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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
Las tormentas del 48

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-310-0.

ISBN ebook: 978-84-9007-226-4.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 14

III 21

IV 26

V 31

VI 35

VII 43

VIII 49

IX 54

X 61

XI 68

XII 74

XIII 80

XIV 86

XV 91

XVI 98

XVII 104

XVIII 111

XIX 117

XX 123

XXI 130

XXII 133

XXIII 138

XXIV 145

XXV 152

XXVI 158

XXVII 164

XXVIII 170

XXIX 174

XXX 178

XXXI 183

Libros a la carta 189

Brevísima presentación

La obra

Las tormentas del 48 es la primera novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Entramos en esta nueva serie de los episodios galdosianos de la mano de un nuevo protagonista, José García Fajardo, un hombre de provincias educado en Roma que asciende socialmente en el Madrid del Partido Moderado, en el año 1848. El joven es de gran simpatía y de buen vivir, pero también es un sujeto de dudosa reputación moral. El autor nos irá mostrando a través de sus memorias el impacto que las convulsiones políticas europeas y la aparición de las nuevas ideas socialistas tienen en la España de Isabel II. Los grandes movimientos sociales y revolucionarios que agitan Europa, en España se traducen en una revuelta militar encabezada por el dictador Narváez, partidario de la mano dura. Y con el ascenso de una burguesía cuyos miembros se han enriquecido al rebufo de la desamortización de Mendizábal, es decir, con la especulación y el favoritismo, y no con el trabajo.

«En el caso de nuestro protagonista, su afición al juego y la diversión ha terminado llevándolo a una situación económicamente insostenible, circunstancia de la que saldrá a través de un matrimonio que no solo le enriquecerá sino que, previsiblemente, le dará incluso un título nobiliario.»

I

Vive Dios, que no dejo pasar este día sin poner la primera piedra del grande edificio de mis Memorias... Españoles nacidos y por nacer: sabed que de algún tiempo acá me acosa la idea de conservar empapelados, con los fáciles ingredientes de tinta y pluma, los públicos acaecimientos y los privados casos que me interesen, toda impresión de lo que veo y oigo, y hasta las propias melancolías o las fugaces dulzuras que en la soledad balancean mi alma; sabed asimismo que, a la hora presente, idea tan saludable pasa del pensar al hacer. Antes que mi voluntad desmaye, que harto sé cuán fácilmente baja de la clara firmeza a la vaguedad perezosa, agarro el primer pedazo de papel que a mano encuentro, tiro de pluma y escribo: «Hoy 13 de octubre de 1847, tomo tierra en esta playa de Vinaroz, orilla del Mediterráneo, después de una angustiosa y larga travesía en la urca Pepeta, ¡mala peste para Neptuno y Eolo!, desde el puerto de Ostia, en los Estados del Papa...»

Y al son burlesco de los gavilanes que rasguean sobre el papel, me río de mi pueril vanidad. ¿Vivirán estos apuntes más que la mano que los escribe? Por sí o por no, y contando con que ha de saltar, andando los tiempos, un erudito rebuscador o prendero de papeles inútiles que coja estos míos, les sacuda el polvo, los lea y los aderece para servirlos en el festín de la general lectura, he de poner cuidado en que no se me escape cosa de interés, en alumbrarme y guiarme con la luz de la verdad, y en dar amenidad gustosa y picante a lo que refiera; que sin un buen condimento son estos manjares tan indigestos como desabridos.

¿Posteridad dijiste? No me vuelvo atrás; y para que la tal señora no se consuma la figura investigando mi nombre, calidad, estado y demás circunstancias, me apresuro a decirle que soy José García Fajardo, que vengo de Italia, que ya iré contando cómo y por qué fui y a qué motivos obedeció mi vuelta, muy desgraciada y lastimosa por cierto, pues llego exánime, calado hasta los huesos, con menos ropa de la que embarqué conmigo, y más desazones, calambres y mataduras. Peor suerte tuvo la caja de libros que me acompañaba, pues por venir sobre cubierta se divirtieron con ella las inquietas aguas, metiéndose a revolver y esponjar lo que las mal unidas tablas contenían, y el estropicio fue tan grande, que los filósofos, historiadores y poetas llegaron como si hubieran venido a nado... Pero, en fin, con vida estoy en este posadón, que no es de los peores, y lo primero que hemos hecho mis libros y yo es ponernos a secar... ¡Oh rigor de los hados! Los tomos de la Storia d’ogni Letteratura, del abate Andrés, y el Primato degli italiani, de Gioberti, están caladitos hasta las costuras del lomo: mejor han librado Gibbon, Ugo Fóscolo, Pellico, Cesare Balbo y Cesare Cantú, con gran parte de sus hojas en remojo. Helvecio se puede torcer, y Condillac se ha reblandecido... De mí puedo decir que me voy confortando con caldos sustanciosos y con unos guisotes de pescado muy parecidos a la Zuppa alla marinara que sirven en los bodegones de la costa romana.

