Copyright © 2012, Rodolfo Martínez

© 1990, Rodolfo Martínez por «Encerrada»

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© 1997, Rodolfo Martínez por «Victoria pírrica»

© 1998, Rodolfo Martínez por «Piensa lo que quieras»

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© 2000, Rodolfo Martínez por «Intruso»

© 2002, Rodolfo Martínez por «Aquí, allí, en todas partes»

© 2005, Rodolfo Martínez por «Marcado tres veces»

© 2012, Rodolfo Martínez por «Hombres de césped», «Eterno retorno» y «El infierno está donde cuelgas el sombrero»

 

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Este libro es para tu disfrute personal. Nada te impide volver a venderlo ni compartirlo con otras personas, por supuesto, y nada podemos hacer para evitarlo. Sin embargo, si el libro te ha gustado, crees que merece la pena y que el autor debe ser compensado recomiéndales a tus amigos que lo compren. Al fin y al cabo, no es que tenga un precio exageradamente alto, ¿verdad?

 


 

 

Introducción

 

Prólogo: El Guardián

Intruso

Hombres de césped

Con dados marcados

Marcado tres veces

Eterno retorno

Todo fluye

Tarot

Victoria Pírrica

Aquí, allí, en todas partes

Piensa lo que quieras

En territorio ajeno

Encerrada

El infierno está donde cuelgas el sombrero

Epílogo: El Guardián

 

Unas palabras finales

Créditos

Sobre el autor

 

Sportula


 

 

Soy, ante todo, novelista. He escrito cuentos. Un buen puñado. Y aún sigo escribiéndolos. Es cierto que cada vez menos, pero en las páginas que siguen podéis encontrar algunos de creación reciente, así que no he dejado del todo de escribirlos. De hecho, no me gustaría dejar por completo de escribirlos.

Sin embargo, soy principalmente un novelista (bueno, soy ante todo un narrador, pero eso ya sería meternos en otros berenjenales). Cuando empiezo a trabajar en una historia (y siempre pienso en términos de historias, de situaciones, antes que de ideas o conceptos) ésta no tarda mucho en crecer, ramificarse, llenarse de posibilidades y, por último, convertirse en una novela. Más breve o más larga, pero una novela.

Desde mis lejanos comienzos (no diré cuándo, limitémonos a comentar que fue en un siglo distinto a éste) lo que poblaba mi mente eran novelas. Bueno, también la poblaban otras cosas, como el sexo, la amistad, el sexo, la comida, el sexo, el buen entretenimiento, el sexo, el futuro, el sexo, el pasado, el sexo, las preguntas sobre qué demonios iba a hacer con mi vida y, por último, el sexo.

Cuando me sentaba a tramar una historia, ésta siempre era una novela.

No lo parecía una vez que la pasaba al papel, claro. Con doce o trece años lo que acababa surgiendo de mi cabeza eran poco más de treinta o cuarenta páginas garabateadas en una libreta de anillas formato A5. Pero eran treinta o cuarenta páginas que tenían la estructura, la ambición y el aliento de una novela. Eran, podríamos decir, esqueletos de novelas, novelas deshidratadas a las que no se me había ocurrido, aún, añadirles el agua necesaria.

Pero eran novelas. O, al menos, querían serlo.

Tardé en plantearme escribir cuentos, lo cual no deja de ser curioso si tenemos en cuenta que buena parte de lo que leía por aquella época (principalmente ciencia ficción) eran cuentos. Y, algunos, realmente buenos.

Aprendí enseguida cómo construir una novela, creo. Cómo estructurarla, cómo ajustar la historia a esa estructura, cómo darle el ritmo adecuado que cada una pedía, ese tipo de cosas. Lo hice de un modo instintivo, sin pensar gran cosa en ello, dando por sentadas muchas cosas y, por suerte, sin equivocarme en demasiadas a lo largo del proceso.

Sin embargo, cuando me senté a escribir mi primer cuento, descubrí que no sabía. Que no tenía ni idea de cómo hacerlo y que, además, me resultaba irritantemente difícil. Teniendo en cuenta el ritmo casi frenético con el que solía escribir una novela, ver el esfuerzo que me requerían unas pocas páginas era frustrante.

Supongo que tardé en darme cuenta (soy un estudiante lento, a veces) de que había cambiado de género y de que todo lo que sabía o había ido aprendiendo sobre la novela no podía aplicársele al cuento. Al menos, no sin cambios.

Fue un proceso largo, algo doloroso y, como suele suceder, fui aprendiendo sobre la marcha. Me tiré al agua y empecé a chapotear, confiando en que tarde o temprano me las arreglaría para salir a flote y conseguiría aprender a avanzar en la dirección en la que quería o, cuando menos, una lo bastante aproximada.

Durante los años ochenta y principios de los noventa escribí cuentos casi a destajo. No dejé la novela (las historias seguían empeñadas en invadir mi mente y en ramificarse en cuanto pensaba un poco en ellas) pero es cierto que en esa época centré mis mejores esfuerzos en los cuentos.

Con cada uno aprendía algo que pasaba al siguiente, y quiero creer que, más allá de ocasionales resbalones y alguna que otra caída estrepitosa, iba por el buen camino, avanzaba a buen ritmo y cada relato que escribía era un poco mejor que el anterior.

