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PISOT

Isaí Moreno

Narrativa

Diseño de portada: Ricardo Caballero

© Isaí Moreno

libros.malaletra.com

ISBN: 978-607-8176-04-5

Hecho en México

 

 

 

Para Evelyn

PRIMERA ANALEPSIS

EL ESPEJISMO

La generosidad del espejismo no es que sea un engaño opulento, sino que también es un desierto.

J. M. Villareal

Sólo el huracán es verdadero.

Victor Hugo

I

El 13 de mayo de 1752, en la ciudad antigua de México, ocurrió un incidente inusitado, particularmente grotesco. Aquel día se esperaba un eclipse de sol, vaticinado con exactitud por los astrónomos de la época. Los eclipses han sido siempre objeto de desconfianza. Desde hacía un año, los sabios discutían y refutaban las disertaciones de otros conocedores acerca de esos sucesos cósmicos que originan la tiniebla, como nubes malévolas engendradas para oscurecer el corazón de los hombres. A propósito de ello, don José Mariano de Medina, astrónomo eminente de la ciudad de Puebla escribió:

Estoy cierto de que el estrago que suele experimentarse en semejantes años es hijo, no del influjo maligno de los astros, sí de los sustos y temores con que afligen á los aprensivos las predicciones fatales de los Astrólogos.

Estas palabras se hicieron circular en un pequeño folleto (Destierro de temores y sustos, vanamente aprehendidos en el eclypse quasi total futuro del año 1752), mismo que fue objeto de gran polémica y ataques, en particular los del físico Narciso Marcop y Hecafoc, quien a su vez publicó un folleto-epístola al que llamó: Carta á una señora sobre el eclypse futuro del día 13 de mayo de este presente año de 1752 y sobre la carta impresa que escribió el Br. D. Joseph Mariano Medina. En éste, el autor reivindicaba los derechos del hado a favor de los eclipses infaustos y rebatía el racionalismo ilustrado del necio Medina. Así, entre discusiones acaloradas y enfrentamientos entre eruditos, anuncios de calamidad provenientes de los clérigos y los lamentos de los ignorantes, el eclipse pronosticado llegó. Llenos de temores indescriptibles, no fueron pocos los que encomendaron su alma a la Providencia. Al empezar a oscurecer, muchas viejas se reunieron en grupos y entonaron letanías en un triste intento por ahuyentar al Maligno y a las ánimas perversas.

Los perros aullaron en las calles, aumentando con sus alaridos la certeza de la miseria humana, cubierta por el velo de esa noche siniestra que amenaza al hombre. Así lo pensaron aquellos que acompañaban en sus últimos instantes a don Juan de Salazar, orfebre criollo y anciano honrado, quien moría víctima de los estragos del asma. Pocas cosas son tan crueles, se lamentaban ellos, como el presenciar la muerte lenta, que no se decide a cortar todo de un tajo. La respiración dificultosa del viejo, la de los instantes finales, recordaba la de un perro decrépito que se extingue en un rincón, cuyo aliento se escapa entre sonidos desarticulados, pausados, de una garganta contraída por el dolor y el espasmo. El drama se acentuaba al saber que el anciano se debatía en su lucha contra la muerte justo a la hora de un eclipse, momento en que los hombres se hallan indefensos y a la disposición de fuerzas que azotan sus destinos como una tormenta, sin que ellos puedan hacer nada. Los resuellos del hombre, que parecían por momentos apagarse por fin y dar término al dolor, reiniciaban de súbito como silbido desesperado que permanecía insistente para hurtar a la asfixia instantes de más padecimiento. Al terminar el eclipse el anciano se entregó finalmente al sueño de la eternidad. Familiares y amigos lloraron. Pocos fueron los que se percataron de que aunque el sol brillaba de nuevo, parecía apagado y lúgubre, como esos cirios mortuorios que se encendieron para velar al muerto. Aquella larga experiencia terminaba... Fue entonces cuando los dolientes, asombrados, escucharon la voz de un infante que dijo: Sé cuántos resuellos dio antes de morir. Se hizo un silencio en el que todos se volvieron para ver al que hablaba. Las muecas de azoro se convirtieron en gesticulaciones de horror, cuando Policarpo pronunció una cifra. ¡Había contado las respiraciones del enfermo en su atroz agonía, una por una hasta el final! Las mujeres tartamudearon, intentaron rezar oraciones olvidadas. Un aliento frío las recorrió al interior de los huesos. ¿Qué tipo de engendro era aquél? Sólo los entes demoníacos eran capaces de aberraciones como la que acababan de presenciar. Ese niño estaba enfermo, quizás poseído. Eso era. O tal vez debía atribuirse el hecho al eclipse. La mente de todos guardó la escena para futuras pesadillas, habrían de rememorarla durante el resto de sus días. Sus huesos se estremecieron cuando vieron al jovenzuelo de tez pronunciadamente clara volverse con inusitada indiferencia y dirigirse al patio de la casa.