15 de octubre. Advierto que la fisgona Posteridad, volviendo hacia atrás la cabeza, me interroga con sus ojos penetrantes, y yo le contesto: «Se me olvidó deciros, gran señora, que tres días antes de abandonar el italiano suelo cumplí años veintidós; que mi rostro y talle, según dicen, antes me restan que me suman edad, y que mis padres me criaron con la risueña ilusión de ver en mí una gloria de la Iglesia.» Cómo disloque por natural torcedura de mi espíritu la vocación irreflexiva de mis primeros años, y cómo desengañé cruelmente a mis buenos padres, no puedo referirlo mientras no me oree, me desentumezca y me despabile.

San Mateo, 19 de octubre. Ayer, no repuesto aún del quebranto de huesos ni del romadizo que me dejó la mojadura, aproveché la salida de un tartanero y acá me vine en busca de mejor vehículo que me lleve a Teruel, desde donde fácilmente podré trasladarme a la ilustrísima ciudad de Sigüenza. Allí rodó mi cuna, si no de marfil y oro, de honrados mimbres con mecedoras de castaño, y allí reside desde los comienzos del siglo mi familia, cuyo fundamento y solar figuran en los anales de la histórica villa de Atienza... Adivino la curiosidad de i posteri por conocer los móviles que me sacaron de mi casa dos años ha, llevándome casi niño a tierras distantes, y allá van mis noticias. Sepan que, apenas entrado en la edad de los primeros estudios, diome el Cielo luces tan tempranas, que mi precocidad fue confusión de los maestros antes que orgullo y esperanza de mi familia, pues declarándome fenómeno, creyeron mis padres que yo viviría poco, y maldecían mi ciencia como sugestión de espíritus maléficos. Pero al fin profesores y familia convinieron en que yo era un prodigio, con más intervención de las potencias celestes que de las demoníacas, y solo se pensó en equilibrarme con buenas magras y un cuidado exquisito de mi nutrición. Ello es que a los catorce y a los dieciséis años ostentaba yo variados conocimientos en Humanidades y en Historia, y a los diecinueve era más filósofo que los primeros que en el Seminario de San Bartolomé gozaban de esta denominación. Devoré cuantos libros atesoraban aquellas henchidas bibliotecas y otros muchos que por conductos diferentes a mí llegaron; poseía el don de una memoria tan holgada, que en ella, como en inmenso archivo, cabía cuanto yo quisiera meter; poseía también la facultad de vaciarla, sacando de mis depósitos con fácil y seductora elocuencia todo lo que entraba por las lecturas, y lo mucho que daba de sí mi propio caletre. Antes de cumplir los cuatro lustros, mis adelantos eran tales, que los maestros y yo reconocimos haber llegado al summum del conocimiento posible en cátedras de Sigüenza, y que ni yo ni ellos podíamos saber más.

