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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
Narváez

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-312-4.

ISBN ebook: 978-84-9007-228-8.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

I 9

II 16

III 24

IV 30

V 37

VI 43

VII 49

VIII 55

IX 62

X 68

XI 74

XII 80

XIV 91

XV 97

XVI 104

XVII 109

XVIII 117

XIX 123

XX 130

XXI 136

XXII 143

XXIII 149

XXIV 156

XXV 163

XXVI 170

XXVII 177

XXVIII 185

XXIX 193

XXX 201

XXXI 209

XXXII 215

Libros a la carta 223

Brevísima presentación

Narváez es la segunda novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Aunque casado por interés, el protagonista Pepe García Fajardo, el nuevo marqués, ha descubierto que su mujer no tiene un pelo de tonta, sino que es más bien de una inteligencia fuera de serie y de un escepticismo religioso que casa perfectamente con el suyo. Pero ello no le impide, a pesar del amor de Fajardo por su mujer, tener como amante una antigua amiga.

Siguiendo con la narración en forma de diario de García Fajardo, que ha dado comienzo en la anterior Las tormentas del 48, este episodio nos introduce en los medios próximos al Gobierno y a la Corte, con sus esperpénticas camarillas. Allí conoceremos a «el Espadón de Loja», el general Ramón María Narváez, que afrontó desde el poder, a la cabeza de un moderantismo represivo, las turbulencias que sacudieron toda Europa a mediados del siglo XIX. Como lo describe Galdós: «Es un hombre de tanta voluntad como inteligencia; pero le falta el resorte que hace mover concertadamente estas dos preciosas y fundamentales piezas del mecanismo anímico.» Así, somos testigos de las conspiraciones contra él que el 19 de octubre de 1849 terminan con Narváez abandonando el gobierno durante dos días (19 y 20 de octubre), siendo sustituido por un gobierno llamado, con justicia, gobierno relámpago.

I

Atienza, octubre. Dirijo hacia ti mi rostro y mi pensamiento, consoladora Posteridad, y te llevo la ofrenda de mi vida presente para que la guardes en el arca de la futura, donde renazca con toda la verdad que pongo en mis Confesiones. No escribo estas para los vivos, sino para los que han de nacer; me despojo de todo artificio, cierro los ojos a toda mentira, a las vanas imágenes del mundo que me rodea, y no veo ante mí más que el luminoso concierto de otras vidas mejores, aleccionadas por nuestra experiencia y sabiamente instruidas en la social doctrina que a nosotros nos falta; veo la regeneración humana levantada sobre las ruinas de nuestros engaños, construida con los dolores que al presente padecemos y con el material de tantos yerros y equivocaciones... Asáltame, no obstante, el temor de que la enmienda social no sea tan pronta como ha soñado nuestra desdicha, de que se perpetúen los errores aun después de conocidos, y de que al aparecer estas Memorias en edad distante, encuentren personas y cosas en la propia hechura y calidad de lo que refiero; que si la Historia, mirada de hoy para lo pasado, nos presenta la continuidad monótona de los mismos crímenes y tonterías, vista de hoy para lo futuro, no ha de ofrecernos mejoría visible de nuestro ser, sino tan solo alteraciones de forma en la maldad y ridiculez de los hombres, como si estos pusieran todo su empeño en amenizar el Carnaval de la existencia con la variación y novedad pintoresca de sus disfraces morales, literarios y políticos.

Esto pienso, esto temo, esto discurro; mas no me arredro ante la sospecha de que los futuros nada puedan o nada quieran aprender de mí, por no sentirse peores que yo, o estimarse incapaces de mejora; que en último caso, no habrán de negarme que mis defectos son el abolengo de los suyos, y mis faltas semilla de las que ellos estarán cometiendo cuando me lean, muy satisfechos de ver que los predecesores no les llevamos ventaja en la virtud, y de que en vanidades y simplezas allá se van los presentes con los pretéritos. Sin meterme, pues, a discernir si mis amigos de la Posteridad son más tontos que yo, o por el contrario más despiertos, sigo poniendo en el papel el traslado fiel de mis actos y de mis intenciones, historiador y crítico anatómico de mí mismo. Y lo primero que tengo que hacer en esta nueva salida de mi conciencia al campo de la confesión, es explicar a la Posteridad el por qué de la gran laguna de mis apuntes, suspensos desde el último junio hasta los días de octubre en que renacen o despiertan de un largo sueño. No vean en este paréntesis una voluntad perezosa, sino más bien atareada en demasía y solicitada de mil externos incidentes, y añadan, para mi completa disculpa, estorbos materiales de mi trabajo, como verán por lo que sin pérdida de tiempo voy a contarles.