Sí, de seguro que lo ocurrido era la señal de una calamidad que se avecinaba...

II

Pasaron los años y muchos de los vecinos de De Salazar que habían esperado la calamidad murieron de viejos. Los granos del reloj de arena cayeron impasibles al aliento detenido de aquel que aún osaba recordar el hecho.

Una fría tarde de 1779, cierta mujerzuela vieja y desdentada corrió por las calles gritando con una voz que helaba la sangre: ¡La epidemia, la epidemia! El sobresalto de la gente se debió no sólo a la noticia, sino a la apariencia de la mujer, que aullaba como loca. Momentos después una carreta la atropelló, matándola al instante.

El clamor de la viruela circuló por toda la ciudad, poniendo a todos en alerta; era demasiado tarde. Empezaron a morir por miles. Las carretas no se daban abasto transportando cadáveres; algunas, en las travesías apresuradas, se volcaban dejando los cuerpos al descubierto. Los que no se llevaban al cementerio se tiraban en los canales o se quemaban en las plazas. La infección inundaba las calles desiertas. También lo hacía el llanto. Las campanas de las iglesias secundaban los dobles de la Campana Mayor de la Catedral. La calavera de la muerte mostró sus dientes podridos, las cavidades de sus ojos brillaron con una luz siniestra: la muy déspota reía. De entre aquéllos que lograron salir de la ciudad sin infectarse, se registraron incidentes de quienes fueron atacados por salteadores en los caminos, sus mujeres violadas y, en algunos casos, destazadas frente a ellos.

Meses después de la epidemia, Policarpo de Salazar reapareció caminando por las avenidas: esa silueta de antaño, encarnada ahora en un hombre recio y fuerte.

Después de lo referente al eclipse, y al saber que nadie deseaba verlo, fue enviado por sus padres a Puebla, la culta ciudad de Palafox, donde lo recibió José de Zaragoza, benévolo e instruido jesuita. El religioso lo educó, prodigó sus atenciones al joven sin importar la opinión que gente común y corriente pudiese tener respecto al excéntrico Policarpo. Ahí creció éste hasta bien entrada su juventud. Un lustro más permaneció viviendo en las habitaciones del jesuita, hasta la partida de De Zaragoza a un retiro misional que culminaría en la ciudad entonces conocida como Valladolid. Luego de rechazar la invitación de José de Zaragoza para acompañarlo en el viaje piadoso, se decidió a conocer el mundo por cuenta propia, iniciando un periplo de descubrimientos por la parte central y occidental del país. Dos años más vagó por poblados y comarcas antes de decidirse al retorno a la ciudad de México.

Nadie le recordó al verlo. Cuando supo de la muerte de los Salazar (ninguno sobrevivió a la viruela) ni siquiera se inmutó. Se marchó en silencio y se estableció en la Calle de la Buena Muerte.