En esto, un eclesiástico de espléndida fama como teólogo y canonista, don Matías de Rebollo, primo de mi madre, protegido de Don José del Castillo y Ayenza (que como asesor de la Embajada le llevó a Roma, dejándole después en la Rota), recaló un verano por Sigüenza, y no bien hizo mi descubrimiento, propuso a mis padres llevarme consigo a la llamada Ciudad Eterna, para que en ella diese la última mano a mis estudios y recibiera las órdenes sagradas. Por su posición y valimiento en la Corte Pontificia podía el buen señor dirigirme en la carrera sacerdotal y empujarme hacia gloriosos destinos... Mi juvenil ciencia, que a todos deslumbraba, y la dulzura de mi trato inspiraron a don Matías un ansia muy viva de cuidarme y protegerme; y a las dudas de mis padres, que no querían separarse de mí, contestaba con la brutal afirmación de llevarme aunque fuera entre alguaciles. Por fin, mi madre, que era quien más extremaba la fuerza centrípeta por ser yo el Benjamín de la familia, cedió tras largas disputas que de lo familiar subían a lo teológico, y sublimado su amor hasta el sacrificio, entregome al reverendo canonista, pidiendo a Dios los necesarios años de vida (que no habían de ser muchos) para verme volver con mitra y capelo.

Ved aquí el porqué de mi partida para Italia. Sabed también que me instalé en Roma en septiembre del 45, bajo el pontificado de Gregorio XVI, el cual al año siguiente pasó a mejor vida, y que aposentado en la propia casa de mi protector, fui atacado de malaria y estuve a dos dedos de la muerte; que restablecido concurrí a las cátedras de la Sapienza y a otros centros de enseñanza, disponiéndome para la tonsura. De lo que en el transcurso del 46 hice, y de lo que no hice; de lo que me ocurrió por sentencia de los hados, y de lo que mi voluntad o irresistibles instintos determinaron, hablaré otro día, pues para ello necesito prepararme de sinceridad y aun de valor... ¿Debo decirlo, debo callarlo? ¿Qué cualidad preferís en el historiador de sí mismo: la melindrosa reserva o la honrada indiscreción?

23 de octubre. Molido y hambriento llego a Teruel. Uno de mis compañeros de suplicio, que con sus donosas ocurrencias amenizó el molesto viaje en la galera, me decía, cuando avistamos la ciudad, que se comería las momias de los amantes si se las sirvieran puestas en adobo con un buen moje picante y alioli... En la posada, un arrumbado catre es para mis pobres huesos mejor que la cama de un rey, y la olla con más oveja que vaca, manjar digno de los dioses. Mientras como y descanso, no se aparta de mi mente el compromiso en que estoy de referir los graves motivos de mi regreso a la patria. Ello es un tanto delicado; pero resuelto a perpetuar la verdad de mi vida para enseñanza y escarmiento de los venideros, lo diré todo, encerrando la vergüenza con la izquierda mano, mientras la derecha escribe; y por fin, las precauciones que tomo para que nadie me lea hasta después de mi muerte (que Dios dilate luengos años), quitan terreno a la vergüenza y se lo dan a la sinceridad, la cual debe producirse tan desahogadamente, que, más que Memorias, sean estas páginas Confesiones.

Al relato de mi salida de Roma precederán noticias del tiempo que allí estuve. Algo y aun algos hay en esta parte de mi existencia que merece ser conocido. Mi protector era demostración viva de la flexibilidad de los castellanos en tierras extranjeras; adaptábase maravillosamente a los usos romanos, reblandeciendo la tosquedad austera del carácter español para que como cera tomase las formas de una nación y raza tan distintas de la nuestra. Desde que le vi en Roma, don Matías me parecía otro, y su habla y sus dichos, sus maneras y hasta sus andares, no eran los del clérigo seguntino austero y grave, con menos gracia que marrullería, siempre dentro del correcto formulario de nuestra encogida sociedad eclesiástica. Desde que desembarcamos en Civitavecchia, tomó los aires del prete romano y la desenvoltura graciosa de un palaciego vaticanista. La severidad de que blasonaba en España, cayó de su rostro como una careta sofocante, y le vi respirando bondad, indulgencia, y preconizando en la práctica toda la libertad y toda la alegría compatibles con la virtud. Espléndida era su mesa, y extensísimo el espacio de sus amistades y relaciones, comprendidas algunas damas elegantes que frecuentaban su trato sin el menor detrimento de la honestidad. Digo esto para explicar que no aprisionara mi juventud en la estrechez de las obligaciones escolares, ni me encerrara en conventos o seminarios de rigurosa clausura. Confiado en la sensatez que mi apocamiento le revelaba, y creyéndome exento de pasiones incompatibles con mi vocación, me instaló en su propio domicilio, fijándome horas para concurrir a las cátedras de la Sapienza, horas para leer y estudiar en casa, y dejándome lo restante del día en el franco uso de mi libertad. Debo indicar que ésta consistía en andar y rodear por Roma con dos muchachos de mi edad, de familia ilustre, que tenían por ayo a un modenés llamado Cicerovacchio, personaje mestizo de laico y clérigo, árcade, mediano poeta, buen arqueólogo, reminiscencia interesante de los abates del siglo anterior.

