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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
Los duendes de la camarilla

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-311-7.

ISBN ebook: 978-84-9007-227-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 14

III 21

IV 27

V 32

VI 37

VII 42

VIII 48

IX 53

X 58

XI 63

XII 68

XIII 73

XIV 79

XV 85

XVI 90

XVII 95

XVIII 99

XIX 104

XX 109

XXI 114

XXII 120

XXIII 125

XXIV 131

XXV 136

XXVI 143

XXVII 148

XXVIII 153

XXIX 159

XXX 165

XXXI 171

XXXII 177

XXXIII 181

Libros a la carta 187

Brevísima presentación

La obra

Los duendes de la camarilla es la tercera novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

La novela cuenta la historia de amor entre el Capitán Bartolomé «Tolomín» Gracián, militar revolucionario y en rebeldía, condenado a muerte en consejo de guerra y prófugo de la justicia, y la tan bella como pobre Lucila Ansúrez. Sobre la suerte de esta pareja de enamorados actuarán oscuras y misteriosas fuerzas, algunas de las cuales parecen provenir de las propias habitaciones del palacio real. Los llamados duendes de la camarilla no son otros que las monjas, religiosos y cortesanos que rodean con sus esperpénticos manejos la corte de Isabel II (que acaba de tener a su primogénita), tratando de imponer los intereses de una orientación política ultraconservadora.

En esta novela somos testigos de la evolución de Pérez Galdós respecto a la progresiva importancia de las mujeres en sus historias. Aquí, el personaje de Lucila adquiere el rango de protagonista absoluta, sucesora de anteriores heroínas como Inés, Jenara, Demetria o Aura, por citar unas cuantas. Enamorada de una persona que, quizás, no la merece; traicionada por falsas amigas, hará todo lo posible para salvar a su enamorado, saltando sobre todas las convenciones morales de su época y asumiendo el papel de heroína hermosa, valiente y sensible.

Todo esto mientras Narváez, retirado a París, deja el gobierno en manos del todavía más absolutista Juan Bravo Murillo.

I

Medio siglo era por filo... poco menos. Corría noviembre de 1850. Lugar de referencia: Madrid, en una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro.

La mañana había sido glacial, destemplada y brumosa la tarde; entró la noche con tinieblas y lluvia, un gotear lento, menudo, sin tregua, como el llanto de las aflicciones que no tienen ni esperanza remota de consuelo. A las diez, la embocadura de la calle de Rodas por la de Embajadores era temerosa, siniestro el espacio que la oscuridad permitía ver entre las dos filas de casas negras, gibosas, mal encaradas. El farol de la esquina dormía en descuidada lobreguez; el inmediato pestañeaba con resplandor agónico; solo brillaba, despierto y acechante, como bandido plantado en la encrucijada, el que al promedio de la calle alumbra el paso a una mísera vía descendente: la Peña de Francia. Ánimas del Purgatorio andarían de fijo por allí; las vivientes y visibles eran: un ciego que entró en la calle apaleando el suelo; el sereno, cuya presencia en la bajada al Rastro se advirtió por la temblorosa linterna que hacía eses de una en otra puerta, hasta eclipsarse en el despacho de vinos; una mendiga seguida de un perro, al cual se agregó otro can, y siguieron los tres calle abajo... En el momento de mayor soledad, una mujer dobló con decidido paso la esquina de Embajadores, y puso cara y pecho a la siniestra calle, sin vacilación ni recelo, metiéndose por la oscuridad, afrontando animosa las molestias y peligros del suelo, que no eran pocos, pues donde no había charco, había resbaladizas piedras, y aquí y allá objetos abandonados, como cestos rotos o montones de virutas, dispersos bultos que figuraban en la oscuridad perros dormidos o gatos en acecho.

