Notas

 1 Escuchas un portazo y te das cuenta que no tienes escapatoria. Sientes la mano fría y te preguntas si volverás a ver el sol. Cierras los ojos y esperas que sea solo tu imaginación, nena. Pero en todo momento estás oyendo a la criatura detrás de ti. Ha llegado tu hora… (Michael Jackson - Thriller)

 2 Bien, Rhonda, te veo muy bien y sé que no te llevará mucho tiempo ayudarme, Rhonda. Ayúdame a echarla de mi corazón… (Beach Boys - Help me Rhonda)

 3 Ayúdame Rhonda, a echarla de mi corazón… (Beach Boys - Help me Rhonda)

 4 Aquí estoy, soy yo. No hay otro sitio en la tierra donde querría estar. Aquí estoy, solos tú y yo… (Bryan Adams - Here I am)

 5 Por favor recuerda, por favor recuerda. Yo estaba ahí para ti y tú estabas ahí para mí. Por favor, recuerda nuestro tiempo juntos. El tiempo era tuyo y mío… (Leann Rimes - Please Remember)

 6 No te quiero perder y siempre quiero sentirme así. Porque cada vez que estoy contigo siento amor verdadero, amor verdadero. Dime que eres real que no estás fingiendo… (Tina Turner - I don’t wannna lose you)

 7 Nena relájate, vayamos despacio. No tengo ningún sitio adonde ir. Sólo me voy a concentrar en ti. Nena, ¿estás lista? Va a ser una larga noche… (Boyz II Men - I’ll Make Love to You)

 8 Necesito un héroe. Estoy esperando un héroe antes del fin de la noche. Él tiene que ser fuerte y tiene que ser rápido y tiene que salir fresco de la pelea… (Bonnie Tyler - Holding out for a hero)

 9 Hay un héroe si miras dentro de tu corazón, no tienes que tener miedo de lo que eres… (Mariah Carey - Hero)

10 Es Nochevieja y los ánimos están altos. Baila con el año saliente y despídelo con un beso. Otra oportunidad, otro comienzo. Cuantos sueños para tentar al corazón. No necesitamos una pista de baile concurrida, todo lo que necesito está aquí. Si estás conmigo, el próximo año será el año perfecto... (Dina Carroll - The Perfect Year)

El año perfecto

El año perfecto

Raquel Villaamil

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Raquel Villaamil

 

RAQUEL VILLAAMIL

Nacida en Madrid con ascendencia norteamericana. Devoradora incansable de libros (alguno tiene aún las huellas de sus dientes de leche), en cuanto empezó a leer acabó con la biblioteca del colegio y ganó como premio acudir a la Feria del Libro. Ahí decidió que sería escritora. Su primer cuento lo escribió con seis años y su primera novela con nueve. Durante bastante tiempo ha ejercido como Arquitecto Técnico pero por carambolas del destino y mil alineaciones planetarias, en la actualidad es guionista de videojuegos. Esta es la segunda novela de su trilogía Manhattan Beach.

 

 

 

Primera edición: junio de 2016

 

© Raquel Villaamil Pellón

 

© de esta edición:

Editorial Diéresis, S.L.

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Era un ángel, una alucinación. Esa idea constituía la única realidad probable, mas no me importaba. Juré que todo lo que nos separaba, nos uniría. Que lo que nos diferenciaba, nos acercaría. Pero de los sueños se despierta alguna vez. Los ángeles siguen siendo inalcanzables y las alucinaciones, peligrosas.

 

Edward Dylan

SIETE MESES ANTES. DICIEMBRE

Los Ángeles

Las nominaciones a los Globos de Oro se hicieron públicas a mediados de mes. Con Sandra, mi casera y sin embargo amiga, nos encontrábamos pegadas a la televisión abrazando como boas constrictor dos sufridos cojines en el sofá de la casa que compartíamos.

Creíamos que nuestros ruegos atravesarían la pantalla y modificarían el resultado de la lista de nominados elaborada por la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood.

—Por favor, por favor… —me oí suplicar como no lo hacía desde la final del Mundial de Fútbol.

Tenía el mismo conocimiento del mundo del balón que del cine. O sea, casi ninguno, pero… ¿qué importaba?

Un hombre de rostro indescifrable paseó los ojos por el papel y nos dirigió una mirada desde el televisor.

—Los nominados a la mejor película dramática son: Manhattan Beach

Ya no escuché más. Sandra y yo botamos a la vez del asiento y nos abrazamos con emoción contenida. El achuchón duró lo que tardamos en escuchar de nuevo la voz del presentador.

—Mejor guion: Manhattan Beach, de Edward Dylan…

Nuestros gritos sepultaban al resto de nominados. ¡¿Qué más daba?!

