JURISDICCIÓN ESPECIAL
INDÍGENA EN LATINOAMÉRICA

 

UNA REFERENCIA ESPECÍFICA
AL SISTEMA JURÍDICO COLOMBIANO




SORILY CAROLINA FIGUERA VARGAS



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Figuera Vargas, Sorily Carolina.

Jurisdicción especial indígena en Latinoamérica: una referencia específica al sistema jurídico / Sorily Carolina Figuera Vargas. – Barranquilla, Col. : Editorial Universidad del Norte ; Grupo Editorial Ibáñez, 2015.

311 p. : il. ; 24 cm.

Incluye referencias bibliográficas en cada capítulo.

ISBN 978-958-741-551-3 (impreso)

ISBN 978-958-741-552-0 (PDF)

ISBN 978-958-741-553-7 (ePub)

1. Indígenas—América Latina—Situación legal. I. Tít.

(340.528 F471 23 ed.) (CO-BrUNB)

 

Universidad del Norte Grupo Editorial Ibañez
http://www.uninorte.edu.co/
Km 5, ví­a a Puerto Colombia
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© 2015, Universidad del Norte
Sorily Carolina Figuera Vargas

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PRÓLOGO

LORENZO M. BUJOSA VADELL

Catedrático de Derecho Procesal
Universidad de Salamanca

La doctora Figuera Vargas, siempre juiciosa, reflexiva y muy dedicada a las tareas investigadoras que se impone, eligió Salamanca como lugar para su comprometida investigación y a quien esto suscribe para que le ayudara a encaminar derechamente sus pasos por sendas de gran complejidad. Ser el director de su tesis doctoral me concedió una perspectiva desde la que admirar su minuciosa labor, su sopesado rigor y su bravura intelectual. Me obligó a acercarme a una materia, aparentemente lejana, pero apasionante. La valentía de la doctoranda se hizo contagiosa y me dispuse a defender, a capa y espada si hubiera hecho falta, la oportunidad del estudio, la adecuación del método seguido y la habilidad con la que se iban superando las evidentes dificultades de un objeto de análisis tan singular.

La antigua Universidad de Salamanca, creada cuando en los viejos reinos mediterráneos se escuchaban los rumores de los primeros viajes a los imperios del Lejano Oriente o a la exótica corte africana del Preste Juan, y que había sido protagonista en la formación del Derecho de gentes —justamente con debates como el todavía vigente sobre la dignidad humana de los indígenas americanos—, tuvo el privilegio de acoger en su seno y en su ceremonia de mayor rango académico una brillante defensa de las conclusiones que aquí se presentan, concediéndoles la más alta calificación.

Quien se haya acercado a una disertación sobre el Derecho indígena sabe bien que en su estudio es inevitable entrelazar aspectos antropológicos, filosóficos, éticos, incluso teológicos, y por supuesto jurídicos, con una incidencia clara en el ámbito constitucional, pero también en otros como el penal o el civil, y naturalmente el procesal.

Es necesario partir de la existencia de facto de numerosas comunidades indígenas en América que quedaron reducidas y separadas, primero por los triunfadores de las batallas de conquista, segundo por los colonizadores y luego por las repúblicas criollas que se crearon hace unos doscientos años. Tan grande se ha hecho la separación, en bastantes casos, que estos indígenas han sido consciente o incons­cientemente excluidos del tejido ciudadano de sus respectivos Estados. Algunos de mis amigos —que tengo sin duda por respetuosos y demócratas— me sorprendían todavía hace poco al distinguir sin rubor alguno y sin atisbo de mala intención, por ejemplo, entre “chilenos” y “mapuches”…

Pero en los últimos decenios los cambios se han acelerado y las comu­nidades indígenas se han convertido en sujetos titulares de derechos subjetivos, reconocidos por verdaderas normas jurídicas. Y esas nuevas disposiciones nos colocan ante dos puntos de vista diversos, pero complementarios. El primero que tiene en cuenta a los indígenas y su entorno —patrimonial, y no solo cultural— como objeto de protección jurídica ante los tribunales ordinarios de las respectivas repúblicas americanas. Y el segundo, que enfoca el mantenimiento, en muchas de estas comunidades, de un acervo cultural en el que destacan mecanismos autóctonos de reso­lución de conflictos.

En los últimos lustros se observa un mayor reconocimiento, respeto y protección en ambos enfoques, incluso de alcance constitucional. Claramente, se ha pasado de una concepción predominantemente asimiladora a otra, por lo menos formalmente, respetuosa de la diferencia lo cual no supone que evite problemas, sino que los encara de una manera distinta. Importantes aportes internacionalistas, sobre todo el Convenio 169 de la OIT adoptado el 27 de junio de 1989 y en vigor desde el 5 de septiembre de 1991 —por cierto, vigente también en España— y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Indígenas del 13 de septiembre de 2007, son hitos decisivos en esta reciente evolución.

El estudio que tengo el honor de presentar se centra en el segundo de los puntos de vista de los que hablaba, lo cual justifica su aproximación desde parámetros procesalistas, aunque no en exclusiva, pues no podría ser de otra forma. Se constata el reconocimiento de la llamada “justicia comunitaria” en numerosos textos constitu­cionales latinoamericanos y se examinan las dificultades que este mismo puede conllevar en la práctica.

