe que se movía en la calle alta de Alcalá, llamada también del Pósito. Tan pronto el vago gentío se abalanzaba con impulso de curiosidad hacia el cuartel; tan pronto reculaba hasta dar con la verja del Retiro, empujado por la policía y algunos civiles de a caballo... El buen pueblo de Madrid quería ver, poniendo en ello todo su gusto y su compasión, a los sargentos de San Gil (22 de junio) sentenciados a muerte por el Consejo de Guerra. La primera tanda de aquellos tristes mártires sin gloria se componía de dieciséis nombres, que fueron brevemente despachados de Consejo, Sentencia y Capilla en el cuartel de Ingenieros, y en la mañana de referencia salían ya para el lugar donde habían de morir a tiros; heroica medicina contra las enfermedades del Principio de Autoridad, que por aquellos días y en otros muchos días de la historia patria padecía crónicos achaques y terribles accesos agudos... Pues los pobres salieron de dos en dos, y conforme traspasaban la puerta eran metidos en simones. Tranquilamente desfilaban estos uno tras otro, como si llevaran convidados a una fiesta. Y verdaderamente convidados eran a morir... y en lugar próximo a la Plaza de Toros, centro de todo bullicio y alegría.

Que en aquella plebe descollaban por el número y el vocerío las hembras, no hay para qué decirlo. Compasión y curiosidad son sentimientos femeninos, y por esto en los actos patibularios le cuadra tan bien a la Tragedia el nombre de mujer. Las más visibles en el coro de señoras eran dos bellezas públicas y repasadas, Rafaela y Generosa Hermosilla, más conocidas por el mote de las Zorreras, del oficio y granjería de su padre, que figuró en la Revolución del 54, después de haber dado notable impulso a la industria de zorros. Las dos hermanas, llorosas y sobrecogidas, se abrían paso a fuerza de codos para llegar a las filas delanteras, de donde pudieran ver de cerca los fúnebres simones, cada uno con su pareja de víctimas. Pasaron los primeros... Casi todos los reos iban serenos y resignados; algunos esquivando las miradas de la multitud, otros requiriéndola con melancólica expresión de un adiós postrero a Madrid y a la existencia. Era en verdad un espectáculo de los más lúgubres y congojosos que se podrían imaginar... Al paso del quinto coche, una de las Zorreras, la mayor y menos lozana de las dos, aunque en rigor la más bella, echó de su boca un ¡ay! terrorífico seguido de estas cortadas voces: «Simón, Simón mío... Adiós... Allá me esperes...»

Al decirlo se desplomó, y habría caído al suelo si no la sostuvieran, más que los brazos de su hermana, los cuerpos del apretado gentío. Este se arremolinó y abrió un hueco para que la desvanecida hembra pudiera ser sacada a sitio más claro, y pudieran darle aire y algún consuelo de palabras, que también en tales casos son aire que dan las lenguas haciendo de abanicos. En su retirada fue a parar la Zorrera a la verja del Retiro bajo, y en el retallo curvo del zócalo de piedra quedó medio sentada, asistida de su hermana y amigos. Dábale aire Generosa con un pañuelo, y una matrona lacia y descaradota, reliquia de una belleza popular a quien allá por el 50 dieron el mote de Pepa Jumos, la consolaba con estas graves razones, de un sentido esencialmente hispánico: «No te desmayes, mujer; ten corazón fuerte, corazón de 2 de mayo, como quien dice. ¡Bien por Simón Paternina! Bien por los hombres valientes, que van al matadero con semblante dizno, como diciendo: “para lo que me han de dar en este mundo perro, mejor estoy en el otro”. Bien le hemos visto... Cara de color de cera, guapísima... Como el San Juanito de la Pasión... Iba fumándose un puro, echando el humo fuera del coche, y con el humo las miradas de compasión... para los que nos quedamos en este pastelero valle de lágrimas...»

Apoyó estas manifestaciones Erasmo Gamoneda, también revolucionario y barricadista del 54. Arrimose a la Zorrera, y echándole los brazos con fraternal gesto de amparo, dijo, entre otras cosas muy consoladoras, que el cigarro que fumaba el sargento, camino del patíbulo, no era de estanco, sino de los que llaman brevas de Cabañas; que de este rico tabaco proveyeron generosamente a los reos los señores de la Paz y Caridad... Él estaba en la puerta del cuartel cuando entraron los ordenanzas con la cena para los sargentos, que fue suculenta: bisteques con unas patatas sopladas muy ricas, pescado frito con cachitos de limón, y postre de flanes y de bizcochos borrachos, a escoger... Luego café a pasto, hasta que no quisieron más, y puros en cajas, que iban cogiendo y fumaban encendiendo uno en otro y viceversa, quiere decirse, sucesivamente...

