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Índice

JAKOB VON GUNTEN

Créditos

JAKOB VON GUNTEN

Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores? A mí me encantaría ser rico, pasear en berlina y malgastar dinero. Una vez comenté esto con mi condiscípulo Kraus, pero él se limitó a encogerse de hombros despectivamente, sin concederme una sola palabra. Kraus tiene principios, va bien sujeto a su silla, montado sobre la satisfacción, y es éste un rocín al que los amantes del galope prefieren no subirse. Desde que estoy aquí, en el Instituto Benjamenta, he conseguido volverme un enigma para mí mismo. También yo me he visto contagiado por un extraño sentimiento de satisfacción, desconocido hasta ahora. Soy bastante obediente; no tanto como Kraus, que es un maestro en ejecutar celosamente y al instante cualquier tipo de órdenes. Hay un punto en el que nosotros, los alumnos (Kraus, Schacht, Schilinski, Fuchs, Peter el Larguirucho, yo, etc.), nos parecemos todos: el de nuestra pobreza y dependencia absolutas. Somos humildes, humildes hasta la indignidad total. Quien recibe un marco de propina pasa por ser un príncipe privilegiado. Quien, como yo, fuma cigarrillos, despierta preocupación por sus hábitos de despilfarro. Vamos uniformados. Pues bien, este hecho de llevar uniforme nos humilla y nos encumbra al mismo tiempo: tenemos aspecto de gente no libre, lo que posiblemente sea una ignominia, pero también nos vemos muy guapos, y eso nos ahorra la profunda vergüenza de quienes se pasean en ropas personalísimas y, sin embargo, sucias y ajadas. A mí, por ejemplo, vestir el uniforme me resulta bastante agradable, pues nunca he sabido muy bien qué ropa ponerme. Pero incluso a este respecto sigo siendo, por ahora, un enigma para mí mismo. Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente vulgar. O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé. Pero de algo estoy seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la izquierda, redondo como una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré.

Nosotros, los alumnos o internos, tenemos en verdad muy poco que hacer, casi no nos dan tareas. Aprendemos de memoria el reglamento que rige aquí dentro. O leemos el libro ¿Qué objetivo persigue la escuela de muchachos Benjamenta? Kraus estudia además francés, totalmente por su cuenta, ya que las lenguas extranjeras o asignaturas similares no figuran en nuestro plan de estudios. Sólo hay un curso único que se repite constantemente: «¿Cómo debe comportarse un muchacho?». Y toda la enseñanza, en el fondo, gira en torno a esta pregunta. Conocimientos no se nos imparte ninguno. Como ya he dicho, falta personal docente, es decir que los señores educadores y maestros duermen, o bien están muertos, o lo están sólo en apariencia, o quizá se han petrificado, lo mismo da; el hecho es que no nos aportan realmente nada. En lugar de los maestros, que por alguna extraña razón están ahí tumbados, como muertos, y dormitan, quien nos da las lecciones y nos dirige es una mujer joven, Fräulein Lisa Benjamenta, hermana del señor director del Instituto. A la hora de la lección entra en el aula con una varita blanca en la mano. Todos nos levantamos de nuestros puestos al verla entrar; no bien ha tomado asiento, también se nos permite sentarnos. Con su varita da tres golpes breves e imperiosos contra el borde de la mesa, y la clase comienza. ¡Vaya clase! Aunque mentiría si dijera que la encuentro extraña. No, lo que Fräulein Benjamenta nos enseña me parece digno de consideración. Es poco y no paramos de repetirlo, aunque tal vez haya un secreto detrás de todas esas naderías irrisorias. ¿Irrisorias? Nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, no somos lo que se dice reidores. Nuestros rostros y modales son muy serios. Hasta Schilinski, que en realidad es todavía un niño, se ríe muy raramente. Kraus nunca se ríe, o bien lo hace un instante, cuando ya no puede contenerse, y luego se enfurece por haberse entregado a un comportamiento tan antirreglamentario. En general, a los alumnos no nos gusta reír, o, mejor dicho, apenas podemos hacerlo. Nos faltan la alegría y el relajamiento necesarios. ¿O me equivoco? Dios mío, a veces llego a sentir toda mi estancia aquí como un sueño incomprensible.

