MARIPOSAS DEL OESTE

Y OTROS RELATOS

Edición de Mariano Villarreal

 

Eduardo Vaquerizo

Rafael Marín

David Roas

David Jasso

Ekaitz Ortega

Sergio Mars

Marian Womack

María Angulo y Steve Redwood

Javier Castañeda de la Torre

Elaine Vilar Madruga

 

© 2015, Sportula por la presente edición

© 2015, Eduardo Vaquerizo por «Dad al César...»

© 2015, Rafael Marín por «Gloria a Dios en las alturas»

© 2015, David Roas por «Zona de penumbra»

© 2015, David Jasso por «El niño de las estrellas»

© 2015, Ekaitz Ortega por «Bultzatu»

© 2015, Sergio Mars por «La bestia humana de Birkenau»

© 2015,  Marian Womack por «El último piquicorto»

© 2015,  María Angulo y Steve Redwood por «Di “hola” de parte de Gwydion»

© 2015, Javier Castañeda de la Torre por «El traductor de Dios»

© 2015,  Elaine Vilar Madruga por «Mariposas del Oeste»

 

Ilustración de portada: © 2015, Juan Miguel Aguilera, a partir del póster oficial del festival Imaginales, celebrado entre el 22 y 25 de mayo de 2014 en la localidad francesa de d’Épinal.

Diseño de cubierta: Sportula

Primera edición: Abril, 2015

SPORTULA

www.sportula.es

sportula@sportula.es

 

SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez

Este libro es para tu disfrute personal. Nada te impide volver a venderlo ni compartirlo con otras personas, por supuesto, y nada podemos hacer para evitarlo. Sin embargo, si el libro te ha gustado, crees que merece la pena y que el autor debe ser compensado recomiéndales a tus amigos que lo compren. Al fin y al cabo, no es que tenga un precio exageradamente alto, ¿verdad?


CONTENIDO

 

 

Presentación, Mariano Villarreal

 

Dad al César…, Eduardo Vaquerizo

Gloria a Dios en las alturas, Rafael Marín

Zona de penumbra, David Roas

El niño de las estrellas, David Jasso

Bultzatu, Ekaitz Ortega

La bestia humana de Birkenau, Sergio Mars

El último piquicorto, Marián Womack

Di «hola» de parte de Gwydion, María Angulo y Steve Redwood

El traductor de Dios, Javier Castañeda de la Torre

Mariposas del Oeste, Elaine Vilar Madruga

 

La portada, Juan Miguel Aguilera


PRESENTACIÓN

 

 

En nuestros días, son muchas las voces que afirman que el cuento corto está en crisis. Una crisis que no solo golpea al terreno fantástico sino también a la narrativa general, y no por falta de creatividad y buenos artesanos sino debido a su teórica menor comercialidad frente a la novela o las omnipresentes sagas.

Podría replicarse que, si bien los libros de relatos no suelen copar las listas de bestsellers, algunas antologías y recopilaciones —también fantásticas— venden bastante más que muchas novelas. Pero resulta imposible obviar el ahínco con el que buena parte de los editores se ha lanzado a la tarea de publicar series, dejando atrás buena parte de sus tradicionales señas de identidad, como es apostar por un autor prometedor, un escenario inédito o una trama original, y en este proceso los escritores noveles (condenados generalmente a la autopublicación), las temáticas minoritarias y el formato breve han sido quienes peor han salido parados.

Afortunadamente, sigue habiendo lectores interesados en el cuento corto y editores dispuestos a satisfacerles, en su mayoría pequeños y especializados pero también grandes sellos que han descubierto nuevos e interesantes nichos de mercado. El relato no es únicamente el medio donde se foguean escritores amateurs, es un género en sí mismo, que exige un perfecto dominio de sus recursos y ha aportado ilustres cultivadores a lo largo de la historia. En el relato, el autor puede centrarse en un único aspecto y dejar el resto a la imaginación del lector, mantener una intensidad prácticamente imposible de conseguir en novela, innovar, arriesgarse, probar nuevas ideas… y transmitir todo el sentido de la maravilla.

El cuento corto ofrece, además, una estupenda oportunidad de promoción para escritores consagrados y noveles, de «venderse» no solo dentro sino particularmente fuera de su hábitat natural, sea éste un determinado género, país o idioma. Una forma de gestionar la propia obra alternativa al manido intento de vender novelas a través de un agente en ferias literarias, y que está ofreciendo muy buenos resultados en el mundo anglosajón pero que no ha sido explorado suficientemente en nuestro entorno.

Hoy día el cuento corto encuentra fácil acomodo en las antologías de autor y las recopilaciones colectivas editadas en torno a un determinado subgénero, sin olvidar los sempiternos fanzines y un buen puñado de publicaciones electrónicas con desigual periodicidad e influencia. Atrás quedaron los tiempos en que convivían en España hasta cinco revistas de género fantástico con distribución comercial.

Pero, aunque resulte paradójico en un contexto de crisis económica, donde los libros han de convivir con múltiples opciones de ocio como el cine, los videojuegos, las redes sociales, viajar o sencillamente salir con la familia y amigos, la tecnología y los nuevos hábitos sociales han venido a aliarse para facilitarnos el disfrute de la vieja y siempre satisfactoria lectura personal, mediante el empleo de cómodos y económicos lectores de libros electrónicos, tabletas, teléfonos inteligentes de gran formato, etc. Dispositivos que irán ocupando un mayor protagonismo con el paso del tiempo pero que siempre compartirán espacio con el insustituible papel.

En este agitado caldo de cultivo inicia su andadura Nova Fantástica, una colección centrada en disfrutar de nuestros géneros favoritos en formato breve, y cuyo principal rasgo distintivo será —además de la búsqueda de la máxima calidad y variedad, que en todo caso habrán de valorar los lectores— la periodicidad, pues hoy día es, si cabe, más necesario que nunca hallar puntos de encuentro estables entre quienes demandan y ofrecen literatura especulativa.