Tomó de nuevo la palabra Pepa Jumos elevando sus consuelos al orden espiritual, lo que no era para ella difícil, pues tenía sus puntadas de mística y sus hilvanes de filósofa. Ved lo que dijo: «Yo sé por Ibraim, el curángano de tropa, que todos los reos han estado en la capilla muy enteros, y como ninguno Simón Paternina, que no perdió en toda la noche el despejo, ni aquel ángel con que sabe hablar a todo el mundo. Se confesó como un borrego de Dios y encomendose a la Virgen, para morir como caballero cristiano... Su cara bonita y pálida, y aquella caída de ojos, tan triste, y el humo del cigarro subiendo al cielo, nos han dicho que en el morir no ve ya más que un cerrar y abrir de ojos... Va bien confesado; va con el alma tan limpia como los tuétanos del oro, y Dios le dirá: «Ven a mi lado, hijo mío; siéntate...» Por eso, Rafaela, yo que tú, no me afligiría tanto... lloraría, sí, porque natural es que una se descomponga cuando le quitan el hombre que quiere; pero diría para entre mí: «Adiós, Simón Paternina; Dios es bueno y me llevará contigo a la Gloria...»

No quedó la maja satisfecha de esta exhortación a la dulce conformidad religiosa, ni el alma de la Zorrera se contentaba con tan lejanos alivios de su dolor. Suspiraban las amigas con el escepticismo de plañideras circunstanciales, mientras la Hermosilla, apretando contra sus ojos el pañuelo hecho ya pelota humedecida por las lágrimas, sostenía con el silencio el decoro de su dolor... Seguían pasando coches... pasó el último. La multitud no pudo escoltar la fúnebre procesión, porque los civiles impidieron el paso por la Puerta de Alcalá... El rechazo de la curiosidad compasiva llenó la calle de protestas bulliciosas, de imprecaciones, en variedad de estilos callejeros... En este punto rompió su torvo silencio Rafaela, diciendo: «Ya sé, ya sé que el pobrecito Simón se irá derecho al Cielo... Yo le conozco: no era de estos que reniegan de Dios y de la Virgen... Sus padres, que fueron carlistas, le habían enseñado muy bien todo lo de la religión... ¿Pero a mí, que soy tan pecadora, me querrá Dios llevar a donde él está?... Lo digo, porque cuando una se hace cuenta de no pecar, viene el demonio y lo enreda...»

A estos escrúpulos opuso la Jumos con profunda sabiduría la idea de que si queremos ser buenos, bien sea en la hora de la muerte, bien en otra hora cualquiera, la fe nos da ocasión de mandar a paseo al demonio y a toda su casta. Muy confortada la Zorrera con tal idea, siguió diciendo: «Lloro a Simón y le lloraré toda mi vida, porque era muy bueno... Un año hace que le conocí en la plazuela de Santa Cruz... De allí nos fuimos al baile del Elíseo... Fue el día de San Pedro... bien me acuerdo... y a los tres de hablar con él ya le quería. Aunque me esté mal el decirlo, muchos hombres he conocido, muchos... Ninguno como Simón Paternina. ¡Qué decencia la suya!... Caballeros he tratado: a todos daba quince y raya mi Simón. Por eso me decía Don Frenético... ya sabéis, don Federico Nieto, aquel señor tan bien hablado... Pues un día, en casa... No sé cómo salió la conversación... Dijo, dice: «Parece mentira que un mero sargento sea tan fino...» Y si era el primero en la finura y en el garbo del uniforme, a valiente ¿quién le ganaba? Si mandando tropas metía miedo por su bravura, conmigo era un borrego... ¡Ay, Simón mío, yo que pensé verte un día de general, y ahora...! Bien te dije: «Simón, no te tires.» Pero él... perdía el tino en cuanto le hablaban de Prim, que era como decirle Libertad... Pues ahora, toma Libertad, toma Prim... ¡Ay, Dios mío de mi alma, qué pena tan grande!... Yo confiaba... ¿verdad, Generosa?, confiábamos en que la Isabel perdonaría... Para perdonar la tenemos... ¡Bien la perdonamos a ella, Cristo! ¡Y ahora nos sale con esta!... Pues esta no te la pasa Dios, ¡mal rayo!... A un general sublevado le das cruces, y a un pobre sargento, pum... Tu justicia me da asco.»

—No hables mal de ella —dijo la Pepa con alarde de sensatez—, que si no perdona, es porque no la deja el zancarrón de O’Donnell, o porque la Patrocinio, que es como culebra, se le enrosca en el corazón...