—Mejor actor de drama: Sean Weller por Manhattan Beach

Me di cuenta de que lloraba a moco tendido.

—Las nominadas a mejor actriz de drama son: Denise Daniels por Manhattan Beach

—¡Bien! —elevé los brazos al techo.

—¿Bien? —Sandra me miraba boquiabierta. El estupor se había apoderado de su rostro bronceado—. ¿Bien? Han nominado a la mujer que casi te roba el novio, ¿recuerdas?

Bajé los brazos, que permanecían petrificados.

—Tenían que fingir ser pareja por el bien de la película. Nada más.

—Bueno, me alegro de que lo hayas superado —se sentó de nuevo en el sofá—. La de lágrimas tuyas que he tenido que soportar.

Sonreí.

—No ha sido para tanto.

—Lo peor desde el diluvio de Moisés.

Pobre Noé.

Me senté a su lado y apoyé la cabeza en su hombro. Por más que hubiera deseado asesinarla en multitud de ocasiones, mutilarla en otras tantas y ahogarla en demasiadas, se había comportado como una gran amiga desde que llegué a su casa.

—Gracias —murmuré.

—Bien, vale, vale —se separó de mí—. Parece que nuestra película va camino de la fama.

Mi teléfono móvil vibró a mi lado con un mensaje de texto:

«No está nada mal, ¿eh?»

Sonreí para mis adentros. No, Sean. Era más que eso, era perfecto.

—El romanticismo en su estado más puro —dijo Sandra fisgando por encima de mi hombro—. A miles de millas y no puede acabar la frase con un «te quiero».

Para mi desgracia, Sean llevaba unas cuantas semanas rodando en París con Charlize Theron. Sí, París y Charlize juntas no sonaban nada bien. Aparté de la mente las imágenes de ambos juntos y me volví hacia mi compañera.

—Ya sé que me quiere.

—No te ofendas.

—Envidia cochina.

Se rio.

—Bombón Weller no es mi tipo.

—Ya.

Caminó hacia la cocina y tomó de la nevera una botella de agua, de las que crecían como champiñones por el electrodoméstico.

—Hablemos de cosas más sensatas.

Lo decía la sensatez personificada.

—¿Qué nos vamos a poner para la gala? Creo que necesitamos una sesión de compras en Rodeo Drive.

—Sabes que no me lo puedo permitir.

—Por ahora no encuentro ninguna ventaja a estar saliendo con una estrella de Hollywood.

Me acerqué apoyándome en la encimera de mármol.

—No voy a pedirle dinero —apunté tajante.

—¿Crees que prefiere ir acompañado por un adefesio? —sonrió—. Perdona por lo último.

La sola idea de pisar junto a él la alfombra roja o del color que fuera, me produjo un mareo y me desplomé sobre un taburete.

—¿Yo con él? —murmuré.

—Más bien.

—Pero… eso es antinatural.

—Algo raro, sí —la situación parecía divertirla sobremanera—. A mí lo único que me produce escalofríos es la temperatura de enero. No pegan demasiado bien el vestido palabra de honor con la piel de gallina.

Tomé aire profundamente. ¿Respirar en una bolsa de cartón me ayudaría en algo? ¿No surtía efecto en las películas?

El teléfono de Sandra sonó en aquel instante con la última canción de Taylor Swift.

—¿Hola? —contestó.

Asintió sin añadir nada y tras unos minutos colgó.

—Reunión de emergencia en Beverly Hills —dijo—. El productor de la película quiere vernos a todos esta noche y, dado su carácter agrio, no creo que haya organizado una fiesta.

Cualquier pensamiento anterior se convirtió en banal. Iba a encontrarme cara a cara con el hombre que me había separado de Sean por el bien de su proyecto. Sí, es cierto que él había dado en el clavo y la película se había convertido en el éxito inesperado del año, pero se la tenía guardada desde entonces. Y la venganza se sirve fría, o al menos templada. Cerré los ojos e imaginé qué podía hacer.

 

••

 

En el número 1215 de Laurel Lane, en Beverly Hills, se escondía la increíble-inconcebible-impresionante mansión del productor Abraham Bernbaum. De aire versallesco, se alzaba en dos alturas con cristaleras gigantescas que irradiaban una luz anaranjada.

En el Chevrolet verde modelo Edad Media de Sandra, cruzamos el largo camino adoquinado hasta una fuente con querubines escupiendo agua que daba paso a la entrada principal.

Nos abrió la puerta el productor en persona. Desde cerca no imponía demasiado. La cabeza, afilada y escasa de pelo, se escondía entre los hombros. Ancho y corto de estatura, parecía el prototipo de malvado de alguna película. Sus ojos pequeños se detuvieron en Sandra y a mí ni me rozaron.

—Gracias por venir. Estamos ya todos en el salón —su voz resultó lo único interesante que salió de él. Daba bastante miedo.

