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Para Tani y Roberto
 por los años

"Era un día de marzo."
 Nunca, pero nunca empiece un relato de esta manera
 cuando quiera escribir uno. Ningún principio podría
 ser peor: carece de imaginación, es plano, seco,
 y probablemente será puro aire.

 

 

O. Henry,

"Primavera a la carta"

I

 

ERA un día de marzo. Era un jueves. Maré simplemente subía hacia su departamento. Recién había comprado los tres panes de dulce, el bolillo y el litro de leche que consumía diariamente entre la merienda y el desayuno. Eran las seis de la tarde, como siempre; era, además, una tarde como calcada, de esas que se confunden entre sí; hacía un clima templado y no había amenaza de lluvia. Maré, pues, y su tarde, simplemente se ajustaban en la rutina. Y al subir hacia su departamento, al darse cuenta de que la vecina del 102 había olvidado su manojo de llaves pegado al cerrojo de la puerta, simplemente siguió un impulso. O quizá, una idea impremeditada. Porque Maré tomó el manojo de llaves y lo arrancó de la puerta. No pensó que eran las seis de la tarde y que las llaves tendrían ahí, colgadas, desde que la vecina del 102 se marchara a trabajar (como a eso de las ocho con treinta de la mañana). No pensó, tampoco, en hacerle un favor a la vecina recogiendo sus llaves para entregárselas en persona después. Sólo es seguro que no pensó; tomó el manojo de llaves y se lo echó en la bolsa izquierda de su sempiterno saco. Y cuando se dio cuenta del acto, cuando quiso explicárselo, justificarlo, darle un motivo, ya iba encaminado hacia el piso superior, hacia su propio departamento, el 203, con tal soltura en el movimiento, en la continuidad del movimiento, que se sorprendió de sí mismo. No se le daba a Maré el arrebato; tampoco la travesura. Por ello, cuando hizo tintinear por segunda vez las llaves en la bolsa izquierda de su sempiterno saco, pensó que siempre habían estado ahí, que nunca las había tomado, que la involuntaria acción de guardarlas no había ocurrido. Pero a Maré tampoco se le daba la mentira, o al menos la deshonestidad consigo mismo, menos en una tarde tan como todas las otras tardes. Así que frente a su propia puerta, donde debía extraer de su bolsa derecha las llaves que abrirían el 203, prefirió extraer las otras, las del 102, de su bolsillo izquierdo. Y ya fuera las hizo tintinear, otorgándoles la sustancia propia de los objetos que corroboran su existencia no sólo por el tacto, sino también porque ofrecen una vista innegable de que existen, de que proyectan sombra, de que cortan la luz. Y ahí, en su mano libre —pues en la otra, como solía hacer tarde con tarde, llevaba la bolsa del súper tomada de las dos asas—, el perrito del llavero le dirigió una mirada lastimera. Era de una raza cuyo nombre Maré no recordaba, con los ojos enormes y la disposición, voluntaria o involuntaria, de causar lástima. Maré lo sopesó, le dio vueltas, aun se lo acercó a la nariz, como si realmente se tratara de confirmar por todos los medios que el minúsculo objeto, del que pendían tres llaves, fuera real y no una invención de esa tarde que, probablemente por el aburrimiento de ser tan tarde como todas las otras tardes, se hubiera fabricado para el propio deleite, como si verdaderamente las tardes pudieran hacer eso y más.

Convencido de que en verdad había ocurrido, que había pasado frente al 102, que voluntaria o involuntariamente había enfocado el llavero del perrito (el de las tres llaves), que había arrancado del cerrojo el racimo de metal, que lo había hecho tintinear, se lo había guardado en la bolsa izquierda —a saber por qué, si siempre guardaba las llaves del lado derecho de su sempiterno saco—, que había seguido caminando —seguramente sin siquiera detenerse un momento, aunque esto no lo recordaba con certeza—, que había subido al piso superior y se había detenido frente a su puerta; convencido de que todo esto había realmente sucedido, Maré devolvió el perrito con toda su corte de aros y llaves al bolsillo izquierdo, cambió de mano la bolsa del pan y la leche, metió la mano derecha en el bolsillo derecho, el de las llaves, las otras, las del 203, y les dio el uso apropiado, es decir, a la inversa de lo que había hecho con las primeras, las del 102, las introdujo en uno y dos y tres cerrojos, dando vuelta una y dos y tres veces, para terminar empujando la puerta, hacerla girar, devolverla al marco, depositar por un momento la leche y el pan en el suelo y abstraerse mirando por la ventana, pensando qué diantres hacían las llaves de la vecina del 102, con su perro y todo lo que implican unas llaves —a saber: que abren puertas, que revelan secretos, que descubren intimidades— en el bolsillo izquierdo de su sempiterno saco verde oscuro de pana.