Cuando en 1995 publiqué mi primera novela, La sonrisa del gato, volví a centrarme en las historias de largo recorrido. Poco a poco, mis cuentos se fueron espaciando. Cada vez escribía menos. Así, pasé de producir media docena de relatos al año a escribir un par de ellos cada dos o tres años. Y esa tendencia, me temo, ha ido aumentando.

Bueno, me dije, las cosas son como son. Pienso en términos de novelas y pensar en términos de cuentos no es mi tendencia natural. Así que déjalo, céntrate en lo que parece que es tu inclinación primaria y olvídate de lo otro.

Sólo que no quiero.

Los cuentos son necesarios. A menudo en ellos están recogidas algunas de las páginas más brillantes de la literatura. De hecho, es en los cuentos donde la ciencia ficción (el género que, aunque parezco haber abandonado, sigue siendo la niña de mis ojos) ha dado muchas veces lo mejor de sí misma, en potencia ideológica y en resultados formales.

Y a un nivel estrictamente personal, me gusta escribirlos. Me gusta por lo difíciles que me resultan, por el desafío que representan. Y porque, a menudo, me sirven como campo de pruebas.

Me sigue costando trabajo. Dar con una idea cuya formulación adecuada sea un cuento me es cada vez más difícil. Y está el factor añadido de que un cuento debe ser, por definición, redondo. Una novela puede permitirse el lujo de resultar irregular, de tener altibajos y así y todo podrá ser una buena novela. Un cuento, no. Triunfa o fracasa en sus escasas páginas y cada una de ellas debe estar a la altura de las demás.

Nunca he escrito un cuento del que me sienta satisfecho al cien por cien (tampoco una novela, pero ésa es otra historia), pero sí que hay un puñado de los que me siento lo bastante orgulloso para poder presentarlos sin rubor a los demás y confiar en que encontrarán un público que los disfrute.

Curiosamente, la mayoría de esos cuentos no son de ciencia ficción, el género al que entregué buena parte de mis esfuerzos literarios durante mucho tiempo, sino de fantasía o, a veces, vagan por un terreno indefinido que no es del todo realista y no termina de ser por completo fantástico.

Los he recogido en las páginas que siguen. Espero que os gusten. Que cada uno de ellos os aporte algo y os hagan disfrutar y sentirlos como reales.

No tenéis más que pasar la página. Entonces os adentraréis en un puñado de universos que no son el real pero que, si he hecho bien mi trabajo, deberían pareceros reales.

Volveremos a hablar al final, eso sí. Nos os libraréis de mi molesta voz tan fácilmente.

 

 

RODOLFO MARTÍNEZ

Gijón, octubre 2012


 

 

En la ciudad hay una casa que muy pocos conocen, y menos aún son los que la visitan. Está al fondo de un callejón estrecho y mugriento, y ella misma no presenta mejor aspecto que lo que la rodea. Las ventanas han sido tapiadas con tablones de madera y la puerta tiene aspecto de no haberse abierto en años.

Allí vive un hombre. En realidad, más que vivir, parece estar vigilando la casa: recorre una y otra vez las habitaciones pobladas de telarañas, sube por una escalera quejumbrosa, se desliza por un pasillo lleno de sombras que parecen seres vivos. No recuerda su nombre, si es que alguna vez tuvo uno. Cuando piensa en sí mismo lo hace como «Guardián» y los pocos que saben de su existencia lo llaman así cuando hablan de él o con él.

Esa casa tiene muchas habitaciones.

En una de ellas hay un estanque circular que borbotea incansable, como si siempre estuviera al borde de la ebullición. Si te sumerges en ese estanque en el momento adecuado puedes visitar otros lugares, tal vez otros tiempos.

En otra hay una ventana que se abre a la oscuridad.

Hay una en la que el silencio es como un animal inquieto, al acecho, como una alimaña llena de temor y anticipación.

Otras parecen vacías. No lo están.

Hay un salón en el que nadie ha bailado nunca, en el que nadie nunca bailará.

Y un dormitorio lleno de suspiros de amor y jadeos de placer. Pero también de gritos interrumpidos y súplicas que nunca serán atendidas.

Y una biblioteca con libros que nadie ha escrito jamás. Aunque quizá pudieron haberlo hecho. En otro mundo. En otro tiempo.

Y un cuarto en el que falta un espejo.

En una sala junto a las escaleras, un reloj de pared acumula tiempo en sus manecillas inmóviles. La llave que le da cuerda cuelga indiferente de una repisa cercana y el cristal que cubre el mecanismo muestra, casi con sarcasmo, un péndulo detenido en mitad de una oscilación.

Guardián recorre toda la casa, todas las habitaciones. Es lo que ha hecho siempre, al menos hasta donde puede recordar. Al amanecer sale de su propio cuarto, que nadie salvo él mismo ha visto jamás, se detiene ante el reloj de péndulo y lo contempla largo rato. Final-mente, con un encogimiento de hombros, da media vuelta y comienza a subir las escaleras.

Hoy es distinto. Algo en sus huesos le susurra que es distinto. Así que se detiene más tiempo junto al reloj; tanto, que casi parecería que ha muerto de pie y de pie va a permanecer durante toda la eternidad, hasta convertirse en polvo. Pero no. Al fin parpadea y murmura algo entre dientes:

—Hmmm. Pronto.

Da media vuelta y, como todos los días, se dirige a las escaleras, dispuesto a seguir con su ronda interminable. Pero aunque nunca lo admitirá, ni siquiera a sí mismo, está intranquilo, y esta mañana contempla las sombras del pasillo con desconfianza. Comprueba una y otra vez todas las habitaciones y, en cada una de ellas, frunce la boca en un gesto hosco.