Nova Fantástica será un espacio permanentemente abierto a la recepción de material, ajeno a los vaivenes de las convocatorias y las fechas de cierre, donde poder encontrar historias escritas originalmente en español y en traducción de la mano de los mejores especialistas. Dos, quizá cuatro o más libros al año, según la demanda de los lectores. En primer lugar, una antología fantástica en español de amplio espectro que hemos titulado Mariposas del oeste y otros relatos, que será seguida de volúmenes temáticos de ciencia ficción y fantasía oscura de autores extranjeros.

En Mariposas del oeste el lector encontrará historias controvertidas que obligan a dirigir la mirada hacia ciertos temas tabú de nuestra sociedad, fantasías oscuras en donde se juega con los conceptos del Bien y el Mal, acercamientos lovecraftianos a los horrores de la conquista de América, claustrofóbicas introspecciones en la mente perturbada de un psicópata, ucronías en donde España es invadida por el ejército alemán durante la II Guerra Mundial, terribles experiencias en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, visiones singulares del fin del mundo desde el fino humor inglés o relatos líricos que nos hablan acerca de las estructuras del poder y el condicionamiento.

Nuestra intención con esta nueva colección no es editar la mejor selección posible, un único y excepcional volumen que nos ocupe largos años de trabajo, sino publicar libros variados a medida que encontremos las suficientes historias de interés que satisfagan los estándares de calidad que nos hemos prefijado. Existe mucho material que merece la pena ser descubierto, y también queremos reivindicar la labor de numerosos ilustradores fantásticos, tarea que iniciamos con el magnífico Juan Miguel Aguilera.

Esperamos contar con tu apoyo, que nos leas, compres, comentes, critiques, remitas cuentos y sugieras nuevas historias con las que mejorar y hacer crecer este proyecto editorial. Contigo, Per aspera ad astra.

 

 

Mariano Villarreal

novaficcion@gmail.com

@literfan


DAD AL CÉSAR…

Eduardo Vaquerizo


EDUARDO VAQUERIZO (Madrid, 1967) es autor de Danza de Tinieblas (Minotauro, 2005, finalista del premio Minotauro y premio Ignotus de novela), una brillante e imaginativa historia alternativa en la que el imperio español forjado durante los siglos XVI y XVII se perpetúa hasta un alterado presente; su éxito propició una continuación: Memoria de tinieblas (Sportula, 2013, premio Ignotus de novela) y una antología colectiva: Crónica de tinieblas (Sportula, 2014). Ha publicado también La última noche de Hipatia (Alamut, 2009), una trágica historia de amor a través del tiempo enmarcada en la Alejandría de finales del siglo IV, la novelización de la película española de ciencia ficción Náufragos/Stranded (Punto de Lectura, 2001) y varios libros de relatos, en donde destaca Dulces dieciséis (Cyberdark, 2014).

«Dad al César…» es un relato que pudo haber sido publicado en el primer volumen de la antología Terra Nova. Lo hizo poco después, en la antología conjunta con Santiago Eximeno titulada Sueños Negros (Saco de Huesos, 2013), y que ahora recuperamos, convenientemente revisado, para abrir con fuerza este libro.

Una historia que nos habla sobre un tema candente y aún no convenientemente resuelto en nuestra sociedad.


—Padre Agustín, ¿ha gritado usted?

—Sí, lo siento.

El sacerdote se incorporó a medias sobre las sábanas blanquísimas. Tenía el grueso rostro congestionado y los ojos giraban dentro de las órbitas sin encontrar ningún objeto en el que enfocarse.

—Padre, ¿está usted bien?

—Sí, hija, sí. Ha sido una pesadilla horrible. Me acechaba el Maligno y yo corría sobre un camposanto pisando calaveras de nonatos que crujían al romperse...

—¡Qué horrible! Túmbese, así.

Poco a poco, la respiración se le fue convirtiendo en un susurro. Se le relajaron los músculos del cuello y dejó caer la cabeza, una gran sandía blancuzca, sobre la almohada.

Miró a su alrededor mientras la enfermera le colocaba las sábanas. La habitación era espaciosa. Un gran ventanal se abría a unos jardines en sombra. Afuera, las hojas de los árboles susurraban mecidas por el viento nocturno. Del jardín ascendían aromas a espliego y jara, dulce olor a verano.

Los ojos del cura se encontraron con la reproducción de la natividad de Boticelli que colgaba de la pared justo enfrente de la cama. En las sombras de la madrugada, apenas rotas por la luz que había encendido la enfermera, la Virgen María parecía un resucitado, un ser doliente regresado desde más allá de la tumba.

Retiró la vista espantado. La enfermera estaba a su lado, atenta a su estado.

—Me encuentro más sosegado. Acérqueme la botella de agua, por favor.

—Necesita calma y reposo. No sé si me está permitido inyectarle un calmante, quizá algo suave.

—Así está bien, es lo correcto. Sé que los médicos han prohibido los calmantes. No podemos mitigar nuestro dolor, tan solo rezar.

—Sabe que no es una penitencia.

El padre Agustín cerró los ojos. La enfermera, una monja joven de acusados rasgos peruanos, lo estudió durante unos segundos más. Al fin se volvió y manipuló con manos expertas un teclado anexo a la cabecera de la cama. A su toque, como si respondieran a una magia secreta, la pantalla de un monitor se iluminó y mostró una plétora de gráficos y números en colores primarios que cambiaron siguiendo las instrucciones que les dictaba el sensor que el sacerdote tenía inserto bajo la piel del antebrazo.

La pequeña monja sudamericana terminó de comprobar sus parámetros vitales y volvió a oscurecer las pantallas.

—¿Le dejo encendida la luz de la cabecera?

—Unos minutos, hermana, así podré rezar un padrenuestro y conciliar el sueño pensando en Jesucristo.

—Le dejó el mando de la luz a su alcance.

—Gracias.

La monja abandonó la habitación con pasos cortos y silenciosos. El padre Agustín bisbiseó una y otra vez. Entre sus gruesos dedos resbalaban las cuentas de un rosario de obsidiana negra. Cada vez que hacía pasar una de ella, se desprendían de la joya oscuros reflejos nocturnos, sombras habitadas por pequeñas luces errantes, hormigas luminosas que se perseguían unas a otras por las desnudas paredes de la habitación.