Es el caso que los señores de Emparán, hostigados sin duda por mi bendita hermana Sor Catalina de los Desposorios, querían apresurar los míos con María Ignacia, apretándoles a ello, o impaciencias de la niña, que anhelaba la dulce coyunda, o el recelo de que yo me volviese atrás, renegando a deshora del consentimiento que di. Esta segunda hipótesis, como explicación de tales prisas, debe atribuirse a la desconfiada monja antes que a los Emparanes, cuya voluntad había yo ganado con mis demostraciones de afecto. La verdadera razón del precipitado acontecimiento no debió ser otra que un dictamen de los principales doctores de Madrid acerca de los nerviosos achaquillos de mi futura, pues según oí, opinaron unánimes que la niña no entraría en caja mientras no tomase la medicina que llamamos marido. Ved por qué móviles farmacéuticos me llevaron una mañana de fines de julio al convento de la Encarnación, en cuya sacristía entramos libres María Ignacia y yo, y esclavos salimos el uno del otro, enlazados por una moral cadena que en toda nuestra vida no podíamos romper. No describiré la ceremonia, poco aparatosa en verdad, conforme al gusto de mi nueva familia, que era también el mío: una vez que nos dimos el sí, y significamos con la unión de las manos el venturoso empalme de las existencias, recibidas las bendiciones, oída la Epístola y cuanto quiso endilgarnos el curita que nos casó, fuimos en coche a La Latina, a recibir los plácemes de mi hermana y de otras monjas muy reverendas, de quienes hablaré en su día. Allí se nos sirvió un chocolate espléndido con bollos y bizcotelas entre jazmines, agua de limón en cristalinos vasos, alternados con búcaros de claveles y rosas, todo ello tan delicioso que nos daba la falsa visión de un desayuno en la Corte Celestial. La vanagloria de mi hermana se traslucía en el rayo ardiente de sus ojos, que por los huequecillos de la doble reja nos flechaban, y las otras monjas no parecían menos ufanas de la victoria que habían ganado. «¡Ay, hermano mío —me dijo Catalina, embellecida por el júbilo—, bendito sea el Señor, que me ha dejado ver este gran día! No dejaré de alabar su misericordia mientras la vida me dure. ¡Feliz tú, feliz tu esposa, que parecéis nacidos y cortados para constituir una santa pareja, y realizar en la tierra los fines más puros! Obra de Dios, no nuestra, es este matrimonio; como obra de Dios, sus frutos serán divinamente humanos y humanamente divinos.» Oímos atentos y conmovidos esta corta homilía mi mujer y yo, y metimos mano por segunda vez a las bizcotelas y bollos, dejando las bandejas poco menos que limpias, y apuramos los vasos de limón, que con el calor de aquel día y el sofoco de la ceremonia, nuestra sed no acababa de aplacarse.

Del convento fuimos a casa, y a las doce se sirvió la comida, a la que asistieron como quince personas, los carlistones amigos de la casa, conde de Cleonard, Roa, Sureda; Doña Genara representando la rama de Baraona, y por mi familia mis dos hermanos con sus respectivas esposas, las cuales de la infladura de la satisfacción no cabían dentro de sí mismas. Tampoco referiré pormenores de la comida, larga y agobiante por causa del calor, y abrevio mi relato para llegar al más importante suceso, que fue la libre partida, a primera hora de la noche, en viaje de novios, con el fin de llevar nuestra Luna de miel a la soledad y frescura de Atienza. En silla particular de posta, adquirida espléndidamente por don Feliciano, salimos con dos servidores, la doncella Calixta para cuidar de mi esposa, y el criado Francisco, en calidad de mayordomo y asistente de ambos para todo servicio de viaje y de casa, hombre excelente, de fidelidad y diligencia bien probadas. Magnífico era el coche, los criados selectos, y para completar tan buen avío llevaba yo un bolso con surtido abundante de monedas de oro y plata, y Francisco un cinto con doscientas onzas, como para hacer boca, pues la cartera de viaje contenía libramientos para cobrar en Guadalajara o Zaragoza (en previsión de viaje más extenso) cuantas cantidades pudiéramos necesitar.