Le seguimos aleladas en la contemplación de la doble escalera que partía del recibidor hacia la planta de arriba. La decoración brillaba en dorado, las lámparas de araña colgaban pesadas de los techos altos y el mobiliario parecía robado de algún palacio del Rey Sol.

En el salón al que se refería, después de atravesar otros dos, se había congregado un pequeño grupo de personas. El productor nos abandonó descortésmente y tuvo que ser Denise Daniels la que se nos acercara en primer lugar. Nos dio un beso seguido de un abrazo breve. Olía estupendamente y resultaba igual de espectacular en vaqueros que con el vestido de gala del Festival de Cine de Venecia. Allí la conocí y allí la tuve que ver de la mano de Sean de un lado a otro.

—Como me alegro de que hayáis llegado. Demasiado hombre junto —señaló al resto del grupo—. Os presentaré. A Nicholas ya le conocéis.

El aludido nos saludó efusivamente. Nadie hubiera dado un dólar por Nicholas Adams, aquel director joven de películas que apenas veían tres o cuatro gatos, y sin embargo obró un milagro con el guion que había escrito unos cuantos años atrás Edward Dylan, el fallecido padre de Sandra. Lo que desconocían los presentes era que el guion estaba inacabado cuando lo encontré escondido debajo de mi cama y que fuimos Sandra y yo las que lo rematamos.

—Aquellos dos hombres trajeados del fondo —nos indicó Denise con su bonita voz— son el agente de Sean y el mío.

¿Agente? Desconocía la existencia de aquellos individuos. ¿Para que servían? Los agentes inmobiliarios eran malos bichos, los literarios te llevaban a la fama y los agentes de la condicional, a la trena por no respetar un paso de cebra. ¿A qué grupo pertenecerían éstos?

—Simplemente aconsejo a Sean con los proyectos que llegan a mis manos —me contestó él mismo cuando se hubo presentado como David Yarrish. Me cayó bien. No sé por qué—. Pero con él hay que ser convincente. Es un perro viejo del negocio. Viejo y rabioso.

Me entró la risa.

—¡Ah! —continuó sonriendo—. ¿Aún no conoces esa faceta? Ya, ya llegará. O puede que haya cambiado, como me repiten mis fuentes.

Aquel hombre aparentaba ser algo más mayor que Sean. El traje remarcaba unos hombros anchos y el pelo castaño y la tez morena agudizaban sus ojos de color azul oscuro. Hablaba con una seguridad que aumentaba su atractivo.

—Le fiché en cuanto le vi en un partido de hockey. Buscaba un jugador para secundario en una película de adolescentes y le encontré perfecto. Guapo, chulo y con cierto aire de gato abandonado. Él tenía entonces dieciséis años y una triste historia familiar a sus espaldas. Era mi segundo descubrimiento profesional, acababa de lanzarme al peligroso mundo de la fama. Y acerté. Al menos durante unos años, muy buenos años. Y me da en la nariz —dijo a modo de secreto—, que el Sean Weller de entonces ha vuelto… y mejorado. Gracias.

Por toda respuesta me sonrojé y cuando por fin quise añadir algo, se oyó la voz del productor. Afilada, casi irritante.

—Mi película ha sido nominada a varios Globos de Oro, así que tenemos que comenzar con la pantomima.

¿Su película? ¿Qué se creía aquel individuo?

—Yo puse el dinero, yo exijo —volvió su cabeza hacia mí.

¡Dios mío, leía el pensamiento!

—De eso estamos seguros, Abraham —intercedió David—. ¿Qué tienen que hacer los muchachos esta vez?

El productor apartó su mirada de mí y la dirigió a un punto indeterminado al fondo del salón.

—Denise y Sean irán juntos. Detrás Nicholas y la señorita Dylan —ordenó.

—Me parece que se olvida de Miriam —oí de nuevo la voz del agente de Sean—. Los actores suelen ir acompañados de sus parejas. Preferentemente las reales.

—Ni es su esposa, ni una modelo, actriz o alguien conocido, así que no me vale. Punto final.

—No creo que mi representado esté muy conforme. Sean va a quedar muy bien al lado de esta señorita —me guiñó un ojo.

La situación me incomodaba. Tenía ganas de agachar la cabeza y salir corriendo de aquel salón. Resultaba inverosímil que se estuviera debatiendo mi asistencia o no a unos premios de Hollywood.

—El señor Bern… Bernbaum tiene razón —dije, trabándome con el apellido—. Yo no pinto nada allí. Denise debería ir con él. Al fin y al cabo son los dos protagonistas.

Sandra me lanzó una mirada de desaprobación que sentí como un mazazo en la cabeza.

—Ni siquiera quiero estar —continué bajo el silencio de los presentes—. Me conformo con poder aplaudir desde un asiento no muy lejano.