Desde la primera de las perspectivas aludidas se reclama que los indígenas, por el hecho de serlo, no pueden ser discriminados y deben tener acceso a los beneficios de este Estado constitucional, entre ellos adherirse con las debidas facilidades y adaptaciones a la justicia ordinaria si así lo estiman conveniente o necesario. Así se ha hablado de un “derecho a la distintividad y a lo propio” como fundamento de una existencia cultural alternativa. El Derecho indígena se ha calificado como un elemento cultural esencial de estas comunidades, como un elemento del que puede depender incluso la preservación de la comunidad misma (AHUMADA RUIZ).

Pero también desde la segunda de las perspectivas debe considerarse que la llamada “jurisdicción indígena” o “justicia comunitaria “ no es un elemento separado e independiente, sino conectado directamente con la propia Constitución que es la que reconoce la pluralidad jurisdiccional. No hay dificultad en que en un ámbito constitucional específico se reconozcan parcelas determinadas en las que rijan otras normas, e incluso otros contextos jurídicos. Eso mismo ocurre en España y en muchos otros ordenamientos por lo que se refiere a la llamada “jurisdicción militar”. El propio artículo 117.5 de la Constitución Española reconoce como una excepción a la unidad jurisdiccional, en su ámbito estricto —“en el ámbito estrictamente castrense y en los supuestos de estado de sitio”—, pero también y es un detalle importante, “de acuerdo con los principios de la Constitución”. Por tanto, desde el propio Derecho constitucional puede ser plenamente admisible que en el ámbito jurisdiccional haya sectores distintos de la jurisdicción ordinaria en los que se apliquen tipos penales distintos, sanciones propias, se utilicen ritos diversos e incluso otras lenguas. Pero todo ello será admisible en tanto se haga dentro del marco establecido por los propios principios de la Constitución que es la que organiza la convivencia en el Estado social y democrático de Derecho.

Como bien ha explicado la doctrina especializada (SÁNCHEZ BOTERO), la relación entre ambas jurisdicciones, ordinaria y especial, puede ser por lo menos de tres tipos: paternalista (solo para delitos menores), etnocéntrica (con predominio y sobrevaloración del Derecho positivo estatal y de lo individual sobre lo colectivo, a diferencia de lo que es propio en estas sociedades originarias) o de coexistencia respetuosa (en que se valora el Derecho indígena como conjunto de normas de igual rango que el Derecho estatal y como parte de la realidad constitucional de un país). En todo caso, el engarce debe hacerse sin desconocer los principios de la propia Constitución, como indican además los propios textos internacionales que dan apoyo jurídico a estas jurisdicciones especiales.

Pero estos límites han sido relativizados en ocasiones. Por ejemplo, la propia Corte Constitucional Colombiana, uno de los órganos jurisdiccionales no indígenas que más se ha pronunciado en beneficio de la justicia comunitaria, al entender que esas exigencias de respeto a la Constitución y a las leyes deben ser interpretadas en clave cultural; es decir, la interpretación constitucional de las normas indígenas, también de las procesales, debe hacerse conforme al contexto cultural en la cual se aplican. Y esto nos conduce a los problemas centrales que fueron ampliamente debatidos en la defensa de este valioso trabajo de investigación en la Facultad de Derecho de Salamanca.

El respeto al contexto cultural nos puede llevar a admitir normas que son inaceptables en la jurisdicción ordinaria de nuestros días. Por ejemplo, el ortigamiento, los baños de agua fría, la utilización de fuete o látigo, con todo su entorno propio como elementos de purificación, de cura o de reinserción espiritual en la propia comunidad…

Estamos ante un problema más universal: las delicadas cuestiones de los multiculturalismos, que nos llevan a plantearnos hasta dónde puede llegar la excepción justificada en peculiaridades culturales, o incluso de diferencias de civilización. A priori es difícil determinarlo, pero en el fondo esta es la clave de bóveda del mantenimiento de las jurisdicciones indígenas, porque no todas las cosmovisiones tienen el mismo valor desde el punto de vista general ni deben ser respetadas sin más por el simple hecho de serlo. No creo que esto sea “etnocentrismo”, ni imposición “occidental”.

Es obvio que estamos ante graves dificultades por el contexto cultural en el que nos movemos por definición y ello nos hace reflexionar sobre las imposiciones culturales de los derechos humanos y sus declaraciones universales o proclamaciones regionales. ¿Son los derechos humanos realmente universales? ¿O no atañen a las comunidades que permanecen al margen de la llamada “civilización occidental”?

Hay un cierto equívoco, a mi entender, cuando se habla de “civilización occidental”. No puede olvidarse que esta se encuentra inmersa en unos condicionantes espacio-temporales concretos. No siempre ha existido respeto a lo que ahora llamamos derechos humanos, por supuesto tampoco en los países occidentales. Y ahora mismo, también de­be­ría ser claro que hay diferencias entre dichos países acerca de lo que es fundamental: no hay más que pensar en los debates entre los Estados Unidos y los países europeos sobre la pena de muerte, y por tanto, sobre los límites admisibles del derecho a la vida. Por tanto, como decía hay dificultades graves y difíciles de superar en todo este análisis.

A mi modo de ver, no toda manifestación cultural debe ser admisible por sí misma. Es necesaria una “actualización” cultural y una adaptación a unos mínimos. No solo en las comunidades indígenas, sino también en las demás comunidades. Hasta hace poco en los festejos de algunos pueblos de España se lanzaba una cabra desde la torre del campanario para puro bullicio de la juventud, o todavía en nuestros días se suelta un toro todos los años al que se alancea impunemente al lado del río Duero en el centro de la vieja Castilla. No se trata de menospreciar ni discriminar cultura alguna, ni ningún pueblo indígena, pero debe haber límites.

