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Bumi Barú

Por un mundo mejor

Marta Mañes

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Los nombres, lugares y personajes de esta novela son fictícios y están ultilizados con ese uso, dentro de un contexto totalmente imaginario. Cualquier parecido con la realidad es una coincidencia.

Estudio de Diseño Gráfico MMF

© Bumi Barú

© Marta Mañes

2 ° Edición

ISBN papel: 978-84-15482-97-0

ISBN ebook: 978-84-15482-98-7

Depósito legal: M-46898-2011

Editor Bubok Publishing S.L.

Impreso en España/Printed in Spain

Dedicado a mis hijos y a José Ignacio.

Índice

Agradecimientos

Introducción

Tono: pastel suave

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Tono: color intenso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Tono: claroscuro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Barniz de acabado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Agradecimientos

A mis hijos, Eric y Judith, que deseaban leerlo desde la primera línea. A mi marido, José Ignacio, por ayudarme a soñar y creer en la existencia de Bumi Barú. A mi familia, por su apoyo. A mi madre, en especial, por ser mi maestra en la vida. A la memoria de mi padre.

A Carmen, por su seguimiento. A Eugenia, por sus frases de apoyo. A Eduard, por sus comentarios acertados y constructivos. A Lidia, por sus correcciones a altas horas de la noche. A Claudia, por su sinceridad y compañía en este camino. A Marisol, por ser la mayor devoradora de libros que he conocido y por sus palabras de entusiasmo. A Dolors, por su confianza en mi historia. Y a todas las personas, en general, que luchan diariamente con pequeños detalles para mejorar el mundo en que vivimos. Gracias.

Autora: Marta Mañes Ferrer

Estudio: Avda. Diagonal, 331 A 2° Izq. 08009

BARCELONA

E-mail: martamanes3@gmail.com

Página de la autora en Bubok: http://martamanes.bubok.es

Blog: martamanes.blogspot.com

«Si esta historia está en tus manos, posiblemente exista
la esperanza de construir y legar a nuestros hijos un futuro
mejor.»

Marta MAÑES

INTRODUCCIÓN

Qué curioso es tener ante uno mismo una hoja en blanco o un bastidor. Muchas veces he pensado que ese espacio era reducido y en él no podían expresarse pensamientos con claridad. Pero no es así. Qué difícil es pintar. Alcanza más allá de lo visual, hasta lo imperceptible. No depende del tamaño.

Algunas personas sienten pánico frente al espacio en blanco y ante la presión, en menos de un segundo, manchan con cualquier color el área, encubriendo sus carencias al intentar analizar lo que quieren hacer.

Otras, colorean el espacio sutilmente, poco a poco, empezando por un rincón de manera cautelosa, con miedo a equivocarse, como si no tuviesen la opción de rectificar. Las hay también que se bloquean y no son capaces de pintar nada.

Las osadas y resueltas lanzan colores fuertes, pinceladas robustas y seguras, creyendo que saben lo que quieren hacer pero… ¿Acaso el resultado es fiel a lo que tenían en mente? ¿Era exactamente ese color el que querían? ¿Tal vez la mancha ha salido demasiado pequeña? ¿Tal vez demasiado grande? Dudo de que la intención y el desenlace final se correspondan con exactitud. Seguramente, incluso ellas mismas deben sorprenderse del resultado y de modo vanidoso y discretamente presumido exponen o piensan que se han acercado al máximo a aquello que querían hacer.

Arte significa virtud, disposición y habilidad para hacer algo. Entre otras definiciones, encontramos la de manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros.

El arte de crear algo es muy complejo y simple a la vez. Cuanto más verdadera y honesta sea la intención de lo que se quiere plasmar, más cerca se está de conseguir lo verdadero y, por lo tanto, más perceptible le resulta al espectador captar lo que se quiere expresar.

Ciertamente, cuanto mayores sean los conocimientos que tengamos sobre el tema, más fácil nos resultará saber lo que queremos transmitir. A más técnica, más recursos para alcanzar el resultado, para expresar lo deseado.

La vía del arte es un camino arduo y complicado por el que pocas personas deciden transitar ya que conlleva un gasto de energías colosal. Escasas veces se ve recompensado. La introspección que exige es monumental. Sobre todo, consiste en ir contra corriente al pensamiento de los demás. A menudo los grandes artistas se adelantan a su sociedad, intentando abrir sus mentes, bien sea para expresar una crítica, una nueva visión o manera de hacer las cosas. Este camino puede llevarlos a la exclusión social. Mi querido y admirado Vincent van Gogh, genio a día de hoy.

En la actualidad está adquiriendo fuerza e ímpetu la conciencia de la propia felicidad personal. Esta preocupación es un hecho consumado. El mundo de los sentimientos se está abriendo camino ante una humanidad que aislaba ese terreno hasta entonces. Un movimiento más humano busca respuestas científicas a desafíos de un planeta basado puramente en la economía. Buscamos algo más. El arte también. Siempre ha sido así.

Gran parte de los individuos afirman no ser creativos y sin embargo, cada segundo que viven, están creando inconscientemente. Crean su propia historia, la de sus vidas, que unidas unas con otras formarán la historia global de los seres de este planeta. Eso sí que es importante. Es la mayor obra ante la que se enfrenta el ser humano. Sin duda la más compleja y difícil. Por la que todos hemos de pasar. La que nos dará bienestar o malestar tanto a nosotros como a nuestro entorno.

A lo largo del trayecto hay que intentar entender lo que nos sucede. En ocasiones se nos escapan las dificultades y solo con los años, es decir, «la técnica», conseguimos una obra (vida) con significado, sentido, con un resultado veraz.

Para obtener un resultado óptimo hay que querer interpretar y luchar con tesón por entender las situaciones, el entorno que nos rodea. Las influencias externas, el proceso y la capacidad de asimilación, junto al entendimiento de cada uno, y por supuesto, las circunstancias, serán parte del proceso. Esto precisa voluntad y tiempo.