Al poco, el sacerdote volvió a sentir en los riñones los agudos pinchazos que le habían estado torturando toda la noche. Se inclinó para desplazar el peso sobre el colchón y la inmensa barriga, una incómoda montaña de carne, le dificultó la tarea de hacer bascular el centro de gravedad de su cuerpo y trasladar los dolores a otro lugar de la espalda.

Pasaron los minutos, las cuentas corrieron una detrás de otra. Al fin el rumor del rezo se detuvo. El padre Agustín suspiró y luego habló en voz baja, cargada de emoción, la misma voz que usaba, amplificada por toda la fuerza de sus pulmones, para los sermones, el único momento de toda la liturgia que disfrutaba intensamente.

—Padre, tú, que estás en los cielos, sin duda sabrás perdonar lo que los hombres mortales no han sabido. Siento que se equivocan, que ésta penitencia que me han impuesto no es redención sino un castigo dictado por hombres ciegos, una aberración que ofende tu palabra y tu amor infinito. Me he arrepentido, he rezado hasta hacer sangrar la lengua, y espero de rodillas tu perdón, el bálsamo de tu misericordia capaz de curar las infinitas heridas de mi pobre alma pecadora.

»¿Cómo se atreven los hombres a interferir en el perdón de su señor? Te ruego que no se lo permitas. Y, si estuviera equivocado y éste fuera el cáliz que me has destinado, ¿por qué no siento el sosiego de tu perdón llegar? Tan solo sufro, sin redención, sin final. Dios mío. Acógeme en tu seno y dame tu perdón.

En voz baja, repitió su plegaria una y otra vez, con diversas variantes y tonos, humilde, apasionado, resignado. Al final, el sacerdote se adormiló tendido en la cama del Ospedale Cristo Re de Roma. A pesar de sus ruegos, en cuanto cerró los ojos la pesadilla se reanudó: una interminable cacería en la que le perseguía una jauría que no ladraba. Mil risas infantiles frágiles como el cristal, desbocadas, agresivas, no cejaban en su empeño de alcanzarlo. Soñaba, una y otra vez, con esos pequeños cuerpos inestables cercándolo, echándosele encima. Ristras de afilados dientes de leche se le clavaban en la blanca carne, surgía el dolor y la sangre.

Y luego, de entre todos los niños que le perseguían, había uno que se distinguía de la penumbra. Podía ver su rostro, la mirada azul e inocente, la sonrisa angelical, y lo reconocía. Cuando se acercaba, gritaba y gritaba, enredado en las profundidades de la pesadilla, sin poder dejar de hacerlo, sin poder despertar.

Abrió los ojos a la mañana, una vez más, sin haber descansado. Amanecía. El frescor nocturno aún no había cedido al peso del sol y, por la ventana, se colaba una brisa templada, agradable.

Usando el mando a distancia, encendió la pequeña televisión que tenía el cuarto en un rincón. Un locutor hablaba con voz pausada mientras la cámara recorría un paisaje de verano. Parecía un reportaje de naturaleza.

Con dificultad, se levantó de la cama y caminó hasta el baño. Se apoyó en el lavabo, levantó la vista y no se sorprendió de ver en el espejo un rostro de profundas ojeras amoratadas, unas facciones abotargadas por la retención de líquidos, labios gruesos, papada pronunciada. Respirar, de nuevo era todo un desafío.

El programa de la televisión cambió, hablaban ya otros. Mientras se enjuagaba la boca, comenzó a entender que lo que escuchaba era una rueda de prensa emitida desde Ciudad del Vaticano.

—Se ha discutido en esta reunión un aumento de la cuantía del fondo que la ONU y el FMI aportan cada año a la Iglesia Católica. Creemos que nuestras pretensiones son justas. Así han sido interpretadas por los representantes de los estados firmantes del concordato internacional. La Iglesia Católica ha hecho suyos problemas que han liberado a las sociedades occidentales de agudos dilemas morales e incluso judiciales. Justo es que se le dé soporte económico.

Mientras se sentaba en la taza de loza y fruncía el ceño, intentando realizar la primera deposición del día, reconoció la voz de Monseñor Castafiore, cardenal responsable de la prefectura de los Asuntos Económicos de la Santa Sede, un viejo zorro de dientes afilados del que se decía que suscitaba temor hasta en el mismísimo papa.

Una periodista hizo la pregunta que el padre Agustín había estado esperando.

—Muchas voces críticas dicen que una parte secreta del concordato obliga a que no prosperen los casos judiciales de pederastia contra los sacerdotes católicos.

—No, en absoluto, señorita. Es una acusación que se nos ha hecho en muchas ocasiones. Siempre hemos estado abiertos a que los posibles problemas, como los que menciona, se solucionen en tribunales civiles. La insinuación de que ha habido acuerdos secretos para silenciar casos que, de otro modo, podrían haber constituido descrédito para la Iglesia, no pasa de ser una especulación anticatólica un tanto burda y, además, poco original. Se nos viene acusando de lo mismo desde…

Se perdió las últimas palabras por el ruido de la cisterna al descargarse y llenarse de nuevo. Cuando pudo volver a escuchar la televisión, las noticias habían terminado. En el canal Vaticano, el único que se podía ver, emitían el comienzo del enésimo reportaje sobre esforzados misioneros luchando contra la pobreza en el tercer mundo.

Apagó la televisión y agradeció el silencio.

Desayunó mirando por la ventana, viendo cómo el sol se elevaba en el claro cielo de Roma. Poco a poco la grisura de las hojas de los álamos y fresnos se volvió verde oscuro y luego, al toque de los rayos solares, explotó en vivos tonos de un verde resplandeciente.

Procuraba no mirar nunca la frente, pero le daba igual; la virgen de Boticelli, desde la pared, no dejaba de asediarlo con una mirada que expresaba demasiadas cosas. El padre Agustín pensó durante un momento en pedir que se llevasen el cuadro, pero luego desechó la idea. No hubiera sabido explicar su desasosiego.

Cuando le retiraron el desayuno, se vistió sin ayuda, resoplando como una morsa herida y con cierta prisa al ver la hora en su reloj de pulsera. Sus únicas ropas eran camisas negras, alzacuellos, pantalones de talla inverosímil y un par de zapatos en los que había renunciado a meter los pies al completo, de lo hinchados que los tenía, y que sustituyó por las zapatillas abiertas del hospital.