En este punto rasgó el aire un formidable estruendo, un tronicio graneado de tiros sin concierto. Con estremecimiento y congoja, con ayes y greguería, respondió toda la plebe a la descarga, y la Zorrera lanzó un grito desgarrador. La Jumos exclamó con cierta unción: consumatomés; algunos del grupo se persignaron, y otros formularon airadas protestas. El ruido desgranado de la descarga daba la visión del temblor de manos de los pobres soldados en el acto terrible de matar a sus compañeros... Aunque la Zorrera pareció acometida de un violento patatús, resbalándose del inclinado asiento en que apoyaba sus nalgas, pronto se rehízo, estirando el cuerpo, irguiéndose, trocándose repentinamente de afligida en iracunda y de callada en vocinglera. Las maldiciones que echó por aquella boca no pueden ser reproducidas por el punzón de esta Clío familiar, que escribe en la calle, sentada en un banco, o donde se tercia, apoyando sus tabletas en la rodilla...

II

«A casa, a casa —dijo la Generosa cogiendo del brazo a su hermana y llevándosela calle abajo, rodeada de los amigos—. Yo no quería venir, bien lo sabes... Nos habríamos ahorrado esta sofoquina.» Y la Jumos, con austera suficiencia, soltó la opinión contraria. «Debemos verlo todo, digo yo. Así se templa una y se carga de coraje.» Después proclamó resueltamente la doctrina de Zenón el Estoico, asegurando que el dolor no es cosa mala. Volviose Rafaela de súbito hacia los que la seguían, que era considerable grupo, y alzando las manos convulsas sobre las cabezas circunstantes, gritó: «¡Viva Prim!... ¡Muera la...!» Su hermana y Gamoneda acudieron a taparle la boca, cortando en flor la exclamación irreverente. Ambas Zorreras y su séquito continuaron rezongando, y al pasar frente a la Cibeles, se les unió un sujeto que por su facha y modos se revelaba como del honorable cuerpo de la policía secreta. Valentín Malrecado no gastaba uniforme; pero mejor que este declaraban su oficio la raída levita del Rastro, el pantalón número único, el abollado sombrero, la cara famélica no afeitada en seis días, y el aire mixto de autoridad y miseria, propio de tales tipos en España y en aquellos tiempos. Agregado a la compañía, habló con sosegadas amistosas razones, pues a las Zorreras trataba con ancha confianza, y de Gamoneda había sido socio en la magna explotación de Obleas, lacre y fósforos, instalada en Cuchilleros.

«Ya te vi arrimadita a la verja —dijo a la dolorida mujer—; pero no quise acercarme a ti porque estabas furiosa y algo subversiva. Es natural... te compadezco... Te doy el pésame... Cosas de la vida son estas... Hoy les toca morir a estos, mañana a los otros. Es la Historia de España que va corriendo, corriendo... Es un río de sangre, como dice don Toro Godo... Sangre por el Orden, sangre por la Libertad. Las venas de nuestra Nación se están vaciando siempre; pero pronto vuelven a llenarse... Este pueblo heroico y mal comido saca su sangre de sus desgracias, del amor, del odio... y de las sopas de ajo. No lo digo yo; lo dice el primer sabio de España, Juanito Confusio

Iban las dos hermanas despeinadas, ojerosas, como quien no ha probado desayuno después de una noche de angustioso desvelo. Llevolas Malrecado a una taberna de la calle del Turco, de la cual era parroquiano constante. Allí la partida se componía de las Hermosillas, la Jumos, Erasmo Gamoneda y una joven costurera llamada Torcuata, que llevaba en brazos a un niño, a quien había dado la teta viendo pasar los coches con los desgraciados sargentos... Sentáronse las señoras en negros banquillos, y se les sirvió vino blanco, que según el policía era bálsamo para las congojas y el mejor alivio de pesadumbres. Rafaela, que estaba desfallecida, dio tregua a la emisión de suspiros para beberse el primer vaso, apurándolo de un trago. Ella y su hermana repitieron hasta tres veces; Torcuata prefirió el Cariñena, y se atizó varias copas por estar criando; el chiquillo se le había dormido. Requirieron la Jumos y Gamoneda el aguardiente blanco, que por añeja costumbre era la reparación más eficaz y consoladora en sus maduros años. A una pregunta de Rafaela, contestó Malrecado: «La segunda ristra de sargentos saldrá pasado mañana. Dieciocho individuos van en ella. La verdad, esto pone los pelos de punta... Pero lo que digo: es la Historia de España que sale de paseo... Debemos suspirar y quitarnos el sombrero cuando la veamos pasar... Luego vendrán otros días... Y si quiere venir la Revolución, mejor... Don Manuel Becerra, que es amigo, se ha de acordar de mí... Pues como iba diciendo, quedará la tercera cuerda de sargentos para la semana que entra, si el Consejo de Guerra los despacha... Son muchas muertes... Don Leopoldo hace bueno a Narváez... y no digo más, que soy o debo ser ministerial... un ministerial de cinco mil reales... ¡Cinco mil reales!, que venga Dios y diga si hay país en el mundo donde sea más barato el Orden...»