La búsqueda es fruto de las ganas de escudriñar en el interior de cada uno y sacar hacia afuera lo que no se ve, pero está. En este camino, el poder de la mente nos guiará hacia el bien o el mal, el dolor o la alegría, la salud o la enfermedad.

El comportamiento individualizado de las personas, nuestros actos, nos llevarán de modo global a todos hacia un mismo destino. El que nosotros escojamos. El egoísmo y odio hacia la destrucción. El respeto y la empatía con lo que nos rodea, hacia una convivencia en armonía con el universo. Nuestro entorno.

He aquí el hilo, el punto de partida de dos historias que quieren mostrarse cercanas al lector. Ésta podría ser la ficción de un futuro, no muy lejano, que se une a otra historia ubicada en el pasado, llena de recuerdos de una época, una ciudad, una sociedad, y un bastidor de un artista… ambas historias avanzan simultáneamente.

“Tal vez, al llegar al final, algo me sugiera o me dé una pista,
entonces sentiré que es el momento de firmarla, no tocarla más y
empezar otra nueva. Pero mientras no suceda así, mi mente busca
entre los recuerdos. Trata de tejer un orden, encontrar un color,
una armonía y un equilibrio para que todo se sostenga y de ese
modo, uniéndolos unos a otros, completar la obra.”

Marta MAÑES

BUMI BARÚ

21 de junio del año 2031.

Iba a ser un sábado muy largo pero Clara no lo imaginaba. La luz vespertina aguantaba las horas hasta la llegada del inicio del verano. Clara cruzó la entrada del hall como habitualmente hacía por las tardes. Un gesto amable de la recepcionista, Margot, le indicó que Judith no estaba en la sala de televisión de la planta principal. Al pasar por ella, vio a Chantal perdida en sus silencios, a John repitiendo aquello de «¿mañana iremos, verdad?…», ¡y cómo no!, a Mirla, la diva atrapada en el tiempo, cantando su frase favorita de «la donna è móbile, qual piuma al vento». El resto de los residentes permanecían como de costumbre, sentados en sus sillas de ruedas, encerrados en sus recuerdos y pensamientos. Vidas largas y completas. El final del viaje.

Clara les regalaba frases de cariño a su paso, diciéndoles: «¡Hola, Mirla! Qué bien cantas hoy…», o «¡claro, John! Sí, por supuesto. Mañana, si tienes ganas, nos escapamos los dos a dar una vuelta. ¡Pillastre! Te acompaño donde te apetezca». Se había encariñado con ellos.

La temperatura en el interior del inmueble de la residencia era muy agradable. Veinte grados constantes. Se había activado automáticamente en la piel del edificio el sistema externo de inyección de vapor. Las placas protectoras estaban repletas de miles de gotas microscópicas de agua que impedían penetrar en exceso la irradiación solar en las salas. Por eso, a Clara no le extrañó en absoluto ver a través de los grandes cristales el paisaje de un día tan soleado de forma imprecisa. Aquel detalle era uno más de los numerosos sistemas de energía renovable que coexistían en la ciudad de Bumi Barú, y ella estaba acostumbrada a convivir con ellos.

Subió al primer piso, habitación 103, donde le aguardaba Judith.

—Hola, mamita. ¿Cómo te encuentras hoy?

—Hola, princesita mía. —La madre dirigió su rostro hacia la voz de su hija Clara. Luego sonrió y extendió las manos con cariño, a la espera de que la joven se las encontrase.

—Mamá…

—Bueno, cielo… siempre serás mi niña. —Silencio.

Clara se acercó hasta su madre y al mismo tiempo que le alcanzó las manos, observó la habitación con detenimiento para comprobar si estaba en orden. Recayó por millonésima vez con la mirada en un cuadro de gran formato que le atraía la atención de forma especial. Estaba colgado en la pared del cabezal de la cama de Judith. Dividido en tres partes muy distintas, interesantemente, guardaban una unidad. Siempre había tenido curiosidad por averiguar quién fue el artista que lo pintó porque no estaba firmado, pero ella nunca lo había preguntado.

—¿No me vas a contestar? —repitió con dulzura la joven.

—Ya sabes que llevo cuantiosos años con esto… vida mía… sigue siendo mi mejor amiga… no me quiere dejar, ni abandonar… estoy acostumbrada a tenerla dentro de mí. A estas alturas incluso me enfadaría si decide marcharse —comentó Judith con ironía.

—Sí, sí. Lo sé. ¿Un poco mejor que ayer, tal vez? ¿Te cuesta respirar?

—Un poco aunque… lo sigo haciendo ¡de momento!… —Soltó una suave carcajada—. Disfrutar de un día más no tiene precio… de esta forma, al menos te veo la silueta… —volvió a reírse, no había perdido su buen humor—. La vejez es así. No la elegimos. Forma parte del ciclo de la vida. Lo viejo debe desaparecer y ofrecer espacio a lo nuevo. Es necesario que así sea para que la juventud renueve el mundo con sus ideas. Pero es cierto que hay que cuidarse en la medida de lo posible. Los años no son excusa para descuidarse, imagínate, si no, ¿qué sería de mí?

—Es verdad, pero, ¿aquí te cuidan bien?

—¡Por supuesto, mi cielo! No sufras. Afortunadamente estamos en el mejor lugar del mundo… las dos… no lo olvides —recalcó Judith—. ¡No existe otro sitio mejor! Lástima que Ricardo nos dejase tan de repente, hija mía… eso sí que fue un golpe duro. No te imaginas cuánto le encuentro a faltar, toda mi vida acompañada de su vitalidad, su ímpetu, y de repente… él era mi puntal. No me acostumbraré jamás a su ausencia.

—Ni yo, mamá. —Clara dibujó una sonrisa con sombras de añoranza en su boca al recordar a su padre.

