Eleya siempre estaba cansada, siempre ojerosa, siempre bostezando. Por la mañana sus padres la encontraban junto a la cama matrimonial dormida en el suelo.

Sus padres le preguntaban ¿por qué?

—¿Por qué duermes aquí en nuestra recámara? —decía seriamente su mamá.

—¿Por qué tienes esa cara como de escoba que ha barrido todas las calles del mundo? —inquiría en broma su papá.

Pero Eleya no reaccionaba ni ante las interrogaciones serias ni ante las interrogaciones chuscas. No es que no quisiera hacerlo. Es que no sabía con qué palabras responder.

¿Cómo se aprende durante la infancia la existencia de la muerte?

Algunos niños la conocen de la peor manera, que es enfrentarla cara a cara con el fallecimiento de la abuela, de uno de los padres o de un hermano.

Después de ese aprendizaje, la vida ya no vuelve a ser igual.

Algunos más llegan a la conciencia de la muerte de una manera extraña. A dos manzanas de casa de Eleya vive una niña de su edad. Se llama Estefanía. Ella tenía un conejo. Un día decidió que estaba sucio, así que fue por la tina y por un poco de jabón. Cuando su mamá volvió de la calle, pegó el grito al cielo.

—¡¿Qué hiciste, Estefanía?!

El conejo estaba flotando en la tina. Ella sólo lo había bañado como su mamá lavaba la ropa, tallándola en el fondo del agua.

Desde entonces, todos los días, apenas se levanta de la cama, Estefanía baja la escalera, atraviesa la cocina y sale al jardín por la puerta de atrás. Allí se sienta en el patio a esperar a su conejo. El día en que Estefanía ya no vuelva al jardín, habrá entendido. Es uno de los peores descubrimientos de la infancia: saber que la vida se acaba.

Eleya lo descubrió por uno de los atajos: comprender que algo va a suceder antes de que suceda, o sea anticiparlo, o sea que ella no tuvo que ver desaparecer a nadie para entender que algo parecido podría pasarle a sus papás.

Así fue como empezó su pesadilla.

Lo que temía Eleya era que sus padres perdieran el sonido.

Ella había llegado a la revelación de que la vida estaba hecha de sonido. Así como los suéteres eran de lana, los dientes de hueso y los pasteles de harina, la vida estaba tejida con el sonar de las cosas. El ladrido de su perro Arcoíris, el bisbeo de las abejas, incluso el tac-tac suavecito de sus tortugas cuando caminaban sobre la mesa, eran las huellas que dejaba tras de sí la vida. Por eso todas las noches Eleya extraviaba el sueño. De pronto los ojos se le abrían a mitad de la madrugada y ya no los podía volver a cerrar. Salía de las cobijas, caminaba de puntas por el pasillo, empujaba suavemente la puerta de la recámara grande, primero rodeaba la cama por el lado donde dormía su mamá, luego por donde dormía su papá, y con ambos hacía lo mismo, se inclinaba, ponía su oreja muy cerca de las caras de sus padres hasta que los escuchaba respirar. Ella respondía al sonido con sonido: suspiraba aliviada. Cuando se recostaba en el suelo, nunca lo hacía pensando en quedarse dormida. Era para estar cerca por si su padre o su madre se callaban de pronto. Entonces podía levantarse de un brinco y sacudirlos por el hombro hasta que se acordaran de volver a respirar.

Eleya temía al silencio porque pensaba que la muerte se contagia. Una tarde encendió el televisor, pero bajó lentamente el volumen del aparato con el control remoto. Cien naranjas menos veinticinco menos siete menos dos, le enseñaron en la escuela alguna vez y siempre resultaba que las naranjas terminaban reduciéndose. Eso hacía la muerte, se contagiaba restándole sonidos a la vida. La fogata que se exhibió en la pantalla dejó de chisporrotear cuando le sustrajo el sonido con el control remoto y entonces las flamas parecieron tornarse pálidas; en otro canal, las olas del océano se quedaron mudas y rompieron distinto en la playa, igual que cuando papá tendía las camas y las sábanas ondulaban fantasmalmente antes de extenderse en el colchón como la suave caída de las hojas en el campo; en todos los demás canales, la gente de verdad y la gente de caricatura abrieron y cerraron la boca sin producir ninguna voz semejando ser peces en una pecera y Eleya pensó que si la pecera cayera al suelo, si se estrellara, si toda la gente de verdad y toda la gente de caricatura comenzara a zangolotearse entre los pedazos de vidrio...