Nadie está preparado para el sinsentido. Maré menos —aún— que nadie. Viendo filmes en la televisión, requería de una conclusión; agotando libros, lo mismo. Si no había exégesis en un cuadro, un poema, una escultura, Maré lo lamentaba y se precipitaba en dirección opuesta. Qué decir del infame discurrir del tiempo, que una tarde como cualquier otra tarde podía bien introducirle, como broma, como provocación, las llaves de la vecina del 102 en el bolsillo izquierdo. Por eso Maré se sentó en el sillón que enfrentaba el ventanal, que a los caprichos de las persianas (a ratos corridas, a ratos no) mostraba la calle en toda la impúdica perspectiva que puede, y debe, ofrecer un segundo piso. Miró la calle y miró el reloj de cuarzo en su muñeca, y se cercioró de que apenas fueran las seis y cuarto de la tarde con una sola intención: meditar sobre el asunto unos cuantos minutos más antes de decidirse a actuar en consecuencia. O decidirse a no hacer nada, seguir con lo de siempre, calzarse en la rutina, mirar la televisión y hacer tiempo hasta las ocho en punto, hora del pan y la leche. Y pensaba Maré, sin atreverse a tocar las llaves, aún ocultas en la bolsa de su saco verde de pana, si las había tomado por alguna razón o simplemente se había dejado llevar por un impulso al que no debía estar dándole tanta importancia. Y pensaba Maré. Ahora sí que lo hacía. Porque quería llegar a la conclusión de que era una tontería, que lo indicado era volver sobre sus pasos, introducir en el cerrojo del 102 las llaves del perrito, regresarlas al punto en el que se habían mantenido incólumes, intactas, desde las ocho y treinta de la mañana hasta las seis de la tarde; sonreír al respecto y estar a tiempo a las ocho frente al televisor, hora del pan y la leche. Pero no se le daba el sinsentido a Maré. Como a nadie. O, quizá, menos que a nadie. Porque Maré se decía, al mismo tiempo, que ya tenía las llaves en sus manos, que estaba en lo más confortable de su casa, oculto —como las llaves— a los ojos de cualquier vecino suspicaz y que tal vez, sólo tal vez, valía la pena suponer que podía actuar en consecuencia, dada la inverosímil ventaja que tenía sobre un objeto tan singular como puede ser un llavero completo —a saber: entrar a una casa, descorrer el velo de los secretos y etcétera, etcétera, etcétera—. Y pensaba Maré. Y miraba su reloj. Y en esos quince minutos, como si en realidad sólo le interesara la vigilancia de los transeúntes que pasaban frente a su ventana, con los ojos prendidos del cristal y del reloj, no pudo sino concluir que bien valía la pena quedarse con el perrito —y no con las llaves—, sólo para darle un sentido a su acto, caer en un terreno más confortable, el de que todo tiene una explicación, devolver el manojo a su puerta del piso inferior y estar a tiempo a las ocho de la noche frente al televisor. Así, a las seis y media Maré se desencajó del justo traje de la rutina, tomó sus llaves —las otras, las del 203— las echó en la bolsa derecha de su saco y abandonó su departamento para dirigirse al 102, devolver el llavero a su punto de partida, sonreír ante el hecho, sentirse —por el hecho, se entiende— un poquito de cascos sueltos, aplaudir su capacidad de hacer locuras inofensivas aún a sus años, y olvidarse del asunto. Pero al llegar a la puerta del 102, cuando la portera todavía no encendía las luces de los pasillos del edificio, dos hechos (la penumbra fue uno y el que hubiese olvidado sustraer al perrito del racimo de llaves, el otro) lo aconsejaron malamente. Y miró en su reloj de cuarzo, presionando el botoncito de luz para tal efecto, que eran las seis con treinta y tres minutos, y que estar ahí parado demasiado tiempo no era buena idea, y que si no había sacado al perrito del llavero en su casa, hacerlo ahí, de pie, sería la mejor forma de delatarse a sí mismo y a su irreflexiva ocurrencia.