No acabaría si a relatar me pusiera el trámite sin fin de las despedidas y del besuqueo con que agobiaron a mi esposa su madre y la innumerable caterva de sus amantes tías, de la rama de Baraona y de Emparán, y Genara y las demás amigas, y las criadas todas; si describiera el silencioso lagrimeo de don Feliciano y los tiernos adioses de los íntimos de la casa, y de los parientes, entre los cuales no eran mis hermanos y cuñadas los menos hiperbólicos en las demostraciones. Creí que aquello no tenía fin, pues terminada una ronda de besos que restallaban en las mejillas de María Ignacia, empezaba otra ronda, y entre tantas babas, pucheros y suspiros, se repetían sin cesar las recomendaciones de que escribiéramos, de que nos cuidáramos, de que nos guardásemos del relente al apuntar del alba, y los votos ardientes por nuestra felicidad... También a mí me tocó parte de aquellas efusiones, y hasta sobras del amante besuqueo; sentí regado mi rostro por el llanto de las señoras mayores, y la impresión de sus labios en mi frente y mejillas. Fue precisa la autoridad de don Feliciano para poner término a los adioses, y hubimos de arrancar a mi mujer de los brazos de Doña Visita, que allí quedó medio desmayada. A estrujones nos metieron en el carruaje, y este arrancó por la calle de Alcalá en dirección de la Puerta del mismo nombre, cuyo arco central franqueamos ya de noche; y cuando nos vimos fuera, Ignacia, y yo respiramos cual si nos sintiéramos libres de un peso y ligaduras oprimentes. En aquel punto fue común y acorde en los dos la primera sensación de vivir el uno para el otro, para nosotros mismos y para nadie más; por primera vez advertí en mi esposa la satisfacción de hallarse en mi compañía sin más testigos que los criados, y bajo el yugo de mi exclusiva autoridad. Con la vaga ternura de sus miradas, más que con sus balbucientes razones, me decía que para ella era yo toda su familia, y que el amor nuestro reducía los demás afectos a secundaria condición.

No habíamos llegado a las Ventas del Espíritu santo, cuando me pareció advertir que la memoria de los amados padres y tías se iba desvaneciendo a cada vuelta de las ruedas del coche, y que la pobre niña entraba en la vida nueva con ganas de gustarla, y de morar apaciblemente en el campo florido del matrimonio, desligada ya de la protección paterna, innecesaria. A mí convergían todos los estímulos de su voluntad y los vuelos tímidos de su imaginación juvenil: yo era su centro de atracción y de gravedad; a mí volaba y en mí caía, respondiendo a mis pensamientos con la sumisión de los suyos... La presencia de los criados llegó a sernos de una molestia intolerable, por lo cual resolví que no en Guadalajara, sino en Alcalá hiciéramos la primera paradita, que había de ser etapa capital en la existencia de Ignacia, esposa mía desde aquel descanso en calurosa noche... Habíamos pasado la divisoria que nos transportaba en alegre vuelo a valles muy distantes de aquel en que se meció la inocencia de la señorita de Emparán, y aunque para mí los valles pasados y los venideros no diferían grandemente en ciertos órdenes, no dejé de notar en mi ser algo grande y bello, imponente armonía de satisfacciones y responsabilidades.

El calor nos impedía mayor celeridad en nuestro viaje: caminábamos en las horas frescas de la madrugada y en las primeras de la noche. Por mi gusto habría ordenado que anduviera nuestro vehículo más aprisa; pero mi mujer no mostraba deseos de llegar pronto: haciala dichosa el vivir errante, y se encariñaba con la repetición de etapas y paraditas, aunque fuese en mesones incómodos o en poblachos míseros, como las que hicimos, por gusto de ella y al cabo también mío, en la Venta de Meco, en Hontanar, en Sopetrán, y en un solitario y umbroso bosque junto a las Casas de Galindo, y a la vera del manso Henares. Debo decir también que cuando pernoctamos en Alcalá y aun un poquito antes, María Ignacia dio en mostrarme zonas desconocidas de su espíritu, como si dormidas facultades fuesen con el nuevo estado despertando en ella. Era como una planta mustia que súbitamente reverdece y echa flores, sin que antes se viera muestra de botones ni capullos en sus deslucidas ramas. Sorprendiome mi mujer con rasgos de ternura primero, de ingenio después, que no creí pudieran brotar de su ser imperfecto, o que tal me parecía. Y lo más extraño fue que sus propias facciones sin encanto lo adquirían gradualmente, por virtud de la inesperada presencia de ciertas donosuras del entendimiento. Fue para mí criatura vuelta a criar, o mujer que en forma de mariposa salía del caparachón del gusano. ¿Sería duradera esta ilusión de un recién casado? Aún no es tiempo de contestarme a la pregunta que entonces me hice.

