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CIEN VALORES PARA UNA VIDA PLENA

La persona y su acción en el mundo

Francesc Torralba

Traducción de Marisa Torres Badia

Título de la edición original en catalán:

Cent valors per viure.

La persona i la seva acció en el món

© Pagès Editors, S. L., 2001

© Francesc Torralba Roselló, 2001

© de la traducción: Marisa Torres Badia, 2003

© de esta edición: Editorial Milenio, 2009

Editorial Milenio

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)

www.edmilenio.com

editorial@edmilenio.com

Ilustración de la cubierta: Mercè Trepat

Primera edición: noviembre de 2009

Esta edición corresponde a los contenidos de la primera edición en formato papel, de diciembre de 2003

ISBN: 978-84-9743-314-3

Índice

A modo de prólogo: vivir y dejar vivir

I. Los otros

1. Más allá del yo, más allá del tú: la alteridad

2. Un valor antiguo y siempre nuevo: la amistad

3. Vivir con los otros: la civilidad

4. Acoger al extranjero: la hospitalidad

5. La necesidad del secreto: la confianza

6. El entendimiento como posibilidad: el diálogo

7. El otro como hermano: la fraternidad

8. Sentirse reconocido: el honor

9. Curar las heridas del pasado: el perdón

10. Contar con el otro: la fidelidad

II. La interioridad

11. La experiencia del espejo: la aceptación

12. La fidelidad al propio credo: la coherencia

13. Implicarse en el mundo: el compromiso

14. Dar vueltas reflexivamente: la meditación

15. El valor de la presencia: la corporeidad

16. El valor interior: la elegancia

17. No ser cáustico con uno mismo: la flexibilidad

18. Vivir más allá del cálculo: el desinterés

19. El trabajo de aceptarse: la alegría

20. Interiorizar la voz del otro: el consejo

III. La naturaleza

21. Todo ser tiene una dignidad: la benevolencia

22. Los límites de la tecnocracia: la ecodulia

23. Cuando ya no hay palabras: el silencio

24. La obsesión por conocer: el estudio

25. Vivir armónicamente con el mundo: la austeridad

26. Dejarse embelesar por el paisaje: la inacción

27. Sentirse agradecido por el don de la naturaleza: la gratitud

28. Todos somos uno: la solidaridad cósmica

29. Ante las esferas celestiales: la sencillez

30. Crecer con moderación: la sostenibilidad

IV. La vida cotidiana

31. El valor de la buena educación: la cortesía

32. Vivir sin fricciones: la mansedumbre

33. Dejar vivir a los demás: el respeto

34. Sentirse afín a los demás: la simpatía

35. Lo que no se enseña en la universidad: el tacto

36. Vivir de una manera afable: la cordialidad

37. No ser ruidoso: la discreción

38. Darse cuenta de que no estamos solos: la generosidad

39. Aprender a hablar oportunamente: la sensibilidad

40. No aparentar más de lo que somos: la sobriedad

V. El arte

41. Aprender a mirar de otra manera: la contemplación

42. La armonía y la unidad del todo: la belleza

43. Fijar la mirada atentamente: la concentración

44. Explorar obsesivamente una obra: el entusiasmo

45. Disfrutar de las cosas buenas: la jovialidad

46. Descubrir el valor de la singularidad: la unicidad

47. Aprender a disfrutar del arte: la soledad

48. Frente al espíritu calculador: la serenidad

49. Atrapar el sentido de la cosa: la comprensión

50. La forja del arte: la inquietud

VI. Las situaciones límite

51. La fuerza interior: la fortaleza

52. Reconocer la propia debilidad: la humildad

53. Los límites de la razón: el sentido del misterio

54. Aprender a vivir en el límite: la paciencia

55. Aprender del otro: el escuchar

56. Superar las dificultades: la resiliencia

57. Vivir atento a los más vulnerables: la compasión

58. Practicar el autodominio: la templanza

59. Enfrentarse a los propios límites: la veracidad

60. La continuidad en el tiempo: la tenacidad

VII. El ocio

61. Frente a la planificación: la espontaneidad

62. Celebrar el goce de vivir: la fiesta

63. Un síntoma de buena salud: el humor

64. Una forma de interacción con los demás: el juego

65. Vigilar con la mirada: la astucia

66. Tener los ojos abiertos: la curiosidad

67. El sentido de la intimidad: el pudor

68. Vivir el ocio con los demás: la tolerancia

69. Hablar con uno mismo: la sinceridad

70. Frente a la estupidez: la buena conversación

VIII. El trabajo

71. Recuperar el valor del trabajo: la laboriosidad

72. Trabajar éticamente: la honestidad

73. Ante la precariedad laboral: la imaginación

74. Saber qué tenemos entre manos: la competencia

75. Valorar la acción y sus consecuencias: la prudencia

76. Llegar a tiempo: la puntualidad

77. Saber estar: la urbanidad

78. La obra bien hecha: el rigor

79. Un valor que se cotiza alto: la eficiencia

80. El espíritu de servicio: la disponibilidad

IX. La educación

81. La transmisión del pasado: la memoria

