LA VIDA DE OTRA

V.1: Enero, 2016


Título original: La vie d’une autre

© de la edición original, Actes Sud, 2007

© de la traducción, Marta Sánchez, 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-16223-46-6

IBIC: FA

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LA VIDA DE OTRA

Frédérique Deghelt


Traducción de Marta Sánchez

1

Capítulo 1


He pasado mucho tiempo creyendo que soñaba. Despertaba con la garganta seca, la boca pastosa, con sed de agua para apagar el incendio después de una noche memorable.

Pero no, debo aferrarme a mi infancia. Debo mantenerme lúcida, unida al comienzo de mi vida. Me crié con mi abuela, que creía en todo: especialmente en Dios, después en el diablo, en los santos, en sus agentes secretos, en los signos del cielo, en diversas supersticiones, en las insinuaciones de la vecina y en la charlatanería del vendedor de quesos. No hace falta decir que en un pueblo como aquel, una vida con una abuela tan llena de fe no ayuda a tener en cuenta los riesgos.

Pasemos rápidamente de los primeros años con mi abuela, con una madre siempre de viaje, con un padre desaparecido en combate. Después nos encontramos con la carrera de Historia, la tesis, el terrible miedo de ser profesora, el miedo ante el espejo, de verse envejecer en los ojos de sus estudiantes. El paso del tiempo… ¡Pasar de estar en un pupitre en el colegio y luego en la silla de enfrente con miedo a sentirme desorientada por la vida! Cogí el primer autobús al salir del campus y me integré en la vida casi normal de cualquier trabajador de empresa. Así que aquí estoy, compartiendo cada día la fascinación por la máquina de café, las obsesiones de los superiores, la adulación de los inferiores y la comedia de las reuniones del comienzo de la semana. Pasaba la mayor parte del tiempo en los servicios de comunicación: era la moda. Necesitábamos «comunicantes», o más bien mutantes… Después de haber estado en varias empresas tan modernas como vacías, busqué un trabajo que pudiera gustarme e incluso apasionarme. ¿Cuántos años tendría entonces? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco?

Los acontecimientos sucedieron más rápido de lo que pensaba. Gracias a un amigo, encontré una empresa de producción especializada en la creación de televisiones locales. La economía de las televisiones se apoyaba justamente en las relaciones con las empresas. Era una nueva forma de comunicación a través de la imagen. ¡No me importaba encontrarme al otro lado de la barrera con lo que acababa de experimentar!

La noche en que me contrataron, algunos amigos me llevaron a celebrar mi nueva aventura a un restaurante marroquí. Había un ambiente que solo se puede conseguir por la alquimia de ciertos días. Otras mesas tan alegres como la nuestra se unieron a la fiesta, bailamos una especie de danza oriental mezclada con rock y allí conocí a Pablo. Curiosamente, no me había fijado en él, y eso que estaba en la mesa de al lado. Cuando se levantó para bailar, fue imposible no verle. Me tendió la mano y acepté, orgullosa de que un hombre con ese encanto infinito me invitara a bailar. No tenía nada que ver con el resto de los europeos que no saben qué hacer con su cuerpo una vez que la música comenzaba a sonar. 

Me enteré rápido de que su madre era rusa y su padre argentino. De ella tenía los ojos claros y los pómulos marcados; de él, el pelo negro, la piel mate y ese aire innegable de latino. La mezcla de las dos culturas le daba al conjunto mucho encanto. Tenía una mirada y una sonrisa de aire misterioso. Parece que exagero, pero se ve que no era la única que se lo comía con los ojos, aunque tuve la suerte de ser la única mujer que celebraba algo aquella noche.

Generalmente no bebo mucho, lo que hace que las noches en las que bebo alcohol tengan consecuencias irreversibles. No tardé en encontrarme en los brazos de Pablo, que bailaba como un argentino pero bebía como un ruso, en sus besos, en su apartamento y probablemente en su cama, pero esta parte de la historia no la recuerdo bien. No será esta la única vez, como podremos apreciar más adelante. 

Hoy recuerdo la adecuación de nuestros cuerpos y la impresión de descubrir a alguien al que conoces desde hace mucho tiempo. Recuerdo abrirme camino en sus ideas como si fueran mías. Todavía ahora veo nuestras miradas de complicidad, nuestros dedos entrelazados con el mismo humor. Parecía que nuestras reflexiones venían del mismo impulso y hacían surgir risas de la nada. El deseo y el ansia nos animaban toda la noche.

Abro los ojos y veo los ojos risueños y verdes de Pablo observándome. Desprenden mucho amor. Me fijo en una pequeña mecha grisácea en su sien de la que no me había percatado la noche anterior. Es una señal de madurez: parece mayor bajo la luz de la mañana. Su habitación es bonita, incluso un poco femenina: una colgadura asiática, parte de los visillos blancos, una cama balinesa. Su habitación es como un viaje.