Que fue para mí gratísima tal compañía, y muy provechosas aquellas deambulaciones por la grande y poética Roma, no hay para qué decirlo. A los tres meses de fatigar mis piernas corriendo de uno en otro monumento y de ruina en ruina, y al través de tantas maravillas enteras o despedazadas, ya conocía la ciudad de las siete colinas como mi propia casa, y fui brillante discípulo del buen Cicerovacchio en antigüedades paganas y papales, y casi su maestro en el conocimiento topográfico de la magna urbs, desde la plaza del Popolo a la vía Apia, y desde San Pedro a San Juan de Letrán. El Campo Vaccino fue para mí libro sabido de memoria, y los museos del Vaticano y Capitolio estamparon en mi mente la infinita variedad de sus bellezas. A los seis meses hablaba yo italiano lo mismo que mi lengua natal; los pensamientos se me salían del caletre vestidos ya de las galas del bel parlare, y metidos Maquiavelo y Dante, Leopardi y Manzoni dentro de mi cerebro, me enseñaban a componer verso y prosa, figurándome yo que no era más que una trompa o caramillo por donde aquellas sublimes voces hablaban.

No quiso Dios que me durase mucho esta dulce vida, y sentenciándome tal vez a ser contrastado por pruebas dolorosas, convirtió la tolerancia de mi protector en severidades y desconfianzas, que poniendo brusco término a mi libertad iniciaron el incierto, novísimo rumbo de mi existencia, como diré cuando tenga ocasión y espacio en las pausas de este camino. Y por esta noche, ¡oh Posteridad que atenta me escuchas!, no tendrás una palabra más, que me caigo de sueño, y con tu licencia me voy al camastro.

II

Molina de Aragón, 27 de octubre. Vedme aquí alojado y asistido a cuerpo de rey, en casa de unos primos de mi padre, los Ximénez de Corduente, labradores ricos, hechos a la vida oscura y fácil de estos tristes pueblos, con las orejas enteramente insensibles a todo mundanal ruido. Para obsequiarme a sus anchas, hácenme comer cinco veces más de lo que soporta mi estomago, y como no valen protestas ni excusas contra tan desmedido agasajo, me resigno a reventar una de estas noches. Adiós Memorias, adiós Confesiones mías: ya no podré continuaros: mi fin se acerca. Muero de la enfermedad contraria al hambre... Luego, estos azarantes primos de mis pecados, curioseando de continuo en derredor de mí, me privan del sosiego necesario para escribir. Pongo punto... Quédese para mejor ocasión, si escapo con vida de estos atracones.

Anguita, 29. Aquí paso la noche, y en la soledad de mi alojamiento angosto y frío, me dedico a escribir lo que me dejé en los tinteros de Molina. Y ahora que estoy, por la gracia de Dios, a nueve leguas largas de los Ximénez de Corduente, y no pueden refitolear lo que escribo, voy a vengarme de los hartazgos con que me pusieron al borde de la apoplejía, y en la libertad de mis Confidencias declaro y afirmo que no hay mayores brutos en toda la redondez de la Alcarria, si alcarreña es la tierra de Molina. Respecto a los padres atenuaré la calificación, consignando que por sus prendas morales se les puede perdonar su estolidez; pero en cuanto a los hijos, no retiro nada de lo dicho: nunca he visto señoritos de pueblo más arrimados a la cola de la barbarie, ni gaznápiros más enfadosos con sus alardes de fuerza fruta y su desprecio de toda ilustración. Y no tomen esto a mala parte los demás chicos de Molina, que allí los hay tan listos y cortesanos como los mejores de cualquiera otra ciudad. Solo contra mis primos va esta flagelación, porque son ellos raro ejemplo de incultura en su patria. Ni una chispa de conocimientos ha penetrado en tan duras molleras, y alardean de ignorantes, orgullosos de poder tirar del arado en competencia con las pujantes mulas. Mirábanme como a un bicho raro, y viendo la mezquindad de mi equipaje al volver de Italia, zaherían mi saber de latín y griego. Ellos son ricos, yo pobre. No les envidio; deme Dios todas las desdichas antes que convertirme en mojón con figura humana, y príveme de todos los bienes materiales conservándome el pensamiento y la palabra que me distinguen de las bestias...