82. La lucha contra el imperio de la banalidad: la seriedad

83. El gran imperativo de la libertad: la responsabilidad

84. Asegurar los criterios de equidad: la igualdad

85. Dejar que sean niños: la inocencia

86. Frente al libertinaje: la libertad

87. La lógica del matiz: la epiqueya

88. El respeto hacia los mayores: la piedad filial

89. Frente a tanto emotivismo: la racionalidad

90. Un valor de los educadores: la longanimidad

X. El futuro

91. Frente a la mala fe: la buena fe

92. Frente a la reiteración de lo mismo: la creatividad

93. La capacidad de vencer las dificultades: el coraje

94. No lo aceptes todo: la crítica

95. Toda meta cuesta mucho sudor: la perseverancia

96. El futuro no es evidente: la fe

97. Afrontar los grandes retos: la magnanimidad

98. La gran asignatura pendiente: la paz

99. Una auténtica comunidad: la justicia

100. Frente al desánimo: la esperanza

Bibliografía

A modo de prólogo: vivir y dejar vivir

Vivir es un aprendizaje largo y apasionante que se prolonga a lo largo del tiempo y del espacio y que nunca acaba de llegar a su plena culminación. De hecho, siempre estamos en camino y cada momento nos aporta nuevos materiales para reflexionar y asumir en nuestra propia conciencia. Vivir es dejarse interpelar constantemente por aquello a lo que nos conduce la propia existencia, tanto si es agradable como doloroso. No obstante, no siempre es fácil asumir el reto de vivir y mucho más difícil resulta vivir con dignidad, es decir, saber vivir libre y responsablemente.

Existen muchas maneras de vivir y cada persona esculpe su propia forma de vida. La singularidad de una persona no es algo abstracto o indefinido, sino que se expresa en su manera de vivir, pensar y actuar. Incluso en su forma de vivir detectamos su identidad, su manera de ser, aunque resulta evidente que siempre hay una distancia entre lo que detectamos del otro y lo que el otro es en sí mismo.

Hay una íntima relación entre los valores y la manera de vivir. Los valores nos ayudan a vivir, a vivir más intensamente y con mayor profundidad nuestra cotidianidad, a asumir todo aquello que nos presenta la existencia diaria. Los valores no son una salida por la tangente o una manera de escaparse de esta vida proyectando otra diferente, sino todo lo contrario. Vivir es comprometerse en cada instante y los valores nos dan la facultad para discernir adecuadamente la calidad de nuestros compromisos vitales.

Los valores nos facultan para vivir esta vida con sus dificultades, pero también con sus regalos. También nos ayudan a relacionarnos mejor con el mundo que nos rodea, con los demás y con la naturaleza. Los valores configuran el carácter de la persona y, aunque son invisibles e intangibles porque no se ven ni pesan, dan fortaleza al espíritu y permiten nuestro desarrollo a lo largo de nuestra existencia. Por eso los valores son para vivirlos y disfrutarlos. No son entelequias abstractas que están allí, en un mundo distante y lejano al hombre, sino que forman parte de nuestra vida y, a través de la educación, es necesario desvelarlos y fortalecerlos.

Educar en valores significa ayudar al educando a descubrir los valores latentes en su conciencia y a darles consistencia y solidez a través del ejemplo y del testimonio. Los valores no se pueden aprender de una manera objetiva, como si fuesen datos geográficos o realidades numéricas, sino que deben comunicarse de una forma indirecta y subjetiva. Se transmiten a través de la vida que lleva un sujeto determinado y, en la mayoría de ocasiones, de una manera indirecta, es decir, sin referirse explícitamente al valor en cuestión.

Ciertamente, hay valores que nos ayudan a vivir con más plenitud nuestra vida, todos y cada uno de esos momentos que nos toca vivir, pero también hay contravalores o valores negativos que erosionan gravemente el carácter y que hacen que nuestra cotidianidad sea aún más cruda y más difícil. Los valores nos ayudan a ver el lado bueno de vivir, mientras que los contravalores nos privan del goce de vivir. La realidad en sí misma es neutra, pero según nuestra forma de mirar adquiere una tonalidad u otra. Aprender a vivir es también aprender a mirar la realidad con unos ojos nuevos, lo cual no quiere decir que se tengan que ocultar las dificultades y, menos todavía, obviarlas, sino todo lo contrario. Cuando nos dejamos educar por los valores, aprendemos a mirar el mundo con otros ojos, a disfrutar a fondo de la realidad, a vivir con intensidad. Los valores están al servicio de la vida y no la vida al servicio de los valores. Vale la pena luchar y esforzarse por conseguir un determinado valor, siempre que este valor nos ayude a vivir con más libertad y responsabilidad nuestra existencia diaria.