Que la mujer era joven se revelaba en la viveza de su marcha, y en la gracia exquisita de aquel paso de baile con que sus pies ligeros sabían evitar las mojaduras y asentar en los puntos más sólidos. Tan pronto se arrimaba a las casas de la derecha como a las de la izquierda, con pericia de práctico navegante. Las gotas de lluvia bailaban en los charcos, produciendo un punteado luminoso: era la única claridad que permitía discernir los contornos de aquel archipiélago, y precisar sus sirtes engañosas o el seguro de sus islotes. La moza, que tal era sin duda, pues no hay disfraz que disimule la juventud, iba totalmente vestida de negro, falda y pañuelo de manta del color de la noche, lo mismo que el pañuelo de la cabeza. Solo llevaba color chillón en los pies, calzados con zapatos o borceguíes rojos, de un tono vivo de púrpura, como la sotana de los monagos. Esto era en verdad singularísimo, y cuando se levantaba la faldamenta, no tanto para evitar el lodo, como para tener mayor desembarazo en sus ondulaciones coreográficas, el paso de la consabida mujer hacía pensar en artes y travesuras de brujería... En la pendiente de la calle estaba ya, donde los baches y pedruscos entorpecían más el perverso camino, cuando vio sombrajos de personas que subían del Rastro. El recelo y la curiosidad la detuvieron; se metió detrás de un esquinazo para observar. Su actitud habría podido trasladarse al lenguaje común sin más literatura que esta sencilla interrogación: «¿Serán...?» Parecía que se tranquilizaba oyendo y reconociendo sus voces; y cuando les vio escurrirse por la Peña de Francia, descender aprisa dando tumbos, por lo que más parecía torrente que calle, y sumirse por un agujero, como alimañas que habitan en los cimientos de los edificios, la moza recobró completamente su tranquilidad. Los chapines rojos, que eran lo único de ella que en aquel silencioso navegar hablaba, dijeron claramente, brincando de guijarro en guijarro: «No hay cuidado; son...» A poco de esto, empujaba una puerta, en la acera derecha, y se metía en un antro...

El cual no era otra cosa que un vasto depósito de puertas, ventanas, balcones, rejas y persianas, despojo de casas derribadas, todo ello, por obra de la oscuridad de aquella noche tristísima, convertido en aglomeración de formas durmientes. Dormían las filas de puertas ordenadas por tamaños, como inmensos tomos de interminables enciclopedias; dormían los que fueron balcones y ya parecían jaulas; dormían las rejas, que ya eran como descomunales parrillas para el asado de bueyes enteros. Peor estaban aquellos pisos que los de la calle, porque junto a la entrada se había formado una laguna de riberas lejanas, desconocidas. Pero la viajera de los rojos escarpines, que ya dominaba la orografía de aquellos lugares, se escabulló lindamente con viradas o quiebros oportunos, hasta que arribó al puerto... Vio luz, entró bajo techo, y una mujer o señora, que esto no podía definirse aún, le tocó la ropa y con lástima cariñosa le dijo: «Vienes caladita. Vete a la cocina y sécate, y come alguna cosa, mujer.» La de los zapatos colorados respondió con una fórmula de gratitud, añadiendo que no podía entretenerse... Fácilmente se comprendía que una mayor querencia que el secarse y comer solicitaba con imperio su voluntad. «Vete, vete pronto arriba —le dijo la que sin duda era dueña de la casa—. Estás deshecha por llegar pronto, y hartarte de mimo... ¡Ay, hija! la juventud es un gusanillo que pide ilusión y tienes que dársela: si no, te come toda la vida. Más vale suspirar de joven por enamorada que de vieja por desconsolada. Aprovecha el tiempo, que vuela, hija, llevándose las ocasiones, y el muy perro se las guarda para que no puedan volver...» Más dijo, más quiso decir, revelándose en tan corto instante como habladora sin tasa; pero la otra, que ya conocía y padecer solía el torbellino de sus vanos discursos, no la dejó aquella noche asegurar la hebra, y extremando sus prisas impacientes dijo: «Señá Casta, con permiso... Déjeme subir, que vengo retrasada y estará con cuidado.»