Y sigo con mi historia. ¿Queréis saber por qué me retiró su confianza don Matías? Ved aquí las causas diferentes de mi desgracia: la inclinación vivísima que a las cosas paganas sentía yo sin cuidarme de disimularla; mis preferencias de poesía y arte, manifestadas con un calor y desparpajo enteramente nuevos en mí; la soltura de modales y flexibilidad de ideas que repentinamente adquirí, como se coge una enfermedad epidémica o se inicia un cambio fisiológico en las evoluciones de la edad; mi despego de los estudios teológicos, exegéticos y patrológicos, en los cuales mi entendimiento desmentía ya su anterior capacidad; la insistencia con que volvía los cien ojos de mi atención a historiadores y filósofos vitandos, y aun a poetas que mi protector creía sensuales, frívolos y de poco fuste, pues él, por una aberración muy propia de la monomanía humanista, no quería más que clásicos latinos, sin poner pero a los que más cultivaron la sensualidad. Presumo yo que en esta displicencia del bondadoso don Matías no tenía poca parte su grande amigo y mecenas el embajador de España, don José del Castillo, el cual nunca se mostró benévolo conmigo, y opinaba por que se me sometiera a un régimen más riguroso, resueltamente eclesiástico.

Si no me quería bien don José del Castillo y Ayenza, yo le pagaba en la moneda de mi antipatía. Aquel señor chiquitín y enteco, desapacible y regañón, consumado helenista, mas tan celoso guardador de su conocimiento que a nadie quería transmitirlo, no fue entonces ni después santo de mi devoción. Cuando llegué a Roma, examinome de poetas griegos, y hallándome no mal instruido, pero poco fuerte en la lengua, me indicó los ejercicios que debía practicar, se jactó de la constancia de sus estudios y me cantó el versate mane; mas no añadió aquel día ni después ninguna advertencia o nuevo examen por donde yo le debiera gratitud de discípulo o maestro. Tengo por seguro que él fue quien sugirió a don Matías la idea de encerrarme, porque mi buen paisano no veía más que por los ojos del traductor de Anacreonte, ni apartarse sabía de la órbita de pensamientos que su amigo le trazaba. Ningún día dejaba Rebollo de meter sus narices en el Palazzo di Spagna, y ambos se entretenían en dirigir con el cocinero guisos españoles, o en chismorrear de cuanto en el Vaticano y Quirinal ocurría. En aquellas merendonas y comistrajes de arroz con mariscos, nació sin duda la resolución de mi encierro, para lo cual se escogió el colegio de San Apolinar, regido por los frailes del inmediato convento de San Agustín. Entre uno y otro instituto, próximos a la plaza Navona, corre la torcida via Pinellari, de interesante memoria para el que esto escribe.

Duro fue el paso de la relativa libertad a la prisión, y mis ojos, habituados a la plena luz, penosamente se acomodaban a la oscuridad de tan estrecha vida, con disciplina entre militar y frailesca. Debo declarar que los agustinos no eran tiranos en el régimen escolar ni en el trato de los alumnos, y entre ellos los había tan ilustrados como bondadosos. Gracias a esto, mi pobre alma pudo entrar por los caminos de la resignación. Pero mi mayor consuelo fue la amistad que desde los primeros días contraje y estreché con dos mozuelos de mi edad, reducidos a la sujeción del colegio con un fin penitenciario. Llamábase el uno Della Genga, perteneciente a la ilustre familia de León XII, antecesor del que entonces regía la Iglesia; el otro, Fornasari, milanés, de una familia de ricos mercaderes. Ambos eran muy despiertos y de gentil presencia. Della Genga sentía inclinación ardiente a la política y a la poesía, dos artes que allí no rabiaban de verse juntas, y con sutil ingenio daba romántico esplendor a las ideas subversivas; Fornasari, revolucionario en música, nos repetía los alientos vigorosos de Verdi y sus guerreras estrofas, que hacían estremecer los muros viejos, como las trompetas de Jericó. Su aspiración era dedicarse a cantante de ópera, y creía poseer una voz de bajo de las más cavernosas. Pero su familia le queda clérigo, y le sentenció al internado como expiación de travesuras graves. Fogoso y sanguíneo, el milanés contrastaba con nuestro compañero y conmigo, pues ambos éramos de complexión delicada, nerviosa y fina. Della Genga tenía semejanza con Bellini y con Silvio Pellico.