***


—Los niños están desayunando y tu café está listo. No tengo tiempo de acompañarlos. ¿Podrías ocuparte tú de ellos?

Tras un silencio y otra sonrisa añade:

—Vaya noche, ¡qué apasionada eres! ¡Menuda amante! Doce años después de nuestra primera noche juntos, sigo fascinado. Me crees, ¿no?

Me da un beso rápido en los labios y se va. ¿He entendido bien? ¿Los niños? ¿Qué niños? ¿Cuántos niños? ¿Los suyos? Yo no tengo hijos. Estoy atónita, perdida.

—Pablo —digo como si murmurara «socorro». 

—Adiós, mi amor —me grita con ese acentillo que me sedujo anoche. 

Fue ayer por la noche, fue ayer. No me da tiempo a levantarme ni a deslizarme bajo el agua fría de la ducha sin que dos pequeños seres se tiren sobre mí. 

—Buenos días mamá, ¿desayunas con nosotros? ¿Mamá? 

Este tipo se ha pasado dejándome a sus hijos. ¿Con qué derecho me llaman mamá? 

—Ya he acabado mis cereales —me dice la que tiene la voz más de niña. El otro es un niño de unos ocho años, o eso parece. La más pequeña puede que tenga unos cuatro años, no sé. ¿Qué sé yo de la edad de los niños? 

—Mamá, ¿sabes? A este paso llegaremos tarde. 

—Claro, claro. 

Me levanto de un salto y de mal humor. Busco la ropa de la noche anterior en el suelo pero no está. En su lugar hay un vestido que me es desconocido sobre un sofá de la habitación. Abro el armario por si acaso. 

—¿Vas a cogerle una camiseta a papá? —pregunta la rubita con su voz débil. 

—Puede, no lo sé —digo abriendo la otra puerta que, para mi alivio, parece que esconde ropa de mujer. 

Me pongo unos vaqueros y una camiseta verde pálido extraña y sigo a los niños a la cocina.

Seguramente ahora me despertaré. No estoy loca: conocí a Pablo ayer, no tenemos hijos por lo que pronto terminará esta pesadilla. 

—¿Ahora te echas azúcar en el café? —señala el niño. 

—Sí, ¿por qué? 

—Porque nunca se la echas. 

Exasperada por la tontería de mi sueño o de mi aventura, aún no lo sé, suspiro. Los miro, son muy guapos: el niño es el vivo retrato de Pablo y la pequeña tiene el pelo como yo y los ojos de Pablo.

A partir de ese momento, los sucesos se encadenan. Dejo que los niños pasen delante con la esperanza de que me guíen hasta el colegio. Me llevan directamente a la guardería donde dejamos a la niña y allí me saludan como si fuera algo habitual. Sigo sin despertarme. 

—¿Lola se quedará hoy en el comedor? —me pregunta la profesora, que se ha plantado delante de mí con una sonrisa amable. 

—Sí, mamá di que sí, quiero comer con mi amiga. 

Asiento con la cabeza, me va bien. Necesitaré indudablemente tiempo para saber y entender, quizás ir al médico. 

Después, retomamos el camino hacia otro colegio y le propongo un juego al niño, cuyo nombre desconozco. 

—Veamos, estas son las reglas del juego: es la primera vez que nos conocemos, así que me dices tu nombre, lo que haces, lo que te gusta. 

—De acuerdo, tú también… 

Se llama Youri, va todos los miércoles a la escuela de circo y está enamorado de Laura, su compañera de clase de segundo de primaria. Pero, por encima de todo, me quiere a mí. 

Llegamos a la puerta del colegio sin haber tenido tiempo de abordar mi vida. 

—Mañana te toca a ti, ¿de acuerdo? 

Me deja plantándome un beso en el lado izquierdo del labio con la misma mirada pícara que su padre y me quedo sola en la calle. Entro en la cafetería más cercana y pido un doble expreso, aunque dudo si tomar un whisky doble. Me doy cuenta de que no tengo las llaves del apartamento y me echo a llorar en la esquina de la mesa. El jefe de la cafetería se acerca: 

—Bueno, mi pequeña Marie, ¿algo va mal hoy? 

—¿Qué puedo responderle? 

Si no estoy bien, seguro que invita al café. Mejor, porque no llevo dinero. 

Me dirijo despacio al edificio de Pablo, esperando que la portera tenga una copia de las llaves. Tengo que conseguir entrar en el apartamento, encontrar dinero e indicios para saber cómo he llegado hasta allí. «Doce años después» ha dicho Pablo. Le echo un vistazo a un periódico por la calle: viernes 12 de mayo de 2000. Me quedo un buen rato alelada delante del expositor del quiosco. 

—Cógelo, Marie. Ya me lo pagarás más tarde —grita una señora regordeta sacando una pila de revistas de un embalaje.