—Para lo que hacéis —dijo la Rafaela, reanimada ya con la bebida—, bien pagados estáis... Anda, que algo coméis también de la Libertad... Buenos napoleones te ha dado don Ricardo Muñiz. Y ese pantalón, ¿no es el que se quitó Lagunero cuando tuvo que escapar disfrazado?

—No negará —dijo la Torcuata zumbona— que Chaves le dio tres vestidos de niño... yo lo vi; yo trabajaba en su casa... Tus sobrinos, los hijos de Pilar Angosto, los lucen los días de fiesta...

—Confiesa que comes con todos, Malrecado, y no te abochornes —observó la Jumos poniéndose en la realidad—. Vele ahí la Historia de España por la otra punta. En comer de esta olla y de la otra no hay ningún desmerecimiento. Cuando vamos para viejos, traemos a casa todos los rábanos que pasan.

—Malrecadillo, esa levita que llevas, ¿de qué difunto era? ¿No te la dio la Villaescusa, cuando ibas todos los días a limpiarle las botas a Leal?

—Te mandaban vigilar a los progresistas, y tú comías en la cocina de don Pascual Madoz.

—Cobrabas del Gobierno por seguir los pasos a Moriones, y le contabas a Sagasta los pasos del gobernador.

Así le toreaban, así le escarnecían aquellas malas pécoras, sin ningún respeto de su autoridad y sin pizca de agradecimiento por el espléndido convite de vino con que el policía las obsequiaba. Pero Malrecado se sacudía las pulgas con flemático cinismo, y al contestarles no perdía su benevolencia. «Callad, pobres mujeres, más deslenguadas que desorejadas —les decía—. Sois lo que llamamos el bello sexo, y un hombre decente no debe insultar a las señoras, aunque sean tan perdidas como vosotras. Callad; idos a vuestra casa, y no os metáis en la cosa pública, de la que entendéis tanto como yo de castrar mosquitos. Y tú, Rafaela, dime: ¿te parece bien que estando, como estás, de duelo y luto riguroso, te pongas a despotricar contra este buen amigo, que te ha favorecido en lo que pudo y te avisó con tiempo del mal que a Simón le vendría por meterse en aquellos dibujos? Vete a tu casa y recógete por unos días, y antes, ahora mismo, vete a oír misa en San Sebastián, o en otra iglesia que cojas al paso...»

«De todo me enseñarás, Malrecado —replicó la Zorrera con grave continente y estilo, levantándose para salir—; pero no de lo que tengo que hacer tocante a religión, que aquí donde me ves, conciencia no me falta, aunque me falten otras cosas... la vergüenza, pongo por caso. Pero a ti, que eres un hereje, te digo que sin vergüenza se puede vivir, pero sin conciencia no, ya lo sabes. No iré hoy a oír la misa, sino a encargarla, para que me la digan mañana, y a este respective llevo aquí medio duro. ¿Lo ves? (Sacándolo de su faltriquera y mostrándolo a todos.) Y no es este medio duro del dinero que yo suelo ganar con el aquel de mi mala vida, sino que lo he ganado honradamente en un trabajo que me encargó la sastra de curas, Andrea Samaniego, y fue el planchado, plegado y rizado del roquete de un señor capellán de Palacio... labor fina para la que tengo buenas manos, porque desde chiquita lo aprendí de mi madre, que me enseñó el rizado fino con plancha, palillos y la uña. ¿Te enteras? Pues con mi medio duro bien ganado iré, no a San Sebastián, sino a Santa Cruz, porque en aquella plazuela fue donde conocí a Simón, que allí me salió una tarde, viniendo yo de la verbena de San Pedro... Con que la misa se dirá en Santa Cruz... Ya lo sabes, por si quieres oírla. Iré yo con mi mantón negro, y mi hermana y todas las amigas que pueda recoger... Ya lo sabes, Pepona, y tú, Norberta... No me faltaréis... Que no se diga que solamente las almas de los ricos tienen naufragios, sufragios, o como eso se llame, para salir pronto del Purgatorio. Yo le pago una misa a mi Simón, y él, que era bueno y no tuvo parte en la matanza de los oficiales, irá pronto a la presencia de Dios, y le dirá: “Señor Santísimo, mire cómo me han puesto, cómo me han acribillado. En la mano traigo mis sesos. Esta es la Historia de España que están haciendo allá la Isabel y el Diablo, la Patrocinio y O’Donnell, y los malditos moderados... que no parece sino que Vuestra Divina Majestad ha echado mil maldiciones sobre aquella tierra...”. Esto dirá Simón, y yo en la misa de mañana diré lo mismo a Dios y a la Virgen para que se enteren de lo que aquí está pasando... Isabel, ponte en guardia, que si tus amenes llegan al Cielo, los míos también... Con que vámonos, que es tarde.» A instancias de Malrecado dieron todos otro tiento al peleón por despedida, y salieron a medios pelos.