Ricardo era un hombre generoso y honesto que trabajó tenazmente junto a su madre y amigos durante dos largas décadas con la ilusión de realizar un sueño, Bumi Barú, y ahora que los acontecimientos parecían avanzar con cierta fluidez, no estaba junto a ellos para disfrutarlo y ver los resultados. La joven volvió a tomar la palabra.

—Pero hoy he venido a darte una excelente noticia. Por fin se han agregado veintisiete más al tratado. Y van a volver a reunirse… para ver si se añaden otras tantas.

—¿Cómo?

—Sí, tal y como lo oyes, de momento somos 458 pero están firmando una detrás de otra, por todos los continentes del planeta. Se han dado cuenta de que así no se puede seguir. Parece que las utopías se pueden hacer realidad. Empieza a ser un hecho palpable, ya no volveremos atrás, es imposible retroceder. ¡Por fin! Después de tantos años de esfuerzo de tanta gente… ¿qué te parece esto que te digo? ¿Te hace feliz?

Silencio emotivo. Judith se quedó sin habla. Una lágrima se deslizó por su mejilla y borró a su paso el poco colorete que se había puesto aquella tarde para recibir a su hija. Hacía tiempo que no conseguía ver su propio reflejo con nitidez en el espejo del cuarto de baño, su visión gastada por la vida se lo impedía, pero el gesto de acicalarse y ponerse guapa para sus seres queridos y sus amigos no lo había olvidado, lo regalaba continuamente.

—No llores, mamá. Tú fuiste de las primeras en creer en este proyecto… debes sentirte contenta. Tuviste la capacidad de entender antes que los demás…

—Y… así es como me siento.

—¡Verás cómo lo vamos a conseguir! Y lo verás en unas horas, es cuestión de horas, mamá —dijo Clara—. Biel está feliz con estos resultados y espera que en breve se animen otras ciudades que estaban dudosas…

—Gracias a ti, hija mía, tú lo estás trabajando igual o más que yo… Eres mi relevo. Yo no puedo seguir… pero prométeme que no vas a desesperar. Continuarás hacia adelante. Tienes que seguir con empeño, junto a Biel, Ingrid, Sam, Jean Louis, Jonathan, David, Zulemi, Hari… Bueno, me entiendes… aunque todo continúe por un buen camino no debéis bajar la guardia ni olvidar hasta dónde fuimos capaces de llegar. Vosotros tenéis aguante y empuje, sois jóvenes, tenéis voluntad e ilusión, y fuerza… claridad en las ideas. La gente se cansa demasiado rápido de las ilusiones, hasta de sus convicciones… debéis demostrarles que los resultados solo se consiguen con esfuerzo y humildad… mucha humildad… por el bien de la humanidad, de todos. Espero que las principales capitales del mundo lleguen a tener cordura y responsabilidad. Que cumplan con su deber. Soñaba con que hubiese ido algo más rápido, por el bien de muchas personas, pero este proceso ha sido muy lento y duro, millones de seres han pagado demasiado caro este proceso, eso es lo más brutal de comprender, y para nosotros que estamos luchando sin parar… Cuesta tanto que se imponga la razón. ¿Lo ves? ¿Ahora me entiendes?

—Sí. No lo dudes. Pero, ¿nunca me has contado qué pasó exactamente en Europa?

—Tampoco me lo habías preguntado hasta hoy.

—Cuéntame qué sucedió, mamá.

Judith se quedó pensativa. Tras una breve espera, le indicó con un gesto a Clara que le alcanzase una caja metálica. Se encontraba en lo alto de una de las dos estanterías que decoraban su habitación en la residencia.

—Allí. Sí, esa de color siena dorada, acércamela, por favor.

Clara se quedó extrañada al escuchar la indicación tan exhaustiva sobre el color de la caja que le acababa de pedir su madre. Se la alcanzó.

Judith la apoyó encima de sus piernas con sutileza. La abrió con sumo cuidado, como si sus sabios dedos agarrotados por su enfermedad estuviesen a punto de coger el santo grial. Lo había guardado durante años enteros en aquella cajita, lejos del húmedo viento y de las miradas curiosas que no quieren ver ni entender. Pero por fin se dio cuenta de que había llegado el instante de salir a la luz, darse a conocer.

—Hoy has venido antes. ¿Tienes tiempo esta tarde? —le preguntó Judith a Clara.

—Sí, en la oficina las gestiones están en orden. Estamos esperando noticias de cómo transcurre la cumbre en Santiago. Hoy quería quedarme y disfrutar contigo, si te encuentras bien.

—Bien. Coge esto —apuntó Judith con convicción.

Sacó del interior de la caja metálica resplandeciente un escrito con tapas blandas.

—Toma. —Silencio—. Tardé en escribirlo bastante tiempo y ni siquiera sabía para qué y quién. Pero lo acabé, y creo que no habrá un momento mejor para que lo empieces a leer. Te lo regalo. Haz con él lo que tú consideres más conveniente. ¡Ah! No hay copias… es el ejemplar original, así que… ¡cuídalo bien!

Clara se quedó atónita ante el escrito que reposaba en sus manos desde hacía unos segundos. No sabía qué comentar.

—No imaginaba que escribieses, mamá. ¡Tú sí que eres una caja de sorpresas!

Con una ligera risita y los ojos reposados en la silueta difusa de su hija, Judith reveló:

—¡Ni yo! —De nuevo, un escueto silencio—. Vamos, vamos, venga, lee. Me gustaría saber tu opinión. Confío en ti.

Clara orientó su mirada hacia el documento original y descubrió algo importante.

—¿No tiene título?

—Ya se lo pondrás tú —respondió Judith—. Deseo que se lo encuentres tú.