Porque las seis treinta y tres significaban algo: que aún faltaban unos tres cuartos de hora, minutos más, minutos menos, para el arribo de la vecina del 102. Y eso le permitía, por ende, meditar un poco más al respecto. Así, el nefando sinsentido consiguió que Maré, en vez de regresar a su casa, esconderse del mundo, sustraer el perrito del llavero y volver a la puerta en cuestión ajustándose a su plan original —devolver las llaves, mas no el perrito—, como habría sido lo más sensato, hizo el camino en dirección contraria. Recorrió Maré el oscuro pasillo apoyándose en el barandal, bajó las escaleras y, en un santiamén, con el talante de quien nada debe y nada teme —ni siquiera había introducido la mano izquierda en la bolsa correspondiente de su sempiterno saco, se había asegurado además de que el cuerpo del delito no hiciera tintín ni nada parecido mientras bajaba los escalones— alcanzó la calle, sonriente y todo, saludó a un vecino del tercer piso que hacía su arribo al edificio y, como si nada —finalmente, se decía a sí mismo con toda razón, no había pasado nada, ni pasaría nada—, se encaminó por la calle. Seis treinta y cinco. Ya en la calle, miró hacia su propia ventana, como si pudiera encontrarse con sus mismos ojos, su cabello cano, su frente arrugada, sus manos manchadas de pecas, su delgado cuerpo arrellanado en el sillón alargando la muñeca para mirar la hora tratando de dilucidar qué sería lo más conveniente; se le ocurrió que ahora estaba del otro lado del cristal y que las reflexiones, por tanto, tendrían que ir en una dirección distinta. Así, a sabiendas de que el tiempo aún le era propicio, pensó en aproximarse a una tienda, a la zapatería, a las puertas de la iglesia, hacer como si en verdad tuviera algún asunto que atender —la compra de abarrotes, zapatos, una limosna prometida e incumplida—, por decir algo, ganar tiempo, consumirse en nuevas reflexiones. Y la aparición de otro vecino, uno de su mismo piso, dando la vuelta en la esquina, fue lo que orilló a Maré a tomar un curso, uno cualquiera, sólo para huir de la horrenda pasividad que lo ponía en el epicentro mismo —así, inconscientemente, se reconocía— del sinsentido.

Uno, dos, tres, quince, veinte pasos dio Maré, hasta dar con la esquina opuesta a aquella en la que apareciera el vecino de su mismo piso, sólo para enfrentarse a la disyuntiva —ahora— del sin rumbo. Uno, dos, tres segundos lo pensó, no más (si alguien lo hubiese estado observando, no habría podido reconocer que no se dirigía a ninguna parte: era tan sólo un hombre más en otra pequeña muchedumbre callejera). Pero a Maré le escocía la incertidumbre, muy a pesar de lo bien que sabía disimularla. Por ello, acaso, y no por un análisis real de sus posibilidades, decidió, con una incipiente angustia acicateándolo, que lo mejor sería dar la vuelta a la manzana, volver al edificio por el lado contrario, regresar las llaves al 102 —con todo y perrito—, olvidarse del asunto y, tal vez, hasta adelantar el tiempo del pan y la leche, dado lo extraordinario de las circunstancias. Así, con ese diseño mental, Maré se sintió más tranquilo, menos fuera de sus cabales, más a sus anchas; el traje de la rutina aún le venía bien y eso no le parecía deleznable; no tenía ningún motivo para haber llegado tan lejos, estar rodeando el edificio en un absurdo incomprensible, llevar en la conciencia un pecado nimio y falaz. Por eso, cuando se hizo la imagen mental de sí mismo introduciendo la llave del 102 en la cerradura del 102, colgando de ésta sus hermanas y el perrito de los ojos piadosos, sintió una suerte de liberación espiritual que hasta le hizo sonreír fugazmente.