No le impidieron salir, paseaba todas las mañanas por recomendación de los médicos. En los jardines de la residencia hospitalaria la primavera brillaba con fuerza. Todo nacía, la hierba, las hojas, los insectos; hasta las grandes piedras que adornaban los parterres parecían empeñadas en florecer, cubiertas de una gruesa capa de musgo. El padre Agustín caminó por las veredas de grava apoyándose en un bastón, envuelto en el aroma a humedad de los pequeños estanques, el frescor de los rincones en sombras y la fragancia de la hierba que el jardinero había cortado unos minutos atrás.

Enseguida, el esfuerzo comenzó a desgastarle el ánimo. Respiraba con dificultad. Moscas, avispas y mosquitos zumbaban con velocidad aterradora a su alrededor. El sol de primavera, aún fresco, recién nacido tras la muerte en el solsticio, no conseguía calentar tanto como para resultar incómodo, pero lo pesado de la barriga y el color oscuro de su ropa colaboraron para comenzar a hacerle sudar.

Por un instante se preguntó si todo aquello había sido buena idea, si no debería darse la vuelta y volver a la cama, a seguir sufriendo. No. Ellos lo habían querido. La curia decidía por el altísimo, lo ofendía con sus tejemanejes, sus concordatos y sus acuerdos secretos.

Siguió avanzando. Lo encontró sentado en un banco a la sombra de un álamo, en una rotonda presidida por una estatua de San Jeremías. Sonrió para sí; San Jeremías fue el profeta al que los israelitas habían apedreado hasta la muerte por revelarles sus propias maldades. Nada bueno podía salir de aquel encuentro.

Caminó hacia él. Más que sentarse a su lado, se dejó caer sobre la madera tibia del banco. Durante unos instantes ni siquiera se miraron. El padre Agustín extrajo un pañuelo del bolsillo de su chaqueta, que pareció estallar al toque del sol, y lo usó para secarse el sudor de la frente.

El hombre comenzó a hablarle sin dejar de mirar al frente.

—Pronto va a comenzar el calor.

—Sí, y yo con esta barriga lo voy a pasar mal.

El otro asintió moviendo la cabeza.

—¿Está dispuesto entonces?

—Lo estoy, siempre que se conserve mi anonimato y que tenga listo el dinero en la cuenta de Suiza.

—No se preocupe por el anonimato, ¿qué le van a hacer? Una vez que todo estalle será intocable.

—No los conoce, ¿verdad? Es de esas personas modernas, ateas, que creen que la Iglesia Católica es una organización obsoleta, ineficaz, destinada a desaparecer.

—No le voy a engañar. Creo que sobrevive con triquiñuelas y gracias a la fe del Tercer Mundo. Aquí, en Europa, sus mensajes no calan ya como antes.

—Entonces quizá no quiera oír lo que tengo que decir.

El padre Agustín cambió de postura hasta lograr apoyar una mano sobre la rodilla. De ese modo la barriga quedó colgando de forma mucho más cómoda para su espalda. Entrecerró los ojos y miró al periodista. Hasta ese momento solo habían hablado por un viejo teléfono que había conseguido ocultar entre sus ropas.

Lo estudió durante unos segundos.

Era un hombre no tan joven como para no tener paciencia, pero no tan viejo como para haber aprendido a tener miedo. Lo miraba desde detrás de unas gafas de sol espejadas. Su rostro era anodino, una cara que se olvidaba al instante, vulgar y sin nada reseñable salvo una sonrisa socarrona a punto de nacer, colgada de la comisura de los labios, pero que nunca lo hacía. Se sintió molesto, imaginó que aquella sonrisa nonata sería condescendiente, burlona, cruel. Al final concluyó que solo era una posibilidad indefinida y que, aunque su prevención fuera cierta, no tenía por qué preocuparle la opinión de un ateo y además, periodista. Al fin se recostó contra el banco, buscando lo más profundo de la fresca sombra del álamo que los cubría, y comenzó a hablar.

Postnasciturus, así se los llama dentro de la Iglesia. El término legal alude a los huérfanos nacidos en su seno, bajo su tutela legal desde antes del nacimiento.

—Eso lo sé.

—No conoce todas las implicaciones. Como muchas otras personas educadas, ha estado muy lejos de la Iglesia y su evolución en las últimas décadas. —El periodista se removió en su asiento y se volvió hacia él. Había captado su atención—. En Europa, los hijos del estado del bienestar, o de sus sucedáneos posteriores, dejaron de creer. Ha sido un problema sin solución, no asumido por la Iglesia hasta que alguien decidió que ya bastaba de perder terreno. Las nuevas generaciones debían ser pastoreadas por apóstoles de su misma edad, cercanos a ellos. El problema es que el avance del ateísmo y la sociedad de consumo habían dejado los seminarios vacíos.

La providencia nos trajo a Juan Pablo IV. Él, a través de la ciencia médica, encontró el modo. Desde que creó las casas de acogida y los estados les permitieron la tutela legal de los postnasciturus, las vocaciones no han sido un problema. De los seminarios salen todos los años miles de sacerdotes para poblar las iglesias del continente y de medio mundo.

El periodista se recostó de nuevo sobre el banco y dejó de mirarle.

—Hay muchos reportajes de investigación sobre las técnicas de lavado de cerebros de la Iglesia. Hay gente que ha pretendido cambiar las cosas, rescatarlos, pero el estatus legal que posee la Santa Sede sobre esos jóvenes es intocable. Esa información no vale el dinero que usted ha pedido.

—Los sé, pero la cosa no acaba ahí. ¿Ha hecho usted números? ¿Ha estudiado la estadística según le dije?

—Sí, y confieso que los resultados me resultan perturbadores, por eso estoy aquí.

—¿Cuál es el porcentaje?

—Los embarazos no deseados se han duplicado en los últimos cinco años.

—Esa cifra no puede ser achacada a embarazos que antes se ocultaban y ahora no o a defectos de los registros. Es real.

—Sí, pero no veo dónde lleva eso.