El más joven y pequeño de todos los alumnos es Heinrich. Sin segundas intenciones de por medio, uno se enternece involuntariamente en presencia de este chiquillo. Se detiene a mirar los escaparates de las tiendas, abismándose en la contemplación de las mercancías y golosinas. Luego suele entrar y comprarse algún dulce por un par de céntimos. Heinrich es todavía un niño, pero habla y se comporta como un adulto bien educado. Lleva los cabellos siempre cuidadosamente peinados con una impecable raya al medio, detalle que merece mi plena aprobación, pues en este importante punto yo soy muy descuidado. Su voz es tan delicada como el gorjeo de un pajarito. Al pasear con él o al hablarle, uno se siente, sin querer, impulsado a pasarle un brazo por los hombros. Pese a ser tan bajito, tiene el porte de un coronel. Carece de carácter, pues aún no sabe lo que es. Seguro que jamás ha pensado en la vida, ¿para qué? Es muy juicioso, servicial y educado, aunque sin ser consciente de ello. Sí, es como un pájaro. Todo su ser irradia intimidad. Cuando da la mano es como si la diera un pájaro, y como un pájaro camina y se detiene. Todo en Heinrich es inocente, pacífico y feliz. Quiere ser paje, dice. Pero lo dice sin sentimentalismos burdos, y lo cierto es que la profesión de paje sería la más justa e idónea para él. La delicadeza en la conducta y en la sensibilidad aspira a algún fin impreciso, y hete aquí que da en el blanco. ¿Qué experiencias le tocarán en suerte? ¿Habrá experiencias y conocimientos que osen acercarse a este muchacho? ¿No se avergonzarán las crudas decepciones de inquietarlo justamente a él, un ser tan frágil? Por lo demás, observo que es poco frío, no hay en él nada tormentoso ni desafiante. Tal vez nunca llegue a advertir muchas, muchísimas cosas que podrían abatirlo, ni a sentir otras capaces de robarle su indolencia. Quién sabe si tendré razón. En cualquier caso, este tipo de observaciones me resultan apasionantes. Heinrich es, hasta cierto punto, un chico obtuso. Es su dicha, y hay que concedérsela. Si él fuera un príncipe, yo sería el primero en doblar las rodillas en su presencia y homenajearlo. ¡Lástima!

¡Qué estúpidamente me porté al llegar aquí! En primer lugar, me irritó el aspecto miserable de la escalera. Pero es el tipo de escalera normal en cualquier casa interior de una gran ciudad. Luego llamé y salió a abrirme un ser de aspecto simiesco. Era Kraus, pero en ese momento lo tomé simplemente por un mono, mientras que ahora lo aprecio muchísimo, gracias a esa manera de ser tan personal, que lo embellece. Le pregunté si podía hablar con Herr Benjamenta. «Por supuesto, señor», respondió, haciéndome una profunda y necia reverencia que me produjo una extraña sensación de miedo; y al punto me dije que allí debía de haber algo turbio. A partir de entonces consideré la escuela Benjamenta como una estafa. Entré en el despacho del director. ¡Cómo me río cuando pienso en la escena que siguió! Herr Benjamenta me preguntó qué quería. Le expliqué tímidamente que deseaba ser su alumno. Guardó silencio y se puso a leer periódicos. El despacho, el señor director, el mono que lo había precedido, la puerta, esa manera de callar y sumergirse en los periódicos, todo aquello me pareció altamente sospechoso y de mal agüero. De repente me preguntaron mi nombre y de dónde venía. Y en ese momento me consideré perdido, pues intuí de golpe que no saldría más de allí. Respondí tartamudeando, y hasta me atreví a destacar que provenía de una familia distinguida. Dije, entre otras cosas, que mi padre era un alto consejero y que yo había huido de su casa por temor a que su perfección me asfixiase. El director volvió a callar un rato. Mi miedo a ser engañado alcanzó su cota máxima. Pensé incluso en un asesinato secreto, en un estrangulamiento paulatino. Entonces, con su voz imperiosa, el director me preguntó si llevaba dinero y yo le dije que sí. «¡Dámelo! ¡Rápido!», ordenó, y yo, cosa extraña, obedecí en el acto, aunque temblando de desesperación. Ya no dudé de que había caído en manos de un bandido, de un estafador, lo cual tampoco me impidió entregarle dócilmente el dinero de la escuela. ¡Qué ridículas encuentro ahora mis impresiones de aquel día! El tipo se embolsó el dinero sin decir nada. Yo tuve entonces la osadía de pedir tímidamente un recibo, pero me cayó la siguiente respuesta: «A los pillos como tú no les damos recibos». Ya estaba a punto de desmayarme cuando el director tocó un timbre y, al instante, ese estúpido mono de Kraus entró precipitadamente. ¿Un mono estúpido? En absoluto. Kraus es un chico estupendo, estupendo. Sólo que en-tonces yo no podía entenderlo. «Éste es Jakob, el nuevo alumno. Llévalo al aula.» No bien hubo hablado el director, Kraus me aferró y me arrastró hasta donde estaba la maestra. ¡Qué infantiles nos vuelve el miedo! No existe peor comportamiento que el que nace del recelo y la ignorancia. Así me vi convertido en alumno del Instituto.