Siempre que nos hallábamos solos, dábame Ignacia muestras felices de aquel su renacimiento a la gracia, y tal poder tenía su mudanza espiritual, que hasta en su fea boca se me antojó iniciada una metamorfosis, obra milagrosa del Arte y la Naturaleza. Era, sin duda, el momentáneo influjo de la exaltación matrimoñesca en sus verdores iniciales, y debía yo temer de la severa realidad la pronta remisión de las cosas a su verdadero punto. Díjome una noche Ignacia: «Cuando vean mis papás lo buena que estoy, no lo van a creer. Ya pensaba yo meses ha que casándome contigo no serían menester más medicinas. Pero aunque así lo creía, me daba vergüenza decirlo. Esto de la vergüenza fue mi mayor tormento desde que te conocí, Pepe mío... Delante de ti estaba yo tan vergonzosa, que ni a mirarte a mi gusto me atrevía... ¡Vaya una estupidez! Y cuando me quedaba sola, echábame las manos al pelo y me arañaba la cara, diciéndome: “Por esta vergüenza maldita va a creer Pepe que soy una bestia...”. Y no lo soy, ya lo has visto... Aquí tienes la causa de los arrechuchos que me daban. Todo era pensar en ti, y rabiar de verme tan mal formada, y por lo mal formada, vergonzosa... Yo te quería, Pepe, y le pedí a Dios muchas veces que te murieras antes que casarte con otra.»

Y otra noche: «De ti me habló una mañana Sor Catalina, y con lo que me dijo quedé tan enamorada, que sin haberte visto nunca, te conocía ya y estuve pensando en ti todo aquel día. Por la noche tuve un fuerte ataque y pegué muchos gritos, y no podían sujetarme. No era más que las ganas de verte y de tenerte a mi lado... Pues aunque nunca te había visto, ni sabía que existieras hasta que Sor Catalina me habló de ti, ya éramos antiguos conocidos, Pepe, pues yo me imaginaba que vendría un hombre muy fino y muy guapo a ser mi marido, y que me haría muchas fiestas, y que yo me abrasaría de amor por él... A solas conmigo, no tenía yo vergüenza, y sin hablar, decía todo lo que se me antojaba.»

Y otra noche: «Cuando nos visitaste por primera vez, la impresión que recibí fue de que eras como un ángel con levita, corbata, y lo demás que vestís los hombres... Por la noche no hacía más que llorar, llorar, y a nadie quería decir el motivo de lo afligidísima que estaba. Pero mi tía Josefa, que es la que me adivina cuanto pienso, se acostó conmigo, me arrulló como a un niño, y dándome golpecitos en la espalda, me decía: “No llores, boba, que con él te casarás, quiera o no quiera”. Por lo visto, tú no querías, Pepe. Ya sé la razón: tu delicadeza, tus escrúpulos de caballero por ser yo más rica que tú. Bien me lo dio a entender la Madre Catalina una tarde, pintándote como el dechado de la caballerosidad, con lo que mi amor por ti fue ya locura. Una noche mordí las almohadas y las desgarré con mis dientes... Otra me tiré al suelo, y descalza, a oscuras, anduve a gatas por mi alcoba buscando un botón de tu chaleco que se te cayó el día de tu primera comida en casa. Yo lo había recogido sin que nadie me viera, y lo puse debajo de mi almohada. Con las vueltas que di, sin poder dormir, se me cayó... Habías de verme como una cuadrúpeda buscando el botón... Pues mira, lo encontré: en un relicario lo guardo... Lo encontré hozando en el suelo como los cochinos... lo descubrí por el olor, o no sé por qué... Ya ves cuánto te quería... Yo confiaba en las promesas de tu hermana, que siempre me decía: “Dios lo hará, Dios lo hará”. Y acertó la santa señora, porque Dios lo hizo, y ahora te tengo bien cogidito... y ya no te me escapas, Pepillo; ya no te me escapas, ratón mío... que tu gata tiene las uñas muy listas y... Aunque juegue contigo, no creas que te me vas, no... porque te cazo, te cojo, te aprieto, te como, te trago...»