—Si usted leyese las encíclicas, si viviese día a día la rutina de una parroquia, se daría cuenta. La religión ahora es un asunto de los pobres, de los infelices que a nadie interesan.

—¿A qué se refiere?

—A que la lucha contra el uso del preservativo y cualquier otro medio de contracepción se ha vuelto más que furibunda, fanática. Que la Iglesia fomenta las reuniones de feligreses jóvenes en las parroquias y que el mensaje en contra del sexo se ha extinguido. Han desaparecido las alusiones al Infierno, las recomendaciones de castidad antes del matrimonio. Ahora los curas, desde el púlpito, parecen más trovadores ensalzando el amor carnal que los fieros ascetas de hace un par de décadas.

»¿No ve la relación? Es sencillo: parejas más desinhibidas, desinformadas, más embarazos, más niños para los futuros seminarios, más futuros feligreses.

El periodista se levantó del banco. El sol le iluminaba desde detrás y le impedía verle la cara.

—Eso que apunta es monstruoso.

El padre Agustín, bajo la vista. Volvió a sentir el pinchazo en los riñones, un dolor que pronto se volvería agudo si no cambiaba otra vez de postura. Lo dejo crecer, no tenía fuerzas, estaba cansado de sufrir, de luchar. Cerró los ojos y pronto volvió a escuchar el coro de finas voces infantiles, afilados tonos que herían los oídos. El dolor en la espalda comenzó a lacerarlo, era un estilete aserrado que luchaba por partirlo en dos. Al fin se sujetó la barriga y se ayudó de las manos para cambiarla de postura. El dolor, de momento, desapareció. Se restregó las palmas con las perneras del pantalón. Le desagradaba tocarse la tripa con las manos, sentirla suya, pesada y plena de carne y fluidos. El periodista volvió a sentarse. Su expresión había perdido ese ambiguo inicio de una sonrisa; ahora la boca se le torcía hacia abajo, un rictus de asco, de desagrado.

—Voy a necesitar pruebas.

—No tengo más pruebas que yo mismo.

—¿Cómo?

—Soy un postnasciturus, me crié en una institución y de ahí pasé al seminario. Ya ejerciendo de sacerdote, dio la casualidad de que fui destinado a la parroquia a la que pertenecía mi madre. Encontré los antiguos registros de mi transferencia a la Iglesia.

»Localicé a mi primera madre, investigué su vida, sus circunstancias. Gracias a ello entendí al fin una estrategia que, de tan evidente, nadie, ni siquiera los sacerdotes, había descubierto.

»Aquí, en este papel, tiene sus datos. Puede ir y hablar con ella, no es muy mayor, me concibió siendo casi una niña. —El padre Agustín se inclinó hacia el periodista de tal modo que pudo echarle mano al brazo y aferrarle con dedos gordos y fuertes—. Ella no sabe que soy su hijo y no quiero que lo sepa.

El periodista se separó de él y del contacto de sus dedos. Se puso de pie y comenzó a mirar a un lado y a otro. Al fin se guardó la nota que le había escrito y se marchó. El padre Agustín se quedó sentado en el banco, sin muchas ganas ni fuerzas de regresar al hospital, a la habitación vacía y aburrida donde transcurría su vida.

A la noche, volvió a soñar, como todas las noches desde que había llegado a aquel lugar. En su sueño vestía casulla como para ir a decir misa. Estaba tras el altar de Santa María, su parroquia. La única luz que iluminaba la iglesia entraba por un lucernario, un río de oro que cortaba las densas tinieblas y hacía estallar en astillas de luz la vieja pátina de los bancos. Las baldosas en el suelo, llenas de grietas y entalladuras y las viejas piedras románicas que construían columnas y arcos, se revelaban, precisas y aterradoras, ante la cálida claridad dorada.

Caminó despacio sobre los baldosines desiguales, avanzando por el estrecho pasillo entre bancos. La nave de la iglesia de Santa María de Pérgamo le rodeaba como si transitara por el interior de un espacio intercostal de granito y revoco.

Respiró fuerte y capturó los añorados olores a madera vieja, a restos de incienso, a la ligera humedad de las criptas. La penumbra se había adueñado del espacio, el dorado de las tallas del altar mayor brillaba con recogimiento. De las velas que ardían bajo las figuras con más devoción, se desprendían densas tinieblas que parecían fluir, como una sustancia fría y oscura, acumularse al pie de los candelabros e ir llenando todo el suelo de gruesas guedejas de un fluido inmaterial que engullía la luz y los objetos.

Quizá por eso, de los feligreses sentados en los bancos no quedaban más que siluetas borrosas. Avanzó hacia ellos. Descubrió que no tenía barriga, que se movía con agilidad desplazando los pies sin vacilar. Sentía los miembros ágiles, el corazón le latía fuerte en el pecho. Por un instante se le ocurrió iniciar la huida, correr hacia la puerta al fondo de la Iglesia y salir fuera, a bañarse en aquella tranquila luz solar. Allí se encontraría con una plaza pequeña, cerrada al tráfico. A la sombra de viejos tilos, las terrazas habrían extendido mesas y sillas.

Sentarse a uno de aquellos veladores y pedir un café con leche y una napolitana se convirtió, de repente, en el único sentido de su existencia. Intentó avanzar en dirección a la puerta, pero las tinieblas se le aferraban a los tobillos, haciéndole imposible moverse. Había ojos que lo miraban desde las filas de bancos, muchas cabezas lo seguían al pasar.

Escuchó las risas infantiles sin ver las sonrisas, imaginando los dientes desparejos, pequeños, afilados, dispuestos a lacerar su carne. Volvió la prisa de todos los sueños, de todas las pesadillas.

—Dejadme, idos. Sois mi perdición.

Se despertó jadeando de nuevo en la oscuridad de la noche. Esta vez la enfermera no acudió a ver qué le pasaba. Era muy tarde y la habitación estaba saturada del silencio sepulcral que solo adquieren las madrugadas de piedra y hospital, un silencio que se comía los sonidos, que devoraba la luz y la esperanza de que amaneciera.