III

Hernán Cuevas caminaba angustiado. Se dirigía aprisa a la residencia de Antonio de León y Gama. Hernán era un mestizo apacible de pelo encanecido, llevaba quince años trabajando como sirviente de uno de los más grandes matemáticos del país. Don Antonio era conocido por sus duras críticas a las publicaciones científicas de la Gazeta (años después, refutaría con elegancia en este medio, la demostración que hiciera un anónimo de la cuadratura del círculo). Había elaborado la Descripción orthográfica de un eclipse de sol en 1778 e interesantes observaciones al Kalendario perpetuo de Fray Alejo García y a la Astronómica y harmoniosa mano de Buenaventura de Ossorio, obra en la que el último describía métodos para hallar el número áureo y para el cálculo de la epacta, el cyclo solar, la indicción y las calendas. Los mismos catedráticos de la Real y Pontificia Universidad le buscaban para consultarle y a él también se dirigió el matemático José de Peredo, para presentarle sus Demostraciones geométricas de la existencia de Dios y acerca de la Inmortalidad del Alma. Era amigo del jesuita Francisco Javier Alegre, quien escribió un grueso tratado de gnomónica y otro más de elementos de la geometría. De éste aprendió la construcción y el uso de instrumentos matemáticos a la manera de S´Gravesande, además de serle inculcado el orgullo por la ciencia de la Nueva España, que empezaba a ser independiente de las mentes europeas.

De León y Gama amaba a Arquímedes, poseía un ejemplar traducido del griego al latín de su Arenario —al cual llamaba el Harenaria— así como otro del Progymnasmata de Tycho Brahe, el maestro de Kepler, y uno del De umbris idearum del hereje italiano Bruno. De joven, su abuelo le había dado a leer la cita de San Agustín que reza:

El buen cristiano debe tener cuidado de los matemáticos y de todo aquel que haga profecías vanas. El peligro ya existe porque los matemáticos han hecho un pacto con el demonio para oscurecer el espíritu y confinar al hombre al reino del Infierno.

Pese a la advertencia, optó por ser matemático y a la vez un cristiano cabal; estaba al tanto de las cosas de su tiempo y aunque leyese a Giordano Bruno y de vez en cuando se divirtiera con los juegos de azar y las apuestas, se le consideraba un hombre de temple.

Al trasponer el sirviente la puerta de la casa de De León y Gama hacía rato que éste lo esperaba con ansia.

—¿Lo ha visto?

—Lo he visto, don Antonio —respondió Hernán.

El sabio miró el semblante abatido de Cuevas. No parecía el de siempre; pero le conocía, el hombre era bastante impredecible.

—Dígame, Hernán, ¿le ha recibido?, cuénteme qué le ha dicho el hombre —preguntó De León y Gama sin poder contener la agitación.

—Le conoce señor. Ha escuchado de usted y de su obra. Dice que está dispuesto a verlo, ...en unos días.

—¿En unos días? ¿Acaso se halla indispuesto para una simple plática?

—Debe ser, don Antonio...

El viejo guardó silencio. La estancia estaba oscurecida tras caer la tarde; un débil rayo de sol se desvanecía sobre el anaquel en el que reposaban libros polvosos, algunos de los textos llevaban tiempo sin abrirse. Los ojos del científico se posaron un momento en ellos. Estaba bien, no había prisa por verlo.

—Vaya en paz, don Hernán. Luego le enviaré una carta al hombre.

Hernán se marchaba y el matemático pudo ver cómo sus pasos vacilaron.

—...quisiera decirle algo señor.

—¿...?

—Lo que ocurre es que...

—Dígamelo pues, me mata con sus misterios usted, don Hernán —el matemático cerró de golpe un libro que hojeaba.

—No me causa ninguna confianza. Cuando hablé con él parecía como si hablase con un muerto; no me gustó nada.

—Dicen que es raro el individuo.