II

El camino carretero por donde veníamos, que es el de Guadalajara a Soria por Almazán, aún no concluido, se nos acabó en Rebollosa de Jadraque, y con él la comodidad del coche. Mandamos este a Sigüenza; de aquí salieron a nuestro encuentro, prevenidos del itinerario, mi padre y mi hermano Ramón con buenas caballerías, y en ellas continuamos el viaje hasta la gran Atienza, donde ya estaba instalada mi madre con dos semanas de antelación preparando el formidable avío de nuestro alojamiento. Triunfal como entrada de reyes fue la nuestra en la muy noble y muy leal villa, en tiempos remotos tan despierta y gloriosa, ogaño pobre, olvidada y dormilona. A distancia de más de media legua por el camino de Angón, salieron a recibirnos multitud de jinetes en asnos, mulas y rocines, enjaezados con sobrejalmas y pretales de borlones rojos, precedidos del tamborilero y dulzainero, que oprimían los lomos de unas poderosas burras blancas. En medio de la gallarda procesión vi el estandarte de la Hermandad de los Recueros, y al término de ella se me aparecieron el que venía como Prioste y otros dos que hacían de secretario y seise, a su lado un cura, que hacía el abad, de luenga capa los paisanos, el cura con balandrán, los cuatro caballeros en lucidos alazanes. Y apenas llegó cerca de nosotros la interesante cuadrilla, empezó un griterío de aclamaciones y plácemes cariñosos, mezclados con vítores o simplemente berridos de júbilo. Al punto comprendí que los vecinos de Atienza, en obsequio mío y de mi esposa, reproducían la carnavalesca y tradicional procesión llamada la Caballada, con que la Hermandad de los Recueros conmemora, el día de Pentecostés, un hecho culminante de la historia de Atienza. A la de España tengo que recurrir para dar una idea del origen de esta venerable fiesta que ya cuenta siete siglos y medio de antigüedad.

Menor de edad el Infante don Alfonso, que luego fue el VIII de su nombre, vencedor en las Navas, anduvo de mano en mano, cogido y soltado, entre guerras y alteraciones sangrientas, por los señores feudales que se disputaban su tutela. Ya le tenía don Gutierre de Castro, a quien el Rey Don Sancho había designado para la regencia, ya los Laras y otros tales, hasta que su tío Don Fernando, rey de León, entró por Castilla, y apoderándose del chiquillo Rey, consiguió que las Cortes de Soria confirmaran a su favor la entrega de Alfonsito y de las rentas reales. Hecho esto, recluye al niño en el castillo de San Esteban de Gormaz y se va para su reino. No contentos los señores de Castilla, o ricos-omes, que venían a ser algo semejantes, por el poder y la audacia, a nuestros hombres públicos, sacaron al reyecito de donde estaba y lo depositaron en el castillo de Atienza, que se tenía entonces por de los más seguros del reino... Pero luego vino otro bando de ricos-omes, y no conformes con el encierro del Rey niño, idearon robarlo y llevárselo a Ávila, empresa no fácil, porque el Rey de León, sabedor de aquellas feudales discordias, avanzaba con su aguerrido ejército, y ya venía tan cerca que casi se sentían los pasos de los honderos de su vanguardia. ¿Qué hicieron los ricos-omes? Pues confabularse con los arrieros de la villa, recueros, o conductores de recuas, afamados por su robustez, ligereza y osadía, y organizar una caravana, en la cual, clandestinamente, vestido de arrierito, fue bravamente conducido y salvado, pasando ante las barbas de las tropas leonesas, el niño que andando los años había de ser Don Alfonso VIII, el de las Navas de Tolosa.

Y en cuanto cogió el cetro, quiso premiar la bizarría y tesón de los arrieros de Atienza concediéndoles el privilegio de llamarse caballeros, y el de constituirse en Hermandad o Cofradía para practicar entre sí la caridad y ayudarse en los trabajos de la vida. Desgastada por el tiempo, llega esta Hermandad a nuestros días, y anualmente, en el de Pentecostés, celebra su hazaña con un como simulacro de ella, a la que se da el nombre de la Caballada, y empieza en procesión para concluir en jolgorio y comistrajes al uso moderno. Con la idea de obsequiarnos a mi mujer y a mí (pienso que por sugestión de mi madre) organizaron la nueva salida de la Caballada de este año, la cual sorprendió y divirtió grandemente a María Ignacia. Para que comprendiese la significación de aquel lindo espectáculo, le di la explicación histórica que aquí reproduzco. Más que por mi propio contento, por la sorpresa y alborozo de mi mujer agradecí la delicada invención de agasajo tan pintoresco, y a las aclamaciones con que nos recibían contesté con vivas a la Hermandad, al glorioso pendón y a todos los recueros presentes, herederos de la hidalguía de los pasados.