Sin dar espacio a más razones metiose por un pasillo anguloso, saludó a una criada, acarició a dos niños que de los aposentos alumbrados y calentitos salían a verla, y por una puerta próxima a la cocina humeante pasó a otro patio más pequeño que el primero, y como aquel, húmedo, tenebroso, atestado de material de derribos, predominando los fragmentos de altares, de púlpitos y demás carpintería eclesiástica. Por la estrecha calle que las pilas de aquellos nobles vestigios dejaban al tránsito, se escabulló con ligereza hasta dar con una escalera por la cual subió, como si dijéramos, de memoria, palpando y reconociendo con manos y pies. De ladrillo y nada corto era el primer tramo. Torciendo a la derecha encontró la moza el segundo, de madera, interminable serie de peldaños temblorosos y gemebundos, sin ningún descanso, sin vuelta, todo seguido, seguido, en fatigante línea recta trazada en los senos de la pesadilla. La última parte de aquella lucha opresora con las alturas iba por descubiertos espacios. Mirando hacia abajo se veía el patio grande, parte de la calle de Rodas, y a la izquierda patios de casas domingueras, en cuyas celdas se veían claridades, y a lo largo de los corredores o en las entornadas puertas sombras movibles. Rumor de humanidad subía también, y un cuchicheo de la vida afanosa requiriendo el descanso nocturno...

Vencido el último escalón encontrose la mujer en un secadero de pieles, que antes de ser visto se denunciaba por el olor nauseabundo. Pasó la viajera, conteniendo el aliento, por los bordes del tenderete, y llegó a una como azotea, secadero abandonado y en ruinas, conservando los pies derechos que habían sostenido su techumbre. Allí se detuvo un instante para tomar resuello y meter aire limpio en sus pulmones. Vio el patio de otra casa de corredor, correspondiente a la calle de la Pasión, y por costumbre de mirar al cielo en tales alturas echó atrás la cabeza con movimiento de astrónomo. Pero el cielo, que otras noches desplegaba su soberana hermosura sobre este montón de miseria y porquería en que vivimos, aquella noche parecía espejo en que se retrataba lo de abajo, un fangal sucio, tenebroso. Arreciaba la lluvia en aquel instante, y el agua, escurriéndose aquí, goteando allá, buscando presurosa todos los caminos y conductos que la condujeran a la tierra, hacía los ruidos más extraños. En los apanzados techos mohosos corría un bullicio de arroyuelo campesino, y en las canales rotas entregábase a ejercicios de fontanería burlesca. Los absorbederos en buen uso la paladeaban antes de tragarla.

En todo esto fijó brevemente su atención la de los rojos chapines, buscando en la observación de tales ruidos un alivio al miedo que otros le causaban, como el galopar frenético de ratones en retirada, y el bufido de gatos feroces que les buscaban las vueltas en las entradas y salidas del colgadero de pellejos... Aún tenía que franquear la moza un paso difícil para llegar al término de su viaje. Pisando tablas rotas, metiose por estrecho espacio entre una medianería y un grupo de chimeneas; llegó al alcance de un ventanón de vidrios emplomados, en parte rotos y sustituidos con papeles, y al reconocerlo por la claridad que los sucios cristales transparentaban, golpeó con los nudillos como anunciando su llegada... De allí pasó a un segundo hueco, que lo mismo podía ser ventana que puerta, con un batiente de cuarterones y otro de cristalera alambrada: empujó... Entró como paloma que vuelve al nido.

Era un recinto abohardillado, como de seis varas de largo por tres de anchura; por un extremo, de elevación bastante para que personas de buena estatura pudieran estar en pie, por el otro suficiente no más para un perro de mediana talla... La entrada de la mujer fue ruidosa: en ella, como un júbilo triunfal; en el que la esperaba, como término de ansiedad expectante. El farolillo que alumbraba la mísera estancia daba la claridad precisa para determinar vagamente los objetos, y no tomar por personas las prendas de ropa colgadas de una cuerda. La moza se adelantó hacia un camastro, que más bien debiera llamarse rimero de pieles, mantas y enjalmas; de aquel diván humilde surgió el busto de un hombre, que abiertos en cruz los brazos, exclamó: ¡Cuánto has tardado, mi alma! ¡En qué ansiedad me has tenido, corazón! No me consolaba más que la idea de morirme esta noche.

—¿Morirte tú, mi Tolomín, sin que tu Cigüela te dé licencia?... No faltaba más... —dijo ella sin abrazarle más que con la intención—. Chiquillo, no me abraces tú... Toca, y verás que estoy hecha una esponja. Déjame que me sacuda...