La joven decidió acomodarse en la mecedora que estaba situada al lado del sillón de su madre, próxima a una gran ventana. Ambas apreciaban las primeras radiaciones anaranjadas del sol de tarde. Les encantaba disfrutar de su mutua compañía, y de amplias y dilatadas conversaciones, aunque esa tarde sería algo distinta. Clara, sentada cerca de su madre, cruzó las piernas entre sí. Buscó una posición fácil y cómoda para comenzar una buena lectura con luz natural. Los rayos le proporcionaban cierto calor en el cuerpo, factor apropiado para ese instante. Miró a Judith con afecto, algo que ella eternamente le había enseñado. Pasó la tapa blanca, vacía, y se encontró ante una imagen llena de tonos suaves. Volvió a pasar página y empezó a leer.

«En cada niño hay un artista, el problema es saber
permanecer artista al crecer.»

Pablo PICASSO

TONO: PASTEL SUAVE

CAPÍTULO 1

Qué suerte tenía aquella tarde. Aquello sí que era un premio. Recuerdo que estaban dando dibujos animados en blanco y negro, pero mi mente y mi mirada no podían alejarse de aquel gigantesco frasco con tapa de cristal y goma de caucho naranja que mis piernas sujetaban con fuerza, como si quisiera escaparse de allí. El enorme cucharón que sostenía en mi mano ascendía y descendía con una rapidez vertiginosa. Llegué a pensar que me lo acabaría entero, pero no fue así. Mi hermano, por el contrario, menos apresurado, también iba reclamando su ración del suculento premio con su respectiva cuchara.

No obstante, ni tan siquiera llegamos entre los dos a tomar la mitad de aquel impresionante festín. No recordaba haber tomado tanta Nocilla de golpe en mi vida. Bien mirado, aquel gigantesco frasco lo era menos y el cucharón era una cucharilla de postre que sostenían mis regordetes dedos de niña.

Por entonces solo tenía tres años, y lo que menos imaginaba es que mi mente buscaría en los recuerdos y recrearía a lo largo de mi vida esta imagen junto a otras muchas más.

Me llamo Carina, Carina Vidal Pueyo, para ser exacta. Éste era un nombre inusual a finales de los años sesenta pero creo que mis padres acertaron al ponérmelo porque encajaba con mi físico insólito como anillo al dedo.

Nací una noche banal y negra de primavera, sin luna, del año 1969, pero al llegar a este mundo iluminé los rostros de los médicos y enfermeras. También sorprendí las expectativas de mis padres después de nueve meses de espera. Mi minúsculo cuerpo de bebé parecía irradiar luz como la luminiscencia de una estrella.

Hubo un tiempo en el que fuimos cinco en la familia, incluso seis a mi modo de ver, pero esto depende de los ojos con que se miren los acontecimientos y se acepten las vivencias de la vida. Mejor si os explico lo que sucedió con calma desde el principio, seguro que entonces me entenderéis.

En casa el espacio no era holgado, más bien era escaso para los cinco miembros de la familia, pero disponíamos de lo necesario. De hecho, aquel pisito de alquiler no estaba nada mal para una pareja joven de clase obrera recién casada a finales de los sesenta. Papá era el sustento, el que trabajaba. De carácter decidido desde sus inicios, montó un pequeño negocio para no depender de nadie. Ésta fue su respuesta ante la pregunta: ¿buscarse la vida o ganarse el pan?

Su trabajo le ocupaba la mayor parte del día pero su sueldo conseguía cubrir los gastos de unas escuetas expectativas que con el tiempo llegaron a crecer hasta límites insospechados.

Mamá, al principio, se quedó en casa con la intención de cuidarnos. Determinó encargarse de las labores del hogar y atendernos, pero este detalle se modificó de forma vertiginosa, al igual que muchos otros puntos básicos que iniciaron nuestro camino familiar.

Mi habitación era minúscula y se encontraba al lado de la puerta de entrada del piso. A continuación, había un pasillo estrecho, de unos cuatro metros de largo, que finalizaba en el comedor. El único cuarto de baño de la casa estaba ubicado allí. Cuando me castigaban, de vez en cuando, solía visitarlo un rato. Como he dicho hace un instante, el pasillo conducía hasta el comedor donde se encontraba la mesa, y aunque a duras penas cabía un sofá de tres plazas, nosotros le llamábamos salón para proporcionarle cierta categoría. Desde allí se distinguían dos puertas.

La primera conducía a la habitación de Quimet Vidal Pueyo, mi primer hermano, el mayor. Éste la compartió brevemente con mi otro hermano mellizo, llamado Marc Vidal Pueyo. Dos años me separaban de ellos.

Curiosamente, entre los dos chicos, dos horas y una infinidad de rasgos opuestos les distanciaban. Físicamente Marc, el segundo en nacer, era un bebé rubito, rollizo y rosado, «de vida», dijeron algunos de nuestros familiares en el hospital cuando le vieron; en cambio, Quimet, aun habiendo salido el primero, nació pequeño, con gesto rudo, flacucho y llorón con un montón de cabello oscuro que apuntaba en todas las direcciones, como si la genética se hubiese desbarajustado y desdeñado con su aspecto, sin saber muy bien qué don otorgarle. Así nació Quimet, y así se agudizaron la mayor parte de sus rasgos con el paso del tiempo.

El espacio de la habitación de mis hermanos era amplio y luminoso, y puntualizo que lo compartieron brevemente porque Marc falleció a los dos años y poco de existencia, muerte súbita, indicaron los expertos. Partió una noche, sin previo aviso, mientras dormía. Otra gran contradicción de la vida para un bebé tan guapo al nacer. Desde entonces, Quimet ocupó al completo la habitación contigua a la de mis padres y curiosamente, aunque no cambió nada su aspecto externo, cesó de llorar, dándole a Nita un respiro. En casa, aquel acontecimiento no se comentó ni compartió con mucha gente. Regalaron el mobiliario y enseres de Marc a un primo hermano que por aquellas fechas acababa de ser padre por quinta vez y el tema se guardó en el baúl de los recuerdos, intentando borrar ese capítulo tan severo en nuestra familia.