Mi condiscípulo Schacht es un personaje extraño. Sueña con ser músico. Gracias a su imaginación toca el violín maravillosamente, me dice, y al mirarle las manos se lo creo. Le gusta reírse, pero al rato cae en una melancólica languidez que se aviene increíblemente bien con su cara y el porte de su cuerpo. Schacht tiene un rostro blanquísimo y unas manos largas y delgadas que expresan un sufrimiento espiritual sin nombre. De complexión débil, se inquieta fácilmente; ya esté de pie o sentado, le resulta difícil permanecer inmóvil. Parece una chiquilla enfermiza y tozuda; también le agrada torcer el morro, lo que aumenta todavía más su parecido con una figura femenina joven y un tanto mimada. Ambos, él y yo, nos tumbamos a menudo en la cama de mi dormitorio, vestidos y con zapatos, y fumamos cigarrillos, cosa prohibida por el reglamento.

A Schacht le encanta transgredir el reglamento, y debo confesar que, por desgracia, a mí también. Allí tumbados, nos contamos largas historias, historias de la vida, es decir, vividas, pero mucho más aún historias inventadas, cuyos hechos sólo existen en la fantasía. Una suave música parece entonces subir y bajar por las paredes a nuestro alrededor. El estrecho y oscuro cuartito se ensancha y van surgiendo calles, salones, ciudades, castillos, personas y paisajes desconocidos, se oyen truenos y susurros, conversaciones, llantos, etc. Es delicioso charlar con aquel Schacht ensoñador. Parece entender todo cuanto le dicen, y él mismo, de rato en rato, dice algo importante. También se queja a menudo, lo cual me hace más grata la conversación. Me gusta escuchar quejas. Se puede mirar cara a cara al interlocutor y sentir por él una profunda y ferviente compasión; y Schacht tiene algo que despierta compasión, aunque no hable de cosas tristes. Si la insatisfacción refinada, es decir, la aspiración a algo elevado y bello, puede alojarse en algún ser humano, no hay duda de que en Schacht se ha instalado con holgura. Schacht posee un alma. Quién sabe si a lo mejor tiene naturaleza de artista. Me ha confesado que está enfermo, y por tratarse de una enfermedad no muy decorosa, me rogó insistentemente que guardara silencio; yo, desde luego, se lo prometí bajo palabra de honor, para tranquilizarlo. Luego le pedí que me mostrase el objeto de su enfermedad, pero él se enfadó un poco y se volvió hacia la pared. «Eres un desvergonzado», me dijo. Muchas veces nos quedamos así tumbados, sin intercambiar palabra. Un día me atreví a acercar suavemente su mano hacia mí pero él la retiró diciendo: «¿Qué tonterías haces? ¡Estáte quieto!». Schacht prefiere mi compañía; no es que a mí me resulte muy claro, pero la claridad no es necesaria en este tipo de cosas. La verdad es que lo quiero muchísimo y considero que enriquece mi existencia. Por supuesto que nunca se lo digo. Entre nosotros hablamos de bobadas, a veces también tocamos temas serios, pero evitando las palabras solemnes. Las palabras bellas son demasiado aburridas. Ah, y a raíz de las reuniones con Schacht en mi cuartito he notado que nosotros, los alumnos del Instituto Benjamenta, estamos condenados a extraños períodos de ocio, que a menudo duran medio día. Permanecemos todo el rato en un rincón, acuclillados, sentados, de pie o tumbados. Para divertirnos, Schacht y yo solemos encender velas en la habitación, lo cual está estrictamente prohibido. Pero justamente por eso nos divierte. ¡Qué preceptos ni reglamentos! ¡La luz de las velas es tan bella, tan misteriosa! ¡Qué aspecto adquiere el rostro de mi compañero a la tierna y rojiza luz de la llamita! Cuando veo arder velas, me figuro ser un hombre rico. Un instante después vendrá el lacayo trayéndome el abrigo de pieles. Algo absurdo, sí, pero este absurdo tiene una boca preciosa y sonríe. A decir verdad, las facciones de Schacht son toscas, pero la palidez que cubre su rostro las afina. La nariz es demasiado grande, así como las orejas, y tiene la boca fruncida. A veces, al mirar a Schacht tengo la impresión de que algún día las cosas habrán de irle muy mal. ¡Cómo me gustan quienes despiertan esta impresión melancólica! ¿Será tal vez amor fraterno? Sí, es posible.