Diciéndolo, de un tirón desenlazó el pañuelo de la cabeza, quitose el de manta, y ambas piezas colgó en la cuerda de que pendían otras. Luego, risueña, con gracioso brinco, llegose al camastro, y alzando una pierna mostró el chapín rojo puntiagudo: Mia, mia qué pinreles traigo, Tolomín.

—¡Ay, qué bonitos! ¿De dónde has sacado eso? —dijo el hombre tirando del borceguí, que chorreaba.

—Ya te contaré —replicó la moza alargando el otro pie para que lo descalzara—. Pero antes de hablar eso, tengo que contarte otras cosas... Muchas cosas, Tolomín.

Desnudos quedaron los pies de Cigüela, y mojaditos como si hubiera venido descalza. El hombre acostado le tiró de la falda, la obligó a sentarse junto a él, y le secó un pie diciéndole cariñoso: ¡Pobre Güela, los trabajos que ella pasa por su Tolomín!... Dame ahora el otro: están heladitos.

—Ya se calentarán... ¡Con sentarme sobre ellos...! Pero antes tengo que arreglarte un poco tu sala, tu gabinete, tu camarín y toítas estas dependencias maníficas, como decimos las manolas, y maggg... Níficas, como decimos las señoritas del pan pringado... Verás, Tolomín, qué pronto despacho.

—Mientras me ordenas el mechinal, cuéntame lo que pasa en Madrid, que ello habrá sido gordo...

—No pasa nada, hijo...

—¿Cómo que no? Yo he oído tiros.

—Estás soñando.

—Tiros de fusilería, y alguno, alguno de cañón —afirmó el hombre con sincero convencimiento—. Oyéndolos, me dije: “Ya se armó”. Y como tardabas, pensé que por estar cortadas las calles no podías pasar hacia acá, y también me asaltó la idea de que te cogiera una bala perdida...

—¡Pobre Tolomín!... Dormido has oído los tiros; que quien despierto sueña con revoluciones y trifulcas, más ha de soñar cuando cierra el ojo.

—No, no: bien despierto estaba cuando oí los disparos de fusilería... y ello sonaba por esta parte: primero lejos, como en la Puerta del Sol; después más cerca, como en Puerta Cerrada.

—¡Ay, qué engañoso y qué visionero!... Te aseguro que esos tiros no han sonado más que en tu pobre magín enfermo, y que Madrid está más tranquilo que un convento de monjas... No, no es buena comparación... Más tranquilo que un cementerio...

—¿De veras no hay barricadas?... ¡Cigüela!

—Tolomín, no hay barricadas. Las habrá; consuélate con la esperanza. Las habrá... y tan altas que lleguen a los pisos terceros, si quieres... Pero lo que es hoy... ¡Bueno ha estado el día, y bonita la noche para esas bromas! Con las calles mojadas y la pólvora revenida ¿quieres tú jarana?... Las revoluciones quieren Sol, como los toros, y el patriotismo no ha de ser pasado por agua...

—Por decírmelo tú lo creo, que cuanto tú dices es para mí artículo de fe; pero yo estoy bien seguro de lo que oí... Segurísimo... ¡Pim, pam...! ¡Fuego...! ¡pim, pam...! duro y a la cabeza... ¡pim, pam!

—Ea, no te encalabrines... Te volverá la calentura.

—¡Libertad o muerte! ¡Fuego!

—Juicio, mi Capitán... No estamos tan lejos del mundo, que...

—¡Viva Isabel II!

—¡Chitón!

—¡Viva España, viva la Libertad! Todo esto va contigo, boba: la reina eres tú; tú eres España, tú la Libertad...

II

Cigüela reía. Lo primero que hizo, al acometer sus menesteres domésticos, fue sacar del bolsón pendiente de su cintura bajo la falda, dos paquetes con envoltura de papel fino cruzada de cinta roja, y ponerlos sobre una caja que servía de mesa. Descalza, diligente, iba de un punto a otro con suma presteza; y sosteniendo la conversación con el aburrido Tolomín, al deber de mirar por su existencia y su salud atendía. En el lado donde era más alto el techo, tenía un anafre, y en sitio cercano provisión de carbón, teas y una caja de fósforos. Encendió lumbre y puso a calentar agua. «¿Qué me has traído esta noche?» —preguntó Tolomín, que no quitaba ojo de los paquetes cerrados con desusada elegancia y finura.