El derecho indígena debe interpretarse dentro de una realidad específica, en un contexto determinado y no aplicando, sin más, clichés culturales propios de otra trama. Es cierto que el Derecho opera en una cultura específica y el Derecho que con demasiado atrevimiento podríamos llamar “ordinario” opera en una cultura cada vez más globalizada y masificada. Pero en todo ello necesitamos que se respeten los límites mínimos. Y aquí quizás nos situemos ante cuestiones concretas más difícilmente solubles, por discutibles. Como el problema del respeto a la integridad física en los casos del cepo, del ortigamiento , del fuete… Aunque no se conciba la integridad física del mismo modo y se le incardine en un contexto cultural distinto, me parece que entramos en lo que no puede ser admitido. Se trata de proteger la excepcionalidad cultural no porque sí, porque es una excepción sin más, sino siempre que se ajuste a unos mínimos éticos.

Pero con esto ¿no estamos dando un paso más? ¿No estamos yendo más allá de los puros postulados constitucionales y propugnamos unos mínimos éticos más amplios? Incluso desde el punto de vista estrictamente jurídico-procesal ¿se deben aplicar las mismas exigencias del due process of Law que en la jurisdicción ordinaria? ¿Deben aplicarse del mismo modo las exigencias de la jurisdicción? Aún más, como se hizo patente en el rico debate con la doctoranda en la defensa de su tesis: ¿Estamos siempre ante un “verdadera jurisdicción” en sentido estricto relativista (órganos independientes e imparciales) cuando hablamos de la “jurisdicción indígena”?

Aunque la individualización no sea propia de la cultura indígena, me parece que es importante defender no solo los derechos humanos del grupo (del pueblo indígena), sino también el de sus individuos. Tampoco esa era una característica propia de la cultura del Estado absoluto del Antiguo Régimen. Por tanto, es imprescindible una mínima homogeneización en los límites. Eso no debe implicar ni significar una homoge­nei­zación cultural, sino una aplicación universal de un ámbito de protección para cada uno de los miembros del grupo. Lo difícil y discutible, claro está, es fijar los límites de este mínimo imprescindible. Más sencillo pudiera ser cómo y quién controla su aplicación, teniendo en cuenta la rica experiencia de algunas cortes constitucionales.

Con estos simples párrafos que anteceden me parece que queda probada la valentía de la autora que acomete decididamente estas cuestiones con un cuidado y una sensibilidad admirables en este estudio. Se trata de un valioso trabajo que resuelve algunos problemas, pero que también deja sentados otros tantos, porque la materia no puede agotarse todavía. Lo importante es suscitar la atención y la reflexión de la comunidad científica sobre las viejas realidades que desde hace tiempo nos acompañan, pero que a pesar de los avances innegables no se ajustan bien todavía al deber ser. En este caso, y entre otras causas, porque no hay unanimidad aún sobre la definición de cuál es ese objetivo ideal.

En definitiva, la doctrina jurídica latinoamericana tiene motivos objetivos para celebrar la publicación de este análisis cuidadoso y bien fundamentado, y para dar la bienvenida en su seno a la joven estudiosa que lo ha elaborado. Sin duda, la Doctora Figuera Vargas continuará profundizando en las complejidades de esta materia y de otras, y sus profusas aportaciones deberán ser tenidas en cuenta en los próximos años.

Sa Ràpita, Mallorca, 31 de julio de 2012

LA AUTORA

SORILY CAROLINA FIGUERA VARGAS

Doctora en Derecho, Universidad de Salamanca (España). Máster en Derecho Internacional Privado y Comparado, Universidad Central de Venezuela. Máster en Derecho Internacional y Relaciones Internacionales, Universidad Complutense de Madrid (España). Abogada, Universidad Bicentenaria de Aragua (Venezuela). Licenciada en Derecho en España. Profesora investigadora de tiempo completo en el área de Derecho Internacional de la División de Derecho, Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Norte (Colombia).

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PLURALISMO JURÍDICO DE LOS ESTADOS LATINOAMERICANOS Y RECONOCIMIENTO INTERNACIONAL DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS

1. PLURALISMO JURÍDICO EN LOS ESTADOS LATINOAMERICANOS

MULTICULTURALIDAD E INTERCULTURALIDAD

A mediados del siglo XIX comenzó a surgir un abanico de definiciones del término “cultura”. Podemos afirmar así que el concepto de cultura está íntimamente relacionado a los orígenes de la ciencia antropológica. La raíz latina del vocablo “cultura” viene de cultus que a su vez procede de la voz colere que significa “cuidado del campo o del ganado”, es el sentido que actualmente se emplea en expresiones como agricultura, apicultura, piscicultura, etc. Fue la academia alemana la que dio un nuevo significado a la expresión Kultur conectado a la vida social humana. Esta alocución connotó de forma valorativa el cultivo perfeccionista humano propio del progreso del espíritu de los pueblos, que se manifestó en su educación y costumbres, según ya lo habían percibido maestros como VOLTAIRE en el siglo XVIII. KLEMM, Gustav como precursor de la antropología clásica alemana, inició el empleo del término en el título de sus obras Allgemeine KulturGeschichte der Menschheit (1843) y Allgemeine Kultur Wissenschaft (1854)[1].

La primera definición clásica de cultura fue elaborada por Edward BURNETT TYLOR en el primer capítulo de su obra Primitive Culture (1871), en la cual expresamente señalaba que: “La cultura o civilización, tomada en un sentido etnográfico amplio es ese complejo total que incluye conocimiento, creencia, arte, moral, ley, costumbre y otras aptitudes y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad”[2].