En la falda oriental de un cerro coronado por gigantesco castillo en ruinas, el más insolente guerrero de piedra que cabe imaginar, está edificada la Muy Noble y Leal villa realenga. Sus casas son feas y caducas, rodeadas de un misterio vivo; sus calles irregulares invitan al sonambulismo; en sus ruinas se aposenta el alma de los tiempos muertos. Dos órdenes de murallas la cercan, quiero decir que la cercaban, porque de la exterior solo quedan algunos bastiones y los cubos. Y de las puertas que antaño daban paso desde el campo al primer recinto y de este al segundo, permanecen dos en lo exterior y dentro no sé cuántas, que no me he parado a contarlas. Por la que llaman de Antequera hicimos nuestra entrada con cabalgata y pendón, y si bullicio hubo fuera, mayor fue dentro, con la añadidura de los chiquillos de ambos sexos y de las mujeres, que por todas las ventanas y ventanuchos de la carrera asomaban sus rostros, y lanzaban exclamaciones de sorpresa y alegría. La comitiva recorrió toda la calle Real hasta la plaza del Mercado, y entrando luego por el arco de San Juan a la plaza donde está la iglesia de este nombre y la casa de mi madre, llegamos al término del viaje y de la ovación. El cura don Juan de Taracena, que en la Caballada venía como abad, y el Prioste don Ventura Miedes, habíanse adelantado hasta mi casa para prevenir a mi madre. Apenas llegamos a la plaza, acudió el cura a tenerme el estribo, y antes que el compás de mis piernas se desembarazara de la silla, me cogió el hombre en sus atléticos brazos, y con violento apretón privome de resuello. Fue la primera vez en mi vida que me oí llamar marqués, confundidos en familiar lenguaje la llaneza y el cumplimiento. «Ven aquí, Pepillo, hijo mío... ¡Qué guapo estás y que caballerete! Bendiga Dios al Excelentísimo señor marqués de Beramendi.»

Pasé de unos brazos a otros. En aquel vértigo, dando y recibiendo saludos, perdí de vista a mi mujer. Después me contó que, apenas bajada del caballo por mi hermano Ramón, llegáronse a ella unas mujeres con blancos delantales, y cogiéndola en brazos sin pronunciar palabra, la llevaron como en volandas adentro y por las escaleras arriba. Fue como un paso milagroso, de santo arrebatado al cielo por manos de serafines. Como recibe Dios a los bienaventurados, así la recibió mi madre, y puesta Ignacia en un cómodo sillón, cual una imagen en sus andas, encargáronle que no se diera la molestia de ningún movimiento y le trajeron una taza de caldo. Tomándolo estaba cuando yo subí por mi pie, seguido del cura, del alcalde don Manuel Salado y otras eximias personalidades del pueblo, y mi madre me cogió por su cuenta para besarme amorosa y decirme tiernas palabras... El júbilo de la santa señora me inspiraba cierta inquietud: la fuerza del contento, a su cuerpo da a pasmosa agilidad, a su rostro arrebatos de color, a su mirada un centelleo vivo, a su boca una continua tentación a la risa... Temiendo que diese con su alegría en los límites de la locura, la incité al reposo; pero no me hacía caso. Alarmado la veía yo entrar y salir por esta y la otra puerta con un vertiginoso tráfago de menesteres, órdenes que dar, necesidades a que atender, inconvenientes que prevenir. Y era que en la crítica ocasión de nuestra llegada, habíamos de obsequiar a los ilustres recueros organizadores de la cabalgata. Felizmente abreviaron ellos la recepción, y repitiendo sus bienvenidas y ofrecimientos, tocaron a retirada, después de poner en la ventana de mi casa el histórico pendón de la Hermandad, en señal de que se me nombraba Prioste por todo el año corriente.

Ya sola con nosotros, mi madre enseñó a Ignacia los aposentos que había de ocupar. Inauditos refinamientos de comodidad en nuestra alcoba y gabinete encontramos, con escrupuloso aseo y tal profusión de finísimos lienzos de cama y tocador, tal bruñido de caobas y nogales, tan ingeniosa precaución contra moscas, mosquitos, hormigas y otros bicharracos, que maravillados nos recogimos en aquel rincón de un paraíso casero... Así empezó la vida ordinaria en mi casa, y así transcurrieron plácidos los días y las semanas, sin ningún cuidado por mi parte, pues todos los ponía sobre sí mi buena madre, disponiendo las suculentas comidas y la constante añadidura de golosinas, dedicadas singularmente a lisonjear el paladar de mi esposa. En esta veía mi madre un ser bajado del Cielo y de sobrenatural delicadeza. «¿Pero qué hija es esta tan divina que me has traído, Pepe? —me dijo una tarde encontrándonos solos—. ¿Ha existido jamás hermosura como la suya? ¿Dónde se han visto ojos tan dulces, igualitos a los del Cordero Pascual que tenemos en el Sagrario de la Parroquia, ni piel más fina, en cuya comparación el raso parecería estameña, ni boca más graciosa, ni cabellos más lucidos, verdaderas hebritas de oro de Arabia? Cuando tu mujer se ríe, paréceme que todo el cielo se rasga dejando ver los espacios de la bienaventuranza. ¿Ha visto nadie encías más encarnadas que las de María Ignacia? ¿Y qué me dices de aquel cuerpo tan gordito por arriba como por abajo, que no parece sino una de esas nubes en forma de almohadón que se ven en los cuadros de gloria, y en ellos juegan los angelitos y dan vueltas de carnero?... No, no hay otra más bella en toda la redondez del mundo, hijo mío, y ahora comprendo que te enamorases de ella como un bobo, así me lo decía tu hermana, quedándote en los huesos de tanto penar y discurrir por si te la daban o no te la daban.»