—¡Cosa rica!... Ya lo sabrás... Antes tengo que contarte...

—¡Vaya! Pues no gastas poca solemnidad para tus cuentos... ¡Antes con antes!... ¿Pero dónde está el principio de tus historias?

—No se debe contar lo segundo sin contar lo primero —dijo Lucila risueña y un tanto maliciosa.

—Pues échame lo primero de una vez... ¿Dónde estuviste esta noche? ¿Por qué has tardado? ¿Es esto el principio, o dónde demonios está el principio de lo que tienes que contarme?

—¡El principio!... Cualquiera sabe dónde está el principio de las cosas.

—No te diviertes poco con mi curiosidad. Vamos, ¿a que te acierto de dónde son esos paquetes? Son de la repostería de Palacio.

—¡Huy... qué desatino!... ¡Vaya un zahorí que tengo en casa!

—¿Con que no son de Palacio? Pues de las monjas no son, porque esas señoras no envuelven sus regalitos con papeles a estilo de París, sino con papel viejo del que venden las covachuelas, y que parece pergamino, y a lo mejor te trae un pleito de principios del siglo pasado... Pues a ver si acierto... Dame los paquetes, a ver si por el olor...

—Luego, Tomín —dijo Lucila cogiendo una jofaina del depósito de loza que en un rincón tenía, piezas diferentes en mediano uso, alguna desportillada, todas muy limpias—. Ahora, caballero, a lavar las heridas.

—¡Ay, ay, qué fastidio! —exclamó Tomín incorporándose—. Pero tienes razón. Si me duele, que me duela. Lávame, cúrame: tus manos de madre me sanarán.

—Y para que mi pobre niño no se devane los sesos con adivinanzas —añadió Lucihuela avanzando con la jofaina, una esponja y trapos—, le diré dónde estuve esta noche... ¿No me encargaste esta mañana que me viera con mi padre?

—¡Ah, sí!

—¿Y no sabes, tontaina, que a mi padre lo han empleado en el teatro nuevo de la Plaza de Oriente?

—¡Ay... qué tonto yo! ¡no caer...! Verde y con asa... Esta noche es la inauguración...

—Y hoy los días de nuestra Soberana.

—«¿No te dije que había oído cañonazos? Pues la verdad, siento mucho que los tiros fueran por Santa Isabel y no por un bonito pronunciamiento. Créelo: más falta nos hace la Libertad que todos los santos del Almanaque, y más cuenta nos tiene una revolución bien traída que el mejor coliseo para ópera y baile.»

Penosa era la cura y el poner los nuevos apósitos, después de bien despegados los del día anterior; pero los dedos de Lucila, que en aquel caso clínico se habían adestrado, instruidos por el amor más que por la ciencia, llegaron a adquirir singular delicadeza. El bueno de Tolomín, valiente hasta la temeridad y sufrido cual ninguno en los lances de su militar oficio, era en las dolencias de una flojedad infantil y quejumbrosa. Por cualquier dolor ponía el grito en el cielo, y la sujeción a planes médicos le desesperaba. Conociendo su flaqueza, reservaba Lucila para el momento de la cura todas las referencias humorísticas que tuviera que hacerle, y al contarlas forzaba la inflexión cómica para entretenerle o provocarle a risa. Dígase, para ir construyendo todo el aparato informativo de este personaje, que las heridas eran dos: una de cuidado en la región femoral derecha, de arma blanca; la otra de bala en el antebrazo izquierdo, herida nada grave, aunque lo parecía por la proximidad de unas erosiones molestísimas en el hombro, que interesando los músculos del cuello impusieron al paciente, en los primeros días, cierta rigidez de busto escultórico.