III

Malrecado no tenía hijos, ni mujer que se los diera conforme a Sacramento. Era solo y cínico; de su empleo había hecho una granjería sorda, que sin ruido le daba para vivir desahogadamente, ocultando su bienestar debajo de una mala capa y de ropas que ya eran viejas cuando pasaron de ajenos cuerpos al suyo desgarbado. Su mano sucia no cesaba de recoger esta y la otra ofrenda, y su astuta labia ablandaba las voluntades de los robados como la de los ladrones. En la política brutalmente antagónica de aquellos tiempos, hallaba campo doble para espigar con fruto. De lo lícito y de lo vedado, de lo legal y de lo subversivo, sacaba el hombre para la bucólica y para la alcancía, para el presente claro y el mañana oscuro, y guardando con escrúpulo sus apariencias de pobre, señuelo de incautos, era un redomado alcabalero que, de guardia en su garita policiaca, cobraba el tributo a toda debilidad humana que pasaba para una parte u otra. Hombre sin ninguna instrucción, de su talento natural había sacado el cinismo útil y la filosofía parda y reproductiva.

Como se ha dicho, salió de la taberna con las prójimas, a las que acompañó hasta Santa Cruz, y desde allí se fue solo a Palacio, subió por la escalera de Cáceres, internose en los pasillos del piso más alto. Allá solía ir casi diariamente, pues amistad o parentesco tenía con planchadoras, mozos y casilleres... Ocho días después de lo referido, media hora antes de que se alegrara la plaza de la Armería con el militar bullicio del relevo de la guardia, subió Malrecado por la misma escalera y se detuvo en el piso segundo, donde vivían los servidores de más categoría. En el ángulo de Armería y Oriente llegose a una puerta, y antes que tirara del cordón de la campanilla, aquella se abrió para dar paso a don Guillermo de Aransis, gallardo de apostura, fresco de rostro, vestido de mañana y poniéndose los guantes. La belleza varonil del linajudo caballero se hallaba en el cenit, como diría un escritor de la época, en ese esplendor estacionario, distante aún de la declinación. Aransis no salía de visita; no vivía en aquella casa... Salía para irse a la suya.

«No podía usted llegar más a tiempo, Malrecado —dijo al policía—. Dejo una carta para Beramendi. Entre usted y recójala.»

—Y aquí traigo yo otra del señor de Tarfe, que pone: urgentísimo. Me ha dicho que espere contestación.

Leída rápidamente la esquela de su amigo, dijo Guillermo al mensajero: «Antes de llevar la carta para Beramendi, vaya usted a casa de Manolo y dígale que iré a verle enseguida. Dentro de media hora estaré allá.»

Y no pasó más. Con estos recados y comisiones urgentes se relacionaba la visita que Manolo Tarfe hizo a Palacio y a Su Majestad, después de pedir audiencia por mediación de la Villares de Tajo. El ingenioso y decidido caballero celebró previa conferencia con su amiga en una estancia no muy clara, con rejas a la galería; recinto de apacible misterio, semejante al de las Meninas de Velázquez, aunque decorado con menos austeridad. En él parecían residir como en su propio nido los cuchicheos de voces femeninas y afeminadas, y los rumores de almidonadas faldamentas. Breve y nerviosa fue la conversación de Tarfe y Eufrasia.

«¡Crisis! ¿Pero es eso creíble?... Anoche corrió ese rumor en el Casino. Nadie hacía caso. Yo, que de algún tiempo acá rindo culto al absurdo, me dije: “Cuando la cosa no tiene sentido común, debe de ser cierta... Para salir de dudas, acudamos a la fuente de los hechos históricos, que es la reina. El caño de esa fuente arroja su agua primera sobre el cántaro de ese alma de ídem que se llama Guillermo de Aransis”. Acudo a él hace un rato, le interrogo; me contesta con equívocos y sonrisitas que confirman el desatinado rumor... ¡Ay, Eufrasia!, en este horrible desconcierto lógico, viendo que la mentira es verdad y el absurdo razón, el hermoso Aransis me pareció un patán feísimo, zafio, grotesco... Le hubiera dado veinte patadas... En fin, amiga mía, dígame usted la verdad o la parte de verdad que usted sepa.»