Si yo había entrado en San Apolinar con fama de inteligente y aplicado, no tardé en adquirirla de negligente y díscolo, mereciendo no pocas admoniciones de los maestros y del Rector. No había fuerza humana que me hiciera mirar con interés el estudio de la Escolástica y de la Teología, y aunque a veces, cediendo a la obligación, intentaba encasillar estos conocimientos en mi magín, salían ellos bufando, aterrados de lo que encontraban allí. Fue que, impensadamente, había yo hecho en mi cerebro una limpia o despejo total, repoblándolo con las ideas que Roma y mis nuevas lecturas me sugirieron. Ya no tomaba tanto gusto de las Humanidades puras, ni encerraba la belleza poética dentro de los áureos linderos del griego y del latín; ya la filosofía que aprendí en Sigüenza se me salía del entendimiento en jirones deshilachados, y no sabía yo cómo podría recogerla y apelmazarla en las cavidades donde estuvo; ya las nociones primarias de la sociedad y de la política, de la vida y de los afectos, ante mí yacían rotas y olvidadas, como los juguetes que nos divierten cuando niños, y de hombres nos enfadan por la ridiculez de sus formas groseras.

Los tres que nos habíamos unido en estrecho pandillaje ofensivo y defensivo leíamos a escondidas libros vitandos, y los comentábamos en nuestras horas de recreo. Della Genga introdujo de contrabando las Ideas sobre la Historia de la humanidad, de Herder, y Fornasari guardaba bajo llave, entre su ropa, el libro de Pierre Leroux De l’humanité, de son Principe et de son avenir. Con grandes embarazos leíamos trozos de ambas obras, que cada cual explicaba luego a los dos compañeros. El hábito de la ocultación, del misterio, nos llevó a sigilosas prácticas inspiradas en el masonismo, y no tardamos en inventar signos y fórmulas con las cuales nos entendíamos, burlando la curiosidad de nuestros compañeros. Estaban de moda entonces la masonería y el carbonarismo, y Fornasari, que era el mismo demonio y se había instruido no sé cómo en los ritos y garatusas de aquellas sectas, estableció entre nosotros un remedo de ellas, poniéndonos al tanto de los sistemas y artes de la conspiración. Nos teníamos por representantes de la Joven Italia dentro de aquellos muros, y con infantil inocencia creíamos que nuestra misión no había de ser enteramente ilusoria.

Don Matías, que en los comienzos de mi encierro me visitaba con frecuencia, reprendiéndome por mi desaplicación, iba después muy de tarde en tarde, y la última vez que le vi me sorprendió por la demacración de su rostro y por el ningún caso que hacía de mis estudios. Otra particularidad muy extraña en él me causó pena y asombro: habíame hablado siempre mi buen protector en castellano neto, sin que empañara la majestad del idioma con extranjero vocablo. Pues aquel día mascullaba un italiano callejero que era verdadera irrisión en su limpia boca española, y cortando a menudo el rápido discurso cual si su entendimiento trepidara con interrupciones rítmicas y la memoria se le escapara, decía: «Ho perso il boccino», y esto lo repetía sin cesar, dando vueltas por la sala-locutorio con una inquietud impropia de su grave carácter. Despidiose bruscamente sonriendo, y en la puerta me saludó con la mano como a los niños, y se fue agitando las dos junto a su cráneo, sin dejar el estribillo ho perso il boccino... (se me va la cabeza).