Volviendo al salón, la otra puerta conducía a la habitación de mis padres: Joaquim Vidal Roig y Benita Pueyo Sostoa.

Mi madre fue la primera hija de un matrimonio que tardó años en ser fructífero. Dos hijos tuvieron mis abuelos pero estuvieron muy espaciados en el tiempo. La llegada de Nita fue una alegría y desilusión paralela para Benito Pueyo Noguera, su padre, o sea, mi abuelo. Él deseaba un varón a toda costa así que cuando nació mi madre, se sintió contrariado, y por haber sido mujer en lugar de hombre, le acabó poniendo su nombre pero cambiándole sólo la última letra. El resultado fue que la llamaron Benita, muy a su pesar, durante toda su vida en los papeles y trámites legales que más adelante tuvo que firmar sin cesar. Mamá era astuta y pícara, y aquel atropello la enojaba y fastidiaba, decía que su nombre no era «bonito», entre risas, así que en cuanto tuvo conciencia, avivadamente optó por una abreviación más femenina, y decidió llamarse Nita.

Nita era una mujer de buen corazón, con una gran ilusión y aún mayores fantasías. El único problema era que le faltaban el tesón y la voluntad para acabar sus propósitos. Al igual que se entusiasmaba por las cosas, abandonaba con facilidad los proyectos. Se desmotivaba. No estaba acostumbrada al seguimiento y esfuerzo. Además, acostumbraba a creerse la más lista, y esto, irremediablemente, le daba una enorme desventaja. Como hablaba por los codos, se situaba automáticamente en última posición ante sus contrincantes, sin apenas percatarse de ello. Al principio no tenía maldad pero eso lo pagó muy caro con los años. Con la edad, la ingenuidad y la bondad dejaron sitio a la prepotencia, ambición y venganza.

Mamá era de estatura media, delgada y con curvas, muy sinuosa y sensual. Su cabello negro oscuro brillaba como un mineral semiprecioso, la antracita, y las ondas de su larga melena parecían acariciar su silueta. Sus emociones viajaban por delante de las acciones tranquilas y coherentes, de forma que, al final, surgían situaciones imprevistas que sortear o salvar. Pocas veces se mordía la lengua o era capaz de contar hasta diez antes de contestar, su orgullo le permitía decir lo que codiciaba sin cavilar las consecuencias. Su codicia no conocía límites, fue creciendo a la par. Le rebrotaba sin querer, igual que las flores muestran sus pétalos de colores en primavera de forma natural y espontánea, pero con las raíces atrapadas en el alma de su inconsciente.

Despachó los estudios básicos obligatorios y abandonó a los quince años su casa, siendo jovencita. Se dirigió a la gran ciudad en busca de trabajo y forjarse un futuro.

Sorprendentemente, un año después de su marcha, Benito Pueyo y Teresa Sostoa, o sea, mis abuelos, tuvieron un niño que les colmó de alegría y compañía durante la madurez de sus vidas. Para Nita, su hermano fue un personaje ajeno e incómodo, nunca hablaba de él, apenas le conocía, prefería ignorarlo. En esta ocasión, mis abuelos escogieron el nombre de mi tío entre los dos, encontraron una elección muy varonil que complació a Benito. Decidieron llamarle José Ramón. Cuando cumplió los dieciocho años, José Ramón quiso probar fortuna, aventura, porque en el pueblo las expectativas de mejorar eran casi nulas, y se embarcó para las Américas. Les prometió regresar con una buena fortuna. Todo un mundo abierto a infinitas posibilidades de éxito. Cruzó el océano y se instaló en tierras lejanas, y exceptuando alguna carta explicando sus peripecias y pequeños logros, jamás regresó a su tierra en vida de mis abuelos. Ese alejamiento afectó duramente a Benito y Teresa pero lo llevaron con entereza, al igual que la crudeza de los inviernos en el pueblo, el resto de sus existencias.

Dejando a mi tío José Ramón de lado, que no nos importa en esta historia, os diré que Nita era guapa, muy guapa, su rostro bello la diferenciaba de las demás mujeres con holgura, sus rasgos dulces y perfectos parecían esculpidos por un gran artista, con sensibilidad y precisión, así que no le costó encontrar tarea en Barcelona y aún menos pareja, es decir, a papá.

Nita Pueyo era persona de ideas fijas, cuando se proponía algo, incluso a largo plazo, nada ni nadie podía interponerse. Poseía los recursos suficientes para mover el universo entero y hacer que el mundo acabase a sus pies. Se movía con coquetería como una mariposa de colores vivos en pleno vuelo nupcial. No había ninguna prisa para montar un plan. Sin embargo los años dejaron al descubierto sus pequeñas pero inacabables mentirijillas, lo que desenmarañaba y destruía sus titánicas estrategias para conseguir sus propósitos, después de haber pasado décadas construyéndolas. Sus convicciones y su educación de tipo tradicional hacían de ella una mujer acogedora, pero le gustaba controlar y dirigir la situación de forma sigilosa. Tenía un talento muy especial. No creo que haya conocido a nadie igual. Junto a ella claro está, dormía mi padre.

Mi padre al principio era un buen hombre, trabajador, que se había forjado a sí mismo con un enorme esfuerzo, como tantos otros jóvenes de la posguerra con aptitudes. Hijo de Juan Vidal Gil y Montserrat Roig Fortuny, una familia profundamente catalana y sencilla, se expresaba con soltura en ese idioma, hasta el día en que esta lengua fue censurada por motivos políticos. En ocasiones alternaba ambos lenguajes, en función de las personas con las que se encontrase. Su presencia era distinguida, con clase. Su pelo castaño claro tirando a rubio. Su altura, un metro y noventa centímetros, le ayudaba a ver las situaciones desde otra perspectiva.

Era inteligente, observador y muy lanzado a la hora de tomar decisiones. Su habilidad en conseguir el máximo beneficio en cada ocasión, lo convertía en un avanzado frente a sus compañeros. Sus exigencias para salir hacia delante, también.