En la habitación del estanque el agua ha dejado de borbotear. Ya no se escucha nada en el dormitorio. La ventana no se abre. El silencio se ha detenido. En el salón nadie suspira por bailarines que nunca bailarán. Los libros de la biblioteca no cuentan historias que alguien pudo haber escrito pero no lo hizo. La habitación que no tiene un espejo sigue sin tenerlo.

Es como si toda la casa hubiera contenido el aliento, esperando algo.

Cuando termina su ronda y vuelve a bajar las escaleras, se detiene otra vez ante el reloj. Entrecierra los ojos y se da cuenta en ese momento de que el péndulo, aunque parezca inmóvil, ya no lo está. De un modo lento, casi imperceptible, ha comenzado a balancearse. Alza la vista hacia las manecillas y comprueba, casi con miedo, que éstas ya no marcan las doce en punto interminables de siempre. Apenas es una fracción, pero han comenzado a moverse.

Guardián pasa inquieto el resto del día, y la familiar ronda por las habitaciones no le trae ningún consuelo. Cuando regresa junto al reloj al anochecer, comprueba que la oscilación del péndulo ya es claramente perceptible, y que las manecillas se alejan, sin prisa, de las doce.

Regresa a su cuarto y tarda en conciliar el sueño y, cuando lo hace, éste está poblado de pesadillas que no consigue recordar.

A la mañana siguiente pasa de largo junto al reloj, pese a la necesidad casi física que siente de volverse y mirar. Recorre la casa como todos los días y comprueba, sin sentirse aliviado por ello, que las habitaciones han vuelto a la normalidad y que todo está como debe estar, como ha estado siempre.

No, todo no. Termina bruscamente su ronda, desciende por las escaleras y se detiene frente al reloj.

—Sí —dice, al comprobar el preciso balanceo del péndulo, el lento girar de las manecillas, el modo en que empiezan a soltar, cada vez más de prisa, todo el tiempo que han ido acumulando—. Sí —repite—. Ha vuelto.


 

Para Marisa

 

Llegó con las primeras nieves, cuando el lobo de plata del cielo comenzaba a crecer de nuevo y la caza a escasear. Llegó por la tarde, tan envuelto en pieles que al principio no pudieron ver su rostro y, cuando se descubrió la cara, se sorprendieron ante aquellos cabellos pardos y aquella piel atezada. El herrero, que había viajado en su juventud, dijo que así era mucha gente en el sur, gente que desconocía los rigores del invierno y con una piel oscura que era testimonio de los arañazos de la tigresa de oro del cielo, cuyos zarpazos eran en aquellas regiones mucho más fuertes. En realidad jamás dijo de dónde venía, ni comentó cosa alguna sobre las heridas y magulladuras que poblaban su cuerpo, o del lamentable estado en que se dejó caer en mitad de la plaza. Cuando las mujeres lo desnudaron para curarlo se sorprendieron ante aquel saco de huesos lleno de moratones que apenas parecía un hombre y una de ellas comentó, viendo sus manos cuidadas y ajenas a todo callo o aspereza, que no era con la fuerza de su cuerpo con lo que el desconocido se había ganado la vida. No se equivocaban. En efecto, no era con sus manos empuñando un arado, una espada o un arco como había obtenido alimento y cobijo durante las tres décadas que aparentaba tener.

—Soy un narrador —dijo cuando se lo preguntaron, varios días después de su repentina aparición en el poblado. Durante algún tiempo esas fueron las únicas palabras que salieron de su boca.

Poco a poco, fue recuperándose y sus carnes se llenaron bajo el cuidado solícito y precavido de las mujeres. Agradecía con una sonrisa fría el alimento que le llevaban, pero seguía sin hablar. Un día, cuando consideró que estaba lo suficientemente fuerte, el hombre de la hechicera entró en la tienda, dispuesto a tener con él una larga conversación.

—Soy un narrador —repitió el extraño—. Busco historias que suenen verdaderas a mis oídos y a cambio dejo las que ya he recogido antes.

El hombre de la hechicera asintió. Conocía bien a los cuentacuentos, y en cierto modo él mismo era uno de ellos, aunque nunca había visto uno que no perteneciera a su raza.

—Vienes del sur, supongo —dijo.

El extraño hizo un gesto vago con la cabeza, que podía ser un asentimiento o podía no serlo.

—¿Te quedarás mucho con nosotros?

—Hasta que encuentre todas las historias que he venido a buscar. Pagaré mi estancia entre vosotros. Trabajando, si así lo queréis, pero sobre todo con las historias que ya sé.

El hombre de la hechicera volvió a asentir: aquella era la costumbre entre los cuentacuentos y su pueblo la respetaba. Luego, miró largo rato al extraño y permaneció en silencio, sin saber muy bien qué decir, lo que para él era una novedad. El hombre de la hechicera era un buen juez de las personas y a menudo no necesitaba más que un rápido vistazo y media docena de palabras para conocer lo que había dentro de otro hombre. Pero algo en aquel desconocido lo desconcertaba, como si hubiera alzado a su alrededor una coraza fría y distante. Por un momento, estuvo a punto de pedirle que se marchara, aun cuando de acuerdo a la ley estricta esa no era una de sus prerrogativas, pero luego pensó que no era justo juzgar a un hombre sólo porque quisiera mantener sus secretos a salvo de miradas ajenas.