Cabe destacar que para TYLOR la civilización y la cultura son conceptos análogos. Además, el autor determinó que la cultura según sus axiomas constituía el objeto de estudio de la antropología. Fue así como el hecho de colocar a la cultura como materia de estudio sistemático constituyó una de sus principales aportaciones. Sin embargo, esta propuesta tenía dos puntos débiles. En primer lugar, convirtió el concepto de cultura en objeto de ciencia, sacándolo de su énfasis humanista. En segundo lugar, desarrolló un procedimiento analítico demasiado descriptivo. Lo que no se puede negar es que la amplitud denotativa de la definición citada permitió su vigencia a través del tiempo. Incluso, se puede aseverar que posteriores propuestas son subclaves del amplísimo concepto de TYLOR[3].

LÉVI-STRAUSS, por su parte, distinguió categóricamente la cultura y la civilización. Para este autor la cultura es “una multiplicidad de rasgos, algunos le son comunes, otros, en grados diversos, lo son con culturas vecinas o alejadas, en tanto que otros las separan de manera más o menos marcada”[4]. Asimismo, el autor distingue dentro de su concepción de civilización entre la “civilización mundial” y “civilización”. La primera responde al proceso de universalización de Occidente. En cambio, la segunda expresión encierra tanto a las civilizaciones no occidentalizadas como a las occidentalizadas, construida desde tiempos remotos. La civilización mundial y la civilización sin el empleo del adjetivo, según la teoría de LÉVI-STRAUSS, se diferencia por la influencia de los conceptos claves de “coexistencia de culturas” y “coalición de culturas”[5].

Buscando otra definición, encontramos que PÉREZ TAPIAS, entendiendo que la cultura es parte de lo humano, dice que no existe hombre sin cultura ni cultura sin hombres. Para el autor, la cultura solo tendrá cabida cuando concurran hombres con una existencia social, lo que considera como redundante, ya que no hay otra manera de ser humano. Añade además, que la sociedad, cada sociedad, está compuesta por un conjunto de individuos, una población, cuyo modo de vida está culturalmente determinado por un cúmulo de instituciones, prácticas y creencias compartidas[6]. Otro concepto que destaca en el ámbito académico español es el de MOSTERÍN, quien considera que la cultura es la información transmitida por aprendizaje social[7].

Frente a las alternativas antes expuestas es oportuno decir que cada definición y conceptualización de cultura lleva implícito un aspecto teórico singular, intereses académicos e ideológicos específicos, al igual que una particular epistemología y metodología científica[8].

Generalmente, la cultura se concibe como el conjunto de todas las formas y expresiones de una sociedad determinada. Esta concepción engloba costumbres, prácticas, códigos, normas y reglas de manera de ser, vestimenta, religión, rituales, normas de comportamiento y sistemas de creencias . En este sentido, la Declaración de la Unesco de 1982 (México) expresa que:

…la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden[9].

En la actualidad, la cultura se concibe como un derecho fundamental, definiéndose de acuerdo a dos nociones básicas: a) desarrollo del espíritu (individual y colectivo); b) naturaleza de las sociedades y de las personas. La primera está orientada al estímulo de las artes y las ciencias, mientras la segunda se orienta a la defensa y protección de las identidades y las tradiciones[10]. Ahora bien, se debe tener presente que ante la coexistencia de diversas culturas dentro de un mismo espacio geográfico han surgido teorías que han tratado de dar respuestas a esta innegable realidad. Es así como el multiculturalismo, la multiculturalidad y la interculturalidad han sido criterios desarrollados en diferentes ámbitos de las ciencias sociales para explicar este fenómeno.

El multiculturalismo se entiende como una forma de organizar la convivencia dentro de una sociedad, demandando la igualdad de derechos para todos los grupos[11]. Este concepto se originó en Canadá donde el profesor de sociología Charles HOBART lo introdujo por primera vez (1964-1965) y, posteriormente, fue enfatizado por Paul YUZYK (1965). Esta teoría constituía una crítica a la política bicultural de Canadá que solo tomaba en consideración la cultura francocanadiense y anglocanadiense, olvidándose de otros grupos que coexisten en ese país, como es el caso de los Inuit[12].

La multiculturalidad se presenta como un hecho social que implica la existencia en una misma sociedad de diversas comunidades culturales, las cuales pueden ser denominadas naciones, pueblos o etnias. Encontramos así dos aspectos. Por un lado, un grupo de comunidades que frecuentemente representan minorías o grupos no dominantes, distinguidos por rasgos culturales que le son propios, como podrían ser el lenguaje, la religión, su pertenencia a una etnia, etc. Por otro lado, se nos presenta una comunidad mayor, entendida como una comunidad política, dentro de la cual se enmarcan los primeros y que, en definitiva, es concebida como un Estado multicultural[13].

ESTEBAN DE LA ROSA estudia la multiculturalidad desde un punto de vista normativo, aclarando que la percibe como una aspiración o ideal, de manera que se busque alcanzar la convivencia pacífica en la sociedad de referencia. Lo anterior se torna difícil a medida que una población específica, cuya socialización se produjo de forma determinada, se radica en un lugar en el que residen personas cuya socialización ha sido distinta[14].