Pronto empezaron a llamarlo señorito Joaquim Vidal Roig. Algunos con respeto y admiración, otros en tono de burla por pura envidia. Quizá por esto tenía una actitud y un carácter bastante reservados, es decir, era poco hablador y creo que sus pensamientos estaban siempre ocupados en un único objetivo: progresar y concebir cuál era el mejor modo de salir de un ambiente económico frágil.

De joven estudió la carrera de química por las noches. De día trabajaba en una cadena de fabricación de piezas metálicas durante diez horas. Jornada completa. Con aquella ocupación ganaba el dinero suficiente que le permitía pagar a su madre los gastos que generaba en el hogar y parte de sus estudios. También descubrió en aquel trabajo su pasión por la fabricación.

Era hijo único y esta condición lo encerraba en sí mismo. No estaba acostumbrado a compartir. Lo que decidía, tanto para bien como para mal, corría a su cuenta y riesgo. No tuvo «padrino» ni apoyo alguno. Su padre fue un hombre ausente y austero que nunca le echó un capote, el hecho de que nunca le regalasen nada influía fuertemente en su carácter, que buscaba el éxito constante y no dependía nunca de nadie. A veces, podía llegar a ser extremadamente duro y seco.

Cuando más me gustaba Joaquim era cuando lo veía bailar y reír, aunque fuera en contados ambientes. Bailaba como un dandi, para mí, como Fred Astaire. Dejaba entrever sus finos dientes, gesto que iluminaba su cara y también al resto de los comensales. Lo del baile lo llevaba en los genes, según comentó la tieta Lola de Palafrugell cuando vino a casa una Nochebuena. Al parecer, en nuestra familia existía ese don, y por lo visto quien lo hacía como un profesional era el tiet Pere de Cambrils, él sí que era un crack, según escuché entre turrón y neules aquellas Navidades, por lo visto llegó a dar clases a los mozos más modernos y lanzados del pueblo.

Joaquim alquilaba los fines de semana un local en el barrio, y con esto volvía a procurarse un dinero extra para acabar de completar el pago de sus estudios y caprichos. Disponía de un tocadiscos, y preparaba guateques para aquel que tuviera en su bolsillo la módica cantidad de tres pesetas y ganas de disfrutar. Los jóvenes podían divertirse, bailar y conocer nuevas chicas. Continuamente llenaba el local. En estas ocasiones mostraba su encanto, se transformaba. Esto le facilitó fama en el barrio de chico interesante entre las damas y, con más razón aún, lo distaba de sus vecinos varones, que lo veían como un rival. Para Joaquim Vidal Roig, estas fiestas suponían una buena caja. Le proporcionaban un capital sustancioso con el que poder comprarse los últimos discos de moda, y le permitían el privilegio de adquirir sus primeros paquetes de cigarrillos que le procuraban un aspecto respetuoso y masculino. Caminaba erguido con ademán firme y reservado.

Durante aquellos años de infancia todo solía transcurrir con cierta normalidad, pero recuerdo con cierto agobio una época en la que me costaba muchísimo dormir. Recuerdo que conciliar el sueño era un verdadero quebradero de cabeza y nunca mejor dicho, a menudo me invadían temores, a diferencia de Joaquim hijo, o Quimet, como le llamaban en casa mis progenitores para distinguirlo de mi padre y de mi abuelo, y supongo que de mi tatarabuelo si hubiese estado presente.

Las pautas en casa eran convencionales, típicas de la época de una España que intentaba brillar ocultando sus cerrazones. Quimet nunca sufría la oscuridad de la noche y descansaba plácidamente en su habitación, protegido, cerca de mis progenitores. Contrariamente, yo padecía pesadillas. A veces me levantaba sonámbula. Transpiraba, hasta que agotada de dar vueltas, en un estado similar al de un zombi, entraba en acción. Era entonces cuando, ausente de la realidad con los ojos entornados, avanzaba a paso lento y cauteloso por aquel profundo pasillo hasta el comedor, donde tropezaba con mis padres viendo la televisión hasta altas horas de la noche.

Este curioso aparato se había instalado en los hogares españoles hacía relativamente poco pero causaba furor, la presencia de su imagen y sonido podía prolongarse durante infinitas horas a lo largo del día. En casa funcionaba hasta que sonaba el himno nacional y éste indicaba el compromiso de ir a la cama definitivamente. La pantalla chica parloteaba sin interrupción y acompañaba los hogares donde los vacíos de conversación eran habituales.

Mi excursión sonámbula concluía cuando me acercaba al regazo de mi padre y una vez en sus brazos, de manera pausada, despertaba sigilosamente hasta regresar a la realidad de las altas horas de la noche. Por entonces, él solía pronunciar con suavidad:

—Vinga, Carina, ves a dormir. Tienes que ir a la habitación, a la cama.

Ahora bien, no acabo de descifrar si este detalle concreto lo recuerdo por mí misma o por la insistencia y repetición incesante con la que mamá nos recordaba constantemente los pormenores de las anécdotas de nuestra infancia.

A Nita le gustaba parlamentar sin tregua. Se encargaba de que memorizásemos lo que más le convenía, mediante una información convenientemente filtrada: un porcentaje diminuto eran los hechos y otro mayor el que recogían sus inalcanzables fantasías. Era una gran soñadora.

Dentro de los sueños de Nita, a finales de los sesenta, se imponía por primera vez en el país disfrutar de un look moderno, y los hogares aprovechaban para estampar ese sello en algún rincón de la vivienda. Cuanto superior era la cantidad de dinero de que se disponía en una casa, mayores eran los tics que la rellenaban y juntos creaban ambientes espectacularmente creativos, insólitos y dispares, extraordinarios para ser admirados. La gente se juzgaba internacional aunque no lo éramos ni por asomo. Me comprenderéis mejor si os explico ciertos rasgos internos que nos identificaban.