—Te quedarás tanto tiempo como quieras —dijo al fin—. Te buscaré una tienda. Esta noche, durante la cena, te presentaré a mi pueblo y luego, si te parece, nos contarás una historia.

—De acuerdo —dijo el narrador.

El hombre de la hechicera lo miró una última vez, y una pregunta murió en sus labios antes de ser formulada. Luego, dejó la tienda y salió al frío exterior.

Por la noche, tal y como había dicho, presentó al extraño al resto del pueblo y dijo que era un cuentacuentos del sur que se quedaría con ellos durante algún tiempo, posiblemente hasta el fin de las nieves. El narrador nada había dicho de eso, pero era lógico: pronto el invierno mordería con fuerza y de día la tigresa se convertiría en un resplandor difuminado y el lobo sería de noche un lejano resplandor de plata contra el frío cielo. No era aconsejable viajar en aquella época.

Los hombres del pueblo miraron al narrador con curiosidad y las mujeres se sonrieron tapándose la boca y cuchichearon entre sí. Al fin y al cabo tal es la naturaleza de las mujeres, que enseguida se sienten atraídas por todo lo distinto y lo nuevo. La hechicera lo miró fugazmente y lo saludó con una sonrisa y un atisbo de emoción asomó por primera vez al rostro del narrador, porque alzó la vista y respondió a la sonrisa y ahora no había nada frío en su rostro.

Aquella noche, con los estómagos satisfechos y llenos de pescado y carne en salazón, oyeron la primera historia del narrador. Hablaba la lengua del pueblo con la entonación y el acento adecuados, pero algo en la precisión con que usaba las palabras delataba en él al extranjero:

—En el sur, allí donde la tigresa del cielo es un hombre llamado el Sol y el lobo del cielo una mujer llamada la Luna, vivía un hombre que jamás había visto el océano. Vivía en el sur y en el este, no muy lejos del lugar donde amanece, y vivía en una ciudad en medio de un bosque continuamente amenazado por un mar de arena que, año tras año, siglo tras siglo, intentaba devorarlo. Sólo la tozudez de los hombres lo había impedido, pero los hombres son inconstantes en su empeño y tarde o temprano se cansan de las tareas continuadas, así que era cuestión de tiempo que la arena engullera aquel lugar.

»Aquel hombre tejía alfombras para ganarse la vida y su fama era tal que llegó incluso a oídos del rey de un país lejano, donde la piel de los hombres es amarilla y las personas, en lugar de hablar, cantan. Le pidió una alfombra, una que representara al mundo tal y como era, y prometió a cambio pagarle riquezas sin cuento.

»El tejedor de alfombras despidió malhumorado a los enviados del rey: nada quería saber él de riquezas, tenía cuanto alcanzaba para vivir y se sentía satisfecho de su trabajo. Los hombres del rey, sin embargo, no se fueron, temían demasiado la ira de su emperador ante una negativa, así que permanecieron en la ciudad y un día tras otro iban a la casa del tejedor de alfombras para reiterarle su petición.

»En cada ocasión el precio que ofrecían por su trabajo era mayor, sin comprender que eso sólo irritaba al tejedor de alfombras. Al principio los recibía e intentaba ser amable con ellos, pero pronto estuvo harto de su insistencia y ni siquiera les abría la puerta de su casa. Al fin dejó de pensar en ellos e intentó reanudar su trabajo: iba atrasado, siempre tenía más peticiones de las que podía atender.

»Sin embargo, descubrió que sus manos no le obedecían y que hasta su misma mente se mostraba díscola. Pese a todo no podía apartar el pensamiento de la petición de aquel remoto emperador y se sorprendía despierto en mitad de la noche pensando en una alfombra que debía representar el mundo.

»No tardó en comprender que en realidad deseaba tejerla, deseaba dedicarse a esa empresa y mientras no lo hiciera no podría descansar en paz. Así que un día, en lugar de despedir a los embajadores, volvió a recibirlos en su casa y dijo que aceptaba el encargo de su rey. No por el dinero o las riquezas, dijo, ni por nada que el amo de aquellos hombres pudiera ofrecerle, sino simplemente porque la idea de una alfombra que contuviera el mundo le parecía adecuada de una manera que no podía comprender y sus manos deseaban tejerla.

»Los enviados del rey se fueron alborozados y el tejedor se puso enseguida al trabajo.

»En el centro de la alfombra estaría su propia ciudad, por supuesto, y a su alrededor, el bosque, y más allá, el enorme desierto de arena ardiente. ¿Y luego...? Sí, tendrían que estar las selvas del lejano sur, y las enormes extensiones cubiertas de nieve, y las montañas impenetrables que siempre se alzaban en la distancia y a las que el viajero jamás llegaba, y los ríos, y los hondos valles umbríos...

»La mayoría de aquellas cosas, el tejedor de alfombras las desconocía, pero podía imaginárselas, bien directamente, bien por el relato de algún viajero, bien por la ilustración de algún libro.

»Así que empezó su labor y durante varios años se dedicó a ella sin descanso. Sus aprendices trabajaban en los otros encargos y a veces él pasaba por el taller y supervisaba su obra. Poco a poco dejó de hacerlo, a medida que la alfombra que debía ser el mundo ocupaba más de su tiempo y de su mente.