—Parece que comenzamos a ser algo razonables —corroboró el productor—. Señor Yarrish, acompañará a la señorita… a esta señorita en la gala.

Él asintió con seriedad.

Se continuaron ultimando los detalles mientras mi intelecto desconectaba. Cuando terminaron, me hundí en el asiento súbitamente incómodo del Chevrolet y condujimos a casa.

 

••

 

El sol del domingo me despertó sorteando los estores de las ventanas de mi habitación. La luz del astro rey conseguía levantar el ánimo hasta de aquellas que no éramos «alguien conocido». Me estiré en la cama gigantesca y deslicé la vista desde el techo del dormitorio al ordenador de color naranja con dibujos de fresas rojas como demonios, que mis amigos californianos me habían regalado al poco de llegar, para que pudiera trabajar.

Desde entonces, mi Naranjito era un miembro más de la familia. A su lado yacía el cuerpo inerte de mi antiguo despertador rosa fucsia. Su fin había llegado unos días antes. La voz de Madonna me había sobresaltado de tal modo que lancé al pobre cacharro al otro extremo del dormitorio de un manotazo. Y eso fue demasiado para él.

Ahora utilizaba la alarma del móvil. Algo menos efectiva para despertarse pero no me obligaba a estrujarme la cabeza para adivinar el significado de ninguna canción.

El nuevo capítulo de mi vida comenzaba sin mi despertador-oráculo, con mi novio en París y desahuciada del mundo del celuloide.

De un salto me coloqué al lado de la ventana. El océano Pacífico lanzaba destellos plateados mientras mojaba la arena blanca de la playa pocos a metros por delante de la casa. Dos locos del deporte corrían por el paseo marítimo a buen ritmo. Les seguí con la mirada hasta que desaparecieron media docena de palmeras después.

El lunes, si no le daba por llover, me tocaría a mí correr un poco.

Según Sandra, los domingos eran para descansar. Se notaba que no tenía una jefa como la mía.

Encendí el ordenador. Las palabras «que la fuerza te acompañe» barrieron la pantalla. Me encomendé al espíritu de los Jedi y comencé a trabajar.

 

••

 

Leía el último libro en español, que atesoraba como oro maya, tapada con una manta en el sofá, cuando la puerta se abrió con brusquedad dejando entrar un viento helado proveniente del mar.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Sandra con los brazos elevados hacia el techo y su corta falda bailando con el aire huracanado.

Levanté los ojos.

—Estoy a cinco páginas del final —era mi forma de intentar frenar su inminente parrafada.

—Te va a encantar —cerró la puerta luchando contra el viento y se sentó a mi lado apartando mis piernas con un movimiento de cadera.

Apoyé el libro en la mesa y dirigí una mirada a la revista que blandía ante mi cara.

—Página dieciséis —ordenó.

Pasé las hojas hasta llegar a la indicada. Era un artículo sobre la tienda de ropa de Sandra. La crítica resultaba sumamente favorable.

—Felicidades —celebré—. No es para menos.

—¡Sí! —abrazó la revista con cariño—. La periodista es amiga mía pero trató de ser objetiva. Yo creo que lo consiguió —dijo sin pizca de vergüenza—. Por cierto, tengo tu vestido para los Globos de Oro.

Me cubrí la cabeza con la manta.

—Estaré tan lejos que me tomarán por una lámpara.

—Por eso te he encontrado uno en tonos amarillos —dijo colando su cabeza en mi escondite.

—¿Amarillo? ¿Como los pollos?

—Naranja entonces.

Cerré los ojos.

—Me fío de ti —susurré.

—Perfecto —se levantó de un bote—. Recuerda que hago milagros.

Dirigió sus pasos hacia la cocina, pero se detuvo a medio camino.

—Oye —interrumpió mi tentativa de aproximación al libro—. ¿Por qué no le haces una visita sorpresa a tu novio?

—¿A París? ¿Una sorpresa? Odia las sorpresas.

—Puede que odie que le pillen sobando a Charlize.

—No me piques.

Desanduvo el camino y apoyó el trasero en el reposabrazos del sofá.

—Venga. Llevas mucho tiempo sin verle y tienes vacaciones por Navidad, ¿no? ¿O a tu jefa la confundieron con un pavo y desde entonces no las celebra?

—Odia las sorpresas —me repetí.

—Una sorpresa en ropa interior no es odiosa —me guiñó un ojo—. ¿O es que te da miedo su reacción? Claro, no es de extrañar. Una protagonista como la señorita Theron resulta difícil de igualar.

La sangre me hervía por momentos.

—A mí no me da miedo nada —mascullé con las mejillas rojas como pimientos picantes.

Sandra tuvo la desfachatez de lanzar una risotada.