—Ea, ¿ya empezamos con chillidos? —decía Cigüela—. La culpa tengo yo por darte tanto mimo. ¡Si no te duele!... Ya ves con qué suavidad voy levantando el trapo, después de mojarlo bien con agua templada... Otro tironcito... Ya falta poco... Pues te contaré: Loco de contento está mi padre con su destino en el Teatro que ahora se llama Real... Me ha dicho que de balde desempeñaría la plaza solo por rozarse tarde y noche con el cuerpo de baile, y por ser demandadero de las cantarinas, como él dice.

—No me hagas reír... ¡Ay, ay, que me arrancas la carne!... ¡Ay!... No sé cómo me río. Sigue.

—Yo no sé lo que es mi padre allí. ¿Es portero, celador? ¿Corre con la tramoya, con el gas, con la vestimenta? Vete a saber. Me ha contado que nunca creyó que hubiera en el mundo cosa tan bonita como las comedias cantadas. De todas las mentiras del mundo, dice, esta de la comedia con música y en italiano es lo que más se parece a la Gloria... Y de ello saca que mientras más grande es la mentira y más separada de la verdad, mejor nos da idea del Cielo.

—Que no me hagas reír, Lucila... ¡Ay, ay!

—En los ensayos se queda como embobado, y cuando oye la orquesta con tantos violines, todos tocando al mismo son, le entran ganas de llorar, de ponerse de rodillas, y de arrepentirse de todas las picardías que ha hecho...

—¡Ay, ay, qué gracioso!

—Dice que oyendo el habla dulce de las italianas, le entran ganas de ilustrarse para entender bien lo que dicen, y ser como ellas pulido y de mucha cortesía... Y que cuando las tales y otras cuales españolas le mandan con recados para costureras, o para los maestros de música, le entran ganas...

—¡Ay, qué risa!... Por todo le entran ganas...

—Ganas de servirlas con diligencia, y de adivinarles los mandamientos para cumplirlos, siempre que sean honrados.

—Estarán contentísimos de él...

—«Y él más contento que nadie, porque, según cuenta, en aquel puesto está, noche y día, mano a mano con todo el señorío... La ópera es el puro señorío, y el aquel más fino de las aristocracias nobles, como quien dice, porque todo allí es de familias reales, y por eso el teatro se llama Real, siendo reyes los tenores y reinas las cantarinas, o verbigracia tiples...»

En esto, terminados felizmente el lavado y cura, Tomín suspiró. Cesaron los fugaces dolores, y el hombre, consolado, expresaba en su mirar contento y gratitud. Lucila procedió a lavarse y jabonarse manos y brazos, después de devolver a su sitio todos los adminículos de la cura, sin interrumpir su graciosa charla, de que tanto gusto recibía el desdichado enfermo. Pues esta noche, cuando fui a ver a mi padre, me le encontré muy sofocado, por tener que acudir con un solo cuerpo a tantos puntos y menesteres. Entré por la plazuela de Isabel II, y tuve la suerte de encontrarle en la escalera que sube al escenario. Reñía con unos tagarotes que subían trastos, y que a mi parecer estaban peneques. Subí con él y entramos en un cuartito donde había no sé cuántos hombres vestidos de frailes, fumando... Yo había corrido por Madrid desde media tarde, lloviendo a mares, las calles como lagunas, y mis zapatos, que ya venían rotos, daban por delante y por detrás las boqueadas. Los pies me dolían, me pesaban, y donde quiera que yo los ponía dejaban un charco. Uno de aquellos frailuchos, que tenía en la mano derecha el cigarro y en la izquierda la barba postiza, me miró los pies y dijo a mi padre: «¿Cómo consiente el gran Ansúrez que ande esta preciosa niña por Madrid como los patos?» Yo alargué ambos pies para que mi padre se compadeciera. «Ya te entiendo —me dijo—. Vienes a que te dé para calzado... Qué más quisiera este padre que tener a toda la plebe de sus hijos bien apañadica. Pero el dinero no abunda, lo que no quiere decir que me falten medios para remediarte. Por poco nos apuramos, hija del alma. Ven conmigo, y pisa ligero para no mojar tanto...» Llevome por unas escaleras que no tienen fin y que marean de tantas vueltas como hay que dar por ellas, y arriba de todo, atravesamos una sala donde vi sin fin de hombres vestidos de colorines... Adelante siempre: en los pasillos encontramos mujeres pintadas, feas las más, guapas muy pocas; algunas arrastrando cola; todas con alhajas de vidrio y diademas de cartón dorado. Eran las coristas. Con llave que sacó de su bolsillo abrió mi padre la puerta de un cuartón, lleno de ropas de máscara. Parecía una tienda de alquilador de disfraces. En el suelo vi un montón de zapatos y borceguíes de todos colores. Mi padre me dijo: «De esta zapatería de comedias cantadas o por cantar, escoge lo que más te guste. Nos trajo ayer todo este material un marchante que tuvo el suministro de equipos para teatros donde salen séquitos y acompañamiento de reyes, o donde figuran diablos, ninfas y personas mágicas. Pretende que el intendente de acá lo compre, y mientras se determina, me ordenaron que aquí lo metiera y guardara... Paréceme que esos chapines encarnados que acaban en punta son de la medida de tus pies. Cógelos y no repares, hija de mi corazón.» Pues vistos y examinados los chapines, me parecieron bien. Me quité la miseria de mis zapatos, y con las medias empapadas lo tiré todo en aquel montón, poniéndome los borceguíes, que me servirán mientras no tenga cosa mejor. Díjome el padre que este calzado es para unas brujas de no sé qué tragedia con solfa, en la cual sale un caballero al que las viejas malditas, amigas del demonio, le anuncian que será Rey, y él se lo cree, resultando que, por la comezón del reinar, mata a su soberano, y luego... No me acuerdo de más. «Cuando me ponía mis escarpines, me contó mi padre que él había encontrado entre aquellos trapos un coleto magnífico, como para un príncipe cazador que matara las perdices cantando, y que con la tal prenda y unos pedazos de otra se había hecho un buen chaleco de abrigo.»