Ayer por la noche era jueves 12 de mayo de 1988. Hay un día de diferencia. Está impreso, lo que quiere decir que han pasado doce años: en 1988, donde creo que sigo, acabo de conocer a Pablo, pero en el año 2000, donde acabo de llegar, tenemos dos hijos. Pero entonces, ¿qué ha pasado conmigo? No me acuerdo de nada, solo del séptimo piso de una calle de Montmartre. Veo a Pablo llevándome al balcón para admirar el Sacré-Coeur. Pablo con la cabeza metida en mi blusa, gritando en mitad de las flores que me desea. Pablo, mi único vínculo con la noche anterior. 

Si han pasado doce años, ¿qué ha pasado durante este tiempo? ¿Seguirá viva mi madre? ¿Tengo los mismos amigos? ¿Trabajo? Un trabajo… Puede que me estén esperando. ¿Pero dónde? ¿Qué hay de mi apartamento? ¿A quién le puedo contar lo que me ocurre? Me doy de bruces con la esquina del edificio. Alguien sale y me saluda. 

—Buenos días, señora De las Fuentes, ¿cómo se encuentra? 

Ah vale, estoy casada. Dejo escapar un «muy bien, gracias» mientras me deslizo por la puerta. La portera está en la escalera y, con el corazón en la boca, le pregunto si tiene una copia de las llaves del apartamento. 

—Sí, sí, señora. Su marido me las dio ayer. 

Maravilloso, Pablo. 

—¿Se ha olvidado las llaves arriba? ¿No se ha despertado aún? 

¡Si supiera que sigo dormida!

Al entrar en casa, ¿nuestra casa?, me siento mejor. Hundida pero protegida. Sigo sin salir del asombro: ¡2000, el famoso año! Incluso en la uni se decía: «Sí, yo en el 2000 haré esto o aquello…». Nos imaginábamos como en una peli de ciencia ficción. Hablar del 2000 era como describir el año en el que iríamos de vacaciones a la luna. ¡Pues aquí estoy! Ahora intentaré aclararme. 

Escudriño las habitaciones del apartamento, pero ¿cómo encontrar la pista de doce años sin mi presencia? Enseguida me topo con los álbumes de fotos. ¿Quién los habrá hecho? En la vida he sido capaz de dedicarle tiempo a este tipo de trabajo fastidioso. En mi casa, las fotos estaban desordenadas en una gran caja sobre la que se abalanzaban mis antiguos amigos para comentar nuestras últimas vacaciones o, mejor aún, para reírnos de nuestra infancia. Soy la única de nuestro pequeño grupo de irreductibles que tiene muchas fotos. Hago muchas y las revelo yo desde la adolescencia. 

Antes de abrir los álbumes de fotos que temo, me abalanzo hacia el cuarto de baño. Se me acaba de ocurrir una cosa que había ignorado: el espejo me dará la respuesta. Tengo doce años más, mi cara está más delgada, tengo pequeñas patas de gallo aunque casi el mismo corte de pelo. No me desagrada el cambio en mi cara, pero no puedo olvidarme de que han volado doce años. El sentimiento de tiempo desaparecido me es insoportable así que al sentir de nuevo las ganas de llorar, me meto en la ducha.

Tengo el cuerpo dolorido, como después de una agotadora noche de amor. Es lo único tangible y coherente con la noche anterior. Después de desenredarme el pelo con un peine demasiado femenino para mí, examino el contenido de mi armario: la ropa colgada no se corresponde con mi gusto actual, pero es bonita. Me decido por lo que se parece más a lo que me puse ayer: una falda bastante corta y una camiseta de flores ajustada. Al vestirme opto por mirarme: me fijo en la forma del ombligo hacia fuera. Y de pronto me doy cuenta de que tengo dos hijos: he estado embarazada, los he tenido dentro de mí durante nueve meses y he dado a luz. Un sentimiento de impotencia e incluso de vergüenza se apodera de mí. ¿Cómo he podido olvidarlo? Si estamos en el 2000 como demuestra el periódico de la calle, he sido yo la que ha perdido los estribos. Soy yo quien se ha embalado, soy yo quien ha eliminado doce años de su existencia. Puede que tenga que ir al médico. ¿Me van a encerrar? ¿Me van a hacer pasar por exámenes médicos? Me quedo paralizada con un nudo en la garganta. Decido continuar con mi búsqueda yo sola y sin informar a los médicos. Al fin y al cabo, se puede producir un chasquido tanto en un sitio como en otro. ¿Es posible que siga viviendo un sueño imposible? Voy a despertarme al lado de un Pablo, al que acabo de conocer, sin hijos y con un trabajo nuevo. Por cierto, ¿y este trabajo? ¡Para! Debo calmarme. Todas las preguntas que me hago rondan en mi cabeza y bruscas oleadas de agobio me conducen hacia el pánico.

Me siento en una silla con ganas de vomitar y un bolso que debe de ser mío. Suena el teléfono. Dudo pero finalmente lo cojo con la mano firme. 