El primer día me comporté como un auténtico niñito mimado y melindroso. Me enseñaron el dormitorio que tendría que compartir con los otros, es decir, con Kraus, Schacht y Schilinski. El cuarto de la cuadrilla, como quien dice. Allí estaban todos: mis compañeros, el señor director, que me miraba con furia, la señorita. Yo no hice más que arrojarme a los pies de la joven y exclamar: «¡No! ¡Dormir en esta habitación me es imposible! No puedo respirar aquí dentro. Preferiría pasar la noche en la calle». Y al hablar me aferré firmemente a las piernas de la señorita. Ella pareció irritarse y me ordenó levantarme. Yo le dije: «No me levantaré si antes no me promete asignarme un lugar digno para dormir. Se lo ruego, señorita, se lo imploro: instáleme en otro sitio, aunque sea un agujero, pero aquí no. Aquí no puedo quedarme. Por cierto, no quiero ofender a mis compañeros, y si ya lo he hecho, lo siento de veras, pero dormir de número cuatro junto a tres personas, y en un espacio tan angosto... ¡No, señorita! ¡Es imposible!». Ya empezaba ella a sonreír, y al notarlo añadí rápidamente, abrazándola aún con mayor fuerza: «Seré un alumno ejemplar, se lo prometo. Me anticiparé a todas sus órdenes; nunca, nunca tendrá que lamentarse de mi conducta». Fräulein Benjamenta preguntó: «¿De veras? ¿No tendré que quejarme nunca?». «No, le aseguro que no, señorita», repliqué. Intercambió una significativa mirada con su hermano, el señor director, y me dijo: «Antes que nada levántate del suelo. Ya está bien de lloriqueos y garatusas. Y ven conmigo. Por mí puedes dormir en otro sitio». Me condujo al cuartito que ocupo actualmente, me lo enseñó y preguntó: «¿Te gusta esta habitación?». Yo tuve la osadía de responderle: «Es estrecha. En casa había cortinas en las ventanas y el sol brillaba en las habitaciones. Aquí sólo hay un camastro angosto y un lavabo. En casa los cuartos estaban totalmente amueblados. Pero no se enfade, Fräulein Benjamenta. Me gusta, y se lo agradezco. En casa todo era mucho más fino, acogedor y elegante, pero esto también es muy simpático. Disculpe que le haga comparaciones con mi casa y Dios sabe cuántas cosas más. Pero encuentro realmente encantador este cuartito. Cierto es que a esa ventana de ahí arriba, en lo alto de la pared, apenas se le puede llamar ventana, y que el conjunto tiene, decididamente, cierto aire de ratonera o de perrera. Pero me gusta. Soy un sinvergüenza y un ingrato al hablarle así, ¿verdad? Acaso lo mejor sería quitarme otra vez este cuartito, que en verdad aprecio muchísimo, y ordenarme taxativamente dormir con los otros. Seguro que mis compañeros se han de sentir ofendidos. Y usted, señorita, está enfadada. Sí, lo veo y me pone muy triste». Ella me dijo: «Eres un tontuelo, y ahora, a callar», al tiempo que sonreía. ¡Qué absurdo fue todo ese primer día! Me avergoncé, y aún hoy me avergüenzo al pensar en mi insolente comportamiento. Aquella primera noche tuve sueños muy agitados. Soñé con la maestra. Y en cuanto al cuartito, ahora me encantaría poder compartirlo con dos o tres personas más. La timidez nos vuelve siempre medio locos.