—Solo sé que hay gran presión sobre la Señora para que cambie de Gobierno; pero aún no ha resuelto nada. La cosa es dura y la ocasión diabólica.

—O’Donnell acaba de sofocar una insurrección formidable; ha obtenido de las Cortes siete autorizaciones económicas y políticas, y de añadidura la suspensión de garantías. Ha fusilado a sesenta y seis sargentos. ¿Acaso les parece poco fusilar?

—No por Dios, no es eso.

—¿Por ventura se ha fusilado demasiado?

—Tampoco es eso, Manolo. Puesto que dentro de un rato hablará usted con Su Majestad, pregúntele a ella... O trate de adivinar su pensamiento...

—No me hablará de política, ni yo, que sé tratar con Reyes, he de salirme de la casilla de mi asunto.

—¿Se puede saber...?

—No es ningún secreto. Vengo a pedir a doña Isabel que interceda por dos infelices paisanos detenidos el 22 de junio, y que no tuvieron arte ni parte en la sublevación. Los llevaron a Leganés, y allí están esperando cuerda para Melilla o Fernando Poo...

—Pues hace usted bien en darse prisa, porque mañana o pasado podría encarecerse tanto la clemencia, que costaría Dios y ayuda obtener un pedacito de ella... Y dígame otra cosa, alma inocente: ¿viene usted a la petición solito y a palo seco, fiado en su propia influencia y simpatía?

—No, señora, que si tal hiciera sería tonto de capirote. Mi prima, que estaba en el convento de San Pascual de Aranjuez, anda ahora por San Sebastián jugando a la fundación de monasterios. Pues por ella he conseguido una carta de la Madre, de la excelsa, seráfica y milagrosa Madre. ¿Quiere usted ver la carta? Aquí la traigo... En ella se da fe de la religiosidad y honradez de mis dos protegidos, y se pide sean puestos inmediatamente en libertad.

—Bien, Manolo. Falta saber si la carta trae la contraseña que pone la Madre para dar valor y eficacia a lo que escribe...

—Trae todos los requisitos, Eufrasia. Ya he tenido buen cuidado de hacerla examinar por las señoras y algún caballero de la Camarilla.

—Pero...

—Ya entiendo... Eso no basta. Por encima de la Camarilla de la reina está el Supremo Camarillón Ecuménico, que funciona en el cuarto del Rey... Yo me encomiendo a usted, Eufrasia...

—¡Dale con las dichosas camarillas!... Los hombres de más talento no se libran de pagar su tributo a la vulgaridad.

—La opinión se hincha con la verdad, así como con la mentira. ¿Quién es capaz de separarlas? Loco sería el que en pleno huracán intentase separar el viento del polvo.

—Una frase ingeniosa no resuelve nada, Manolo. A los ingeniosos y chistosos les desterraría yo a una isla desierta... Pero con estas tonterías deja usted correr el tiempo, y si se descuida, se le pasará la vez... Váyase a la Saleta, que ya habrán empezado las audiencias.

—Cuento con la impuntualidad de la Señora... Pero, en fin, allá me voy. ¿Podré ver a usted después?

Quedó la Villares de Tajo en recibirle en su casa por la tarde, y nada más hablaron... En la Saleta aguardó el caballero más de media hora la ocasión feliz de pasar a la presencia de Su Majestad.

«Estás hecho un perdido, Tarfe... Me tienes muy olvidada... Mil años hace que no vienes a verme.» A estas primeras palabras de la reina, contestó el caballero con finísimas disculpas cortesanas. Vestía doña Isabel un vaporoso traje de crespón de seda azul con volantes y adorno de encajes negros. Su peinado bajo achaparraba su cabeza, haciéndola más aburguesada de lo que era realmente. Por haber transcurrido unos dos años sin verla de cerca, fijose el caballero en la creciente gordura de la reina. Las formas abultadas y algo fofas iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza... Aquel día no se hallaba la Señora de buen talante. Parecía distraída, inquieta, y sus ojos de un azul húmedo y claro, sus párpados ligeramente enrojecidos, más expresaban el cansancio que el contento de la vida... Eran los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia.

Apenas despachó Tarfe sus cortesanías y fórmulas de respeto, entró en materia, exponiendo a la reina su petición humanitaria... Pedía la libertad de dos hombres inocentes; reforzaba su demanda con una carta de la santa Madre; si la Soberana piadosa se condolía de aquellos desgraciados y quería salvarles de una bárbara deportación, bastaría que escribiese dos letras al general Hoyos... Pero no se limitara a una fría recomendación; habría de pedir o mandar con todo el calor que su corazón atesoraba para los móviles de clemencia, de amor a los españoles.