—No te lo crees ni tú —añadió.

—Antes de visitar a mis padres puedo hacer una escala en París sin problemas —zanjé.

—¿Seguro?

—Claro.

Me tendió un papel.

—En turista, no te creas.

Observé el billete de avión.

A París.

Sean me iba a matar.

22 DE DICIEMBRE

París

Una ligera neblina enmarcaba el Sena. La lluvia no se atrevía a dejarse caer de las nubes que cubrían el cielo parisino. El frío resultaba punzante como el aguijón de una abeja ártica para una extranjera adoptada por la Costa Oeste.

Había dejado un Los Ángeles soleado de temperatura suave varias horas atrás y me encontraba con los dientes aun castañeteando, en un taxi que ágilmente se movía sorteando tráfico y peatones por el Quai de Bercy.

Por si la sorpresa no resultaba demasiado agradable, había reservado habitación en un hotel. Dudé en dejar mi maleta primero. Sabía que Sean estaría rodando hasta las cinco como mínimo y si perdía el tiempo en ir a su hotel podía correr la mala suerte de no encontrarle. Mala o buena suerte. Depende.

A mí no me gustaría que me interrumpieran en mi trabajo aunque ese fuera hacer una película empalagosa y romántica con Charlize Theron. Imágenes inventadas por mi cruel subconsciente comenzaron a llenar mi cabeza. ¿Y si llegaba allí y me los encontraba fundidos en un beso de impresión? ¿Cuántos actores se enamoraban durante un rodaje? ¿Cinco? ¿Veinte? ¿Todos?

Quise tirarme de los pelos para detener aquel afán autodestructivo pero mis manos, aún en proceso de descongelación, me lo impidieron.

Aquella no era una buena idea.

El Sena, a mi izquierda, dejó entrever una isla. Parecía que ya casi habíamos llegado. Demasiado rápido. El pulso se me empezó a acelerar en cuanto el taxista aminoró la marcha para cruzar el Pont Marie que accedía a la Île Saint-Louis. Giró en una calle a la derecha aproximándose al final de la isla. En un segundo, la catedral de Notre Dame se vislumbró entre las casas.

El taxi frenó y, recordando el motivo de mi visita, me apeé del vehículo más nerviosa que de costumbre y también más pobre, así de abultada fue la factura. La calle parecía terminar en un puente que separaba la Île de Saint-Louis de la Île de la Cité. Allí era.

Caminé despacio. Algún curioso trataba de atisbar cualquier detalle entre las caravanas, remolques y cajas apiladas que rodeaban el puente de Saint-Louis. Ante la estupefacción de un par de chicas a mi derecha, me interné por la única vía que habían dejado libre de acceso al rodaje.

Un hombretón cuadrado llamó mi atención.

—No se puede pasar, guapa —bramó—, pas de passe.

—Vengo en nombre de David Yarrish —dije con la lección bien aprendida.

—¿Te espera el señor Weller? —preguntó con la voz más sosegada.

—La verdad es que es una sorpresa.

—Ah, eso está bien —me señaló con la mano el puente—. Aún están rodando. No hagas ruido porque el director tiene muy malos humos.

Sonriendo me interné entre aquella algarabía de cables y focos.

Me quedé sorprendida por la cantidad de personas que se movían alrededor del puente. No fue hasta el final cuando pude distinguir a dos. Todas las miradas se dirigían hacia ellas.

Y sí, la pareja se estaba besando apasionadamente. Tanto que quise mirar hacia otro lado, muerta de vergüenza. Me sentía como una mirona y encima, me corroían los celos.

Por fin veía a Sean después de más de un mes y tenía que ser abrazado a una rubia. Cuando iba a desplazar la vista hacia el suelo, él hizo un movimiento extraño. De su bolsillo extrajo un cuchillo de proporciones considerables y en un segundo, había acuchillado a la mujer doscientas veces. La sangre brotaba a borbotones empapándole a él y al adoquinado del puente. La pobre muchacha cayó al suelo inerte y Sean la miró sonriendo para, acto seguido, echar una ojeada hacia nosotros.

El frío que transmitían sus ojos al encontrarse con los míos me puso la piel de gallina.

—Bien Sean, me he cagado de miedo —rompió a hablar una voz a mi derecha—. Celine, una muerte magistral.

La aludida se levantó del suelo e hizo una reverencia, consiguiendo unos cuantos aplausos.

—Como lo repitamos otra vez me luxo el hombro —dijo entre risas.

—Un descanso —oí la voz de Sean demasiado cerca. Nos separaba poco más de un metro.

Di un respingo.

—Quince minutos, chicos —anunció el que a todas luces era el director.

Sean se situó enfrente de mí con los brazos en jarras y actitud expectante.

—Vaya, una testigo —dijo.