Muy entretenida con este relato, el pobre Tolomín no quería que tuviese término; pero Cigüela hizo un paréntesis. Llegándose a él con otra jofaina, agua nueva y esponja distinta, le dijo con gracia: «Ahora, pobretín mío, me dejarás que te lave un poco la carátula... Luego comeremos. ¡Verás qué cosas ricas!» El Capitán hizo un mohín de protesta, plañidero. Pero ante la insistencia de la moza, cariñosamente manifestada, cedió y se dejó lavar. Con tiernas frases iba Lucila marcando la operación: «Primero los ojitos, para que no estén pintañosos... ¡Si vieras qué bonitos te los he dejado!... Pues ahora voy con la nariz, con las mejillas... ¿Y este bigotito que está lleno de pegotes?... Si supiera yo afeitarte la barba, te dejaría más guapín que un Sol... Voy ahora con las orejas: un poquitín de paciencia... Pronto acabo. Más agua, más. Eres como un santo viejo, que tu sacristana ha encontrado en un desván. Lo cojo, lo lavo... Pues entre el polvo y las moscas lo habían puesto bueno. ¿Ves? Ahora, ya eres santo nuevo, acabadito de poner en el retablo... Si tuviéramos espejo, verías qué lindo estás... ¡Y qué bien se ha portado mi nene dejándose lavar tan calladito...! Se merece un beso... Digo, dos... Digo, tres.»

—Ciento, mi alma —replicó Tomín besándola con intensa emoción.

—Ahora te paso un peine, y quedarás tan precioso como cuando te conocí...

—Comamos, alma —dijo el herido—. Tengo hambre.

—Ahora mismo. Medio minuto se tarda en poner la mesa y servir el primer plato —dijo Lucila, que retirando el servicio de lavar trajo al instante el de comer, y comenzó a deshacer los paquetes—. Pues sigo contándote. Mi padre, cuando bajábamos, luciendo yo mis zapatos de bruja, me habló así: «Hija del alma, si yo te hubiera criado desde chiquita para cantatriz, poniéndote a la solfa con buenos maestros cantores y salmistas, otro gallo a todos nos cantara... Lo que hicieras con el juego de garganta lo realzarías con el juego de ojos y toda la sal de tu rostro, que en este beaterio entra por mucho el buen palmito y el salero del cuerpo... Pero la voz es lo principal... y lo que más se paga. ¿Sabes lo que gana la señora Alboni? Pues mil y pico de duros cada mes... Echa duros, hija. ¡Mira que si yo te viera a ti ganando esos dinerales...! Pues otra: sabrás que a la señora Alboni le he caído en gracia. Dos veces me ha llamado a su presencia. ¿Para qué creerás? Pues solo para verme, para echarme unas miradas tiernas, y decirme que soy la imagen del fiero castillano... que si me compongo, fácilmente me tomarán por un señor duque vetusto.»