No obstante, Maré ya estaba en la calle. Y al dar nuevamente vuelta en la esquina, resuelto en verdad a apresurar su llegada al edificio, la tarde, que insistía en desajustarse, salirse del molde, romper con el esquema, le jugó otra mala pasada. Frente a los ojos del atribulado paseante, una enorme llave, como una gran burla, como si trabajase la evidencia del nimio pecado, de la travesura, se mantenía suspendida a media calle. Tardó Maré unos cuantos segundos en percatarse de que se trataba del anuncio de una cerrajería. Y aquí hay que decir que si alguien lo hubiese estado observando habría podido notar que no le era del todo indiferente el armatoste colgado de una marquesina, habría podido presumir que Maré se detenía frente a la cerrajería porque, sí, en efecto, había salido de su casa con esa única intención. Y Maré, pues, entró en la cerrajería sin ninguna intención pero sí con la semilla de varias. El maestro cerrajero se encontraba inclinado sobre el mostrador, leyendo el periódico de alas abiertas, ajeno a todo y a todos, por lo que Maré pudo aprovechar esos breves, brevísimos instantes en que el maestro cerrajero se ocupaba más en su lectura que en atender a los clientes, para discurrir si efectivamente valía la pena extenderle el llavero del perrito y pedirle copia de todo el manojo. No tuvo, sin embargo, el tiempo suficiente. El maestro cerrajero levantó la vista y Maré, acto reflejo, extrajo sus llaves, las suyas, las del 203, y, como si en verdad ésa hubiera sido la razón de su precipitación a la calle, las extendió y pidió copias de todo el manojo. Así, el maestro cerrajero abandonó su lectura, extrajo las llaves de Maré del anillo que las sujetaba, aprisionó una en la prensa, copió su diseño, aprisionó la segunda, la copió, la tercera, la cuarta y, por último, la quinta, que el mismo Maré ya no utilizaba para ningún efecto porque solía abrir un arcón del que se había deshecho hacía ya mucho. Pero el tiempo que estuvo el maestro cerrajero trabajando las cinco llaves del 203 fue suficiente para que Maré discurriera y se diera cuenta de que obtener una copia de las llaves del 102 no era, en estricto sentido, ninguna falta. En ese momento pensó que si encargaba la copia, esencialmente ganaba tiempo: no tendría que tomar ninguna decisión inmediata respecto del llavero caído del cielo porque tendría en su poder una copia y eso significaba, según Maré, más tiempo para pensar lo que fuera que necesitara pensar, más tiempo para meditar la acción que, según Maré, valiera la pena tomar en consecuencia. Teniendo una copia de las llaves en su poder, tendría toda su vida para pensar lo que quisiera hacer con dicha copia de las llaves y que, para el efecto, serían como las llaves originales mismas. Aun si nunca se decidiera a hacer nada con ellas —es decir, lo que suele hacerse con unas llaves o una copia de unas llaves, a saber: entrar a una casa, hurgar por sus rincones, correr el velo de lo desconocido—, Maré se daba cuenta de que, en estricto sentido, esto no representaba —aún— ninguna falta. Sobre todo porque sabía que lo más probable era que las llaves dejaran de hacer tintín en su saco a partir de esa tarde, las recluyera en un oscuro cajón de alguna vitrina y se olvidara para siempre de ellas. Eso pensaba Maré. Así, extendió el llavero hacia el maestro cerrajero y pidió también una copia de esas llaves, las del 102, las del perrito de ojos lastimeros, a sabiendas de que no hay pecado alguno en solicitar duplicados, sean de las llaves que sean, más aún cuando para el maestro cerrajero todas las llaves del mundo seguramente resultan idénticas y es imposible que, con un solo golpe de vista, se entere de que unas pertenecen al que se las está llevando para ser copiadas y otras no. Así, el maestro cerrajero, constatando esta teoría de Maré de que los maestros cerrajeros simplemente hacen su trabajo sin ningún ápice de contaminación moral, se dio a su tarea, extrayendo las tres piezas del llavero, montándolas en la prensa, copiándolas, limándolas y devolviéndolas a su dueño sin tener ninguna noción de que éste en absoluto era su dueño (a tal grado puede llegar la candidez de un maestro cerrajero).

Pagó Maré el trabajo y volvió a la calle, con un tintín más sonoro en las bolsas de su saco sempiterno, dos grupos de 102 a la izquierda, dos grupos de 203 a la derecha, y un tuntún más apresurado debajo del pecho. Porque para Maré no era fácil admitir que en menos de una hora había cometido tantos y tan imprudentes actos. El sudor comenzó a manchar el cuello de su camisa. Y dado que ya casi eran las siete de la noche apresuró el paso, con una sola idea en la cabeza: llegar lo más pronto a su edificio, llegar lo más pronto al 102, devolver las llaves originales a su sitio original, devolverse él mismo para su casa, encerrarse, recluir la copia en algún oscuro cajón y olvidarse para siempre de ella.