Grandemente me alarmó la extraordinaria novedad en las maneras y lenguaje de mi protector, y en ello pensé algunos días, hasta que absorbieron mi atención sucesos que a mí y a mis caros compañeros nos afectaban profundamente. La imposición de un fuerte castigo al bravo Fornasari fue parte a que nos declarásemos en rebeldía franca. Mientras nuestro amigo gemía en estrecho calabozo, discurríamos Della Genga y yo las fechorías más audaces, sin otros móviles que el escándalo y la venganza; y por fin, adoptando y desechando diferentes planes sediciosos, concluimos por escoger el más humano y atrevido; sacar de su prisión a Fornasari y escaparnos los tres, aventura novelesca cuyos peligros nos ocultaba el entusiasmo que nos poseía y la jactanciosa confianza en nosotros mismos. Lo que de fuerza física nos faltaba lo suplía la astucia, y en aquel trance me revelé yo de revolucionario y violador de cárceles, porque todo lo urdí con admirable precisión y picardía, ayudado del claro juicio de mi compañero. La suerte nos favoreció, y la Naturaleza coadyuvó al éxito de la empresa, desatando aquella noche sobre Roma una tempestad que nos hizo dueños de los tejados, pues ni aun los gatos se atrevían a andar por ellos. Amparados de la oscuridad y del ruido con que los furiosos elementos asustaban a todos los moradores de San Apolinar, violentamos la prisión de Fornasari; provistos de sogas escalamos las techumbres, y envalentonados por la libertad que de fuera nos llamaba, así como por el miedo que de dentro nos expelía, saltamos al techo de las capillas bajas, de allí a la sacristía y baptisterio anexo, y por fin a la via Pinellari, donde ni alma viviente podía vernos, pues hasta los búhos se guarecían en sus covachas, y el viento y la lluvia eran encubridores de nuestra juvenil empresa.

Ya teníamos concertado refugiarnos en el Trastévere y plantar allí nuestros reales, por ser aquel arrabal propicio al escondite, y además muy del caso para el vivir económico a que nos obligaba la flaqueza de nuestro peculio. Della Genga tenía algún oro, yo un poco de plata, y Fornasari piezas de cobre. Reunidos en común acervo los tres metales y nombrado yo tesorero, nos aposentamos cerca de la Puerta de San Pancracio en una casa modestísima, donde fuimos recibidos con desconfianza por no llevar más ropa que la puesta. En el aprieto de nuestra fuga, que no nos permitía ninguna clase de impedimenta, harto hicimos con procuramos el vestido seglar que había de cubrir nuestras carnes al despojarnos de la sotana. Fue primera y necesaria diligencia, apenas instalados, comprar algunas camisas, para que viesen nuestras locandieras que no éramos descamisados; pero no nos valió este alarde de dignidad, porque la desconfianza patronil no disminuyó, y en cambio creció nuestro miedo al reparar que nos habíamos metido en una cueva de ladrones y desalmada gentuza de ambos sexos. Salimos de allí con nuestras ansias, y rodando por la gran ciudad dimos con nuestros cuerpos en un casucho situado en la Bocca della Verità, donde hallamos acomodo entre gente pobrísima.

Indudablemente, nuestro destino nos llevaba a situaciones arriesgadas, pues sin pensarlo nos habíamos ido a vivir en el cráter de un volcán: debajo de nuestro aposento, en lugar oscuro y soterrado, había una logia. Lejos de contrariarnos esta peligrosa vecindad, fue para los tres motivo de contento, y Della Genga, que era tan antojadizo como tenaz, no paró hasta procurarnos entrada en aquel antro, donde podíamos satisfacer nuestro candoroso anhelo de masonismo. Lo que allí vi y escuché no correspondió al concepto que de los sectarios habíamos formado los tres en nuestras íntimas conversaciones. Mi desilusión fue, sin duda, mayor que la de mis amigos. Fornasari largó una noche un discurso lleno de hinchados disparates; pero su espléndida voz triunfó de los desvaríos de su lógica, y le aplaudieron a rabiar.