Es necesario aprender a vivir poco a poco, optando en cada encrucijada, y reflexionando sobre qué nos conviene en cada momento. Las experiencias del pasado nos enseñan a aceptar el presente y no podemos vivir como si no hubiese sucedido nada en un tiempo pretérito. La memoria también nos alecciona respecto a nuestro futuro, pero los valores no sólo sirven para vivir la propia vida con dignidad, sino para dejar vivir a los demás. Es necesario aprender a vivir, pero también es necesario aprender a dejar vivir, porque —bien lo sabemos— hay formas de vida que privan de vivir a los demás y vulneran el derecho que tienen éstos a vivir libremente.

¡Vivir y dejar vivir! ¡He aquí el gran lema! Pero dejar vivir a los que me rodean, no quiere decir desinhibirse, es decir, practicar la indiferencia hacia ellos, sino más bien todo lo contrario. Dejar vivir a los demás es una manera activa de estar en el mundo, un estilo de vida que se caracteriza por el respeto y la atención hacia las personas que me rodean. Los valores nos ayudan a vivir individualmente, pero también colectivamente. Dejar que el otro viva aunque su manera de vivir sea diferente de la de uno mismo e, incluso, directamente opuesta: ¡he aquí el gran reto!

Vivimos en un mundo plural donde coexisten diferentes formas de vida de manera simultánea. No todos vivimos de la misma manera, ni tenemos presentes los mismos valores a la hora de encarrilar nuestra existencia. Esta pluralidad tan patente en la vida cotidiana, en el cuerpo social, es rica en sí misma y embellece la realidad. No habría nada peor que habitar en un universo uniforme, idénticamente igual, donde no existiese ninguna singularidad, ninguna originalidad, ningún contraste. La diferencia es bella en sí misma, mientras que la reiteración de lo mismo resulta empobrecedora desde todos los puntos de vista.

Sin embargo, no siempre es fácil vivir con los demás, especialmente cuando éstos viven según otros valores y tienen otras costumbres y hábitos sociales. No es lícito hacer una mera apología de la pluralidad, sin darse cuenta de las tensiones que se generan. La diversidad es fecunda pero es necesario educar a las personas para que sepan vivir en una atmósfera plural. En cierto modo, es más fácil vivir en la uniformidad porque todos los movimientos del otro son previsibles y esperables, pero vivir en la diversidad exige un aprendizaje social y una buena dosis de elasticidad anímica. Considerando que la tensión es inherente en un marco de pluralidad axiológica, se hace necesario aprender a vivir esta tensión (y en ella), sin caer en la violencia, en la coacción y, mucho menos en formas de colonialismo.

Cada uno tiene derecho a vivir su propia vida libremente, pero esto también quiere decir que tiene el deber de respetar la vida del otro y su forma de expresividad. Sólo cuando una forma de vida atenta directamente contra la vida de otro o bien contra alguno de sus derechos fundamentales, es necesario intervenir y apelar a una ética mínima. Los valores que aquí reseñamos nos ayudan a vivir individualmente, pero también colectivamente, especialmente en un marco de pluralidad social. Son valores que favorecen el crecimiento personal, pero también el crecimiento como pueblo, y fomentan la convivencia y la buena armonía social.

En términos generales, la diferencia genera miedo y, en algunos casos, incluso rechazo. Todo lo que es diferente nos sorprende, nos desconcierta e, incluso, puede amenazarnos; mientras que todo lo que es igual nos tranquiliza, nos reconforta porque ya sabemos qué consecuencias tiene. Ante la diferencia sentimos miedo, tememos perder nuestra frágil identidad y, por ello, ponemos en práctica la actitud defensiva, nos encerramos dentro del recinto de la propia muralla y tratamos de evitar el choque con los demás. No es correcto plantear el reto de la diferencia en términos exclusivamente problemáticos, sino que también es necesario plantearlo en términos de posibilidad. La diferencia es una invitación a vivir, de otra manera, nuestra existencia y nos invita a ver el mundo con otros ojos. Es necesario aprender a disfrutar del hecho de la diferencia y darse cuenta del juego de relaciones que se producen y de la fecundación resultante, tanto a nivel cultural como de valores.

Los valores se manifiestan en nuestras acciones y omisiones, en nuestras palabras y también en nuestros silencios. Pero una cosa son los valores que creemos poseer y otra cosa, bien diferente, son los valores que realmente vivimos en nuestra vida. Para averiguar los valores que mueven una existencia hacia un determinado horizonte de sentido, no hay otra manera de investigarlos que fijando la atención en la manera cómo se desarrolla aquella vida. A través de sus movimientos, podremos ir averiguando cuáles son los valores reales que hacen mover aquella vida en una determinada dirección. Los valores son como horizontes de referencia que orientan nuestra vida hacia un determinado sentido.

Vivimos en un mundo en donde no hay un único horizonte de sentido. Los humanos damos sentido a nuestra vida de maneras muy diferentes y esto explica que nuestra noción de tiempo y espacio también sea muy diferente. Cuando afirmamos que algo tiene valor, estamos diciendo que vale la pena dedicarle tiempo y esfuerzo y que este tiempo y este esfuerzo que estamos invirtiendo tienen sentido; mientras que, cuando algo no tiene valor para nosotros, tampoco tiene sentido dedicarle tiempo y esfuerzo. Existe, por tanto, una íntima relación entre tiempo, sentido y valores.