En los últimos años se ha verificado un arduo debate político, social y científico en torno a la vigencia del multiculturalismo, siendo las corrientes del liberalismo y del comunitarismo las principales protagonistas. En primer término, encontramos al Estado liberal que defiende la neutralidad ante la adscripción cultural de sus miembros porque su objetivo es garantizar una estructura donde los individuos se desarrollen independientemente de la etnia o grupo de pertenencia. Dentro de esa idea se confeccionó la política de “omisión bienintencionada”, por medio de la cual el Estado no adopta medidas que protejan a grupos o minorías nacionales, pues para alcanzar el principio de igualdad todos los ciudadanos y ciudadanas deben recibir el mismo trato[15].

El liberalismo interpreta que solo los individuos pueden ser titulares de derechos, y desconoce que de igual manera los colectivos pueden serlo, en cuanto ello no implique suprimir el respeto a la autonomía individual. Uno de los grandes fallos de la teoría liberal-democrática es no haber dado una solución idónea a las relaciones entre los derechos individuales y el grupo al que los individuos pertenecen[16]. Los defensores de las reivindicaciones de los grupos étnicos han sido testigos de cómo en los Estados que siguen la corriente liberal se les dificulta la receptividad de las demandas sobre el derecho a la tierra, la autodeterminación o la protección cultural. En cambio el comunitarismo ha representado una corriente más atractiva para estos grupos, entre otras causas, por ser una tendencia teórica que ha considerado al liberalismo como el artífice de un modelo de individuo excesivamente abstracto, sin vínculos y falto de solidaridad.

El comunitarismo ha traído a colación cuestiones ético-políticas relativas a la conformación de identidades individuales y colectivas, así como las referidas al papel y tutela que deben tener las diferencias culturales. El concepto comunal o comunitario lleva implícito la concepción de propiedad colectiva de los recursos y el manejo o usufructo privado del mismo. Este contexto no atañe solamente a las sociedades rurales o agrarias a pesar que sean estas últimas las que mejor se han adaptado a los cambios contemporáneos[17].

Al estudiar el multiculturalismo autores como TAYLOR con su teoría de política del reconocimiento ha expuesto fallas al liberalismo, otros como KYMLICKA, apoyan la propuesta liberal, pero con una clara tendencia a favorecer las exigencias de los grupos étnicos[18]. Actualmente, lo que resulta innegable son las duras críticas al multiculturalismo por ser considerado una respuesta liberal que si bien reconoce la coexistencia de diferentes culturas, reafirma la idea que las mismas deben subordinarse a una cultura dominante, con sus códigos, sus normas y sus sistemas de valores. De allí que se discuta, incluso, hasta qué punto pueda utilizarse el concepto[19]. A manera de ejemplo señalaremos cómo en octubre de 2010, la canciller alemana Ángela Merkel admitió que la sociedad multicultural en su país había fracasado[20].

En vista de los constantes reproches que ha recibido el multiculturalismo, paulatinamente se ha introducido el término “interculturalidad”, el cual se viene utilizando con más fuerza en el discurso científico español y ya ha incursionado en Alemania. El fundamento de esta concepción es universalizar los derechos individuales de los ciudadanos. Reconoce simultáneamente las diferencias culturales y rehúsa la discriminación de las minorías étnicas o de las culturas minoritarias. En esta forma, la interculturalidad pretende superar las limitaciones de la simple coexistencia multicultural[21].

La interculturalidad promueve la valoración de la dignidad de todas las culturas y la convicción de que es posible el aprendizaje mutuo mediante el diálogo intercultural. Dicho proceso, según esta doctrina, debe ser realizado en un doble sentido. En primer lugar, como un proceso diacrónico en el cual exista un dialogo retrospectivo con las culturas que han traído la forma cultural actual y también un proceso sincrónico que garantice la interacción entre varios grupos culturales[22].

Una perspectiva intercultural procura una comprensión de las dinámicas, que va más allá de la simple descripción de identidades, grupos o situaciones y que no pretende repensar estas relaciones dentro de su contexto histórico, político y social. Por tanto, mientras el multiculturalismo describe la existencia de diferentes culturas y su presencia dentro de un mismo territorio, la interculturalidad describe el proceso de intercambio entre los miembros de diferentes culturas[23].

Otra tendencia ideológica que estudia la diversidad sociocultural se inclina por el término “pluralismo cultural”, entendido como un modelo de organización social que pregona una posible convivencia armoniosa (cultural, religiosa o lingüística) en sociedades, grupos o comunidades étnicas. Lo que distingue esta propuesta de otras es la valoración positiva de la diversidad sociocultural, y su principal postulado lo encontramos en que ningún grupo tiene porqué perder su cultura o identidad propia. FURNIVALL fue el primero en emplear la expresión “sociedad plural” en 1944 para caracterizar la sociedad de las Indias Orientales Holandesas (actual Indonesia). Posteriormente lo siguieron BARTH, SMITH y GORDON[24].

Actualmente son dos los fundamentos que sustentan la teoría del pluralismo cultural:

  1. La aceptación de las diferencias culturales, étnicas, religiosas, lingüísticas o raciales, y su valoración positiva.
  2. El reconocimiento general de la igualdad de derechos y deberes. Precisamente, cuando este segundo elemento deja de ser considerado resultan indudables los riesgos del culturalismo[25].

PLURALISMO JURÍDICO DEL ESTADO

La concepción bajo la cual se estructuró el Estado de Derecho en los países latinoamericanos que emergieron en el siglo XIX estaba fundamentada en la doctrina napoleónica de la unidad del Estado. La progresiva consolidación de esta doctrina en los novísimos países respondía a las siguientes premisas: una sola nación, un solo pueblo, una sola forma de organizar las relaciones sociales, una sola ley, una sola administración de justicia. Como consecuencia de ello se adoptó como principio fundamental la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos que integran al Estado, independientemente de su origen.