Nosotros, dentro de nuestras posibilidades, fuimos capaces de crear un estilo muy singular. En casa, la imagen del papel estampado de flores verdes y marrones con un fondo crema vintage que recubría las paredes del pasillo, y los dos apliques de color caramelo cuya luz aparentaba estar atrapada en su interior, eran un buen referente.

Junto a la entrada del piso se encontraba mi oscura habitación. Era opaca porque tenía una ventana pequeña que miraba hacia un patio interior de escalera, bastante estrecho, donde los rayos de sol no la hubiesen alcanzado jamás, ni con la ayuda del juego de haces de luz de mil espejos. Pero a mí no me importaba. Estoy segura de que ése es el motivo por el que aún hoy me gusta dormir en el más absoluto negro.

El pasillo de casa no era largo, pero a mí constantemente me dio la sensación de que era muy extenso. Con los años comprendí que aquel paso era el prólogo de una distancia infinita, insalvable, interminable, que me acompañaría irremediablemente con mi familia.

La vivienda que teníamos era justita pero su ubicación dentro de la ciudad no estaba nada mal. Si soy sincera, os diré que estaba fenomenal. Éramos afortunados porque vivíamos próximos a un parque que era casi de uso particular. Además, estaba situado a apenas cincuenta metros de nuestra portería y la gente no lo visitaba. La tranquilidad y el silencio en nuestra calle eran algo frecuente. No teníamos la impresión de vivir en el bullicio de una gran metrópoli en constante crecimiento como Barcelona.

Tuve el privilegio de disfrutar, sin saberlo debido a mi corta edad, de las magníficas e imponentes columnas que sostenían la plaza mirador y del pasadizo de columnas inclinadas por donde jugábamos al escondite con Quimet, también disfruté del dragón multicolor con la fuente que emanaba de su boca y a la que pedía repetitivamente el mismo deseo, una y otra vez, insistiendo con empeño, lanzándole pequeñitas piedras, deseo tras deseo, mis más sinceros anhelos.

Por aquel entonces, no disponía de monedas pero fantaseaba creyendo que algún día mis peticiones ansiadas se cumplirían lanzando con fuerza aquellos pequeños guijarros. Ilusiones. Me divertía correteando por la plaza mirador, subiéndome a sus bancos macizos con vistas a la ciudad. ¡Y qué vistas! Así era el majestuoso parque Güell ante mis ojos, los de una niña que lo vivía. Pero la realidad adulta era otra cosa porque por aquel entonces estaba abandonado, olvidado por las autoridades, al igual que el resto de la ciudad, junto a sus edificios de fachadas grisáceas y tristes en general. A pesar de su aspecto quebradizo, adoraba jugar durante horas en aquel espacio multicolor.

La diversidad y el atrevimiento de los trencadissos que cubrían las paredes y rincones de la zona eran uno de mis pasatiempos favoritos. Disfrutaba observando aquel puzle visual, magia de colores y formas que sin duda han influido en mí y quedarán guardados en mi memoria por las sensaciones infantiles que me evocan y que no deseo olvidar.

Cuánta luz cabía en esos días. El inmenso azul claro del cielo cegaba mis pequeños ojos que, a su vez, contra el blanco amarillo del sol intentaban mirar el suave color arena del suelo. En algunos rincones del parque, la tierra naranja subía su tono pero siempre de forma discreta, sin que el espacio perdiera su armonía.

Presupongo que Gaudí imaginó infinitos paseos por este bello lugar y presumo que no abandonó ni un solo rincón al azar. Estoy segura de que pensó en los colores y la luz para su creación, pues era un titánico artista y aún mayor visionario. Buscaba en la arquitectura de sus edificios la unión entre la dureza del hormigón y las formas de la naturaleza. Veía, imaginaba, soñaba con el futuro, por eso podía dibujarlo. Crearlo.

A veces no podíamos escaparnos a nuestro magno jardín, así que teníamos que conformarnos con una segunda opción: un balcón de noventa centímetros de ancho por tres metros de largo con una barandilla de cristal de color verde manzana suave, que nos permitía dar rienda suelta a nuestras travesuras.

Como una tarde de mayo, de cielo plateado sin nubes, en que Quimet y yo comenzamos a recortar papeles de diario en miles de trocitos minúsculos. Debimos de estar verdaderamente ocupados y trabajadores, pues vaciamos la monumental y repleta cesta donde se encontraban. ¡Aunque lo mejor estaba por llegar! ¿Qué mejor que una tarde de nieve en pleno mes de mayo? Sin dudarlo, como si nadie fuese a vernos, comenzamos a dejar caer suavemente nuestros copos de nieve cada vez que alguien se acercaba a nuestro portal. La entrada del edificio quedó completamente nevada con la ventaja de que al observar los copos con detenimiento, uno podía aprovechar e informarse de los últimos acontecimientos de la semana o del mes. Bueno, ¡era un decir!

Mamá tampoco olvidó esa tarde. Explicó aquella travesura un sinfín de veces, en un sinfín de lugares, a un sinfín de gente. Era así, necesitaba hacerse escuchar.

CAPÍTULO 2

—¡A levantarse! —dijo Nita.

—Quiero dormir… —respondí.

—¡Venga, venga, venga! ¡Vamos o llegaremos tarde!

¡Naturalmente que tenía sueño! Había pasado la noche intentando no moverme porque los ruidos de mis movimientos se amplificaban en mi mente y luego aquellos seres raros y maléficos que me perseguían y querían matar… Debía ser muy cautelosa y no hacer ruido para que no me encontrasen, solo de esa forma podría sobrevivir… a mis pesadillas. Estaba realmente agotada antes de empezar el día.