Veámoslo con algunos ejemplos. Para el lector empedernido, leer libros no es una pérdida de tiempo, sino que tiene valor y, lo tiene porque tiene sentido. A través de la lectura se da cuenta de que enriquece su espíritu y de que amplía sus perspectivas vitales. Para el corredor de fondo, en cambio, correr una larga distancia no es una pérdida de tiempo porque correr tiene valor por sí mismo y tiene valor porque tiene sentido. Se da cuenta de que de esta manera aprende a dominar su cuerpo, consigue moderar sus tensiones cotidianas y a meditar personalmente sobre su vida.

Se podría afirmar que, de hecho, ahí donde reflejamos auténticamente cuáles son nuestros valores es en la gestión del tiempo que hacemos a lo largo de nuestra vida. Lo podríamos expresar en una sola frase: “Dime qué haces con tu tiempo vital y te diré cuáles son tus valores”. La relación con una persona que vive su vida a partir de unos valores diferentes, los propios, siempre es interpelante y, a la vez, desafiante. El contacto con una persona, un extraño moral —podríamos decir—, nos ayuda a ver el mundo con otros ojos y esto nos obliga a proyectar una mirada crítica hacia los propios valores personales.

No es cierto que vivamos en una permanente crisis de valores y no es nuestra finalidad tratar de paliar, aunque sea mínimamente, esta crisis de valores con la publicación de un texto en donde estén contenidos cien valores diferentes. Vivimos en un mundo en donde más bien existe una inflación de valores, en donde conviven estilos de vida diferentes, en donde se da una auténtica pluralidad de costumbres y de hábitos que enriquecen notablemente nuestras sociedades. Sí que es cierto que algunos valores transmitidos generacionalmente se han desvirtuado o bien se han transformado con celeridad, pero los humanos no podemos vivir sin valores, aunque no seamos del todo conscientes, en todas nuestras acciones siempre hay algún tipo de valor o contravalor imperante. Es necesario tomar conciencia y ser capaces de hacer autocrítica con respecto a nuestros propios hábitos y costumbres.

Partamos de la idea de que la felicidad no reside en las grandes cosas, en las grandes palabras o en las grandes conquistas, sino en las pequeñas cosas de la cotidianidad. Quizá alguien considerará que esta idea de felicidad es muy minimalista e, incluso, dimisionaria, pero estamos convencidos de que la vida buena, la vida bella y armónica, tal como dirían los griegos, no se alcanza persiguiendo grandes hitos, al estilo de Prometeo o de Fausto, sino en la manera de asumir la propia cotidianidad y la capacidad que tenemos de darle forma con nuestras manos. No podemos perder de vista el carácter finito y vulnerable de la condición humana.

Los valores nos ayudan a vivir con intensidad nuestra cotidianidad y, cuando vivimos coherentemente nuestra vida con nuestros propios valores, nos sentimos profundamente felices. De hecho, existe una estrecha relación entre valores y felicidad. La felicidad es, en pocas palabras, la vida ordenada, la existencia armónica y equilibrada. En cambio, cuando alguien vive su vida en oposición constante con los valores que siente dentro de la conciencia, se siente infeliz y vacío. Por otra parte, cuando es capaz de proyectar en su existencia, en la vida de cada día, los valores que palpitan en su conciencia, su vida adopta una forma ordenada y bella, no hay fractura entre el hombre exterior y el hombre interior, entonces hay transparencia.

* * *

Para facilitar la lectura de esta obra, nos proponemos describir a continuación la arquitectura del texto, a fin y efecto de poder localizar mejor el sentido de cada valor y su correspondiente agrupación en este libro. El texto que sigue a continuación permite múltiples lecturas y está pensado para que el lector se sienta muy libre a la hora de leerlo. Puede empezar por cualquier lugar, en función de sus intereses y apetencias personales. Hemos organizado esta pequeña enciclopedia de los valores en diez bloques, cada uno de los cuales está integrado por diez valores.

Cada bloque se corresponde con una dimensión de la vida humana. Es evidente que, ni están todas, ni tampoco nos hemos propuesto integrarlas todas, lo cual sería, por nuestra parte, una pretensión desmesurada y casi fáustica. El ser humano es una realidad pluridimensional y no hemos pretendido ser exhaustivos en este punto. Hemos resaltado diez aspectos de la vida humana que consideramos muy trascendentes, tanto desde el punto de vista individual como colectivo y en cada uno de estos bloques hemos destacado diez valores que creemos que pueden potenciar la vivencia de aquella dimensión. Estas diez dimensiones son las siguientes: los otros (I), la interioridad (II), la naturaleza (III), la vida cotidiana (IV), el arte (V), las situaciones límite (VI), el ocio (VII), el trabajo (VIII), la educación (IX) y el futuro (X).