—¿Diga? 

—¿Mi amor? ¿Has vuelto? ¿Cómo ha ido con los niños? Lola es genial: al despertarla se me ha declarado. ¡Has hecho unos niños fantásticos! Y tú, ¿estás bien? 

Le respondo que sí a todo. Parece dudar pero continúa. 

—Sé que estás inquieta por lo del trabajo pero tengo un presentimiento: encontrarás algo rápido. Con la gran indemnización que te pagarán, tienes tiempo de buscar otra cosa. Además, yo estoy aquí. Tómatelo con calma, descansa. Buscaremos tiempo para nosotros. Podrías aprovechar para escribir, creo que tienes talento. 

Eso significa que no tengo trabajo. Pues vaya, no lo he conservado durante mucho tiempo. Ayer lo celebraba y hoy estoy en la calle. En realidad es un alivio saber que tendré tiempo para conocer mi vida. 

—Deberías encontrar una historia bonita para contar, un buen tema, algo original… 

Pablo sigue con sus propuestas para escribir y me tengo que esforzar para no echarme a reír. 

—Un buen tema, que no se conozca… No puedo desayunar hoy contigo, te voy a echar de menos. Hasta esta noche, mi amor… ¿Me quieres? ¿Estarás en casa cuando llegue? 

Parecía nervioso. Le respondo que sí con toda la energía de mi desesperación. Debe de notar algo en mi voz. 

—¿Estás segura? 

No debe saberlo. 

—Pablo, eres el hombre más maravilloso que conozco, ¿quieres casarte conmigo? 

Se ríe. 

—Ya estamos casados, acuérdate. 

—Sí, pero quiero volver a casarme contigo. 

—Que pases un buen día, mi prometida.

Cuelgo. Entonces es cierto, ¡estamos casados! Señora… ¿cómo me habían llamado esta mañana? Era un apellido horrible. Decididamente, debo enfrentarme a los álbumes de fotos. Y, a propósito, ¿dónde está mi alianza?


***


Nada… toda esta acumulación de sonrisas, de vacaciones, cumpleaños, expresiones, no me evoca nada. A pesar de que espero en cada página algo inesperado, una sombra, un hilo del que tirar para llegar al resto, es como si estuviera hojeando ávidamente el álbum de fotos de una extraña. Una doble de mí sonríe, hace muecas, se apoya sobre hombros desconocidos, lleva niños, posa al lado de varios amigos de toda la vida (algunos han envejecido), saluda al lado de… Vaya, mi madre se ha cambiado el corte de pelo. ¿Y quién es el hombre que la coge por el cuello? La fotonovela de mi vida es bastante sorprendente. Tengo la impresión de tener un sosias. Las fotos que me dejan más perpleja son las de mí embarazada. Estoy muy gorda durante el primer embarazo, aunque en el segundo tengo mucha barriga. Sin embargo, luzco un espléndido escote, al menos una 95. Una mirada golosa de Pablo en una de las fotos parece confirmar el gusto de mi latino eslavo por mis curvas. En resumen, estos álbumes cuentan la vida de una loca y yo soy esa loca. No encuentro ninguna foto de la boda en esta vida multicolor, tampoco en mi apartamento. Así que constato orgullosa que después de doce años, me siguen horrorizando los comedores o habitaciones con una mesa en la que reina la imagen inmortalizada de la unión matrimonial dominada por ese blanco inmaculado. ¡El espanto conyugal en una foto! El teléfono vuelve a sonar.

—Acabo de llegar, buenos días, cariño, ¿cómo estás? ¿Cómo ha ido el espectáculo de Youri? Espero que hayas hecho fotos… Marie, ¿me oyes? 

—Sí, te oigo. 

La voz de mi madre me tranquiliza por un instante. Tengo ganas de decirle que no tengo ni idea del espectáculo de Youri, que estoy contenta de que esté viva y que he olvidado todo lo que ha pasado en los últimos doce años. Ella me ha traído al mundo, ella debería saber qué es lo que no funciona, ella. ¿Dónde está el defecto de fábrica en mi cerebro? Tengo ganas de que me acune, de que diga «Todo va bien, mi bebé, voy a cantarte como cuando tenías dos o tres años». Así es, no había acabado de ser niña cuando ya soy madre de dos niños. Debo estar resoplando nerviosa. Tengo ganas de llorar al oír su voz, de contarle a alguien la pesadilla que estoy viviendo. Sin embargo, algo me retiene, una voz interior, imperiosa y con muchos argumentos: ¿Qué? ¿Qué pesadilla? Tienes un marido extraordinario, unos hijos magníficos, estás en el paro pero no eres pobre y tienes tiempo para encontrar algo. ¡No vas a hundirte en los brazos de tu madre! ¡No tienes veinticinco, sino treinta y siete años! ¡Dios mío, treinta y siete! Acabo de calcular mi edad. Me siento en el parqué…

—Cariño, ¿me oyes? ¿Te pasa algo? ¿Estás mala o algo? Me gustaría saber si sigue en pie nuestro almuerzo. ¿Te acuerdas de que teníamos que comer juntas a mi vuelta? 