—Cigüela —dijo Tolomín soltando la risa—, eso lo inventas tú para divertirme.

—Tontín, no invento nada. A contarme iba los rendibús que hizo a la cantante; pero había empezado el acto segundo, y tuvimos que callarnos, arrimaditos a unos bastidores. A mis orejas llegaba un bum bum; la música no la distinguía yo del ruido; los aplausos y la orquesta me parecían la misma cosa. Este que ahora canta por lo más fino —me dijo mi padre—, es el Rey, quien parece ha tenido que ver con mi señora Alboni, quiere decirse, con la persona figurada que el papel reza y canta... Vi a la Alboni, cuando entró para adentro: es una gordinflona, una caja de música dentro de otra caja de carne... Refirió mi padre que siempre está comiendo; en su cuarto tiene dos mesas, una con las cosas de tocador, y otra con el recado de golosinas, platos de sustento, como jamón con huevo hilado y bartolillos de tantísimas clases.

—Pero no me has dicho cómo y por qué han venido a nuestra pobre mesa el solomillo lardeado y la lengua escarlata de la prima donna.

—Pues muy sencillo: esta señora, como toda cantante, tiene ida la cabeza. El seso se le escapa con los gorgoritos. Como es pura música, no se acuerda de nada. Al instante de mandar una cosa la olvida. Primero fue por los comistrajes un criado italiano; después la doncella... luego mi padre... los tres para un solo encargo... y cuando la señora entró en su cuarto creyó que entraba en la tienda de en casa Lhardy... Enfadándose consigo misma por su poca memoria, empezó a echar trinos y gorjeos para arriba y para abajo, que es una receta que tiene para enflaquecer, y luego, todo el sobrante de comida lo repartió entre los de la servidumbre, tocándole la partija mayor a mi padre, que me la dio a mí... Pues una vez que cogí este regalo, que con los chapines era bastante para dar por bien empleada mi noche, no quería yo más que echar a correr. Mi padre no me soltaba. “No, no te vas sin que yo te enseñe el golpe de vista... No verás cosa semejante hasta que ganes el Cielo”. Esperamos al entreacto, y mientras corrían por el escenario dando patadas los que quitan y ponen los lienzos, mi padre me llevó al telón que sube y baja, y que en aquel momento parecía una pared. Díjome que pusiera el ojo en una mirilla con cruzado de alambres, y por allí vi todo el señorío público, que es cosa para quedarse una encandilada y trastornada por tres días. ¡Qué lujo, Tomín; qué tienda de piedras preciosas, de rasos y terciopelos, de pechos mal tapados, de encajes, de caras bonitas y caras feas, de cruces, bandas y entorchados! Era como una feria, y yo decía: Parece que todas y todos compran o venden algo... Enfrente vi a la reina vestida de color de aromo con adorno de plata, guapísima: diadema, collar de perlas, sin fin de diamantes; la reina Madre hecha un brazo de mar y despidiendo luces a cada movimiento. Mucha gente de Palacio, muchas Ministras, generalas y Mariscalas de Campo, y ellos... Coqueteando más que ellas... Visto el golpe de vista, como decía mi padre, ya no me quedaba nada que ver. Me fui a la calle, rompí con trabajo las filas de coches, y chapoteando me vine acá.

—Al mirar por el agujero del telón, ¿no viste alguna cara conocida?

—Vi muchas, Tomín... Madrid, que parece grande, es chico, y el que una vez ha visto su gente, la ve luego copiada en todas partes... Tienes sueño...

—Sí: me duermo... —dijo el herido abatiendo con dulce pereza los párpados—. Cigüela... Si ves que duermo demasiado, me despiertas, ¿eh?... No me vaya a quedar muerto...