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EL DÍA QUE SE TRUNCARON LOS SUEÑOS


Eva, Eva! —gritaba una mujer de unos cuarenta años, modestamente arreglada, a la puerta de su piso. Se la veía azorada y tenía el mirar huidizo y desamparado de quien acaba de estrenar viudez a destiempo de manera brutal.

Su voz, más cascada y fea de lo que uno se esperaría en aquellos labios perfectos, se desgarraba y caía por el hueco de la sucia y desconchada escalera.

Hortensia, al reconocer los pasos apresurados de su hijo que subían los peldaños de dos en dos, dio un suspiro y volvió a entrar en su casa para que no la vieran llorar.

—Eva está en el parque con ese tonto de Alberto, que también persigue las palomas —le dijo Esteban al llegar.

Eva crecía como muchas chicas de su barrio, delgaducha y tímida y tirando a guapa. Era una niña sensible, reservada y antojadiza, que aparentaba más pequeña de lo que era. Esteban, su gemelo, se reía de ella diciendo que su hermana «se enamoraba del canto de un pájaro» y que eso de ir al parque era sólo para encontrarse con Alberto, o para ver volar sus sueños. Que era guapa sólo se lo había dicho de verdad su padre; su madre, en cambio, la veía débil y sólo tenía ojos para Esteban, que se parecía a ella, y era decidido y nunca veía palomas en el aire si éstas no volaban.

—¡Eva, Eva! —resonó ahora desde una ventana del cuarto piso, como un lamento, la misma voz de antes.

Los padres de Eva habían vivido desde que se casaron en un bloque de ladrillo de la ciudad de Arión, cambiando el silencio mortecino de su aldea por el paisaje sonoro, poblado de chillidos, de metálicas canciones de radios, de sedosas voces televisivas, de estridentes frenazos que olían a neumático... Aunque, a decir verdad, nada de eso pasaba la barrera de los oídos de Eva ni llegaba a los sueños que poblaban su fantasía.

Se diría que el paraíso que ansiaba estaba lejos de allí. Pero había un rincón que parecía que le acercaba a él; era un pequeño parque, un oasis en aquel desierto rojizo y cementoso cuyas copas de acacias, de sauces y de pinos sobresalían de su alta tapia. Este jardín, que había pertenecido a una familia adinerada, fue comprado por el Ayuntamiento y puesto a disposición de los vecinos. Eva se refugiaba a menudo en él. El rumor de la vegetación, su olor, su sombra, su atmósfera la transportaban a lugares más placenteros que la ciudad y tenían el mismo efecto acogedor y tranquilizante que la voz de su padre cuando llegaba a casa por la noche.

Al poco rato de oírse los gritos, urgida por sus amigas que le repetían: «que te llaman, que te llaman», Eva salió del parque, gritando con su suave vocecita:

—¡Ya voy, ya voy!

La niña no se imaginaba entonces que ya no iba a oír las palabras acariciantes y firmes de su padre. El silencio de aquella voz, cortada en el aire, al caer de un andamio, le quitaría a Eva hasta las ganas de jugar y la sumiría en una profunda postración. Recuperarse de aquel golpe iba a costarle mucho y marcaría el rumbo de su vida.