«Pues mira, voy a complacerte —dijo la reina sin perder la seriedad con que aquel día enmascaraba su gracia festiva, a veces zumbona—. Eso para que digan que no perdono, que no soy generosa... Dime los nombres y escribiré ahora mismo la carta. Y la pondré bien expresiva para que Hoyos no tenga más remedio que bajar la cabeza.»

Leída con rápido pasar de ojos la carta de la Madre, Isabel se sentó a escribir, tiró de papel y pluma, repitiendo: «Dime los nombres.»

—Uno de los presos es Leoncio Ansúrez, armero habilísimo, que estuvo en la guerra de África. Todos los generales de África le aprecian mucho. Es un hombre excelente, que nunca se ha metido en revoluciones ni cosa tal... ¡Pero si Vuestra Majestad le conoce, o al menos tiene de él noticia!... Claro, no es fácil que se acuerde... Yo, Señora, y mi prima Carolina Monteorgaz le contamos a Vuestra Majestad una noche, años ha, el caso de aquel herrerito que entró a componer las cerraduras en casa de la hija de don Serafín del Socobio, Virginia...

—¡Ah!, sí... Recién casada con el chico de Rementería.

—Y en vez de componer la cerradura, ¿qué hizo el hombre?, pues descerrajar el corazón de Virginia... Con pocas palabras y hechos atrevidos la enamoró y cautivó, llevándosela consigo...

—Y en el campo vivieron largo tiempo, libres y felices... Ya me acuerdo... ¡Pobres muchachos! Alguna vez pensé yo en ellos... La verdad, fue un caso graciosísimo... Y no hay que culpar a Virginia, sino a sus padres, que la casaron con un hombre afeminado y bobalicón, sin maldita gracia para el matrimonio... Todo les está bien merecido. Luego hablan... Hay que ponerse en lo natural... De los tres personajes de ese drama de familia, no conozco más que a Ernestito... ¡Qué modales ridículos, qué voz de tiple acatarrada!

Por primera vez en aquella mañana, una franca alegría iluminó los ojos claros de la reina, y la sonrisa picaresca retozó en sus labios. Con nerviosa mano trazó algunos renglones en la carta, diciendo, sin apartar los ojos del papel: «¿Y quién es el otro?»

—El otro es un jovencillo de apenas veinte años, llamado Santiago Ibero, arrogante, guapísimo y muy inteligente.

—No le prenderían por su mucho talento y su guapeza.

—Le prendieron no más que por haberle visto en la calle con un tal Moriones... ¡Pobre chico! El acompañar a Moriones fue cosa accidental... No se lo cuento a Vuestra Majestad por no fatigarla... Pero le aseguro que Iberito no anduvo jamás en líos revolucionarios, ni sabe nada de eso. Añadiré tan solo que es de una gran familia, y que su padre, el coronel don Santiago Ibero, ha sido uno de los valientes defensores del Trono de Vuestra Majestad.

—Santiago... Ibero... —murmuró la reina mordisqueando el nacarado mango de la pluma—. Tengo la idea de haber firmado algo referente a ese coronel... Tal vez una cruz... Lo recuerdo porque me chocó el nombre y apellido, que juntos resultan lo más español del mundo...

—A españolismo neto nadie gana a este chico que han preso injustamente, señora. Es valiente, es aventurero, es enamorado...

—Tú, como tu amigo Beramendi, no pedís favor más que para los enamorados... ¡Buen par de perdidos estáis! —dijo Isabel con más seriedad en el tono que en el concepto—. Ahí tienes la carta. Me parece que va fuertecita. Hoyos no podrá negarme lo que le pido.

Extremó el buen Tarfe sus demostraciones de gratitud, y como al despedirse dijese que no pasaría el próximo día sin presentarse a Hoyos con la carta, saltó la reina inquieta, algo nerviosa, diciéndole: «No, Manolo; no esperes a mañana: despacha ese asunto esta misma tarde.»

Las prisas de la reina, que como buena española siempre fue perezosa y mañanista, llenaron de confusión a Tarfe. Pero disimulando su sorpresa, se acomodó a la soberana voluntad. Y como la despedida le ofreciera una feliz coyuntura para hablar de O’Donnell, la aprovechó al instante, diciendo que le había visto la noche anterior muy caviloso por la gravedad de las cosas políticas, muy atareado con los trabajos preparatorios para plantear las autorizaciones... A esto, doña Isabel, retirando de su rostro toda inflexión que pudiera dejar traslucir el pensamiento, solo dijo: «Yo quiero mucho a O’Donnell», y lo repitió hasta tres veces. Con este breve y expresivo concepto, que cortaba el paso a otras manifestaciones, Tarfe se sintió despedido, suavemente empujado fuera de la Cámara Real. Salió de Palacio entre alegre y triste, o más bien perplejo, atormentado por confusiones. Acudió por la tarde a la diligencia de libertar a los dos presos por quienes se interesaba, y luego visitó a Eufrasia en su casa, con ánimo de sonsacarle alguna información de los escondidos designios de la Camarilla. La dama no se recató para pronosticarle el próximo cambio de Gobierno, que era como pronosticar nieves en verano e insolaciones en invierno. El absurdo imperaba, y la lógica política era una ciencia definida por los orates.