Le costó conciliar el sueño de nuevo. La habitación, casi vacía, lo intimidaba. Evitó con mimo mirar al cuadro. A pesar de ello, sintió cómo aquella María fantasmal, que no se resignaba a ser madre, no dejaba de mirarlo con esa mirada a medio camino del sufrimiento y el reproche.

Al fin se durmió y aguantó sin sueños hasta que lo despertó el chirrido del carro del desayuno. Mientras mojaba una magdalena en el café con leche, en la mesilla un pequeño objeto comenzó a saltar y vibrar.

Echó mano del móvil y lo descolgó.

—Es usted… ¿Ha verificado lo que le dije?… Sí, a la misma hora en el mismo sitio.

Al contrario que en la cita previa, la mañana había amanecido encapotada. Gruesas nubes que habían acumulado fuerza debido al aire estancado y el calor de los días anteriores, se cernían sobre Roma. El calor primaveral se había convertido en bochorno veraniego.

Mientras se internaba en el paseo arbolado, el padre Agustín consultó el reloj. Le quedaba aún bastante margen para la cita, así que, a pesar de que caminar con las sandalias del hospital era una tortura para sus pies hinchados, decidió alargar el paseo.

Escuchó los gritos mucho antes de pasar por delante de la puerta principal. Más allá de las rejas del control de seguridad, había varias furgonetas de los carabinieri. Los policías, armados con porras y escudos, impedían avanzar contra la verja a una poco nutrida manifestación de mujeres. No entendía lo que gritaban. Se acercó con curiosidad. Comprendió el error que cometía cuando una de ellas lo señaló con el dedo.

—¡Ahí hay uno…! ¡Miradlo…!

En segundos, las manos se tensaron sobre las empuñaduras de las porras y la tez de las mujeres que vociferaban se volvió encarnada.

—¡Libertad a los postnasciturus y a los nasciturus! ¡Qué las madres decidan el destino de sus hijos!

Todas eran consignas gastadas, las había oído cien, mil veces. Se ocultó tras el tronco de un inmenso tilo, un árbol de tal porte que puede que fuera anterior al edificio y hubiera visto las antiguas glorias de la Roma imperial y pagana.

Los gritos no cesaban.

Respirando con dificultad, se llevó las manos a la tripa, abarcó la tensa tela negra de la camisa que llevaba por fuera del pantalón, en un remedo involuntario de la forma de vestir de sus feligreses adolescentes. Retiró las manos como si hubiera tocado una sustancia nauseabunda y cerró los ojos. Las voces continuaron entonando rimas gastadas un rato más pero se cansaron pronto.

Llegó a la cita agitado. Fue consciente del sudor que le corría por la espalda y empapaba la camisa. El periodista no había llegado aún. Se sentó en el mismo banco, en casi la misma postura que la otra vez, sin fuerzas ni para sacar el pañuelo del bolsillo y secarse la frente. La vista se le nublaba y el corazón era un caballo que no obedecía a rienda alguna.

Una brisa agitada, revoltosa, comenzó a levantar remolinos de polvo. San Jeremías continuaba en lo alto de su fuste, mirando a la nada, quizá atento a la siguiente piedra israelita que aún no caía.

—Buenos días.

—Buenos días, no le he oído llegar.

—Me he retrasado, disculpe. Ha sido cosa de esas feministas.

—Nunca me he enterado bien de qué es lo quieren.

—Ni ellas mismas lo saben, esta situación las descoloca más que a los demás. Que haya una primera madre y luego una segunda... cambia las reglas del juego. El aborto, tal y como ellas lo han pedido siempre, libre, lo han conseguido en todas las legislaciones, sin traba ninguna.

—Me han señalado con el dedo al pasar, pedían el derecho de las primeras madres a decidir.

—La identidad de muchos grupos políticos se resume en el conflicto, en la lucha. Dales lo que piden y habrás acabado con ellos.

—No veo por qué el proceso de reimplantado de nasciturus deba ser malo. ¿Es mejor que esos niños mueran? La medicina nos ha dado la posibilidad de quitárselos a aquellos que no los quieren y aún así salvarlos.

—¿Está de acuerdo, entonces, con lo que están haciendo?

—Si la Iglesia no fuera tan ambiciosa, si no hiciera planes en los que lo importante son siempre los fines y no los medios rectos… La idea en sí no es mala, se salvan vidas.

El periodista no contestó, se limitó a mirarle. La sonrisa de desprecio, quizá de asco, volvió a aparecer en la comisura de sus labios. Miró hacia arriba. Había más nubes en el cielo, la luz había disminuido, como si el sol se hubiera alejado, espantado de sus palabras. La voz le salió pequeña, tímida.

—El proceso no es tan desagradable como pudiera parecer. Necesitas tan solo unos meses de tratamiento. Te operan, te abren el vientre y te implantan una bomba de hormonas y células madre con el ADN alterado. En tres meses hay ya desarrollado una especie de útero anclado a dos bandas de tejido conjuntivo para sostenerlo. Un mes más y se crea la base de un cordón umbilical preparado para aceptar un feto.

—Me imagino lo que debe suponer para el receptor.

—No, no se imagina. —El padre Agustín elevó otra vez el tono de voz— No puede hacerlo, como no podía hacerlo antes ningún hombre. Ahora podemos sentir las mareas de hormonas llegar y retirarse, las molestias por el peso extra, la necesidad de vomitar y mear a cada hora.

El periodista permaneció en silencio. En el cielo se espesaron aún más las nubes. Dominaba el jardín una claridad sin foco, débil y enfermiza. La tormenta se les echaba encima en forma de torvaneras de polvo de las que tuvieron que protegerse escondiendo el rostro.

El periodista se levantó. No sabía qué hacer con las manos. Dio un par de pequeños paseos cortos antes de comenzar a hablar. Parecía dispuesto a correr huyendo de la lluvia.

—Visité a su primera madre. Como me dijo, no es muy mayor. Que le quitasen el nasciturus tuvo un efecto beneficioso en su vida. Estudió una carrera, ahora es arquitecta y trabaja para el ayuntamiento.

—¿Habrá reportaje entonces? ¿Ha convencido a sus jefes?

—No habrá reportaje.

—¿Cómo?

El periodista se quitó las gafas de sol y lo miró. Tenía unos ojos claros, mucho más jóvenes de lo que anunciaban las arrugas del rostro.