—No, de verdad, estoy bien. Sí que me acuerdo —dice la autómata—. ¿Dónde quieres que comamos? 

—En mi barrio, recógeme a la una en casa. 

—Mamá, preferiría que nos viéramos directamente en el restaurante, si no te importa. 

—Perfecto. Entonces a la una en el Lipp… Hasta ahora.

Bendigo a mi madre y sus costumbres: un restaurante que no me es desconocido. Entonces sigue viviendo en el sexto distrito, puede que en el mismo apartamento. No puedo olvidarme de preguntárselo, debo apuntarlo. Tengo que aprenderme todo de memoria, tengo que acordarme. ¿Seré capaz de acordarme? ¿No me olvidaré en una hora del almuerzo que acabamos de acordar? ¿Cómo funciona una mente que acaba de saltarse doce años de golpe? Me río nerviosa, sobre todo no hay que perder el humor. La perspectiva de cometer una torpeza me aterroriza.

Al examinar mi bolso me doy cuenta de que tengo una agenda ocupada, muy ocupada de hecho, hasta el día de mi despido. Aún conservo varios amigos de toda la vida, o al menos siguen en mi agenda, y he cambiado mis preferencias por el color del pintalabios. Ahora es mucho más oscuro, no me gusta nada. También hay un manojo de llaves del apartamento y una llave de coche. ¿Qué marca? Ni idea. También tengo billetes de metro verdes en lugar de amarillos. Un billete de quinientos francos en mi monedero, lo que tampoco es habitual en mí. Siempre he sido de la generación de la tarjeta de crédito, de quienes se quejaban algunos antiguos comerciantes. Dinero suelto para un café o dos y el resto se paga con tarjeta. Sea como sea, seguro que tengo ese billete sin habérselo pedido a nadie. ¡Puede que en doce años haya aumentado considerablemente el precio del café! Al fondo de una cartera muy vieja y usada y que conozco hay algunas fotos: un recién nacido, al que soy incapaz de identificar como mi hijo o mi hija, y una foto de Pablo y yo disfrazados del siglo xviii en una ciudad que parece Venecia, donde nunca he estado. Parecemos felices en nuestra góndola, muy felices incluso. No me veo mal disfrazada de princesa con un vestido de color cielo y él luce esa sonrisa radiante que me hizo cogerle la mano anoche. Bueno… el día que nos conocimos. Quizás debo dejar de negar la evidencia: son las once de la mañana y hay pocas posibilidades de que me despierte de nuevo con doce años menos. 

Hurgando en una mesa que hay en la entrada del apartamento, me encuentro con una pequeña carpeta con nóminas y extractos bancarios. Todo a mi nombre. Las nóminas datan de hace un año y los extractos de hace seis meses, lo que ya es un comienzo. Examinando más de cerca el nombre de mi empresa, descubro con sorpresa que es la TV Locale et Cie, la que me había contratado la noche anterior. ¡Jolín! Por última vez. ¿Cuándo voy a dejar de decir ayer para referirme a un día tan lejano? Pero esta información me da otra al momento: si he estado doce años en una empresa, será porque mi trabajo tendría un mínimo de interés. Una pena que lo único que quede sean varias nóminas. Al levantar la mirada veo el ordenador. Probablemente tendré una copia de mis carpetas del trabajo, es una costumbre que antes tenía y puede que no la haya perdido. Algunos archivos deben de andar por ahí y me darán datos clave, o eso espero. 

Pasan las horas. Debo ir a buscar a mi madre y aún no sé si diré algo o si me quedaré callada. Por miedo a dejarme llevar por otros descubrimientos, cojo el bolso y las llaves del apartamento. Al abrir la puerta para irme, veo el correo: una carta con mi nombre de soltera y una postal dirigida a «Marie de las Fuentes y su tribu». ¡Philippe! Un antiguo amigo dibujante que en la época en la que nos conocimos insistía constantemente en declararme su amor: dejó decenas de croquis en mi buzón. Salto de alegría por la idea de que siga en mi entorno.

¡Ah, las amistades fieles! No hay nada mejor para paliar los golpes duros. Sus fórmulas y dibujos no han cambiado, me felicita las Pascuas. El resto del correo es para Pablo. Hay una revista de animales para Youri y una postal de unas palmeras de Martinica cuya letra reconozco inmediatamente: mi madre. Entonces es allí de donde acaba de llegar. Al final de la postal, hay otra letra desconocida que firma «Un abrazo de todo corazón. Jean». Me acuerdo de la foto del álbum donde aparece apoyada en el hombro de un hombre mayor. ¿Mi madre se ha vuelto a casar?