Eleya apagó rápidamente el televisor.

La madre de Eleya era violinista. A Eleya le gustaba meterse en el hueco dejado entre la pared y el biombo, junto al piano, para espiar las lecciones que daba su madre a los alumnos. Su madre se paraba frente al ventanal, toda ella larga como violín: vestido largo, su pelo negro largo, pero sobre todo largas largas, las palabras que les decía a sus alumnos porque aunque ella pronunciaba las palabras a media tarde, Eleya las seguía escuchando por la noche y al otro día, y a veces una semana después.

—Cada sentido tiene un alcance diferente —dijo esa vez—. El gusto y el tacto son los sentidos más íntimos del ser humano, son nuestros espacios privados, las recámaras de nuestro cuerpo. Tú no llevas cualquier cosa a tu recámara. Eliges con mucho cuidado lo que tocas o lo que besas, ¿no es cierto?, para no espinarte o para no amargarte. El olfato, la vista y el oído son diferentes. No son tan vulnerables. Imagina que la vista es nuestra ventana. Sólo capta lo que tiene enfrente, es un sentido extenso, pero en ocasiones se deja engañar por falsas montañas en el horizonte. Los sentidos que no tienen adelante y atrás, que no tienen espalda ni frente, son el olfato y el oído; tampoco tienen párpados o labios para cerrarse cuando no quieres oler o no quieres escuchar algo.

Digamos que son las puertas siempre abiertas de nuestra casa. Bienvenidos o no, todos los olores y todos los sonidos pasan a través de nosotros y siguen de largo.

Esa noche, Eleya despertó al vecindario entero. Eran las tres de la madrugada cuando pareció que estallaba cada vidrio de cada casa del mundo. El papá y la mamá de Eleya saltaron del lecho y bajaron corriendo a la planta baja cubriéndose las orejas. Eleya había encendido el estéreo a todo volumen. La castigaron. Ella no pudo explicarles por qué hizo lo que hizo. No encontró palabras para expresarlo. Semanas atrás, su madre había dicho una de esas frases que se quedaban a vivir en su cabeza por mucho tiempo. La madre dijo que así como la suma de todos los colores daba como resultado el blanco, la suma de todos los sonidos producía el sonido que llamamos ruido. Para Eleya lo importante era impedir el contagio de silencio; por eso puso el estéro a todo volumen. Una armadura de sonido, pensó, y un escándalo a niveles de tortura inundó la casa y la noche, el ruido cubrió y destruyó todos los territorios del silencio y los habría ahogado por completo si su papá no hubiera llegado a la sala. Su mamá tenía razón. Los oídos lo dejan pasar todo; lo malo es que las personas tienen manos para cubrirse las orejas y desconectar los aparatos.

Eleya tres días estuvo castigada porque sus papás no pudieron adivinar lo que ella no supo decirles: que estaba combatiendo a la muerte.

Cuando en la escuela le explicaron el sistema circulatorio del ser humano, Eleya descubrió que no estaba sola. La maestra explicó que el corazón bombeaba sangre a todo el cuerpo. Lo que no dijo, a pesar de sus muchos estudios y sus muchos libros leídos, es que, con la sangre, el corazón también bombeaba sonidos, o sea que era el tambor de la vida que enviaba su mensaje a todas las partes bajo la piel para que el interior de nosotros no se convirtiera en algo afónico como el fondo del océano.