El primer bloque está destinado a pensar en nuestra relación con los demás y a averiguar qué valores nos ayudan a vivir armónicamente con ellos. Partimos de la idea de que los valores nos ayudan a mejorar y a perfeccionar nuestra relación con los demás. El ser humano es un animal perfectivo que, a lo largo de su vida, tiene la capacidad de madurar y de perfeccionar en muchos aspectos, pero no de una manera inmediata sino mediante el esfuerzo y el trabajo.

Los valores son piezas esenciales para la mejora de la persona y de las sociedades en general. Sin escogerlo, nos damos cuenta de que los demás forman parte de nuestro mundo y de que existen formas de interacción con ellos que resultan gravemente contraproducentes. Entre los valores que nos ayudan a cohesionar nuestra relación con los demás y a hacerla más plena y más consistente, hemos destacado los siguientes: el valor de la alteridad (1), el de la amistad (2), el de la civilidad (3), el de la hospitalidad (4), el de la confianza (5), el del diálogo (6), el de la fraternidad (7), el del honor (8), el del perdón (9) y el de la fidelidad (10).

El segundo bloque del libro está orientado a los valores de la interioridad. La persona humana no es solamente una exterioridad que vive de cara afuera, sino que es un ser capaz de una vida propia, un ser capaz de zambullirse en su interior y de “pensarse” a fondo. Existen una serie de valores que nos ayudan a relacionarnos intensamente con nosotros mismos y, de paso, perfeccionan nuestras relaciones con los demás. Entre estos valores hemos destacado los siguientes: el de la aceptación (11), el de la coherencia (12), el del compromiso (13), el de la meditación (14), el de la corporeidad (15), el de la elegancia (16), el de la flexibilidad (17), el del desinterés (18), el de la alegría (19) y el del consejo (20).

El tercer bloque del libro está dedicado a estudiar la relación entre el ser humano y la naturaleza. He aquí una relación tensa y difícil. Nos damos cuenta de que la forma de interacción que ha presidido esta relación en los últimos dos siglos no es sostenible, sino francamente negativa tanto para el futuro del entorno natural como para el futuro de la especie humana. Por tanto, es esencial que la persona aprenda a querer y a valorar el entorno natural y, para ello, es indispensable que asuma una serie de valores y que los haga efectivos en esta interacción con la naturaleza globalmente considerada. Entre estos valores que hemos enfatizado están los siguientes: la benevolencia (21), la ecodulia (22), el silencio (23), el estudio (24), la austeridad (25), la inacción (26), la gratitud (27), la solidaridad cósmica (28), el valor de la sencillez (29) y el valor de la sostenibilidad (30).

El cuarto bloque del libro está orientado a reflexionar sobre la vida cotidiana. La vida cotidiana es rica y compleja y para vivirla con intensidad es necesario ir equipado con un buen conjunto de valores. Además, la vida cotidiana oscila de manera inestable entre la belleza y la fealdad, entre la alegría y el tedio, entre la felicidad y el desencanto. Para afrontar este vaivén continuo, es esencial interiorizar un conjunto de valores que fortalezcan la personalidad y la hagan más dúctil, pero, a la vez, más independiente. Existen una serie de valores que facilitan y equilibran debidamente la vida de cada día y la hacen más afable y más fecunda. La cotidianidad puede mostrarse monótona y gris y es esencial saber introducir mecanismos para superar esta tendencia. La vida de cada día sería muy diferente si fuéramos capaces de vivir los siguientes valores: la cortesía (31), la mansedumbre (32), el respeto (33), la simpatía (34), el tacto (35), la cordialidad (36), la discreción (37), la generosidad (38) y la sobriedad (39).

El ser humano es un animal estético. Es capaz de quedarse pasmado ante una obra de arte y de disfrutar en su interior de su contemplación. La percepción de la belleza no es ajena a la vida humana, sino que forma parte intrínseca de ella. Para poder desarrollar a fondo esta capacidad estética, la de percibir la belleza inherente a la realidad y a todas las cosas, es esencial el despliegue de cierta pedagogía, de una educación del sentimiento de belleza. Sólo si interiorizamos determinados valores, podremos disfrutar a fondo de este tesoro que nos ofrece la realidad humana que es el arte. Generalmente, interpretamos los valores en términos de moral, de corrección o de incorrección, pero existen valores de orden estético que nos facultan para vivir con intensidad nuestra dimensión estética. En el quinto bloque hemos destacado los siguientes valores: la contemplación (41), la belleza (42), la concentración (43), el entusiasmo (44), la jovialidad (45), la unicidad (46), la soledad (47), la serenidad (48), la musicalidad (49) y la inquietud (50).