»Al cabo de muchos años estuvo casi terminada: todo cuanto sabía del mundo estaba representado en ella, con sus colores y sus formas verdaderos y el tejedor se sentía satisfecho de su obra. No del todo, sin embargo, porque en la parte más externa de la alfombra había un espacio vacío, allí donde debía estar el océano, rodeando la tierra y dándole forma.

»Ay, pero el tejedor no sabía cómo era el océano y por más que pensaba en él no conseguía imaginárselo.

»Así que por primera vez en mucho tiempo salió de su casa y recorrió la ciudad deteniendo a la gente y preguntándoles si habían visto el océano. Algunos se negaban a contestarle, tomándolo por loco, otros respondían negativamente y otros, unos pocos, afirmaban haberlo visto. Esos le hablaron de una llanura inacabable de pálidos colores celestes, eternamente cambiante y eternamente la misma; de un lugar sin fronteras donde los animales no corrían, sino que se deslizaban, y los vehículos tenían enormes alas que el viento empujaba; de un territorio vasto y salvaje donde nada se estaba quieto jamás y cuyo abrazo era frío y salado, y sin embargo, dulce y engañoso.

»Ninguna de estas descripciones le sirvió al tejedor y volvió a su casa, descorazonado. Había prometido tejer una alfombra que representase al mundo y descubría ahora que su obra quedaría incompleta porque no era capaz de imaginar el océano. No pensó en el lejano emperador de los hombres amarillos, irritado ante su fracaso, ni siquiera en la burla de sus vecinos al ver que había emprendido una labor que lo sobrepasaba. Pensó en sí mismo, sólo en sí mismo y en su orgullo herido, y decidió que no se dejaría vencer por algo como aquello.

»Al día siguiente, antes del amanecer, aparejó sus animales y salió hacia el oeste, allí donde le habían dicho que estaba el océano.

»Atravesó leguas sin cuento, sufriendo la garra del sol durante el día, el mordisco del frío durante la noche, perdiéndose y demorándose en aquel desierto de arenas de bronce que no parecía ter- minar jamás y del que el agua había huido para siempre.

»Mas al fin salió del desierto y divisó unas montañas a lo lejos. Era una sombra de sí mismo, una criatura quemada y consumida a la que sólo su obstinación mantenía en pie. Sus animales habían muerto hacía tiempo, y él mismo se había visto obligado a sacrificar alguno para saciar el hambre con su carne correosa o la sed con su sangre tibia.

»Se encaminó hacia las montañas, alimentándose de lo poco que encontraba por el camino. Durante su viaje pasó cerca de algún pueblo y los habitantes huyeron aterrados ante aquella aparición que parecía surgida del mismísimo corazón del infierno, ante aquella ruina desgastada y tambaleante que seguía su camino sin detenerse. Llegó a las montañas y las cruzó y más allá descubrió un valle verde y denso.

»Pero sus ojos ya no veían el verdor, ni sus oídos prestaban atención a los rumores de la vida salvaje. En su mente sólo existía un propósito que negaba todo lo demás, ver un día el paisaje cambiante e inmutable del océano, escuchar al viento deslizarse sobre su extensión ilimitada.

»Atravesó la jungla y llegó a un nuevo desierto y allí las fuerzas estuvieron a punto de abandonarlo. Pero la misma obstinación que lo había mantenido en pie lo siguió impulsando y consiguió cruzar aquel yermo de arena y rocas calcinadas.

»Al fin, una tarde, vio algo nuevo, distinto; descendió una loma cubierta por un pelaje suave y de pronto se encontró al borde de una enorme extensión de agua que murmuraba algo salvaje y poderoso. Se detuvo junto a ella, mientras una ola le lamía los pies, y contempló aquel nuevo obstáculo con desesperación.

»Agua, agua hasta donde alcanzaba la vista, sólo eso, una enorme e ilimitada extensión de agua que parecía fundirse con el cielo a lo lejos, nada más.

»¿Cómo la cruzaría, de que medios podía valerse para atravesarla y llegar a aquel océano que necesitaba para completar su obra?

»Cayó de rodillas en la arena, miró de nuevo aquella inmensa masa de líquido que se movía como un ser vivo y comprendió que estaba derrotado, que seguir era una locura, que sólo conseguiría morir ahogado y que jamás llegaría a ver el océano. Lentamente fue encogiéndose sobre sí mismo y la obstinación que lo había mantenido hasta entonces con vida lo fue abandonando. Comprendió que su propósito había sido una locura, que había pecado de orgullo y que su dios sin nombre lo estaba castigando, que pretender atrapar el mundo entero en una alfombra no podía estar al alcance de hombre alguno, ni siquiera de él.

»Murió allí, en la playa y su último pensamiento fue una maldición para aquel océano que jamás encontraría y que ahora mismo estaba lamiendo su cuerpo sin vida.

Nadie dijo nada cuando el narrador hubo terminado su historia. El hombre de la hechicera lo miró a través de la hoguera que los separaba y asintió en silencio. El narrador era un buen cuentacuentos, sus historias hacían que el mundo pareciera distinto y eso era lo que distinguía a un buen tramador de historias de uno malo. Se alegró de haberle permitido permanecer en el poblado, pero eso no alivió la inquietud y el desconcierto que seguía experimentando cada vez que lo miraba.