“Sin el corazón —pensó Eleya— seríamos como un mar muerto.”

—Ba-bum, ba-bum, ba-bum— volvió a casa repitiendo esta cantilena. Ba-bum, ba-bum, sonaban sus pasos en la acera al mismo ritmo de su corazón. En su recámara se puso a aplaudir y a chocar los dientes entre sí (ba-bum, ba-bum, ba-bum) para acompañar al tambor de su pecho.

Luego, de pronto, toda ella dejó de sonar.

Con la boca abierta y con las manos inmóviles, se quedó pensando. Había topado con una verdad y muchas veces las verdades te dejan así, petrificado, como si te volvieras de piedra, quizá para que ningún movimiento venga a estorbar el nacimiento de una idea. La idea que nació en la cabeza, pero también en el estómago de Eleya fue ésta: el peor temor de todas las personas del mundo es el mismo y ese miedo se llama “el silencio del corazón de quien amamos”.

Lo bueno es que esa tarde su mamá dijo otra de esas larguísimas palabras que la ayudaron a comprender lo que ella misma estaba haciendo por el corazón de sus papás.

—La música es el perfume de los oídos —oyó decir a su madre desde el otro lado del biombo—. Escuchamos las palabras y las entendemos, pero cuando oyes la música...

Y la música atravesó la tela del biombo. Eleya pudo imaginar a su mamá sosteniendo el violín y moviendo el arco tiernamente sobre las cuerdas, pero en realidad lo que sintió fue un baño de calidez, como si de algún lado hubieran salido pétalos y estuvieran lloviéndole encima.

—... cuando oyes la música, vives —continuó diciendo su madre—. El placer comienza en la nuca, ¿sientes?, cruza el cuero cabelludo, se desliza por la cara, baja hasta los hombros, cosquillea en los brazos y al fin provoca un estremecimiento en la espina dorsal. No es extraño que toda emoción intensa nos llene de escalofrío. Por eso la música es más natural que las palabras. Instintivamente entendemos un gemido, un llanto, un grito, un suspiro. Pero además de entenderlo, lo repetimos, como un eco, por eso reímos cuando alguien ríe o nos identificamos con el dolor de los otros. Somos como campanas respondiéndonos unas a otras a través de nuestros tañires.

—Contagiar —murmuró Eleya esa madrugada al percatarse de que sus ojos estaban abiertos y el sueño se había extraviado otra vez. Entonces, con muchas horas para pensar, decidió que si el sonido se contagiaba, el silencio podía contagiarse también.

Eleya bajó a la cocina, se trepó en la mesa y descolgó el reloj. Luego fue al salón de música y cogió el metrónomo que estaba sobre el piano. En el baño de la planta alta abrió un poco la llave del lavabo, un poco también la llave de la regadera. Luego empujó la puerta de la recámara grande y ya no la cerró para que el sonido del goteo no se quedara afuera. Puso el reloj en una silla, el metrónomo sobre el tocador donde lo puso a funcionar y luego se acostó en el suelo.

¡Qué sinfonía de latidos!

Plug, plug, sonaban las gotas desde el baño.

Tic, tac, se sincronizaba el reloj.

Y el metrónomo parecía el director de orquesta con su batuta: poc, poc, poc, poc.

¡Ningún corazón podía silenciarse con tamaña solidaridad detrás!

Arrastrada por la música de la vida, Eleya comenzó a golpear el suelo suavemente con la mano siguiendo el ritmo.

“Todo bien al fin”, pensó Eleya antes de caer rendida de sueño.

Pero a la mañana siguiente ella comenzó a pensar en su propio corazón. No tenía miedo de que se parara como los relojes sin batería. Su corazón sabía ir solo. Fue eso precisamente lo que la dejó pensativa. Un corazón late sin que le digamos “muévete”, como a las manos; o “ciérrate”, como a las bocas, o “duérmete”, como a los ojos. Los corazones marchan por su lado, sin ayuda, y eso está bien y está mal. Bien por su independencia, pero mal porque...