Sin duda, las naciones de América Latina no desconocían las diversas realidades sociales existentes entre los distintos grupos indígenas que conformaban al Estado. Pero no es menos cierto que tal diversidad no tuvo reconocimiento jurídico, precisamente por el predominio de los principios de igualdad de todos ante la ley y la imposibilidad de alegar su ignorancia[26].

Los pueblos indígenas latinoamericanos se encontraron inmersos en sucesivas etapas históricas: primero la conquista, luego la colonización y finalmente tuvieron que tolerar que en sus tierras ancestrales se asentaran sujetos extraños a sus culturas, quienes se proclamaron gobernantes de los nuevos Estados, fue así que se doblegaron y perdieron la soberanía de la cual gozaban milenariamente. Sin embargo, la unidad cultural y la fórmula mono étnica que reflejaban las constituciones latinoamericanas del siglo XIX estaban justificadas en una necesidad política: que el Estado lograra concretar su incipiente identidad nacional. A pesar de esto, se pagó un precio alto, pues tal concepción rechazaba las peculiaridades intrínsecas de las etnias indígenas ante las cuales el orden institucional y jurídico dominante fijaba estrategias que, de acuerdo a cada momento histórico, implicaban políticas que propiciaban la sumisión, la asimilación y el exterminio[27].

Llegado el siglo XX, específicamente en la década de los cuarenta afloraron, con muchas restricciones, las primeras iniciativas indigenistas cuuyas pretensiones eran cambiar las directrices adoptadas por los Estados de América Latina con relación a sus etnias. Dentro de esta perspectiva los líderes indígenas procuraron alcanzar la ineludible adaptación de los sistemas jurídicos a la realidad multicultural de la sociedad actual, la cual se concretaría con el reconocimiento del derecho a la protección cultural del individuo, en este caso del indígena, por parte de los instrumentos internacionales y las constituciones nacionales[28].

Fue así que, Colombia (1991), México (1991-2001), Perú (1993), Bolivia (1994-2009), Ecuador (1998- 2008) y Venezuela (1999), reformaron y promulgaron sus Constituciones, a la vez que ratificaron el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes. Estos hechos dieron lugar al reconocimiento del carácter multicultural de estas naciones, así como del Derecho consuetudinario de los pueblos indígenas y su jurisdicción especial. De esta forma, la homogeneidad cultural del Estado nación antes concebida comenzaría a quedar excluida[29].

En pro de determinar la concepción de plurinacionalidad, la cual nos conducirá a enunciar la idea de plurilegislación dentro de un Estado, resulta oportuno comenzar por la caracterización del vocablo “nación”[30]. La imprecisión de este término se debe a la complejidad de las realidades que abarca. La palabra “nación” tiene dos acepciones: un significado originario que hace referencia al grupo étnico nacido en un determinado territorio y un significado derivado que nos remite a la idea de sociedad pública u organización política, la cual usualmente concuerda con la comunidad étnica.

Para establecer las características mediante las cuales se relaciona a un grupo de individuos con una nación específica se han empleado dos concepciones antagónicas, la objetiva y la subjetiva. La primera fundamenta a la comunidad nacional en elementos de hecho, determinados por la etnología, entre los que podemos enumerar el territorio, la lengua, la religión, la raza o la cultura. La segunda, encuadra a la nación en preceptos de orden ideal y espiritual. Esta última concepción estima que la nación deriva de un estado de conciencia, compartido por los integrantes de un grupo específico que se autodistingue de otros grupos semejantes[31].

La doctrina especializada ha determinado que el signo distintivo de una nación se encuentra en un conjunto de sujetos en cuyo entorno se habla un mismo idioma, comparten una historia y gran parte de ellos, integra una misma raza[32]. Igualmente, los autores coinciden en que es muy común que individuos con estas particularidades conformen un Estado, aclarando sin embargo, que un Estado puede estar integrado por dos o más grupos de esta clase de sujetos y en consecuencia, integrado por varias naciones[33].

En este sentido, nos inclinamos por la idea de que el Estado vendría a ser la personificación política de la nación, en otras palabras, la entidad que gobierna a los asociados[34]. Un ejemplo característico de lo antes planteado se encuentra en el idioma, así observamos que algunos Estados tienen un idioma común y único, pero existen otros, como Suiza, India y Canadá, en donde conviven dos o más lenguas. Acotando además, que las situaciones antes reseñadas también son propias de los países formados por grupos de personas que pertenecen a diversas razas[35], caso que se ajusta claramente al de los países latinoamericanos integrados por etnias indígenas.

Para explicar la pluralidad de naciones dentro de un Estado se ha sostenido que la expresión “nación”, vista desde una perspectiva sociológica, se relaciona íntimamente con los conceptos de “pueblo” o de “cultura”, pues ambos resultan a menudo intercambiables. De manera que si un país contiene más de una nación, ello no implica que este se encuentre constituido como una nación Estado, sino que conforma un Estado multinacional, donde las culturas más pequeñas configuran las “minorías nacionales”[36] . En este sentido, DE KLERK afirma que en las instituciones y en la definición de una sociedad más amplia todas las comunidades culturales y religiosas deberían ser bienvenidas e incluidas[37].

Para dar una visión práctica de lo analizado hasta ahora, señalaremos como la Constitución de Bolivia (2009) adoptó claramente el principio de plurinacionalidad e interculturalidad. Es así como el artículo 98 de esa Carta Magna, expresa:

I. La diversidad cultural constituye la base esencial del Estado Plurinacional Comunitario. La interculturalidad es el instrumento para la cohesión y la convivencia armónica y equilibrada entre todos los pueblos y naciones. La interculturalidad tendrá lugar con respeto a las diferencias y en igualdad de condiciones.