Tenía la ropa empapada en sangre y por la cara le cruzaban varios churretones rojos, pero al menos su mirada había perdido el aire glacial.

—Hola —se me ocurrió musitar.

Esbozando una sonrisa indescifrable entre tanta salpicadura, me tomó de la mano y me condujo hacia una caravana. Subí los dos escalones metálicos aún nerviosa por lo sucedido y me encontré en una especie de vestuario de gimnasio, lleno de ropa, espejos y una máquina de agua.

—¡Sean! He dicho quince minutos —gritó el director un segundo antes de que la puerta se cerrara y el ruido quedara atrás.

Era el momento de explicar por qué me encontraba en París sin soltar la palabra sorpresa.

—Sorpresa —murmuré.

—Sí que lo es —se acercó tanto que di un paso hacia atrás pegándome a la pared. Su mano manchada me rozó la cara. Desprendía un aroma dulzón que me empalagó la nariz.

Sonrió a la vez que deslizaba los dedos por mi pelo, mi cuello, mi cara. Acercó su boca a la mía.

—Esta sangre sabe muy bien —dije rozando sus labios.

—Remolacha y miel, creo.

Un golpe metálico en la puerta me hizo abrazarme a Sean como una lapa.

—Señor Weller, a maquillaje —vociferaron.

Sean abrió la puerta airado.

—¿No eran quince minutos? —gritó.

—Me lo he pensado mejor, amigo —la misma voz desagradable del rodaje.

—Me las pagarás, Quentin —dijo Sean más tranquilo.

—Ya lo creo —rio el director fuera mientras Sean se me acercaba de nuevo.

—Te tengo que dejar —me susurró asiéndome de las solapas del abrigo—. Date un paseo y en un par de horas te veo en mi hotel. Cuidaré de tu maleta.

No recordaba ni dónde estaba mi equipaje, hasta que me di cuenta de que pendía de mi mano. La solté.

Sean agarró el pomo de la puerta que se mantenía aún entreabierta.

—¿Te he molestado? —dije antes de que despareciera tras ella—. No te gustan las sorpresas.

—La Torre Eiffel bien vale una visita —y guiñándome un ojo, se esfumó.

 

••

 

Me encontré vagando por la orilla derecha del Sena sin conseguir que ningún taxi detuviera su carrera. Acababa de dejar atrás el centenario Hôtel de Ville cuando me vi reflejada en un escaparate.

—¡Madre del amor hermoso! —grité.

No era de extrañar que ningún taxista quisiera parar. ¡Parecía una víctima de Freddy Krueger! Mi cara y mi pelo estaban surcados por manchas de sangre que me daban un aspecto bastante tétrico.

Me adecenté, dentro de las limitaciones, y conseguí colarme en un taxi que dejaba en ese momento a un cliente.

—A la Torre Eiffel, s’il vous plaît —dije rápidamente.

El taxista me echó una ojeada por el espejo retrovisor para acto seguido repetir el vistazo incrédulo. Le vi santiguarse por lo bajo pero, gracias a Dios, arrancó el coche.

 

••

 

El hotel Les Rives de Notre Dame me pasó desapercibido y tardé en encontrarlo. No me esperaba que un establecimiento pequeño, de fachada clásica y toldo a rayas verdes fuese el alojamiento tipo de las estrellas de Hollywood. Imaginaba algo más ostentoso y lujoso, como el Ritz.

Entré en la recepción. Diferentes tipos de piedra y madera se combinaban en techos y paredes que le daban un aspecto acogedor.

Madame —llamó mi atención el recepcionista con gesto serio—. ¿Desea algo?

—Ah, sí. He quedado con… bueno, pero no tengo su número de habitación y…

—El señor Weller la espera arriba —me tendió una llave con una ligera sonrisa curvada en sus labios finos—. Bienvenida.

Asentí con la cabeza y me metí en el ascensor algo avergonzada de mí misma.

La habitación estaba en la última planta. Abrí la puerta con sigilo. Había tardado más de dos horas en mi paseo. La Torre Eiffel sobrecogía con la caída de la noche y resultaba imposible visitarla de forma abreviada.

Me encontraba en medio del dormitorio. Era amplio, de techo abuhardillado cuajado de ventanas, con vigas de madera y paredes enteladas. Dejé el abrigo, el gorro y la bufanda en uno de los sillones y me dirigí a una de ellas. A mis espaldas, escuché el ruido del agua procedente de la ducha.

Las vistas desde aquella cristalera rivalizaban con las del océano Pacífico. El Sena discurría bajo mi mirada, escindido en dos por la isla de la Cité y empequeñecido por la iluminada catedral de Notre Dame. Era una imagen de gran belleza, que me dejó emocionada durante un buen rato, absorta entre la suave luz que recorría arbotantes, contrafuertes y rosetones de la catedral.