El ser humano atraviesa a lo largo de su vida situaciones límite, experiencias duras y difíciles de digerir, que convierten la vida humana en una tragedia, en un clamor, en un ultraje. Aunque social y culturalmente hemos hecho del dolor un tabú, el sufrimiento no es ajeno a la vida humana, sino todo lo contrario, es inherente a ella. Vivir es sufrir, aunque no sólo padecer, ni exclusivamente sufrir, pero el sufrimiento no es extraño a la vida. No obstante, no siempre sabemos asumirlo con madurez y, menos todavía, afrontarlo con dignidad. También es cierto que hay sufrimientos de tonalidades muy diversas y que, a veces, hay dolores que superan con creces la capacidad humana. Sin embargo, es necesario concienciarse de que el dolor, y quien dice el dolor dice también la enfermedad, la vejez, la decepción, la frustración, el desengaño y, finalmente, la muerte, forman parte consustancial de la vida y de que hace falta cultivar determinados valores para asumir esta dimensión trágica de la vida humana.

De ahí que sea tan necesario asumir una serie de valores que alimenten a la persona y la hagan apta para afrontar estas situaciones dilemáticas, que inevitablemente nos comporta el hecho de vivir. En el sexto bloque, desarrollamos diez valores para afrontar las situaciones de debilidad; son los siguientes: la fortaleza (51), la humildad (52), el sentido del misterio (53), la paciencia (54), el escuchar (55), la resiliencia (56), la compasión (57), la templanza (58), la veracidad (59) y la tenacidad (60).

Aunque aún no hayamos entrado, ni por asomo, en la sociedad del ocio, el hecho es que la persona humana además de definirse como un animal laborans, también se puede definir como aquel animal que juega (Eugeni d’Ors dixit) y que se distrae o, al menos, que trata de vivir con placer el ocio del que dispone. Es cierto que gran parte de nuestra vida nos la pasamos trabajando, pero el ocio en nuestra sociedad no es accidental sino que también forma parte de la vida humana. Sin embargo, existe un ocio positivo que educa y forma a la persona en su totalidad; pero también existe un ocio negativo que destruye a la persona y a las relaciones interpersonales en el seno de la sociedad. Para poder disfrutar con plenitud del poco ocio del que disponemos, es necesario que interioricemos unos determinados valores, que son los que hemos desarrollado en el séptimo bloque: la espontaneidad (61), la fiesta (62), el humor (63), el juego (64), la astucia (65), la curiosidad (66), el pudor (67), la tolerancia (68), la sinceridad (69) y la buena conversación (70).

Gran parte de la actividad humana la ocupa, tal como comentábamos anteriormente, el trabajo cotidiano. Mediante el trabajo, transformamos la realidad y también nos transformamos a nosotros mismos. Las manos de un agricultor son duras y ásperas porque el contacto con la tierra ha cambiado su fisonomía. Puede considerarse el trabajo como un castigo y, de hecho, hay muchas formas de trabajo que son perniciosas para la persona porque la reducen a la mera categoría de instrumento. Pero el trabajo entendido como una actividad que ennoblece al ser humano y que le llena de satisfacción no tiene nada que ver con esta relación instrumental a la que nos referimos. Para poder desarrollar en la cotidianidad el propio trabajo, nos hace falta asumir una serie de valores. En el octavo bloque, hemos expuesto los valores del mundo del trabajo y hemos destacado los siguientes: la laboriosidad (71), la honestidad (72), la imaginación (73), la competencia (74), la prudencia (75), la puntualidad (76), la urbanidad (77), el rigor (78), la eficiencia (79) y la disponibilidad (80).

La educación es esencial en la vida de la persona, no tan sólo en las primeras etapas de su existencia sino a lo largo de todo su desarrollo. Necesitamos formarnos, adquirir conocimientos y hábitos para poder afrontar la cruda realidad. Precisamente porque el ser humano es indigente y precario necesita formarse continuamente, ya que de esta manera va desarrollando su personalidad en un mundo que, en muchas ocasiones, se presenta de manera hostil. En la novena parte de esta obra, exploramos los valores esenciales de la educación pensando en términos de futuro. Entre estos valores nos referiremos a los siguientes: a la memoria (81), a la seriedad (82), a la responsabilidad (83), a la igualdad (84), a la inocencia (85), a la libertad (86), a la epiqueya (87), a la piedad filial (88), a la racionalidad (89) y a la longanimidad (90).

No es nada fácil imaginarse cómo será el futuro y menos todavía desde nuestro presente, que cambia con tanta celeridad. Tenemos cierta capacidad para anticipar algunos movimientos y para imaginar determinados escenarios en el porvenir, pero existen muchos aspectos de nuestro futuro inmediato y lejano que desconocemos y que tendremos que ir digiriendo, tanto a nivel personal como a nivel colectivo, tan pronto como se presenten. No es necesario temer al futuro, pero tampoco lo hemos de aceptar de manera resignada como si todo ya estuviese escrito y no pudiésemos hacer nada para cambiarlo. El futuro depende, esencialmente, de nosotros y de nuestra acción en el mundo. En la última parte de este texto nos hacemos eco de una serie de valores que nos preparan anímicamente para encarar el futuro sin miedo y con una buena dosis de esperanza. Entre estos valores hemos recogido los siguientes: la buena fe (91), la creatividad (92), el coraje (93), la crítica (94), la perseverancia (95), la fe (96), la magnanimidad (97), la paz (98), la justicia (99), el valor de la esperanza (100).