***


—No me he vuelto a casar, cariño: más bien arrejuntada… como diría tu abuelo. Si me tengo que volver a casar, cosa que dudo ya que no tengo edad de necesitar coartada para pasármelo bien, creo que serás la primera a quien avise… ¿Por qué me lo preguntas? ¿Piensas que podría haberme casado con Jean a la chita callando bajo el sol del trópico?

—No, no… lo decía por bromear.

Tengo suerte, podría haberme contestado que llevaban bastante tiempo casados y que fui a la celebración. Saco un paquete de tabaco que compré por el camino. Me mira con sorpresa y me ahogo en la primera calada.

—¿Vuelves a fumar?

Parece incrédula.

—Sí, bueno, no… Solo quería probarlo. 

Me asombré por la mañana al no encontrar tabaco en casa, pero debo reconocer que tampoco lo había echado de menos. Así que he dejado de fumar. 

—Después de ocho años, me parecería una pena que volvieras —señala mi madre levantando una ceja. 

Calculo que debo de haberlo dejado durante mi primer embarazo. Me guardo el paquete en el bolso, arrepentida. ¿Ves? No funciona: lo encuentro muy malo. Ha sido una buena prueba. Me río pero siento que mi voz suena falsa. Mi madre no dice nada, pide y me observa de nuevo en silencio.

—¿Estás segura de que estás bien? ¿Has discutido con Pablo o es tu despido lo que te atormenta?

Protesto débilmente.

—No, de verdad. Es solo que estoy un poco cansada.

—¿Quieres que cuide a los niños la semana que viene? Creo que tienen vacaciones, creía que tu suegra se quedaba con la más pequeña.

—No, mamá, de verdad. Todo va bien.

Tendría que haber aprovechado la oportunidad, pero ¿cómo podría conocer mejor a mi familia si mi madre se queda con mis hijos? Al fin y al cabo, solo los he tenido esta mañana. Para evitar un aprieto, ya que he decidido que no le iba a contar nada de mi amnesia (vaya, es la primera vez que le pongo nombre a la aventura), le pido que me hable de sus vacaciones. Al final no ha cambiado mucho: está simplemente un poco más risueña, un poco más regordeta, pero sigue tan charlatana e irrevocable en sus decisiones. Antes de irme, le vuelvo a preguntar su dirección y la clave de su portal para enviarle un libro maravilloso que supuestamente he encontrado en casa. Como se sorprende por mi pregunta, le digo que sé llegar a su casa pero que se me ha olvidado su número. Aun así nada justifica que necesite su clave. Me lío pero termina por darme su dirección. ¡Sigue viviendo en el mismo apartamento! Qué alivio. Al menos es un lugar en el que podré descansar de todo este cambio.

Para volver a casa, cojo el autobús. Para ir fui en metro. Aparte de los anuncios y del estilo vagamente decorativo de algunos vagones, no encontré ningún gran cambio. Hay algo que me ha sorprendido: el número de vagabundos se ha quintuplicado y una retahíla de tipos venden periódicos en el metro. Aún no les he podido echar un vistazo ya que el billete de cinco francos no me ha permitido satisfacer mi curiosidad.

Fuera todo me resulta más rígido. No sé de dónde viene exactamente esta impresión, pero es tenaz. Todo es gris o negro, comenzando por la moda. Los zapatos son horribles, las chicas parece que andan sobre aerodeslizadores, como los que cogemos para ir a las islas del Canal. A los chicos se les divide de dos formas: paramilitares rapados o afeminados con cola de caballo, y la finura de sus rasgos les da aires de chicas preadolescentes.

Más o menos todo el mundo luce un aire desagradable y la mayoría de los chicos andan mirando al suelo. Estoy consternada. No me puedo imaginar que la gente se haya degradado tanto en doce años. Me pregunto si este fenómeno se encuentra solo en París o si el resto de Francia se ha vuelto también tan melancólico. Parece que los jóvenes estén en guerra, aunque he leído los periódicos y no aparece nada por el estilo.

Después de un buen rato, con la nariz pegada a la ventana, me fijo en que ha cambiado el aspecto de los coches y algunas calles, pero me asombra sobre todo el ambiente general de la calle: los jóvenes. Me impresiona no haber experimentado hasta ahora la sensación de conjunto que puede desprender una muchedumbre, un grupo de personas, una hilera de escaparates o de carteles cruzados en las calles. Veo algo distinto que no veía antes: redescubro la ciudad en la que vivía antes, pero con ojos de extranjera. Sin embargo, estoy convencida de que mi estatus de extraterrestre, o más bien de extratemporal, no es el único responsable de mi visión. Percibo el estado general de un fin de siglo y si lo capto con tanta gravedad es porque estoy ahí, atenta después de doce años de ausencia. ¿Tendré la misma impresión con respecto a mi vida personal? Puede que vea mi propia pareja desde fuera. Lo que más me agobia es aferrarme a una vida a la que siento que he llegado tarde. 