—Continué investigando. Fue complicado porque si hay algo que la Iglesia guarda más celosamente que las actas de postnasciturus, son los oficios disciplinarios.

El padre Agustín entrecerró los ojos. El viento le había arrojado tierra en ellos. Un trueno removió el aire. El ozono liberado por el rayo olía con fuerza.

—No entiendo

El periodista dio un paso hacia él.

—¿No entiende, maldito pederasta? Pide perdón y con eso basta ¿no? ¿Qué no entiende, que ya no hay artículo posible? Yo se lo explicaré: aunque lo que hacen con las jóvenes que quieren abortar es una aberración, aunque resolver el problema del aborto haya causado otros cien más, no podemos sacarlo a la luz separado de su crimen. Mucha gente estaría de acuerdo con la pena que le han impuesto, aplaudirían a la Iglesia por obligarle a llevar un postnasciturus en sus entrañas hasta el día de la cesárea. ¡Yo mismo no estoy seguro de si es una buena o mala medida, por Dios!

Volvió a tronar. Culebrinas luminosas cruzaron el cielo y gruesas gotas de agua comenzaron a caer sobre la tierra apisonada del paseo, a golpear inmisericordes contra las hojas jóvenes, a empapar al periodista enfrente de él con las gafas de sol todavía en la mano, mirándolo con unos ojos como guadañas.

El padre Agustín siguió rezando con la cabeza baja, sin mirarle, balanceándose adelante y atrás. El periodista al fin fue consciente del chaparrón que estaba llegando. Dio media vuelta y avanzó por el paseo a grandes zancadas. A su paso, el vendaval agitaba árboles y arbustos hasta casi arrancarlos.

El viento se calmó, el cielo por fin descargó y las gotas esporádicas se convirtieron en una gruesa cortina de agua que caía con la fuerza de una avalancha. El sacerdote continuó sin mojarse unos minutos más. Luego, las hojas del álamo que lo protegían terminaron por saturarse y el agua escurrió en tromba sobre él.

No se movió. En breves segundos estaba empapado. No tenía dónde ir, ningún sitio donde estuviera mejor, rechazado por sus amigos, por la familia, amonestado, juzgado y condenado por los demás.

No era una sensación nueva, toda su vida se había sentido igual. Solo cuando trabajaba en la parroquia, cuando daba catequesis y sentía cerca a aquellos pequeños ángeles, encontraba sentido a su existencia anodina, terrible, estúpida.

Durante un instante el terror más absoluto lo dominó: quizá Dios no lo había perdonado porque, a pesar de todo, no se había arrepentido de sus pecados. Abrió mucho los ojos. El rumor de la lluvia era el murmullo de muchas voces dentro de su cráneo. En ese momento lo comprendió. Supo que lo que hizo, lo volvería a hacer; que el peso de su existencia lo conduciría de nuevo a sus sonrisas infantiles, a sus ojos inocentes, a sus pequeños y limpios cuerpos sin mácula.

Iba a ser segunda madre de un niño, algo que apenas era más que un montón de células pero que, cuando lo sacasen de dentro de su cuerpo, tendría movimiento, respiraría, abrirá sus ojitos y lo miraría y, si se lo permitían, y no lo iban a hacer, lo llamaría a su cercanía.

En medio de la lluvia sus lágrimas pasaron desapercibidas.


GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS

Rafael Marín


RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) es autor de Lágrimas de luz, uno de los grandes clásicos de la moderna ciencia ficción española. En su producción destaca la novela de fantasía La leyenda del Navegante (reeditada en Minotauro en 2006), el homenaje a los cómics de superhéroes Mundo de dioses (Ediciones B, 1997), el terror de La ciudad enmascarada (AJEC, 2011) y la ucronía medieval Juglar (2006, finalista del Minotauro y premio Ignotus 2007). Lo mejor de su producción breve se recoge en Unicornios sin cabeza (Ultramar, 1987) y Piel de fantasma (AJEC, 2010), en donde refleja una honda preocupación por el estilo y su empeño por la utilización de referentes autóctonos. Como guionista de cómics destaca su trabajo en equipo con Carlos Pacheco en las series Iberia Inc., Triada Vértice, Los Inhumanos y Los 4 Fantásticos de la editorial norteamericana Marvel Comics.

«Gloria a Dios en las alturas» es el segundo cuento de su serie Ora Pro Nobis (el primero apareció en la citada Piel de fantasma). Un relato de dark fantasy en donde se juega con los conceptos del Bien y el Mal, y con las percepciones.


La motocicleta traza una línea recta sobre el blanco del suelo, dejando a su paso un estruendo que no perturba a nadie, ni siquiera a quien la pilota. El sol juega desde el cielo a aplastar máquina, ocupante y sombra sobre una planicie seca y dura. No los ve nadie, y si acaso algún ojo divino estuviera atendiendo a su avance, tal vez ni siquiera sería capaz de identificar la minúscula nube negra que deja atrás, como un reguero culpable que asciende hasta las alturas para diluirse en vez de pedir perdón. Debe ser cerca de mediodía, pero la sensación de tiempo, como la sensación de vida, aquí no existe.

Durante unos segundos, la motocicleta se detiene ante una señal de tráfico que indica la presencia próxima, tras las montañas, del pueblo que tiene como objetivo. Es entonces cuando la motorista se quita el casco y sus cabellos rubios prenden al sol, un instante, como una cerilla en mitad de una habitación oscura. La mujer comprueba la mochila que lleva a la espalda, se cuelga del brazo el casco, sin volver a ponérselo (nadie en este lugar sería capaz de multarla por eso), y se coloca las gafas oscuras antes de iniciar, más despacio, el camino de descenso hacia el pueblo.

Hay otro cartel a la entrada, similar al de la carretera, que comunica el nombre de la población, Hyrcus, pero en estas remotas islas de Grecia no es común indicar, como en las películas americanas, el número de habitantes de cada lugar, por pequeño que éste sea. La molestia de ir borrando y sumando cifras, como si la vida quedara resumida a un marcador deportivo, en cualquier caso, aquí no tendría tampoco sentido.