Al final del libro, adjuntamos una breve bibliografía que tiene como finalidad orientar al lector y ofrecerle material para proseguir su reflexión más allá de este libro.

Morgovejo (León), agosto de 2001

I. Los otros

La primera evidencia que tenemos cuando observamos el mundo que nos rodea, sin penetración, es que los otros[1] existen. Mucho antes de tomar conciencia de mi propio ser, tomo conciencia de la existencia de los otros. Me los encuentro por la calle, los veo desde mi ventana, los oigo desde mi cuarto de trabajo. Aunque intente evitar su presencia, los otros están presentes y configuran el entorno de mi existencia personal. No son un sueño, ni una ficción, ni el producto de la imaginación de un dios menor, sino que son realmente reales, aunque, seguramente, siempre hay una distancia entre lo que son y lo que veo en ellos.

Los otros forman parte de mi vida, no los puedo aniquilar, ni me puedo desentender de ellos. Están aquí y allá, me rodean y forman parte de mi paisaje personal. Pero no son figuras estáticas, como si se tratase de piezas de un paisaje prefabricado, sino que son figuras dinámicas, que se mueven, que ríen, que se pelean, que se dirigen a mí y que reclaman mi atención.

Los otros forman parte de mi mundo y, aunque no quiera reconocerlo, mi existencia se debe a éstos. El recién nacido no podría subsistir si alguien no estuviese por él y lo cuidase. Para poder crecer y llegar a la madurez personal, el hombre necesita la intervención y la generosidad de otros seres humanos que estén dispuestos a cuidarlo, a responder a sus solicitudes. El anciano enfermo tampoco podría vivir los últimos momentos de su existencia con dignidad si otro no cuidase de él, hasta el último respiro.

Los otros no son parte de un decorado estático, sino que están en continua interacción con mi persona y su influencia no es nada irrelevante. Me doy cuenta de que no estoy sólo en el mundo, aunque soy capaz de aislarme del tejido social y de practicar el aislamiento, pero me cuesta un esfuerzo, cierta ejercitación. De hecho, me encuentro, muchas veces sin quererlo y sin saberlo, constantemente confrontado con los demás.

Desde el nacimiento hasta la muerte, el ser humano está en continua relación con los demás y establece con ellos diferentes formas de relación. Podemos tejer diferentes vínculos con los otros, no tan sólo en un momento dado, aquí y ahora, sino también a lo largo de nuestra vida. Se puede vivir amando a los demás, pero también odiándolos. Se puede vivir de espaldas a los demás o bien prescindir de ellos directamente, aunque en un sentido puro este intento es completamente imposible. No todas las relaciones que establecemos con los demás son igualmente legítimas, ya que existen algunas que pueden erosionar gravemente su existencia.

La ética, precisamente, se refiere al análisis de las relaciones que establece el ser humano con los demás. Constatamos que existe una pluralidad de formas relacionales, pero nos damos cuenta de que no todas han de ser valoradas de la misma manera. La ética trata de discernir la calidad de nuestras relaciones con los demás. En la manera de establecer vínculos con los otros se reflejan nuestros valores personales. Los valores se manifiestan en la relación interpersonal y es a partir del análisis de esta relación que podemos decir cuáles son los valores de una determinada persona.

En este bloque desarrollamos una serie de valores que facilitan, catalizan y potencian la convivencia con los demás, unos valores que facilitan la fluidez comunicativa entre la persona y su entorno. Sabemos que existen contravalores que dificultan la relación armónica con los otros y no los olvidamos. La xenofobia; la discriminación de orden sexual, racial, económica o política; la intolerancia y otras prácticas de la vida cotidiana son del todo negativas para abrirse a los otros y establecer con ellos una relación fluida. No obstante, existen una serie de valores que son altamente positivos para aprender a convivir equilibradamente con los que nos rodean. De estos valores queremos tratar en este primer bloque.

En primer lugar, nos referimos al propio valor de la alteridad (que proviene de alter, que quiere decir otro en latín) (1), porque creemos que el hecho de que haya otras personas a parte de uno mismo es ya, en sí mismo, un gran valor que hace falta reconocer y apreciar. En segundo lugar, nos referimos al valor de la amistad, porque el vínculo de la amistad (2) es una de las formas más bellas que puede adoptar la relación con los demás. Tal como han dicho los clásicos del pensamiento de todos los tiempos, la amistad es un tesoro que no tiene precio y es uno de los valores que llena más felizmente la existencia del hombre.

En tercer lugar nos referimos al valor de la civilidad (3). Vivir con los otros no es fácil (¡nunca lo ha sido!), especialmente cuando los otros son otros de verdad. Cuando los otros se parecen a mí mismo y tienen unos hábitos y unas costumbres muy homogéneos a los propios, la dificultad se evapora. La civilidad es un valor que nos faculta para aceptar a los demás tal como son, con sus virtudes y sus defectos. Gracias a la civilidad somos capaces de construir ciudades, espacios de convivencia y de entendimiento entre los humanos.