A su lado, la hechicera mantenía la cabeza agachada y reflexionaba. Y en aquel momento presintió, sin necesidad de jugar con sus guijarros oraculares, que había sido bueno para el poblado que el narrador llegase allí, pero supo también que causaría problemas. Y en el fondo de sí misma, allí donde ni ella se atrevía a mirar, comprendió que deseaba los problemas que el narrador podía traer.

Pasaron los días, el invierno empezó a morder con más fuerza y la caza se retiró a esperar la primavera. El lobo del cielo redondeó del todo su frío rostro de plata y luego comenzó a menguar hasta desaparecer sólo para después empezar a crecer de nuevo. Los habitantes del poblado apenas salían de sus tiendas, salvo algunos días para pescar y tener algo con que volver menos monótona su dieta de carne en salazón. Todas las noches se reunían en la gran tienda para la cena y después de la comida alguien contaba una historia. No siempre el narrador. De hecho, las más de las veces callaba, como si estuviera más interesado en escuchar historias ajenas que en contar las propias. Así, el herrero hablaba de la nueva punta de lanza que intentaba forjar, y los pescadores de la criatura horrible y erizada de dientes que les había arrebatado la pesca, y los cazadores del rastro que habían seguido durante días en la nieve endurecida y les había llevado a ninguna parte. Los hombres contaban sus historias, triviales o importantes, y compartían con sus vecinos lo que les había ocurrido. De vez en cuando el narrador pedía permiso para hablar y entonces todas las conversaciones cesaban en el acto mientras con aquella voz tranquila y sin apenas emociones relataba un nuevo cuento que los tenía cautivados durante toda la noche, y a veces, durante días enteros, como si las historias del narrador fueran molestos parásitos de los que uno no puede librarse, más obstinados aún que los piojos o las liendres. Mientras hablaba, el narrador no miraba a nadie en particular, mantenía la cabeza baja y permanecía en una inmovilidad casi total, atento sólo al flujo de su relato y al correcto encadenamiento de los acontecimientos. Pero a veces alzaba la vista y dejaba que sus ojos oscuros resbalasen por su auditorio, permitiéndose quizá un asomo de sonrisa ante un atisbo de emoción, ante una punzada de miedo, de alegría o de tristeza producidos por su cuento. Y a veces se detenía en la pequeña hechicera de ojos rasgados y por unos instantes parecía haber perdido el hilo y su historia estaba a punto de desbaratarse en una multitud de hebras inconexas. Pero enseguida se recuperaba, antes de que nadie fuera consciente de que algo extraño hubiera ocurrido, y de nuevo trenzaba su relato hasta llevarlo al final, inevitable e inesperado, que mantendría a su auditorio en vilo durante varios días.

No se extrañó de que las mujeres no contasen historias. Sabía que no era porque estuviera prohibido. Las mujeres no contaban historias porque el arte de coger lo que ha ocurrido y tramar con ello nuevos acontecimientos pertenece a los hombres, al igual que la magia es patrimonio de las mujeres. Porque con lo primero cambias el mundo y con lo segundo lo mantienes unido mientras cambia. Así es como han sido siempre las cosas y así es como serán siempre.

En ocasiones el tiempo mejoraba y los hombres salían de caza. El narrador los acompañaba. No era bueno cazando, y resultaba peor aún como explorador, pero ponía voluntad en lo que hacía y los hombres no se quejaban de él. El hombre de la hechicera, sin embargo, pensaba que no era bueno que uno sólo supiera hacer bien una cosa. Porque ¿qué ocurre cuando lo que sabes hacer no es necesario? Él mismo era un buen cuentacuentos, pero por encima de eso era cazador y por encima de eso alguien que sabía interpretar los deseos de sus vecinos y que conocía lo que querían antes de que ellos mismos lo hubieran formulado en sus mentes.

—Si mis historias no fueran necesarias siempre podría cazar

—le dijo una noche a la hechicera—. Y si la caza ya no hiciera falta siempre serviría para poner paz entre otros hombres. Pero ¿qué hará el narrador cuando los demás no necesiten sus cuentos?

La hechicera no respondió enseguida. Sonrió con aquella sonrisa que parecía capaz de poner calma en mitad de la más feroz de las tormentas del invierno y dijo:

—Los cuentos siempre serán necesarios.

—No lo creo —respondió él—. Sin alimento morimos. Y las disputas pueden destruirnos. Pero podemos vivir sin historias.

—¿Podemos? —preguntó ella.

Él no respondió. Amaba a la hechicera. La amaba desde que era un adolescente que aprendía a rastrear con su tío y ella una de las aprendices de la antigua hechicera. No lamentaba ninguno de los contratiempos que había tenido que pasar por ella y hasta la más ínfima de las cicatrices que había obtenido durante la prueba era para él un tesoro inapreciable. Sabía que ella lo amaba y que, de haber sido necesario, habría amañado la competición para que él resultara vencedor. Al fin y al cabo esa era una de las prerrogativas de la hechicera. Creía conocerla, tanto como se puede conocer el interior de otra persona y, sin embargo, había cosas en ella que lo desconcertaban, como si de algún modo hubiera dentro de ella un salón recóndito al que no tuviera acceso. No comprendía la magia, por supuesto (ningún hombre lo hace realmente, pensaba a menudo), y no le gustaba verla entregada a sus prácticas adivinatorias, aun cuando ella le había manifestado más de una vez que no le importaba que él la viera. Pero no era eso lo que realmente lo incomodaba. Sabía que él no la había ganado a ella, que estaba con él única y exclusivamente porque ella lo había querido así y que en el momento en que dejase de querer estar a su lado nada de cuanto él pudiera hacer lo impediría. Aquella sola idea lo aterraba. No pensaba mucho en ello, pero últimamente había empezado a hacerlo más a menudo. Desde que el narrador había llegado al pueblo, comprendió, y supo entonces que su intuición sobre él había sido correcta y que debería haber hecho que se fuera, pero supo también que ya era tarde.