II. El Estado asumirá como fortaleza la existencia de culturas indígena originario campesinas, depositarias de saberes, conocimientos, valores, espiritualidades y cosmovisiones.

III. Será responsabilidad fundamental del Estado preservar, desarrollar, proteger y difundir las culturas existentes en el país[38].

Otro aspecto que necesariamente debemos abordar, enfocado desde un ámbito netamente jurídico, es el hecho de que el reconocimiento constitucional o legal de la plurinacionalidad y la interculturalidad puede traer como consecuencia el surgimiento de la plurilegislación dentro del Estado en cual se presentan.

En este sentido, las definiciones que los autores han presentado de los Estados plurilegislativos han sido numerosas y pertinentes. Entre los iusprivatistas, encontramos a quienes señalan expresamente que: “Los Estados plurilegislativos son los que se caracterizan por la existencia, dentro de un sistema jurídico, de una pluralidad de leyes o legislaciones susceptibles de regular una misma situación y de generar, en consecuencia, conflictos de leyes internos”[39], y quienes agregan que cada uno de estos órdenes posee su propio ámbito de vigencia, bien espacial o personal, e incluso, frente a muchos supuestos, cuenta con organizaciones judiciales acordes con las diferentes comunidades que conforman el Estado en cuestión[40].

Por su parte, los juristas que se han dedicado al estudio del tema indígena coinciden en señalar que el pluralismo legal en un Estado es el que permite hablar de la convivencia de varios sistemas jurídicos o normativos dentro de un mismo espacio geopolítico o social[41]. Desde la perspectiva que aquí adoptamos, debemos precisar que el pluralismo jurídico debe ser entendido como el acceso a la tolerancia para los distintos pueblos que integran un mismo país con el fin de alcanzar, dentro de ese entorno, relaciones basadas en la igualdad y no en el dominio[42].

En el caso de los Estados latinoamericanos con población indígena el reconocimiento de sus formas de organización política, social y jurídica ha permitido, con pasos muy lentos, la convivencia de varios ordenamientos jurídicos. Por una parte, el Derecho positivo codificado por el Estado y por otra, el Derecho de sus etnias indígenas. Tal situación ha desembocado en un pluralismo legal dentro de estos países.

Al abordar el pluralismo jurídico de un Estado es necesario precisar que esta figura significa que coexisten varios sistemas normativos, estén o no legalmente reconocidos dentro del Estado en cuestión, pero sin duda, el reconocimiento legal será preludio para una coyuntura democrática de dichos ordenamientos jurídicos. De tal forma, cabe acotar la opinión de quienes estiman que cuando se reconoce constitucionalmente la diversidad étnica y cultural —al igual que el pluralismo jurídico— en los países latinoamericanos con población indígena se quebranta la ideología etnocéntrica que impone un único sistema jurídico nacional y promueve un discurso que sustenta la carencia de valor de los Derechos comparativamente distintos[43].

Es importante resaltar el desarrollo doctrinal de dos tipos de pluralismo jurídico. Así pues, para diversos antropólogos y sociólogos existe:

  1. Un pluralismo débil o clásico desarrollado en espacios coloniales y/o postcoloniales. Una propuesta que ha recibido más auge al ser la que mayor efecto ha tenido en los países latinoamericanos, asiáticos y africanos. En otras palabras, en los lugares donde se desarrollaron regímenes coloniales, se trasfirieron las prácticas jurídico-normativas o algún tipo de imposición de sistemas jurídicos, que no eran ni son propios a la “realidad” social y a las necesidades particulares de los actores que componen dicho espacio político. Así pues, se ha llegado afirmar que si hay algo que defina al pluralismo jurídico clásico y que se repita con mayor frecuencia es la idea de multiculturalidad. Esta última, junto al concepto de etnicidad se conjuga para establecer que dadas las particularidades raciales, culturales y religiosas, los sujetos o actores sociales se definen y definen los sistemas de organización normativa y social. Lo cual hace que sin duda, se presenten fenómenos como “la aceptación o aparente legitimación del uso del derecho tradicional o nativo en algunas instancias de cotidianidad”[44].
  2. Un pluralismo fuerte o contemporáneo, que alude normalmente a países desarrollados. El punto fuerte de esta categoría está en los códigos normativos diseñados por los grupos o campos sociales “semiautonómicos”. Esos códigos interactúan en el contexto del Estado moderno-democrático-liberal y el derecho estatal monista o en el centralismo jurídico, sin que pierdan su aparente autonomía normativa[45].

Ahora bien, el concepto débil o clásico expuesto anteriormente es el que resulta acorde con el pluralismo al que hace alusión, por ejemplo, el artículo 1 de la Constitución Política de Colombia (1991)[46], en el cual se fundamenta el reconocimiento de la jurisdicción especial indígena y demás derechos otorgados a los pueblos autóctonos. En tal sentido, autores como HERNÁNDEZ, estiman que este tipo de legitimaciones aparentes “no supone la entrega del poder jurídico-normativo a los grupos y sus actores sociales, sino una subordinación de las prácticas cotidianas a una doble normatividad. Por una parte el derecho tradicional y por otra el impuesto por el actor hegemónico”[47].