Cuando arribó al edificio, Maré se percató de que la portera aún no encendía las luces de los pasillos y éstos estaban más oscuros que guaridas de alimañas. Maré, por tanto, receloso pero feliz de que esa incipiente noche lo ocultara, llegó al 102, con el corazón en la boca y la firme resolución de dar por terminados sus actos y pensó —una vez que ya se había acostumbrado a la oscuridad, y a sabiendas de que la vecina del 102 no llegaría hasta las siete y cuarto, minutos más, minutos menos, y todavía faltaban tres minutos para las siete en punto— que nada perdería con probar su propia copia de las llaves, dado que nunca tendría una mejor oportunidad que ésa para cambiarlas suponiendo que alguna de las llaves no abriera y se viera obligado a volver con el maestro cerrajero a que compusiera el desperfecto. Así, introdujo una de sus llaves, es decir, de las que ahora eran suyas, la copia del 102 sin perrito, en el primero de dos cerrojos, el superior, descubriendo que la llave no giraba y que, o bien estaba defectuosa, o simplemente no correspondía. Sin tiempo que perder, Maré cambió de llave y en este segundo intento pudo comprobar con alivio que el cerrojo se descorría, se soltaba de su seguro y la puerta se liberaba un poco, mostrándose menos tensa, más suelta, más dispuesta a dejar pasar a la gente al interior del departamento, fuera conocida o desconocida —que las puertas tampoco suelen contaminar sus actos con tintes morales—. De las tres llaves, una correspondía a la puerta de entrada del edificio, cosa de la que se había dado cuenta Maré desde un principio, desde el primer escrutinio, así que sólo restaba probar una tercera, la que originalmente se encontraba insertada a un lado del picaporte, ahí donde la vecina del 102 olvidara en principio el manojo entero. Maré hizo la prueba y, al aplicar fuerza, no sólo consiguió que la llave girara sino que, para su sorpresa, la puerta se abrió al instante.

Tuvo que pescar la puerta de la llave misma, pues parecía tener un contrapeso que la obligaba a abrirse de par en par una vez que se soltaban todos sus cerrojos, porque prácticamente huyó hacia la pared, desencajándose del marco. Tomó Maré el picaporte con la otra mano y regresó la puerta a su posición original, sólo para darse cuenta de que ésta no cerraba tan fácilmente como abría. Al parecer, el seguro que se botaba al abrir la puerta se forzaba al cerrarse ésta, por eso la puerta, como golpeada por un resorte, se abría en cuanto se giraba la llave. Se dio cuenta Maré de que había que aplicar algo de fuerza para que cediera el pestillo y la puerta volviera a encajar en el marco. Sudando y sintiéndose ya arrepentido, intentó aplicar esa fuerza que se requería para cerrar la puerta nuevamente, lamentando no estar ya frente al televisor aguardando la hora del pan y la leche. Y cuando comprendió que tendría que afianzarse fuertemente a la puerta para cerrarla, escuchó que un par de personas entraban al edificio. Sufrió una suerte de pánico. De la puerta de entrada del edificio a la parte del pasillo que corría frente al 102 serían menos de quince pasos, menos de medio minuto. Una leve pero notable taquicardia le hizo tuntún bajo el pecho. A pesar de que con toda seguridad entre los recién llegados no se encontraría la vecina del 102 —puesto que apenas serían las siete de la noche y ella no llegaría hasta las siete y cuarto, minutos más, minutos menos—, no se vio a sí mismo azotando la puerta, arrancando las llaves, las otras, las suyas, la copia sin perrito, y corriendo jadeante hacia su piso. No se vio. Temió que lo alcanzaran a ver, que las llaves no se desencajaran con facilidad, que el ruido de la puerta fuese muy escandaloso, que le preguntaran “Maré, ¿por qué corre?, ¿le ha ocurrido algo a la vecina del 102?, ¿qué hacía usted ahí?”. Por ello, y por esa suerte de pánico, actuó en sentido inverso. Empujó hacia el interior, se introdujo en el departamento y cerró con fuerza.