¿Cómo podía explicarlo Eleya?

Eleya se tapó los oídos para escuchar a su propio corazón como a veces ponía una oreja en la almohada para seguirlo oyendo. Y sí, allí estaba. Ba-bum, ba-bum. Ba-bum.

 

Ella escuchaba su corazón, pero él no la oía a ella. No se podían comunicar. Eleya estaba allí, pero su corazón se encontraba solo en el mero centro de su pecho.

Ba-bum, ba-bum, ba-bum, solo, solo, solo.

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“Mi mamá es adivina”, pensó Eleya horas después, escondida tras el biombo, cuando su madre le dio la clave en esas lecciones de violín que a veces se llenaban más de palabras que de música, como si también las ideas tuvieran que ser afinadas, practicadas, probadas para ver cómo sonaban. Ese día su mamá pronunció la más larga de todas sus largas palabras cuando la alumna en turno llegó diciendo que un violín no podía ser mejor que otro, que el violín es sólo un instrumento, que la música surgida de sus cuerdas es toda responsabilidad del violinista, de su talento, de su maestría, de su pasión.

La madre escuchó muy atenta. Cuando se le agotaron los argumentos a la alumna, la madre le contestó que existía una creencia de que los violines mejoran su sonido con el tiempo.

—La ciencia ha tratado de intervenir diciendo que los violines conservan un registro, como si las vibraciones repetidas durante años pudieran provocar cambios microscópicos en la madera. Eso dice la ciencia, que no es mucho decir. La creencia es más poética. Dice que la madera recuerda. La belleza de los sonidos le saca cicatrices a la madera, buenas cicatrices, marcas de bien, y que esa es la memoria de un violín. A mí me gusta la creencia porque lo que está diciendo sin palabras es que un violinista debe educar a su violín para las personas que vendrán.

—¡Entonces sí se puede hablar con el corazón! —casi gritó Eleya.

Después no pudo moverse durante toda la clase. Permaneció inmóvil como estatua hasta que logró hacer nacer la mejor de sus ideas.

“¡Educar al corazón!”, pensó.

Y desde entonces a eso se dedica Eleya, a educar a su corazón para contagiar de buenos latidos a los corazones de sus padres. Ba-bum, ba-bum, ba-bum.

A veces Eleya se pregunta qué pasaría si sus padres la descubrieran y la interrogaran seriamente diciendo “¿qué le dices a tu corazón?” o chuscamente “¿cómo se educa un corazón si no existen escuelas para corazones?”.

Eleya nunca ha podido responderle a su papá y a su mamá porque nunca ha sabido cómo expresar sus ideas.

Esta vez quiere intentarlo.

Eleya piensa que si en lugar de que sus padres estuvieran dormidos ahora mismo junto a ella, si en lugar de eso, abrieran los ojos y le preguntaran, bueno, ella podría decir palabras como “amor”, “dulzura”, decir que al corazón se le habla recordando los momentos de felicidad para llenarlo de marcas de bien. Pero la verdad es que no es exactamente eso lo que piensa Eleya.

Ya sin ayuda de los goteos viniendo del baño, ya sin el metrónomo en el tocador ni el reloj en la silla, ya sólo ella metida en la cama grande con su mamá de un lado y su papá del otro, Eleya acaba de recordar el proverbio que leyó una vez en uno de sus libros.

Eleya piensa contenta que eso les respondería a su mamá y a su papá, quienes duermen profundamente con sus cabezas pegadas al pecho de Eleya para contagiarse de su corazón.

Un pájaro no canta porque tenga una respuesta. Canta porque tiene una canción.

Eso, la respuesta es que ella no tiene una respuesta sino que tiene una canción, un corazón cantante para que los corazones de sus padres no se olviden de cantar.

Ba-bum, ba-bum, ba-bum, le dice su corazón a Eleya para desearle buenas noches.

—Buenas noches— murmura ella y cierra los ojos para dormir al fin.