Menos mal que no se repetían constantemente, aunque eran más de las que yo hubiese querido. Existían días de calma en los que soñaba historias algo más agraciadas. Hubo un sueño que se repitió con frecuencia. Como una premonición. En él, podía cambiar el final a mi gusto, y por supuesto siempre acababa bien. Conseguía sobrevolar una ciudad. Me dejaba llevar por el viento y las corrientes cálidas. Tenía la gran suerte de pararme a flotar en las nubes y, desde allí arriba, me gustaba mirar la paz del paisaje. Aquel lugar era un mundo aparte, seguro. Pero durante esos sueños nunca comprendí por qué, de repente, aparecía entre sus calles y acababa viviendo en él.

A las siete de la mañana se abría mi puerta:

—¡Arriba!

Vagueando me daba la vuelta aunque Nita se había percatado de lo ocurrido, por algo era mamá.

—¿Otra vez? ¡Madre mía! ¡Qué voy a hacer con esta niña! No sabes cuánto trabajo me das…

—Voy, mama, voy. —Apenas tenía fuerzas, me acababa de despertar.

—¡Estás! ¡Venga, fuera de la cama! Quieres hacer el favor… vamos a retrasarnos.

—Sí, sí.

Al apartar las sábanas, un escalofrío enorme recorría mi cuerpo y, en un acto reflejo, me tapaba sintiendo que sucedía algo malo.

Retomaba fuerzas y sin pensármelo dos veces, volvía abrir las sábanas para quedarme de pie al lado de mi cama con el pijama adherido al cuerpo, como si fuese el guante elástico de un cirujano que está a punto de iniciar una operación. Me encontraba frágil, allí quieta. Era injusto, inquietante, involuntario, insuperable, inadmisible y todas las palabras que empezasen por «in», era: incontinencia. Esa situación me desbordaba. Me sentía sola. No existía una palabra de consuelo. Cuando fui madre comprendí que era algo natural en un niño y aunque Nita, sin darse cuenta, quería hacerme crecer de manera acelerada, en la vida, era cuestión de madurez y tiempo.

Después de un buen aseo y una vez vestida, me dirigía a la cocina donde desayunábamos algo calentito, antes de salir a la calle para ir al colegio. La cocina era pequeña, como el resto del piso. La tenue luz que entraba no era mayor que la de mi cuarto, sin embargo, tenía unas buenas vistas a la cocina de la alcahueta de la vecina, que constantemente estaba asomada al hueco para intentar enterarse de lo que sucedía en nuestra familia, eso cuando no aprovechaba cualquier excusa para entablar conversación, por absurdo que fuera el tema y por intempestiva que fuera la hora.

Una mañana de invierno, mientras desayunaba, me estaba tomando un plato de sopa calentito, descubrí una mirada que observaba mis movimientos, uno a uno en silencio, como si algo trascendental estuviera en juego, como si estuviese sucediendo un hecho sin precedentes. Alcé la vista y descubrí a la vecina asomada hacia dentro de nuestra casa. Tenía medio cuerpo integrado a nuestra cocina y me vigilaba como un perro guardián. Dentro de aquel rostro vacío, decorado en su perímetro por un matojo de rizos falsos llenos de rulos, se encontraban sus negras retinas que se incrustaron en mi cara sin ninguna contemplación a pesar de mi temprana edad. Aquella avispa no tenía clemencia con una niña, ni siquiera a las siete y media de la mañana.

—¡Hola, Carina! —me dijo con un acento catalán casi igual de profundo que el de mis dos abuelos paternos—. ¿Què fas?

No entiendo cómo se le ocurrió preguntar algo tan evidente y aún menos cómo fui tan valiente de contestar.

—¡No me mire! —respondí intentando ahuyentar su mirada y su osadía.

—¿Per què?

Aquella escena me parecía extraña, fuera de contexto, y con la misma honradez y transparencia con la que hablan los chiquillos, hice honor y respondí:

—Porque su cara no me gusta.

Cuando acabé de pestañear, no estaba. Había desaparecido. Aquella frase fue para mí un consuelo; lo que nunca imaginé es que fuese tan efectiva pues durante el tiempo que viví todavía en aquel pisito, nunca más volví a sentirme vigilada por dicha arpía.

A veces la encontrábamos en el ascensor, y la muy falsa le decía lo guapa y simpática que era a mamá.

És tan bonica aquesta nena…

Acto seguido, me buscaba con sus balas negras, porque para mí lo que tenía no eran ojos, sino balas, y sonreía levemente como un diablo a la espera, guardando para sus adentros nuestro secreto.

Después del desayuno, emprendíamos el camino hacia el cole. Salíamos con Quimet a la calle y buscábamos dónde estaba aparcado el coche de Nita. Mamá se había sacado el carné y nos llevaba a la escuela para no perder las aptitudes de conducción. Papá le había regalado un coche verde el día de su aniversario, y con él, nos llevaba y venía a buscar. Ella no disponía de plaza de parking para aparcarlo a cubierto. En nuestro edificio no había parking, así que su coche quedaba a la intemperie. Salíamos los tres bien abrigados porque tan temprano, el fresco apretaba, y frecuentemente tardábamos un rato en encontrarlo. Nita olvidaba dónde lo estacionaba. Pero a la postre lo localizábamos. Subíamos y nos poníamos en marcha rumbo a nuestro nuevo destino en nuestro fantástico e insuperable Seat 850, un campeón de los setenta. Yo, ya tenía seis años. Hacía días que habíamos dejado atrás el Seiscientos, lo que indicaba de forma tenue y prudente al vecindario la prosperidad que lenta pero progresiva nos acompañaba.

Papa disponía de un 1430 y con él viajaba por toda España por trabajo, pero cuando llegaban los fines de semana lo utilizábamos para largos trayectos. Él, me refiero al coche de Joaquim, protegido de la intemperie, sí aguardaba durante las noches en el parking del inmueble vecino, al otro lado del nuestro. A papá le gustaban los coches y eso lo disfrutó años más tarde, cuando dispuso de los medios económicos suficientes.