Hablome también aquel día y los siguientes de la urgencia de poner nuestros cinco sentidos, y aún eran pocos, en el cuidado de la sucesión. Tanto tenía Ignacia de ángel como de niña, y mirada por ambos aspectos, observábala mi madre juguetona, gustosa de ingenuas travesuras, y de correr y brincar cuando salíamos de paseo. No encajaba esto propiamente en la gravedad de una señora casada, según mi madre, la cual, mirando siempre al enigma interesante de la sucesión, intentaba sujetar a su nuera al martirio de una quietud solemne y expectante. «Hija de mi alma —solía decirle—, no pises tan fuerte... Anda con pausa, sentando bien el pie, y no cargues el cuerpo a un lado ni a otro, sino al centro...» «Ángel, no abras la puerta tan de golpe... ya ves: ahora, con el batiente te has dado en los pechos, y parecía que la llave se te clavaba en la boca del estómago...» «Oye, no te rías así, desaforadamente, sino poquito a poco, evitando la carcajada, que te hace estremecer el hipocondrio, y podría sobrevenir una relajación. A Pepe le encargo que no diga cosas de mucha gracia que te hagan romper en risotadas, sino soserías de mediano chiste, para que te rías moderadamente, que de otro modo la risa podría ser causa de un fracasito...» «Créeme, Ignacia, cada vez que te veo dar brinquitos, cuando vamos de paseo, se me sube toda la sangre a la cabeza...» Tenemos una huerta muy amena y lozana, a corta distancia de la villa, no lejos de la histórica ermita de la Estrella, y allí solemos merendar a la vuelta del paseo. A propósito de esto, decía mi madre: «Si esta tarde tomamos chocolate en la huerta, con don Juan, don Ventura y don Manuel, no te pongas a correr como una chicuela, ni a columpiarte en las ramas del nogal, que esos señores se asustan de verte tan volatinera, me lo han dicho, y también temen que sobrevenga el fracaso... Yo te encargo mucho que al sentarte en el ruedo tomes una postura circunspecta y de peso, derechita, aplomándote bien sobre el asiento sin hacer contorsiones ni cargar sobre los vacíos. Si sientes calor, abanícate con pausa y compás lento, como se estila entre señoras; si no, posas las manos una sobre otra y ambas sobre el vientre... Hágote esta advertencia, porque ayer te movías en la silla como si tuvieras azogue en todo el cuerpo, y te abanicabas con furor, y hasta me pareció que te reías del pobre don Buenaventura cuando nos contaba lo del celtíbero y lo del romano y lo del maldito agareno que armaban sus guerras en esta villa. Más que mil libros sabe el hombre, y aunque le entendemos como si nos hablara en griego, no podemos negarle nuestra veneración.

Previo el acordado signo de inteligencia con Ignacia, yo daba la razón a mi madre en cuanto decía, para no turbar su sancta simplicitas, don del cielo que a mis ojos la elevaba sobre toda la miseria humana. Conforme conmigo, a su suegra tributaba mi mujer el homenaje de una filial obediencia, y así vivíamos en admirable paz, gozosos, descansados, dejándonos querer, y abdicando toda nuestra voluntad en la de aquel ser angélico y providente que no vivía más que para nuestro bien. Tales miramientos y cuidados, que más bien eran mimos, gastaba en el trato de su hija, que no permitía que se levantase para tomar el desayuno, y había de servírselo en la cama ella misma, dándole el chocolate sorbo a sorbo, y metiéndole en la boca el bizcocho mojado, como a los niños, con rigurosa medida de los bocadillos y de las tomas; todo ello entreverado de frasecillas tiernas, a media lengua, como si, más que con la hija, hablase con el nieto que según ella pronto había de venir al mundo. Y a mí solía decirme muy seria: «Ya empiezan los antojitos, y si no estoy equivocada, también hay mareos...» «¡Pero, mamá —le contestaba yo—, si todavía...» Pero como no había razones que de su infundado convencimiento la apeasen, tanto Ignacia como yo dejábamos que su alma se adormeciera en aquel dulce ensueño.