El ruido del portazo fue menos evidente de lo que él hubiera supuesto. Probablemente porque no es lo mismo empujar que jalar. O probablemente porque no era necesario utilizar tanta fuerza como asumió en un principio. Lo cierto es que, pese a que se sentía agitado, acalló su respiración y se recargó contra una pared. Alcanzó a escuchar la plática de los vecinos cuando pasaban frente a la puerta del 102, la plática doméstica de un matrimonio joven que ocupaba un departamento en el cuarto piso. Pensó Maré que habrían escuchado la puerta cerrarse y que, si le hubieran dado importancia, lo habrían incluido en su plática. Y a la vez se daba cuenta de que él mismo estaba magnificando el más banal de los acontecimientos en un edificio: que se abra y se cierre una puerta. Habrán supuesto, pensó Maré, que la vecina del 102 llegó temprano de trabajar y punto. Y luego, también se le ocurrió a Maré que ni siquiera eso habrían pensado los dos jóvenes esposos; con toda seguridad no habrían pensado nada, porque nadie en ese edificio, a excepción de Maré, era tan escrupuloso con los horarios. Sólo él sabía a qué hora, minutos más, minutos menos, llegaban los diversos ocupantes del inmueble, pues la perspectiva de su ventana en el segundo piso le concedía la ventaja —posiblemente útil— de ese conocimiento.

Cuando a las voces se las tragó la espiral de las escaleras, Maré procuró volver al ritmo de su respiración, aunque no pudo. Se sentía como si hubiese hecho esa carrera a su departamento, esa que no había querido hacer por miedo a ser descubierto, detenido e interrogado. Así que recargó más su peso en la pared. Se llevó una mano a la sudorosa frente y procuró sosegarse. Y mientras se encontraba sumido en la penumbra del 102, sin siquiera querer darse el permiso de escrutar la estancia, el comedor, el pequeño corredor que llevaría a las dos habitaciones, hacer la comparación con su propio departamento, el 203, pues todos los del edificio eran idénticos en la disposición y sólo disímiles por la simetría, Maré se dio cuenta de que tenía en la mano las llaves, las suyas, la copia sin perro, la copia del 102. Y por alguna razón se sintió complacido. No había dejado evidencia cuando cerró la puerta mientras pasaba el joven matrimonio. Se imaginó la catástrofe y sintió un leve escalofrío: que los jóvenes esposos tocaran a la puerta, dándose cuenta de que la vecina del 102 había dejado sus llaves pegadas —sin saber, se entiende, que no había sido la vecina del 102 la del descuido, sino el vecino del 203, y que tampoco eran las llaves originales, sino una copia sin dignidad alguna ni llavero—, que nadie les abriera a los consternados muchachos, que se preocuparan, pues habían alcanzado a oír que la vecina del 102 recién había llegado, que tocaran insistentemente, que llamaran a la portera, que llamaran a un médico, que llamaran a la policía. Una catástrofe. Y Maré se sintió complacido y hasta se felicitó por no haber dejado las llaves pegadas. Mas justo cuando se decidía a abandonar la aventura sin haberse dado siquiera el permiso de mirar al interior —develar alguno de los secretos de la vecina del 102, conocerla más íntimamente, llevarse algo en la memoria—, justo cuando se daba cuenta en su reloj de cuarzo, después de apretar el botoncito de la luz, de que eran apenas pasadas las siete, escuchó la puerta de la entrada del edificio, escuchó nuevas voces y, entre ellas, para su horror, la de la vecina del 102.

Yo no sé más, inspector... Gualton. ¿Gualton, dice? ¿Es americano? Ah, inglés. Y se escribe con doble ve, ¿verdad? Sí. Me imaginaba. Pues le digo, inspector, que no sé más. Sí, es cierto que yo estuve en casa de la señorita esa noche. Pero hasta ahí. En efecto, esa nota es mía. Y la letra también es mía. Pero qué quiere que le diga. Es una nota de remisión como cualquier otra. Como todas las notas que dejo en cualquier lugar en el que realizo un trabajo. Así es. Y no, no noté nada extraño, inspector, para qué quiere que le diga mentiras. Todo normal. Uno qué va a sospechar, qué se va a imaginar uno. Ahora que... si quiere que le cuente algo verdaderamente raro, le diré que esa tarde dos personas distintas me trajeron el mismo juego de llaves para que les sacara duplicados. Claro. Yo digo que eran las mismas llaves porque... ¿qué tan común puede ser un llavero con un perrito Basset Hound? Es lo que yo digo. Claro que eso no tiene que ver con nada de nada. Pero de que es raro, es raro.