Me sobresalto al entrar en el apartamento por primera vez con mis llaves. Un vecino baja por la escalera y me saluda. Parece que tengo un pase, me siento una intrusa visitando un apartamento que no es el suyo. Entro y me sorprende la falta de sentimiento familiar. Si me siento relativamente bien es porque sé que vivo allí y porque sé que la clave de la desaparición de mi vida se encuentra probablemente entre esos muros. Y además, porque es el único sitio en el que puedo ir de una habitación a otra, inspeccionar el contenido de los armarios, encontrar mis cosas y algunas referencias de mi vida pasada. Pero no puedo resistir mucho más: vuelvo al sexto distrito, a mi antigua dirección, a la calle de l’Université. Llamo a la puerta y oigo llantos de niños. Una mujer con un bebé en brazos y otro enganchado en la falda me abre. Decididamente, todo me conduce a mi vida actual. Me invento una historia sentimental, un deseo de volver a ver los sitios de mi pasado y me deja entrar.

Curiosamente, el apartamento que hasta ayer era mío me resulta tan poco familiar como en el que me he despertado esta mañana. Sin mis muebles ni mi decoración, no encuentro la sensación que venía buscando. Le doy las gracias a la madre de la familia y me acompaña a la puerta contándome que había otros dos inquilinos antes que ella desde 1988. Debo buscar los rastros de mi vida anterior, debo concentrarme en los doce años que me faltan.

Al cruzarme a varias mujeres delante del colegio más cercano, me doy cuenta de que tengo hijos desde esta mañana, hijos que no van a tardar en comprender que su madre no ha ido a buscarles a la salida. Presa del pánico, cojo un taxi y le suplico que se transforme en una lanzadera espacial desde el barrio de Saint-Germain hasta Montmartre. Se muestra dispuesto a colaborar, pero cuando llego a la guardería, la puerta ya está cerrada. ¿Qué se hace con los niños olvidados? Ya está: ya soy una madre infame. Tengo hijos desde hace no más de diez horas y ya los he abandonado. La directora frunce el ceño y me acompaña donde están los niños tomando la merienda. Los que se quedan hasta las seis cuidando de los niños me miran con curiosidad. No parece que mi hija esté sentada entre los niños. Una de las profesoras se nos acerca.

—La tata ya se ha llevado a Lola —me anuncia sorprendida por mi inquietud.

Tartamudeo excusas:

—No nos hemos entendido bien. Hoy me tocaba a mí recogerla, pero he llegado tarde. 

Salgo pitando a casa, también habrá tenido que recoger a Youri. Gritos de alegría celebran mi llegada a casa. Me tiran, me abrazan, me agobian. 

—Mamá, hoy has llegado pronto. ¿Quieres jugar? ¿Vienes al cuarto?

Estoy sorprendida, tengo la sensación de que me festejan, me aclaman. Nunca nadie me ha recibido con tanto fervor tras un período tan corto de separación. La tata, una africana sonriente, me pide permiso para irse y me dice que ha acabado la plancha. Al menos he mejorado en eso: siempre he odiado planchar. En 1988 no tenía a nadie que me ayudara a hacerlo. Lo aplazaba hasta que rebosaba, hasta que no tenía otra, hasta que no tenía nada que ponerme. Invadida por una repentina ligereza, sigo a los niños a su cuarto y, en ese instante, decido suspender mis búsquedas. A pesar de estar en mi casa, tengo miedo de llamar la atención hurgando en todos los cajones y armarios.

Por el correo de esta tarde me entero de que han aceptado mi dossier del INEM. Fija el total que voy a tener de paro, que entrará en vigor dentro de dos meses, vista la alta suma de mi indemnización. Dispongo pues de un importe suficiente para cubrir mis necesidades pero, de momento, debo progresar seriamente para aprender a desplazar a caballo a dos personajes que deben atacar una fortaleza. Después de varias horas en el espacio, hemos viajado a la luna, ya hemos leído cuatro historias del osito Nounours, hemos servido té y pasteles, construido una pirámide, arreglado la moto y acostado a todas las muñecas en pijama. Una llave abre la cerradura. El valeroso padre que vuelve del trabajo tiene derecho a la misma ovación que yo y se encuentra en el marco de la puerta de la habitación de los niños. Me mira con sorpresa. 

—¿Los niños aún no se han bañado o es que les has vuelto a vestir?

—¡No! —gritan juntos—, no nos hemos bañado. Lo único que hemos hecho ha sido jugar, hemos jugado a un montón de cosas… ¡Y ahora tenemos mucha hambre!

—¿Has preparado algo para esta noche?