—No es un hotel de cinco estrellas —susurró una voz a mi espalda, tan cerca de mi cuello que la piel se me erizó aún más que con el helado viento parisino— pero, ¿quién rivaliza con esta vista?

—Quizás el jorobado de Notre Dame —murmuré a la vez que sentía sus labios posarse sobre mi piel.

Sus manos, asidas a mi cintura, se deslizaron por debajo de mi jersey, de la camiseta exterior y de la interior.

—Dios mío, pareces una cebolla.

Me giré hacia él entre molesta y avergonzada.

—Y tú, ¿qué?

El agua de la ducha aún empapaba su pelo y gotas maliciosas recorrían su cuerpo únicamente abrigado por una toalla raquítica blanca. Me vine abajo.

—Estás asquerosamente guapo —no pude más que decir.

—A mí me gustan las cebollas —sonrió con aquella boca que hacía que me temblara hasta la tarjeta sanitaria.

—Huelen mal y hacen llorar.

—Pero resulta divertido quitarles capa tras capa —pausadamente consiguió que desaparecieran el jersey y las camisetas exterior e interior—. Parece que ya no quedan más.

Y de nuevo, después de demasiado tiempo, me encontré pegada a su piel. Allí en París con el hombre más ¿perfecto? de la Tierra.

El frío cristal a mi espalda me recordó que en la calle podríamos tener algún espectador pero no, tan sólo las gárgolas de Notre Dame contemplaron enrojecidas la escena.

 

••

 

Aún no había amanecido cuando abrí los ojos. Tardé un poco en enfocar su rostro y me di cuenta de que, apoyando la cabeza sobre su mano, Sean me observaba. Esbozó una sonrisa.

—Hablas en sueños —murmuró.

Mi cara debió ser el claro ejemplo del pánico.

—No te preocupes —me tranquilizó él—. No has dicho nada que no sepa y resulta agradable despertarme con tu voz. Últimamente me acuesto y me levanto con un asesino despiadado que me produce pesadillas. Me miro en el espejo y le veo a él. Pero hoy tengo una sorpresa muy dulce a mi lado, y ha conseguido que hasta tenga felices sueños.

Me acarició la cara con las yemas de los dedos y cerré los ojos, feliz de sentirle de nuevo.

Una alarma trastocó el momento haciéndome botar. Sean la acalló y comenzó a vestirse.

—¿Qué hora es? —atiné a decir con voz de marinero borracho.

—Las cinco y media.

—¿De la tarde?

—No, de la mañana. No te crees que sea capaz de levantarme de madrugada, ¿verdad?

—Ni en sueños.

Se rio.

—Pues me pongo en pie muy temprano y rodamos hasta tarde. ¿A que parece un trabajo normal?

Me incorporé a duras penas, ayudada por los codos.

—Normal, normal, no es. Dura pocos meses y se gana bastante más dinero.

—Bueno, eso es un decir —se terminó de poner un jersey de cuello alto—, aún no estoy al nivel de los actores de verdad. Recuerda que es mi segunda película después de un largo periodo inactivo.

—¿Es una indiscreción preguntar por cuánto acuchillas chicas en un puente?

—No mucho después de descontar los gastos, honorarios de mi agente y algunas cosas más…

—Venga, no te dé vergüenza. No pienso juzgarte.

Sonrió.

—Pues unos trece.

Una pena.

—¿13.000? No te preocupes —no sabía qué decir para animarle—. Yo gané lo mismo en mi primer trabajo y eso incluía un horario ilimitado con fines de semana incluidos.

Se acercó a mí y me besó.

—Eres un cielo —dijo mirándome a los ojos con intensidad—, me refería a trece millones.

—¡¿De dólares?!

—No, de yenes. ¿A ti qué te parece? Pues claro que son dólares.

Escupí una palabra malsonante sin quererlo y él rompió a reír.

—¿Ahora me quieres más? —preguntó divertido levantándose de la cama.

—Depende. ¿Mi regalo de Navidad es acorde con el salario?

—Eso depende de Papá Noel y de lo buena que hayas sido.

Le tiré la almohada cuando se alejaba hacia el baño. Cerró la puerta tras de sí a tiempo y mi arma arrojadiza chocó contra ella. ¡Trece millones de dólares! ¿Qué se hacía con tanto dinero?

Con la cabeza abarrotada de billetes con la cara de George Washington y Abraham Lincoln, me volví a tumbar en la cama y me quedé dormida.

 

••

 

Al despertarme de nuevo no había ni rastro de Sean. Una suave luz vacilante se colaba por las ventanas de mi izquierda. El sol dudaba si dejarse ver o no con el frío de la mañana.