En la vida cotidiana constatamos que hay otros seres humanos que padecen situaciones vulnerables, que atraviesan circunstancias de sufrimiento y de dolor. El otro vulnerable solicita mi ayuda con su mirada y me reclama hospitalidad. Me puedo negar y hacerme el sueco, pero el deber de humanidad me obliga a recibirlo en mi casa y a paliar, en la medida que pueda, su indigencia. En cuarto lugar, nos referimos al valor de la hospitalidad (4), que es, precisamente, la que nos faculta para atender al otro extranjero vulnerable, la que nos prepara anímicamente para acogerlo y para hacerle un sitio en nuestro propio hogar. En quinto lugar, nos referimos al valor de la confianza (5), porque los humanos necesitamos, como el aire que respiramos, de este valor para poder vivir en sociedad y establecer vínculos afectivos los unos con los otros. La pérdida de la confianza es uno de los síntomas más graves de nuestro mundo y es necesario potenciar nuevas relaciones de confianza, para que todo el mundo pueda expresarse tal como es en su singularidad.

En sexto lugar, haremos referencia al valor del diálogo (6). Aunque la palabra diálogo es un término desgraciadamente muy desgastado y que ha perdido gran parte de su valor semántico, ciertamente creemos que el diálogo es uno de los instrumentos más valiosos de los que dispone el ser humano para llegar al entendimiento con los demás. En situaciones de conflicto o de incomprensión, el diálogo nos faculta para buscar una solución a través del ejercicio de la palabra. No es nada fácil dialogar y no se ha de confundir el ejercicio del diálogo con la conversación banal o la mera yuxtaposición de frases. El diálogo tiene un horizonte de referencia que es la verdad y exige, por parte de sus actores, una gran predisposición intelectual y anímica.

En séptimo lugar, haremos referencia al valor de la fraternidad (7). Ser fraterno quiere decir tratar al otro-extraño como si fuera un hermano. De entre los otros que se mueven a mi alrededor, constato que hay algunos —pocos— que son hermanos míos porque somos hijos del mismo padre y de la misma madre. Pero el resto, la inmensa mayoría, no forma parte de mi universo familiar y afectivo. Ser fraterno en el mundo significa intentar tratar al otro, a cualquier otro, sea o no de los míos, como si se tratase de un hermano, es decir como si fuese de los míos. En el fondo, la fraternidad consiste en superar la distancia entre los míos y los otros. La fraternidad es un valor de máximos que exige un gran trabajo interior y una fuerte capacidad para superar los prejuicios que enturbian nuestra relación con los demás.

El octavo valor que tratamos en este bloque es el del honor (8). El honor ni se compra ni se vende, porque no es un valor material, sino inmaterial. Tratar a una persona con honor significa respetarla por lo que es y no por aquello que aparenta ser. El penúltimo valor que tratamos en este apartado es el del perdón (9) entre personas y colectivos. En el seno del tejido humano se producen fracturas, tirantez, e, incluso, rupturas. El valor del perdón nos permite empezar de nuevo, establecer otra vez los vínculos rotos y reiniciar nuestra relación con los demás.

El último valor al que nos referimos en este apartado es el valor de la fidelidad (10). La relación con los otros sólo llega a ser realmente fructífera y fecunda si se prolonga a lo largo del tiempo. Entonces, el otro se convierte en alguien trascendental para la propia vida. Para conseguir este reto, es necesario cultivar el valor de la fidelidad. El simple encuentro circunstancial con el otro no es educativo ni formador, porque se trata de un encuentro accidental, que no acaba de cuajar en la propia personalidad. Sólo una relación mantenida a lo largo de una sucesión de momentos se convierte en una relación fiel y, cuando esto pasa, el otro deja de pertenecer a la categoría del anonimato para convertirse en alguien con un rostro, una cara y unos ojos, que forman parte indisociable de mi universo más íntimo.

En definitiva, la persona es un ser constitutivamente abierto a los demás; como los clásicos decían, un animal político, pero para conseguir una óptima relación con los otros es necesario cultivar determinados valores. Partamos de la idea de que los otros no son el infierno, ni son un mal necesario de nuestra existencia, ni una condena que hemos de pagar por el simple hecho de estar vivos, aunque en algunos momentos podamos estar tentados a pensarlo así, sino que creemos que los otros son, antes que nada, una posibilidad, un don y una interpelación. Son una posibilidad para el desarrollo personal, pero sólo lo son si establecemos una relación de calidad con ellos, ya que de esta manera esta posibilidad se convierte en fáctica. Son un don porque me los he encontrado sin haberlos buscado, porque no he hecho nada meritorio para que éstos existan; y, en último lugar, son una constante interpelación, porque los otros me desafían y me obligan a pensarme a mí mismo y a pensar el valor que tiene la existencia y los lazos humanos.



[1] N. de la T.: se ha tenido a bien traducir en diferentes momentos del libro el concepto de “los demás” por el de “los otros”; se procura respetar así la idea que transmite el autor y que recoge con acierto en éste su primer bloque temático.