Herr Benjamenta es un gigante, y nosotros, los alumnos, somos como enanos junto a ese gigante, que anda siempre algo malhumorado. En su condición de guía y gobernante de una cuadrilla de seres tan minúsculos e insignificantes como nosotros, los muchachos, se halla, por naturaleza, condenado al mal humor, ya que dominarnos es una tarea que jamás, realmente jamás, podrá considerarse digna de sus fuerzas. No, cosas muy distintas podría hacer Herr Benjamenta. Frente a una ocupación tan mezquina como es la de educarnos, un Hércules semejante no puede hacer otra cosa que dormirse, es decir leer sus periódicos rumiando y rezongando. ¿En qué pensaría este hombre cuando decidió fundar el Instituto? En cierto sentido me da lástima, y este sentimiento acrecienta todavía más el respeto que me inspira su persona. Entre él y yo se produjo además, al iniciarse mi estancia aquí -la mañana del segundo día, me parece-, una escena breve, pero muy violenta. Entré en su despacho, pero no tuve tiempo de abrir la boca. «Vuelve a salir. A ver si eres capaz de entrar como una persona decente», me dijo en tono severo. Yo salí y llamé a la puerta, detalle que había olvidado por completo. «¡Adelante!», oí gritar, y entré y permanecí de pie. «¿Y la reverencia? ¿Qué se dice al entrar en mi despacho?» Me incliné y le dije con voz lastimera: «Buenos días, señor director». Ahora estoy tan bien adiestrado que este «Buenos días, señor director» me sale como si nada. Por entonces odiaba esa manera sumisa y cortés de comportarse: aún tenía poco claras las ideas. Lo que entonces me parecía obtuso y ridículo me parece hoy bello y de buen tono. «¡Habla más fuerte, granuja!», exclamó Herr Benjamenta. Y tuve que repetir cinco veces el «Buenos días, señor director». Sólo después me preguntó qué quería. Yo, que había montado en cólera, le dije: «Aquí no se aprende nada y no quiero quedarme. Por favor, devuélvame el dinero, que me iré al diablo. ¿Dónde están los maestros? ¿Hay acaso algún plan de estudios, alguna idea? No, nada de nada. Yo me largo. Nadie, sea quien sea, me impedirá abandonar este lugar de oscuridad y de tinieblas. Vengo de una familia demasiado distinguida como para dejarme torturar y embrutecer por el reglamento más que idiota de esta casa. Claro que no quiero volver junto a papá y mamá, eso nunca; más bien pienso irme por calles y plazas y venderme como esclavo. Lo cual no le hace daño a nadie». Tal fue mi discurso. Hoy día me parto de risa al recordar aquel estúpido comportamiento. Pero entonces me tomé todo aquello terriblemente en serio. El señor director guardó silencio. Yo me disponía a lanzarle a la cara algún soez insulto cuando él, sosegadamente, me dijo: «El dinero ingresado ya no se devuelve. En cuanto a tu necia idea de que aquí no puedes aprender nada, te equivocas, pues sí puedes hacerlo. Aprende, ante todo, a conocer a quienes te rodean. Tus compañeros merecen que al menos hagas el intento de conocerlos. Habla con ellos. Mi consejo es: tómatelo con calma. Con mucha calma». Dijo este «con mucha calma» como si estuviera absorto en pensamientos profundos, que no me concernieran para nada. Tenía los ojos bajos, como para darme a entender lo buenas y tiernas que eran sus intenciones. Tras haberme dado claras pruebas de su distracción, volvió a callarse. ¿Qué podía hacer yo? Ya estaba otra vez Herr Benjamenta enfrascado en su periódico. Tuve la sensación de que, a lo lejos, me amenazaba una tormenta atroz e incomprensible. Me incliné profundamente, casi hasta tocar el suelo, ante quien no me prestaba ya atención alguna, dije el «Adiós, señor director» reglamentario, di un taconazo, me cuadré y di media vuelta, o mejor dicho, no: busqué a tientas el pomo de la puerta y, con la mirada puesta en la cara del señor director, me deslicé afuera sin volverme. Así terminó un conato de revolución. Desde entonces no han vuelto a producirse escenas subversivas. ¡Y Dios sabe si me han llovido palizas! Palizas dadas por él, ese hombre en el que sospecho un corazón realmente grande, y yo sin pestañear ni decir ni pío, sin sentirme siquiera ofendido. Solamente muy dolido, y no por mí, sino por él, por el señor director. La verdad es que siempre pienso en él, en ambos: él y la señorita, y en la forma como vegetan con nosotros, los muchachos. ¿Qué harán todo el tiempo en esa casa? ¿En qué se ocuparán? ¿Serán pobres? ¿Serán los Benjamenta pobres? Aquí hay «aposentos interiores». Hasta ahora nunca he estado en ellos. Kraus sí, porque gracias a su lealtad es el preferido. Pero se niega a dar información sobre los aposentos del director. Cuando le interrogo al respecto, se limita a mirarme con ojos saltones y guarda silencio. Oh, Kraus sí que sabe callarse. Si yo fuera un señor, lo tomaría en el acto a mi servicio. Aunque quizá algún día logre penetrar en esos aposentos interiores. ¿Qué verán entonces mis ojos? ¿Nada extraordinario tal vez? Oh, sí, sí. Estoy seguro de que aquí dentro, en algún sitio, hay cosas maravillosas.