Pegada en el espejo del baño, había una nota emborronada por la caligrafía esperpéntica de Sean. Parecía decir que estaría todo el día rodando y que le buscara a media tarde para acompañarme al aeropuerto.

Bueno, una mañana de chicas pero con una sola individua. Al regresar al cuarto, desplegué el mapa de París sobre la cama. ¡Qué grande era aquello! ¡Y qué frío hacía! Empezaría dando un paseo por los Campos Elíseos y vagabundearía por las salas interminables del Museo del Louvre. ¿Me daría tiempo a más cosas? Tenía una lista extensa y poco tiempo.

Me vestí con rapidez y bajé a desayunar contenta hasta la médula.

 

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El Louvre exterminó todas las horas de las que disponía. Perdida entre momias egipcias, pinturas y esculturas, apenas me di cuenta del reloj y tuve que apretar el paso por el Quai de Gesvres hasta la isla de Saint-Louis sin apenas poder admirar los preciosos edificios que abrazaban al río.

Sean me acompañó al aeropuerto en uno de los coches del rodaje. Apenas habló.

—¿Te pasa algo? —tuve que preguntar después de un rato de silencio demasiado dilatado.

—Perdona —me miró de reojo—. Este personaje es bastante absorbente. No estoy acostumbrado a tratar con tipos tan indeseables como él.

Me parecía algo fuera de la realidad, pero intenté comprenderle.

—¡Y yo que pensé que se trataría de una película romántica! —exclamé.

Conseguí que sonriera abiertamente.

—Nada más lejos de la realidad. Es lúgubre, siniestra y bastante sobrecogedora. Creo que te gustará.

—Si hay más besos como el de ayer, no lo creo.

—Hay de todo.

Resoplé.

—Conseguiré asumirlo dentro de un milenio.

El aeropuerto apareció enseguida. Me revolví en el asiento triste.

—Gracias por acompañarme pero no debí haber venido.

—¿No? —preguntó aparcando el coche en la terminal.

—Ahora resulta más difícil volver a dejarte.

Me besó mientras se me escapaban algunas lágrimas atontadas.

—Decía una canción del musical Sunset Boulevard que si estamos juntos en Nochevieja, el año siguiente será perfecto.

—¿Y estaremos? —indagué.

—Haré lo que pueda —me susurró al oído—. Mientras tanto trata de no ligar con algún antiguo novio.

Abrí la puerta.

—Y tú no seas tan cruel con las mujeres. Es Navidad.

Me encaminé al edificio después de despedirme con la mano veinte veces y entré. El ruido de la megafonía me hacía revivir todos mis viajes. Secándome algunas lágrimas más, busqué mi mostrador de facturación.

24 DE DICIEMBRE

Madrid

—Me ha dicho un pajarito que no quieres acompañar a un apuesto actor por la alfombra roja —comentó mi abuela bajo la tensa mirada de mi madre.

—No es que no quiera, es que no me dejan —respondí mientras trataba de alcanzar un trozo más de jamón del plato que mi hermano Pablo alejaba conforme me acercaba.

—Te va a sentar mal la dieta mediterránea —se rio él.

Hice una mueca burlona y me apoderé del plato. Una bandeja de langostinos llamaba mi atención desde la otra punta de la mesa y me lancé a por ellos. Todos me observaban sin disimulo.

—Tienes que comer mejor, estás en los huesos —sentenció mi madre.

—Es que ahora le da por el deporte —apuntó mi hermana Sofía—. No me extraña. Tiene que ponerse a la altura de un galán de cine.

Mi padre refunfuñó desde su asiento.

—¿No hay más temas?

—Y, ¿cómo es que no se ha animado tu amigo a compartir una auténtica cena navideña española? —preguntó Pablo haciendo caso omiso de mi padre—. ¿Le damos miedo?

—El director de la película sí que da terror y les ha prohibido moverse de París hasta enero. ¿Sabes lo que cuesta cada día de rodaje? —contesté pelando un langostino con destreza.

Un llanto estruendoso sonó a través del intercomunicador que teníamos en la mesa como un miembro más de la familia. Mi cuñada se levantó rauda hacia los dormitorios.

—Oskar tiene buenos pulmones —se disculpó mi hermano—. Espero que no despierte a los gemelos.

Era cierto que desde el nacimiento del pequeño Oskar, los dos monstruitos que tenía por sobrinos se habían calmado bastante. Aun así, algún que otro langostino había aparecido con un vestido de Barbie.

—Estoy muy contenta de tener a todos mis hijos reunidos —soltó mi madre con la copa de cava en la mano—. Sé que habéis hecho un esfuerzo viniendo. Gracias y, ¡feliz Navidad!

Hicimos chocar nuestras copas contentos.

—¿Decías que no quieres ir a los Oscars? —preguntó mi abuela.

Cada loco con su tema. Allí nada cambiaba.