Mientras tanto, el tiempo seguía transcurriendo. El lobo del cielo mostró entero su rostro de plata una vez más y otra, y la mordedura fría del invierno empezó a ceder. La primavera se acercaba. Aunque el narrador participaba en la vida del pueblo y prestaba su ayuda allí donde era necesaria, no se integraba del todo, era como si continuase siendo un invitado que, el día menos pensado, decidiera seguir su viaje. Una noche contó este relato:

—En el lejano sur, allí donde los hombres se acorazan tras los muros de un castillo, y los habitantes de los pueblos van a la ciudad a dormir por temor a los ladrones, había un hombre que amaba las historias.

»Desde niño vivía por y para ellas, al principio para escucharlas, para leerlas cuando aprendió los secretos del alfabeto, y para contarlas él mismo cuando sintió que no era suficiente con los cuentos que tramaban los demás. Era como un ansia, como un hambre que nada podía satisfacer.

»Nunca sintió que inventase sus historias: algunas porque, efectivamente, le eran contadas por otros hombres y él después sólo las reelaboraba para poder narrarlas a su modo. Pero otras nacían de lo más hondo de sí mismo, crecían dentro de su mente casi sin ayuda y nada podía hacer por evitarlo, salvo ayudarlas a que salieran a la luz del modo menos dificultoso posible.

»Al principio era un narrador torpe, su lengua y su pluma aún no conocían las palabras adecuadas para que los relatos fluyeran a través de ellas.

»Rompió muchos de esos primeros intentos, los quemó una tarde en el salón del castillo que habría sido suyo de no haber tenido su padre otros hijos y mientras contemplaba cómo las llamas devoraban el pergamino supo que para poder contar lo que ocurría en el mundo primero debía conocer el mundo, que para poder relatar primero debía vivir.

»Dejó entonces el castillo de su padre, dejó la vida fácil que era la única que había conocido, sin más compañía que una espada que no sabía manejar muy bien, un caballo dócil que sin embargo apenas era capaz de montar, y una resma de papel que todavía no sabía cubrir con las palabras adecuadas. Nunca aprendió a manejar la espada, más allá de lo necesario para defenderse, o a montar a caballo, fuera de lo suficiente para no caer de su grupa, pero con el tiempo fue encontrando las palabras, la forma de hacer que se ordenaran tal y como debían, y las obligó a rendirse a él, hizo contaran lo que él quería tal y como él quería.

»Para entonces ya no era un muchacho y su piel delicada había sido curtida por el sol de varios veranos y el frío de varios inviernos. Aunque aún era joven, sus pasos lo había llevado por la mayor parte del mundo: había atravesado la línea donde la brújula cambia su rumbo y habitado con los hombres de piel negra, había transitado en dirección al amanecer, y deambuló mucho tiempo por un desierto de arena inacabable hasta llegar a una ciudad que era la ciudad de las maravillas, donde los caballos tenían alas, las alfombras volaban y el más cotidiano de los animales podía ser un hermoso muchacho sujeto por algún extraño sortilegio.

»También recorrió las pagodas deshabitadas holladas únicamente por las pezuñas irreverentes de las vacas, y la enorme muralla que parecía atravesar medio mundo y que sin embargo no impidió la invasión de un pueblo que parecía vivir, comer y amar a caballo. Llegó a las mil islas donde nacía el sol y descubrió que más allá aún había otra tierra, donde hombres de piel rojiza se lanzaban a la batalla susurrando con voz monótona que era un buen día para morir y sólo las piedras vivían eternamente.

»Durante todo ese tiempo no hizo otra cosa que oír historias y contarlas a su vez. En algunos lugares narraba lo que había oído antes, pero en otros un nuevo relato surgía de sus labios, perfecto y acabado, y contaba cosas que jamás habían ocurrido.

»Sin embargo, nunca tuvo la sensación de estar engañando a la gente que se arracimaba a su lado para escucharle, porque presentía que sus historias eran ciertas, que más allá de lo falso o verídico de lo que relataban, eran ciertas de un modo incomprensible. Tardó muchos años en saber por qué, en darse cuenta de que toda historia que habla a los hombres de lo que son y lo que desean ser y lo que temen ser es siempre cierta.

»Un día dirigió sus pasos hacia el norte, allí donde la nieve reluce insoportable con su resplandor frío y el gañido de los lobos es como la voz de un muerto en pena y el sol inmutable es una mujer y la luna inconstante un hombre, tal y como debe ser.

»Siguió contando sus historias, siguió tramándolas, y siguió escuchando lo que le decían los demás y haciendo de sus vidas el material con el que trenzar nuevas historias. Un día, al borde del agotamiento, se detuvo en un pequeño poblado de pescadores y cazadores y permaneció en él durante el invierno. Allí descubrió algo sobre sí mismo, un relato que había estado dentro de él todo aquel tiempo y que se había empeñado en no ver.

»Descubrió que, pese a todo, no había vivido, que se había limitado a pasar por el mundo como un espectador, recogiendo historias y haciendo germinar otras nuevas, pero él mismo carecía de historia que contar y hasta que no la encontrase seguiría siendo un ser incompleto.