En definitiva, deducimos que un Estado plurilegislativo o complejo es aquel en el que, dentro de sus fronteras, cohabitan y se interrelacionan una diversidad de sistemas jurídicos simultáneamente vigentes. Y como se ha establecido, esta es una condición propia de los Estados latinoamericanos con población indígena en cuyas Constituciones se ha alcanzado el reconocimiento de sus Derechos consuetudinarios y sus foros especiales.

2. PLURALIDAD LEGISLATIVA RATIONE PERSONAE

Los países americanos con población indígena se encuentran dentro de la clasificación de Estados plurilegislativos con base personal; es decir, son Estados plurilegislativos ratione personae. En estos Estados existe una diversidad de sistemas jurídicos que se basa en la adscripción de una porción de su población a una etnia, una tribu o una confesión religiosa en particular.

La categoría en estudio se diferencia a la de los Estados plurilegislativos con base territorial, que abarca: 1. Estados federales (EE. UU., Australia, Canadá); 2. Estados unitarios con una marcada descentralización jurídica (España) y 3. Estados que han registrado una concurrencia temporal de legislaciones. Estos últimos se relacionan a las anexiones territoriales y a los procesos históricos de formación de Estados, en donde cada región que conforma la nueva unidad territorial cuenta con una legislación preexistente. Algunos de los ejemplos más característicos de esta subcategoría se encuentran en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial (Francia 1918-1924 e Italia 1919-1928)[48].

Dentro de la clasificación de Estados plurilegislativos con base territorial, encontramos los conflictos interterritoriales que tradicionalmente se subdividen en conflictos interfederales (emergentes en Estados federales); conflictos interregionales, interlocales o interprovinciales (emergentes en Estados unitarios con una marcada descentralización); y los conflictos de sucesión de Estados derivados de las anexiones territoriales.

Con relación a la naturaleza de los conflictos de ley y de foro que surgen dentro de los Estados plurilegislativos, estimamos que cada una de sus categorías debe ser estudiada y clasificada dentro de sus particularidades y, por supuesto, dentro del especial orden normativo que las regula. Deben considerarse primordialmente los preceptos constitucionales que consagran las competencias de cada uno de los sistemas jurídicos, de base territorial o personal, existentes dentro de un Estado. Solo de esta manera se puede determinar si es factible la equiparación de los conflictos internos a los conflictos que son objeto de estudio del Derecho internacional privado.

En el caso de los conflictos interfederales, la analogía existente entre esta clase particular de conflictos internos y los de carácter internacional ha sido unánimemente aceptada. Tal conclusión se respalda en que, por ejemplo, cada Estado dentro de la Unión Americana cuenta con su propio Derecho y su poder jurisdiccional. Por ello, entre ambas categorías de conflicto existe paridad[49]. No obstante, la equiparación de los conflictos interregionales a los de carácter internacional y a su analogía con los problemas propios del Derecho internacional privado, el debate doctrinal ha sido más arduo[50].

Por ejemplo, las Comunidades Autónomas de España, al amparo del artículo 149.1.8ª de la Constitución Española (CE), tienen la facultad de conservar, modificar y desarrollar sus Derechos civiles, forales y especiales, de ser el caso. Sin embargo, el precepto constitucional citado reserva al Estado español la competencia exclusiva en materia de legislación civil, de forma general, al igual que le confiere competencia exclusiva para dictar normas sobre conflicto de leyes, de forma particular. Además, dichas Comunidades no poseen una jurisdicción propia, pues la administración de justicia es una competencia exclusiva del Estado (artículo 149.1.5ª, CE). Así pues, realidades jurídicas como las antes señaladas fundamentan la idea de quienes estimamos que los presupuestos del Derecho interregional, en el caso español, difieren de los que son propios del Derecho internacional privado, visto desde la perspectiva de pluralidad de jurisdicciones y de la pluralidad legislativa[51].

Los supuestos que distinguiremos, decisivamente, son los que se suscitan con los conflictos internos y los que se presentan cuando una norma de conflicto designa como Derecho aplicable el de un Estado plurilegislativo, que a su vez son los denominados problemas de remisión a un Estado plurilegislativo. Entonces, uno de los puntos en el cual los conflictos interpersonales y el Derecho internacional privado estrechan su vínculo, lo encontramos cuando la norma de conflicto de un Estado determina que el Derecho aplicable es el de un Estado plurilegislativo y, en el caso particular que nos ocupa, esta pluralidad tiene una base personal. Ante tal situación, el operador jurídico deberá establecer las reglas interpersonales extranjeras y posiblemente las internas para dar solución al supuesto de hecho controvertido[52].

También añadiremos que en el caso particular de los pueblos indígenas, sus territorios son un punto de conexión para determinar su jurisdicción especial. No obstante, se debe tener presente que el soporte de la pluralidad legislativa de los países con pueblos indígenas radica en la pertenencia étnica de algunos de sus habitantes.

LOS ESTADOS PLURILEGISLATIVOS RATIONE PERSONAE Y LOS CONFLICTOS INTERPERSONALES

Circunscribiéndonos a los Estados plurilegislativos ratione personae debemos tener presente que las confrontaciones de Derecho aplicable, así como las posibles colisiones de jurisdicciones competentes que surgen dentro de estos son los conflictos interpersonales. Dichos conflictos encuentran su sustento en una pluralidad de sistemas jurídicos dentro de un Estado, producto de la coexistencia de órdenes legales y, en algunos casos, de foros ante los que se someten ciertos grupos de personas en función de su origen étnico, religioso, etc. Algunos ejemplos de países donde se han manifestado estos conflictos son India, Irak, Marruecos, entre otros.

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