Con estos desagradables pronósticos fue Tarfe a Buenavista; comió en familia con don Leopoldo: nada dijo en la mesa; pero más tarde, cuando llegaron a la tertulia los mejores amigos del de Tetuán y los diputados más adictos a su política, se planteó por todos la temida cuestión: «Mi general, que está usted vendido... Mi general, que la zancadilla está preparada... Mi general, que Narváez...» A estas manifestaciones de Ayala, Mantilla, Navarro y Rodrigo, añadió Tarfe sus informes, bebidos en el propio manantial de las intrigas. O’Donnell, que con toda su experiencia y sus lauros militares era un niño muy grande, no daba crédito a lo que conceptuaba chismes y chanzas recogidos en los cafés. Abroquelaba su incredulidad con el sentido común, con la lógica; concluía por incomodarse, por mandar callar a sus fieles amigos... Uno de los mejores, Ortiz de Pinedo, entró y soltó esta bomba: «He llegado esta mañana de San Juan de Luz. Allí he visto a González Bravo...»

—¿Y qué?

—Habrá salido hoy; llegará mañana. Viene a formar Ministerio con Narváez.

Aún se resistía don Leopoldo a dar crédito a los anuncios de su caída. El gran niño no quería comprender que reducir a una camarilla, o librarse de sus invisibles asechanzas y silenciosos tiros, es más difícil que la expugnación y conquista de Tetuán. Con todo, el pesimismo de los amigos invadía suavemente su ánimo, y aquella noche no fue su sueño muy tranquilo. A la mañana siguiente, después de despachar una larga firma de Guerra, se dispuso a ir a Palacio a la hora de costumbre; y anhelando despejar sin demora la incógnita, llevó a Su Majestad la promoción de senadores, que ya conocía la reina, pues algunos nombres de la lista habían sido propuestos por ella... Y la Historia callejera y cafetera, anticipándose a lo que había de decir la Historia grave, refirió aquella tarde que el despacho con la Soberana fue breve y cortante. Presentada la lista de senadores, Isabel negó seca y agriamente su firma. A tal desaire no podía contestar O’Donnell más que con su dimisión, tan seca y áspera como el veto de doña Isabel... Saludos, adioses de mentirosa afabilidad, sonrisas que se cruzaron como rayos mortíferos, deglución de saliva, inclinación del largo cuerpo del primer ministro, como chopo azotado del viento... y hasta el Valle de Josafat.

En Buenavista esperaban a O’Donnell sus amigos, algunos ministros y generales, y no pocos diputados, ansiosos de conocer la sentencia de vida o muerte. Buen disimulador era don Leopoldo; pero aquel día su desconcertada voluntad no pudo impedir que saliera al rostro la ira que le abrasaba. Apoyándose de lado en la mesa central del salón, se quitó los guantes, y arrojándolos con violencia sobre el mármol, el vencedor de África dijo: «Me ha despedido como despedirían ustedes al último de sus criados.»

Levantose en el concurso de amigos y sectarios un murmullo de sorpresa, que pronto lo fue de espanto, de ira; vocerío de recriminaciones, de protestas y amenazas. «Mi general —dijo uno de los más fogosos, de procedencia progresista y revolucionaria—, a los dos días de lo de San Gil, acordó la Camarilla el cambio de Gobierno. Don Miguel Tenorio y don Alejandro Mon han sido los correveidiles entre Palacio y Narváez. ¿Por qué se ha tardado tanto en hacer efectiva la crisis?» Y Ayala respondió: «Porque al desaire querían añadir una burla trágica. Narváez no tenía prisa. Era más cómodo para él que nosotros fusiláramos a los sargentos. Así podía venir el tigre más descansado y con aires de clemencia.» O’Donnell, sin añadir una palabra a este comentario de tan horrible veracidad, pasó con el general Serrano y algunos otros a la estancia próxima. En el salón quedó vociferando el grupo más inquieto y levantisco. Entre el tiroteo de frases acerbas y de burlescos dicharachos, descolló la voz declamante y altísona de Adelardo Ayala, gritando: «Esa señora es imposible.»