—Sí señor, pero su mirada..., tan sólo con verlo a los ojos se encoge la piel. Además tiene la voz apagada, como si padeciese de una angina; está rodeado de cosas extrañas: de una de sus paredes colgaba el Políptico de la Muerte y me pareció ver en el piso un recipiente con sanguijuelas.

—¿Conoce usted el Políptico de la Muerte Hernán?

—Sí, don Antonio —confirmó el sirviente para sorpresa de su empleador.

—¡Debe estar enfermo, Hernán, acuérdese que muchos usan las sanguijuelas para hacerse sangrías y curarse heridas!

—Así debe ser, si usted lo dice. Pero hubo aparte algo más que me espantó: tenía un reloj sobre su mesa que —la voz del sirviente chilló— marchaba al revés, las manecillas se movían en sentido contrario...

Antonio de León lo recorrió con la mirada. Pareció estudiar lo que diría al viejo. En el anaquel de los libros buscó entre fajos de papeles; extrajo cuidadosamente un folio marcado.

—Estoy acostumbrado a las rarezas de la gente, los que se dedican a la ciencia, incluso, no son ajenos a ellas.

Le extendió el papel.

—Eso me lo enviaron hace cuatro años para revisarlo, por esas cosas ya no me extraño. Lea, lo escribió un franciscano de la provincia de Yucatán. La Inquisición estuvo presta a ahorcarlo y por poco no se salva.

Cuevas tomó la hoja y leyó en voz baja un larguísimo título a la usanza barroca: Sizigias y cuadraturas lunares ajustadas al meridiano de Mérida de Yucatán por un antíctona o habitador de la luna, y dirigidas al bachiller don Ambrosio de Echeverría, entonador de Kyries funerales en la parroquia del Jesús de dicha ciudad, y al presente profesor de logarítmica en el pueblo de Mama de la península de Yucatán, para el año del Señor de 1775.

—¡Hombre don Hernán! Un fraile erudito hablando de habitadores de la luna. ¡Dios nos libre! Pero no por ello esos hombres del Señor dejan de ser unos sabios.

El buen sirviente consideró que con ello tenía bastante para ese día. Salió de ahí a cumplir con otros deberes importantes. De León y Gama se quedó con sus libros en silencio. Pensaba en el individuo de la discusión. Sí, era extraño. Pero había sabido por lenguas fluidas que tenía una rara habilidad para contar objetos de gran número y para los cálculos mentales; eso le interesaba.

Aunque había sido un día largo, valía muy bien la pena quedarse leyendo un poco más. Encendió una lámpara de aceite que alumbró la habitación y proyectó simultáneamente un cúmulo de sombras que bailaron al ritmo de la llama.

IV

El aparato giraba obedeciendo las leyes inmutables de la sincronía. Cada una de las piezas comunicaba a las otras un movimiento preciso a través del riguroso metal de su estructura. La tensión de un muelle se liberaba con solidez por todo el engranaje, hasta desembocar en un elemento que oscilaba sin cansarse alrededor de sí mismo, del centro de su centro, para establecer la regulación que rige los asuntos de los hombres.

Las manos del relojero ajustaban el artefacto como una deidad creadora: en el momento de dar los últimos toques a la obra que será el testimonio del mysterium en todo el futuro por venir. Se trataba de un reloj inglés, una máquina perfecta cuyos tornillos y engranes fabricara en persona el famoso Ramsden, un hombre apasionado por la exactitud y la pericia. Pertenecía a un adinerado surtidor de cacao de la Calle de la Concepción. El tic-tac producía un eco que rebotaba en las paredes del cuarto cerrado, iluminado apenas por dos velas mortecinas. Así, mientras el relojero miraba la oscilación inquieta del volante de bronce, los laberintos de su memoria se retorcían de extrañas maneras y conducían a los días en que éste aprendiera la relojería y el arte terrible del relox universal, la técnica mediante la cual se ajusta la sincronía de la máquina con la de los astros del cielo. Su maestro decía: el tiempo y el destino son uno solo.