Algo es cierto: aquí nos falta la naturaleza. Pues sí, lo que hay es fundamentalmente gran ciudad. En casa teníamos toda suerte de vistas, próximas y lejanas. Yo oía siempre, me parece, el gorjeo de los pájaros en las calles. Y las fuentes no cesaban de murmurar. La montaña, cubierta de bosques, dominaba majestuosamente la pulcra ciudad. Por la tarde paseábamos en góndola por el lago cercano. A pocos pasos teníamos peñascos y florestas, colinas y praderas. Nunca faltaban voces y perfumes. Y las calles de la ciudad parecían los senderos de un jardín, tan limpio y delicado era su aspecto. Preciosas casas blancas nos espiaban maliciosamente a través de los verdes jardines. Al otro lado de la verja se podía ver a alguna dama conocida, Frau Haag por ejemplo, paseando por el parque. La verdad es que parece una idiotez, pero uno tenía cerca la naturaleza, la montaña, el lago, el río, la cascada espumeante, el verdor y todo tipo de cantos y sonidos. Caminar era como pasearse por el cielo, pues por todas partes se veía el cielo azul. Al detenerse uno podía tumbarse y fantasear a su antojo, pues el suelo estaba cubierto de hierba y musgo. Y los abetos..., ¡qué intenso y vivificante era su aroma! ¿No volveré nunca a ver un pino de montaña? Tampoco sería una desgracia. Carecer de algo también tiene fragancia y energía. Nuestra casa señorial no tenía jardín, pero todo lo que nos rodeaba era un jardín precioso, impecable y dulce. Espero no ser víctima de la nostalgia. Sería absurdo. También esto es precioso.

Aunque, a decir verdad, no haya aún nada importante que raspar en mi cara, cada cierto tiempo paso por la peluquería, sólo por la excursión callejera que ello supone, y me hago afeitar. Que si soy sueco, me pregunta el ayudante del barbero. ¿Americano? Tampoco. ¿Ruso? ¿Entonces qué? A estas preguntas teñidas de nacionalismo me gusta contestar con un silencio férreo, dejando en la incertidumbre a quienes indagan sobre mis sentimientos patrióticos. O bien miento y digo que soy danés. Hay sinceridades que sólo sirven para herirnos y aburrirnos. El sol reluce a veces como enloquecido por estas animadas calles. O bien todo está lluvioso y velado, lo que también me agrada muchísimo. La gente es amable, pese a que a veces soy de una insolencia inaudita. Con frecuencia me paso los mediodías sentado en un banco, ocioso. Los árboles del parque están totalmente descoloridos. Sus hojas cuelgan artificiosamente, como si fueran de plomo. A ratos todo parece aquí de hierro endeble y hojalata. Luego cae otro aguacero y lo empapa todo. Se abren los paraguas, los coches ruedan sobre el asfalto, la gente se apresura, las muchachas alzan el borde de sus faldas. Ver brotar un par de piernas de una falda produce una sensación extrañamente familiar: una pierna femenina bajo una media bien estirada, nunca la vemos y de repente está ahí; los zapatos se amoldan primorosamente a la forma de los pies, bellos y delicados. Y otra vez sale el sol. Sopla algo de viento y uno piensa en su casa. Sí, pienso en mamá. Se pondrá a llorar. ¿Por qué nunca le escribo? No logro comprenderlo, me es totalmente inexplicable y, sin embargo, no puedo decidirme a escribirle. Ocurre que no me gusta dar noticias. Lo encuentro demasiado tonto. Lástima, no debería tener padres que me quieran. En general, no me gusta ser amado ni deseado. Tendrán que acostumbrarse a no ver más a su hijo.