»Un intruso.

El narrador terminó su relato y permaneció largo tiempo con los ojos clavados en el fuego. Luego, alzó la vista y la fijó en la mirada de la hechicera y vio sus ojos cubiertos de lágrimas. Por segunda vez los habitantes del poblado vieron un atisbo de emoción asomar a su rostro, y la emoción era la rabia. La hechicera no fue ajena al gesto que crispó su mandíbula y alzó la mano para indicar que deseaba hablar, algo que rara vez hacía, porque son los hombres quienes hablan mientras las mujeres actúan para que tengan algo que decir:

—No te engañes, cuentacuentos —dijo—. Mis lágrimas no son de compasión. ¿Cómo puedo compadecer a un hombre que ha tenido el valor suficiente para mirar dentro de sí mismo y admitir que no le gusta lo que ve?

El narrador la miró otra vez, y el gesto hosco desapareció de su cara. Asintió solemnemente a las palabras de la hechicera y luego se incorporó y abandonó la tienda. El hombre de la hechicera lo vio irse por la solitaria llanura helada y tuvo la esperanza de que fuera para siempre, pero al alba el narrador había vuelto.

Durante varias semanas no se mezcló con la gente del poblado. De día permanecía solo, arreglando algunas pieles o calafateando las canoas. Por la noche se alejaba del pueblo y permanecía sentado en una roca, la mirada perdida en el lejano glaciar. No prestaba atención a los lobos que aullaban en la distancia y ellos no se le acercaban.

Al fin, un día, entró en la tienda de la hechicera. Porque aunque era su hombre quién decidía dónde se levantaban las tiendas o elegía los miembros de las partidas de caza, era ella quien tenía potestad para decir quién se quedaba o se iba del pueblo.

—Tengo una petición que hacerte —dijo el narrador.

Ella asintió.

—Eres bienvenido, durante tanto tiempo como quieras quedarte.

Él no pareció sorprendido porque ella supiera lo que iba a decir antes de que empezara a hablar. Sólo asintió y una sonrisa fugaz pasó por su rostro.

—Creo que he vagado demasiado tiempo buscando una historia. Es hora de dejar que sea ella la que me encuentre.

Ahora fue la hechicera la que sonrió.

—Quizá lo haya hecho ya.

—Quizá.

El silencio cayó entre ambos, pero no era un silencio molesto, como si cada uno de los dos se encontrara tan cómodo en compañía del otro que las palabras no fuesen necesarias.

—Eres un hombre extraño, narrador —dijo ella al fin.

—Tanto como tú una mujer extraña, hechicera.

Poco más se dijo entre ellos aquel día. El narrador se incorporó a la vida del pueblo y aprendió a cazar, a pescar, a explorar, aunque nunca destacó demasiado en ninguna de las tres cosas. Sus manos perdieron aquella blandura que tanto había sorprendido a las mujeres cuando llegó al poblado. Ya no contaba historias tan a menudo como antes, pero de vez en cuando, muy de tarde en tarde, alzaba los ojos, los fijaba en la hoguera y empezaba un nuevo relato. Eran cuentos en los que los habitantes del poblado se reconocían a sí mismos, aunque lo que se contaba en ellos no había sucedido nunca. Fue así como comprendieron, al igual que había hecho el narrador antes que ellos, que una historia puede ser verdadera aunque jamás haya ocurrido. A veces, sin embargo, sus relatos terminaban de forma abrupta, como si el cuento hubiera llegado a un abismo inesperado y se hubiera despeñado por él. Y en esas ocasiones el narrador siempre terminaba con estas palabras:

—Me temo que esta historia no tiene final. Muchas no lo tienen.

Su carácter cambió. Perdió aquella frialdad, aquella distancia que, en realidad, no había sido más que miedo y se convirtió en alguien con una chanza siempre a flor de piel, tan dispuesto a bromear como a permitir que bromearan a su costa. Pasaba largas horas con la hechicera, a veces solos en su tienda (pues todo habitante del poblado tiene derecho a consultar a la hechicera cuando lo considera necesario), a veces con su hombre al lado. Interrogaba a la hechicera sobre su magia y esta le hacía preguntas sobre sus historias y una tarde se sorprendieron al descubrir que no eran cosas tan distintas, que en cierto modo relatar algo que no había pasado y hacerlo verdadero era un tipo de magia.

—Quizá el único tipo de magia que podéis tener los hombres

—le dijo ella.

—O que las mujeres nos habéis dejado tener —respondió él, pero no había desafío en sus palabras, y sonreía al decir esto.

Cuando el hombre de la hechicera estaba presente nunca hablaban de magia y rara vez de historias. Lo primero porque el narrador sabía que el otro desconfiaba de la magia, como desconfiaba de él, como desconfiaba de las pocas cosas que no conseguía comprender. Lo segundo porque se sentía incómodo al revelar una parte tan sustancial de sí mismo a otra persona. Podía contar sus cuentos y nunca rechazaba narrar un relato cuando alguien se lo pedía, pero hablar de ellos, de la forma en que nacían, del modo en que iban germinando poco a poco en la oscuridad de su mente, eso era algo que no podía compartir con nadie. Y sin embargo lo hacía con la hechicera, sin que le costase el menor esfuerzo, como si en cierto modo no estuviera hablando con otra persona, sino con otra parte de sí mismo.