Por mi padre, no menos inocente que mi madre, si bien eran de orden distinto sus candideces, venían a mí noticias de Madrid y los dejos de aquel mundo tumultuoso así en lo político como en lo social. Moderado acérrimo, el buen señor ponía sobre su cabeza, después de Narváez, al gran Sartorius que a todos nos protegía, y suscrito al Heraldo se lo leía enterito desde el artículo de fondo hasta el pie de imprenta final, sin omitir los anuncios y el folletín, que era en aquellos días Las Memorias de un Médico, por Alejandro Dumas. Terminado el gran atracón de lectura, extractaba mentalmente lo más interesante para ponerme al tanto de los sucesos, y lo hacía por el método y plan de aquel famoso periódico, que dividía todo su material en secciones bajo la denominación de Partes: Parte Política, Parte Oficial, Parte Religiosa, Parte Industrial, y por último la gacetilla, noticias de orden privado, y cuchufletas, que eran la Parte Indiferente.

Dando a cada suceso su verdadero valor informativo, que con el tiempo debía ser histórico, mi padre me contaba las incidencias del grave pleito que teníamos con la Inglaterra, por haberse atrevido Narváez a dar los pasaportes al inquieto y entrometido Embajador Bullwer; y repetía trozos del Times (pronunciado como lo escribimos), y los discursos que sobre el caso oyó la Cámara de los Comunes, de la propia boca de Lord Palmerston y de D’Israeli y del afamado Sir Roberto Peel (pronunciado también como se escribe). También me daba cuenta del inaudito chorreo de firmas que diariamente se agregaban a la exposición dirigida a Su Majestad, pidiéndole que siguiera Narváez atizando palos a roso y velloso, único medio de atajar la revolución que de las naciones europeas quería metérsenos aquí; luego me hacía un resumen de las críticas literarias de Cañete y de Navarrete, sobre esta y la otra función dramática, y por fin, concediendo un modesto lugar a la Parte Indiferente, me refería que habían llegado Mister Price y su hijo al Circo de Paúl, y que Macallister y su esposa maravillaban con sus artes diabólicas al público de San Sebastián. Esta parte del periódico solía ser más que ninguna otra del agrado de Ignacia, y yo mismo encontraba en ella noticias que, referidas como cosa baladí resultaban a mis ojos como sucesos de inaudita gravedad; por ejemplo: leyó mi padre que en un pueblo de Soria se había descubierto el estupendo caso de que todos los mozos útiles y robustos, de ocho años acá, daban en la flor de cortarse la primera falange del dedo índice de la mano derecha con el santo fin de eludir el servicio militar. ¡Qué cosa más tremenda! ¡Brutal crimen contra la patria! ¿Qué país era este? ¿Quam rempublicam habemus? ¿In qua urbe vivimus? Sin quererlo imitaba yo a Cicerón en la iracundia de mis anatemas contra un pueblo que de tal modo delata su desquiciamiento moral y político. Donde así se debilita el sentimiento patrio, ¿qué puede resultar más que un engaño de nación, un artificial organismo sin eficacia más que para la intriga y los intereses bastardos? Esto de los intereses bastardos fue dicho por mi padre, que usaba para todo este modo de señalar el egoísmo de nuestros políticos. Yo iba más allá, y con frase más enérgica marcaba la ineptitud de la raza para las ideas modernas.

Lo que no nos decía El Heraldo (que los papeles solo nos dan la corteza y rara vez la miga del pan público) lo sabíamos por cartas que mi hermano Ramón recibía de Agustín. Las discordias entre los moderados de más viso no dejaban a Narváez entregarse con desahogo al ejercicio de su dictadura paternal, y por otra parte siempre estaba el hombre con la pulga en el oído, temiendo que en Palacio le armaran la zancadilla. El Rey no le quiere, la reina Madre tampoco, y alrededor de Sus Majestades bullen enemigos encubiertos del Espadón de Loja. Las últimas noticias de desavenencias entre los políticos eran que los acusadores de Salamanca extremaban la guerra contra el simpático capitalista, y que Pidal y Escosura se tiraban los trastos a la cabeza. Decíase que Pidal trabajaba con O’Donnell para que viniese a ser la espada moderada, quitando de en medio a don Ramón por atrabiliario y un poquito populachero. Y como la inquietud de los demagogos y anárquicos era cada día mayor, Narváez no cesaba en los envíos de deportados a Filipinas, sistema expurgatorio que mi padre juzgaba de segura eficacia. «No hay otro medio —nos decía con dogmático acento—. Si el cuerpo humano no se limpia de malos humores y de los elementos de toda indigestión más que con las tomas de buenas purgas que acarreen para fuera lo que sobra y perjudica, el cuerpo social no entra en caja de otra manera, hijos míos. Y el buen resultado de estos limpiones tan bien administrados por Sartorius y Narváez es doble, porque purgamos a España, y a las islas Filipinas las beneficiamos... pues.»