De pronto, me doy cuenta de lo que podría ser la vida en familia. Naturalmente, ya he visto actuar a mis amigas con sus niños: ¡hay que vigilar el baño, dar de comer a los chiquillos, preparar comida para el hombre! Pero nada de esto ha ocurrido esta noche. Son casi las ocho y media y los niños están sucios y muertos de hambre. Preparo la bañera y le propongo a Pablo que los meta en el agua mientras que yo cocino algo rápido para una cena ligera. Mis raíces culinarias del sudoeste salvarán la cena, y mientras él esté con ellos, tendré tiempo para reflexionar sobre la cuestión que aplazo desde esta mañana: ¿le diré realmente a Pablo lo que me ocurre? ¿O no contaré mi historia de loca e intentaré resolverlo yo sola?

Doy de comer a los niños mientras él se ducha, y nuestras risas de locos le hacen presentarse en la cocina con una toalla alrededor de las caderas para saber qué es lo extraordinario que provoca nuestra hilaridad. Nada, casi nada. Es el queso de la pasta, el típico queso que se pega y se estira y se estira. Rápidamente, acompañamos a los niños a su habitación y procedemos a la ceremonia para acostarlos. En el momento en el que voy a salir, Youri me llama desde la oscuridad:

—Mamá, ven. El último beso. Eres la mejor madre del mundo. 

Lola, por su parte, espera a que vuelva a la cocina para venir a buscar agua, darme un beso y preguntarme si puedo maquillarla con un verdadero «pintasueños» para su «aniversueño». Cuando intento taparla con una de las mantas que había dejado sobre una estantería, se parte de risa. 

—Es para el bebé —me dice—. Yo ya no soy un bebé. Oye, ¿cuándo vuelve Zoé? 

No sé quién es esta pequeña cuyo nombre no me dice nada. ¿Será una perrita u otra canguro? 

—No lo sé, cariño, ya se verá mañana cuando hayas hecho un gran viaje en el país de los sueños. 

Es complicado no saber qué palabras decirle: ¿son las mismas que usaba antes u otras que he olvidado igualmente? Parece que los niños saben lo que tienen que hacer para que yo no esté tranquila. He podido constatar durante la noche que, en ciertos momentos, me miraban con curiosidad. Seguramente deben de sentir que no soy la misma, que vivo en el cuerpo de otra persona. Sin embargo soy su madre, me lo repito para convencerme, pero apenas los conozco. Soy una madre amnésica. De nuevo siento un nudo en la garganta. Lucho. Lo único que puedo hacer es alegrarme, mi situación es envidiable: estos niños son extraordinarios, son como ángeles, con una belleza interior, sensibles, agradables, encantadores. He pasado unas horas increíbles con ellos y también les he observado en sus reflejos, sus negativas, sus pequeñas rabietas. En definitiva, la relación hermano-hermana que han construido.

De pronto siento una presencia: Pablo se ha vuelto a vestir. Lleva un ligero conjunto blanco que combina maravillosamente con su tez mate. ¿Cenamos? Le sigo y deslizo el brazo bajo el suyo, estoy un poco nerviosa. Después de todo, es la primera vez que la segunda cita con un hombre se desarrolla tras doce años de vida en común.

Al dejar los platos sobre la mesa, me doy cuenta de que es nuestro primer cara a cara. Enciende una vela y sonríe oliendo el plato:

—¿Qué es? 

—Algo improvisado, restos. He hecho lo que he podido. 

Rompe a reír. 

—Ya veo. ¿Querías disfrutar de los niños, no? 

Aparentemente no suelo olvidarme del baño, la comida y los horarios, ya que se ha dado cuenta de la situación. ¿Pero en qué tipo de mujer me he transformado? Bueno, ante todo no debo enfadarme inmediatamente conmigo misma. No debo olvidarme de que soy esa de doce años más tarde, a pesar de que, en mi cabeza, tiendo a razonar como aquella de doce años antes. En todo caso, no es momento de dejar de solidarizarme conmigo misma. Necesito ser un todo para reencontrarme. Pero veamos el lado positivo, una cena cara a cara, es lo que deseaba la noche anterior, en cierta medida.

Parece que Pablo está muy contento de estar sentado delante de mí. Está bien eso de cenar en la terraza, es un cambio. Me ha parecido natural ya que hace bueno esta noche. Y acabo de pensar que hace tan bueno como aquel famoso jueves 12 de mayo cuando nos conocimos. Pero hoy es viernes y estamos en el año 2000. 

—Me gusta ese traje, no te lo sueles poner. Yo te lo regalé, ¿te acuerdas? 

¡Ay! Mal empezamos. ¡Ningún recuerdo! Decido exagerar para dejarlo pasar. 

—Pero, Pablo ¿cómo podría olvidarme del inolvidable día en el que me hiciste este maravilloso regalo? 

Sí, cómo podría haberlo olvidado es lo que me pregunto. Parece sorprendido por mi respuesta así que, al ver que le sonrío, se ríe a su vez y me coge de la mano hundiendo los ojos en los míos. 

—Eres muy guapa. Mucho más guapa que el día en el que te conocí. 

Hago una mueca de protesta. Por ahora, es un día muy parecido como para renegar tan rápido de él. 

—Era más joven.