El pueblo es reducido, en efecto, blanco, cálido. Las casas se extienden en un círculo improvisado a lo largo de quién sabe cuántos siglos a partir de una plaza central donde, en otro tiempo, se alzó el campanario de una iglesia que alguna guerra o algún corrimiento de tierras han privado de su remate. Apenas asoma, todavía, como el asta de una bandera entre los otros edificios que lo rodean, y la iglesia de donde brota, a esta hora de la tarde que comienza, parece cerrada a cal y canto. No hay coches, pero tampoco silencio. O, más bien, el sonido que la motorista oye no es el bullicio del tráfico y los claxons y el ronquido de los motores y las prisas del mundo moderno, sino los contrastes de voces invisibles que se llaman de una parte de la calle a otra, de mujeres que lavan o tienden o cantan y de hombres que perforan o talan o martillean o sierran o simplemente marcan su victoria al dominó con un golpe seco contra el mármol de unas lejanas mesas blancas y frías, como losas de cementerio.

Los olores de la primavera ya han sido sustituidos por el húmedo aroma del verano. No se siente desde aquí el mar, aunque no está muy lejos, más allá del cinturón de montañas que cercan Hyrcus como la parte inferior de una dentadura postiza a la que falta alguna pieza. Pese a la luz, pese a la cal de las casas, pese al cielo celeste como los ojos de un ángel, la población podría estar tanto en el mar Egeo como en la serranía andaluza, en algún enclave perdido de América del Sur o más allá de las junglas de Malasia. A fin de cuentas, piensa la mujer, todos los pueblos son el mismo pueblo.

Sin embargo, el puesto central que en cualquier otro lugar tendría el ayuntamiento (o la iglesia, sí, en otra época), aquí parece ocuparlo el pequeño hotelito de dos plantas, con su porche de parras y su terraza al aire libre: en algún punto indeterminado de su pasado, no cabe duda de que Hyrcus también sucumbió a las tentaciones del turismo.

La mujer detiene la moto, corta el contacto, desmonta sin hacer caso al calor del asfalto que nota a través de la suela de sus botas. Recoge la mochila, no se molesta en colocar ningún pitón a la motocicleta, se detiene un segundo a comprobar la hora en el reloj que sobrevive como de milagro en el campanario (el tiempo justo para darse cuenta de que no, pues está parado), y entra en el hotelito. Su reflejo en los cristales de la puerta es el de una estatua de brillante charol negro donde sigue contrastando, como el halo de un santo, la llama de su pelo.

 

 

En la recepción del hotelito tampoco hay nadie. La mujer mira a derecha e izquierda y divisa, al fondo, en una salita que quizá vio días mejores y aún sueña con que regresen, a un hombre moreno y joven que lee un periódico y, al reparar en su presencia, apenas la saluda con un leve movimiento de cabeza. Hace algo de frío en el interior del edificio, pero no se nota el olor ni la sensación del aire acondicionado. Todo parece detenido en el tiempo, como el escenario de una película antigua donde fuera a aparecer de pronto Cary Grant o Robert Donat huyendo de enemigos inexplicables o apurados por no encontrar el botón de una camisa. La mujer llama al timbre con un golpe seco, y el sonido reverbera entre las paredes. Sigue sin acudir nadie. Ya tiene la mano levantada, dispuesta a dar de nuevo una palmada contra el aparatito de metal cuando aparece ante ella un hombrecillo.

Es vulgar, sonrosado, con gafas de montura antigua y sonrisa afectada pero sincera. En la Edad Media habría sido un monje benedictino, quizás, y en un cuento de hadas un pastelero huraño o un marionetista de corazón de plomo, no el recepcionista, dueño, camarero y mucamo del hotelito, todo en uno. No habría inspirado nunca a John Cleese, pero Hyrcus no es Tourquay, en cualquier caso. Y algo en la expresión entre despistada y complaciente del hombre le recuerda a la mujer a Max von Sidow.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita? —titubea el hombrecito, casi apurado, como si no fuera evidente lo que la mujer quiere o no supiera muy bien, todavía y a estas alturas, cuál es su oficio.

—Buscaba una habitación —responde ella, escrutando más allá del hombre el casillero vacío, el reloj que de pronto le da la impresión que ha cambiado de hora.

—Una habitación, claro —canturrea el hombre, mostrando una sonrisa de satisfacción donde brilla de pronto un corrector dental—. Creo que casualmente nos queda todavía una. ¿Viene usted para la fiesta?

Mientras el hombre pasa páginas del libro de registro, la mujer comprueba que no se ha equivocado en su impresión: el reloj de la recepción está parado, como lo está ahí fuera el del campanario.

—¿Me permite algún documento de identidad, señorita?

La mujer le entrega un pasaporte que el hombre acepta sin advertir que es falso. Copia con letra de amanuense los datos en el registro, gira el libro para que ella firme y le entrega un bolígrafo que alguien no muy considerado ha roído por la base. La mujer recupera el pasaporte y luego improvisa una rúbrica. El hombre vuelve a recoger el bolígrafo y duda un momento al rellenar la hora de entrada.

—¿Esa hora es correcta? —pregunta la mujer, señalando el reloj.

El hombre se vuelve, nuevamente perdido en la sorpresa. Mira el reloj de la pared, mira el reloj que lleva en la muñeca.

—Vaya, le di cuerda esta misma mañana —suspira—. Y mi reloj también parece... Qué cosas.

—No pueden ser las doce y cinco.

—No, no claro.

—Por mi reloj, son las tres y cuarto.

El hombre asiente, anota la fecha, y antes de entregar llave alguna se gira, se empina, tantea con sus manos gruesas el cristal del reloj de pared, lo abre y pone cada saeta en su sitio: la flecha grande y la flecha pequeña juntas, como una indicación doble hacia el este de un mapa. Luego, con sonido de matraca, da cuerda al reloj, y las saetas se separan con un sobresalto, iniciando una persecución imposible donde la manecilla grande jamás podrá alcanzar más que durante el breve espacio de un minuto por hora a la pequeña.

—Si tiene la bondad de acompañarme... —dice el recepcionista, saliendo de detrás del mostrador y echando mano a la mochila de la mujer.