Hubiera yo querido que durante el día nos ocupáramos en algo que nos trajese medios de sustento, y que destináramos las noches a cosas distintas del vagar por calles y plazuelas, o del servir de coro trágico en la logia; pero la desmayada voluntad de Della Genga no me ayudaba en mis iniciativas, y el otro parecía encontrar en la profesión masónica el ideal de sus ambiciones. En esto sobrevino la muerte del papa Gregorio XVI, motivo de grande emoción en Roma, y en nuestra pequeñez no pudimos sustraernos al torbellino de opiniones y conjeturas referentes a la incógnita del sucesor. Durante muchos días no hablábamos de otra cosa, y cada cual tomaba partido por este o el otro candidato: ¿Sería elegido Lambruschini? ¿Seríalo Gizzi? A tontas y a locas, y sin ningún conocimiento en que fundar mi presunción, yo patrocinaba a Mastai Ferretti: era mi candidato, y lo defendía contra toda otra probabilidad, cual si hubiera recibido secretas confidencias del Espíritu santo. Della Genga apostaba por Lambruschini, amigo de la familia y hechura de León XII; Fornasari, oficiando de cónclave unipersonal, votaba por Gizzi, que gozaba opinión de liberal con ribetes de masónico, como había demostrado en su gobierno de la Legación de Forli. Iba más lejos Fornasari, asegurando que Gizzi tomaría el nombre de Gregorio XVII. De mi candidato Mastai se burlaban mis compañeros, declarando el uno que Austria no le quería, y que Francia y Bélgica apoyaban resueltamente a Gizzi. En estas disputas llegaron los perros... quiero decir los criados de Della Genga, a punto que entrábamos en la trattoria de la plaza Cenci, a dos pasos del Ghetto, y ayudados de polizontes cogieron al prófugo caballerito, y poco menos que a viva fuerza se le llevaron. Escapamos Fornasari y yo corriendo como exhalaciones.

¡Cuán triste fue la pérdida, o digamos salvación, de nuestro amigo! Aquella noche, viéndonos sin su compañía en el sucio camaranchón, lloramos como si se nos hubiera muerto un hermano. Y a la noche siguiente, hallándome yo dolorido de todo el cuerpo, salió Fornasari a comprar en la tienda cercana algunas fruslerías para nuestra nutrición, que de manjares, ¡ay!, muy pobres nos sustentábamos. Le esperé toda la noche, y no pareció... Para no cansar: ésta es la hora en que no he vuelto a verle; ni volvió, ni he sabido más de mi desgraciado amigo. Digo desgraciado, por no saber qué decir. Pasados tres días de ansiedad e inanición, salí de mi tugurio, no con intento de buscar al perdido, sino de alejarme de aquellos lugares, en que de continuo turbaba mis oídos runrún de polizontes.

Amparado de la callada noche, me fui hacia Monte Testaccio, donde tuve la suerte de encontrar un alfarero que quiso admitirme, sin más estipendio que la comida, a las faenas de su industria, aplicándome a dar vueltas a la rueda del artefacto con que amasaba la arcilla. El primer día, ¡cosa más rara!, me agradó el continuo revolver de noria, que a pensar me estimulaba. Pero pronto hube de cansarme de aquel método de raciocinio, y como el pienso no era bueno ni me daba el necesario vigor para sostener mis funciones de caballería pensante, me despedí. La vagancia, la mendicidad, el dormir en bancos al raso o bajo pórticos del Campo Vaccino, el comer lo que me daban en porterías de hospicios o conventos, fueron mis modos de existencia en aquellos tristes días. Harto ya de sufrir ayuno de buenos alimentos, y cubierto de andrajos, llegué al límite en que mi dignidad se reconciliaba con mis angustiosas necesidades físicas. Viendo en mí la dramática situación del Hijo Pródigo, me decidí a volver a la casa de mi buen don Matías. Costome no pocas ansiedades el resolverlo, y tan pronto caminaba hacia allá, como retrocedía, con terror de merecidas reprimendas... Por fin cerré los ojos, y llena el alma de contrición y humildad, llamé a la puerta de mi salvación, en la plaza de San Lorenzo in Lucina. Abrió un criado vestido de luto, que no me conoció: tan lastimosa era mi facha. Insistí en que no era yo un pobre desconocido que imploraba limosna: mi voz reveló lo que ocultaban mis harapos. Al fámulo se unió la cocinera, y con fúnebre dúo de requiem me dijeron que mi protector había muerto. ¡Oh súbita pena, oh inanición cruel!... Mi turbada naturaleza no supo separar el noble sentimiento del brutal instinto, y llorando me abalancé a la comida que me ofrecieron.