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NAOMI

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NAOMI

1

Voy a intentar referir los hechos de nuestra relación conyugal exactamente como sucedieron, con toda sinceridad y franqueza. Es probable que sea una relación sin precedentes. Mi narración me proporcionará un registro precioso de algo que no quiero llegar a olvidar. Al mismo tiempo, estoy seguro de que también mis lectores la encontrarán instructiva. A medida que el Japón se hace cada día más cosmopolita, los japoneses y los extranjeros se mezclan con entusiasmo; se introducen toda clase de doctrinas y filosofías nuevas, y lo mismo hombres que mujeres adoptan las últimas modas occidentales. Sin duda, siendo los tiempos como son, el tipo de relación marital que hemos tenido, hasta ahora nunca visto, empezará a aparecer por todas partes.

Retrospectivamente veo que fuimos una pareja extraña desde el primer momento. Hará unos siete años que conocí a la mujer que es ahora mi esposa; no recuerdo la fecha exacta. En aquella época era camarera en un sitio llamado Café Diamante, cerca de la Puerta Kaminari del templo de Kannon en Asakusa. Tenía sólo quince años, y cuando la conocí acababa de ponerse a trabajar. Era una principiante: una aprendiza, una camarera en flor, por así decirlo, todavía no una empleada hecha y derecha.

Por qué yo, un hombre de veintiocho años, hubiera de fijarme en una chiquilla como ella, no lo entiendo; pero es muy posible que al principio me atrajera su nombre. Todo el mundo la llamaba «Nao-chan». Cuando se lo pregunté un día, me enteré de que su nombre real era Naomi, escrito con tres caracteres chinos. El nombre despertó mi curiosidad. Un nombre espléndido, pensé; escrito en letras latinas podría ser un nombre occidental. Empecé a prestar a Naomi una atención especial. Curiosamente, desde que supe que tenía un nombre tan sofisticado, tomó para mí un aspecto inteligente, occidental. Empecé a pensar que sería una vergüenza permitir que siguiera siendo camarera en un sitio así.

De hecho, Naomi se parecía a la actriz de cine Mary Pickford: realmente había algo de occidental en su aspecto. Esto no es ilusión mía; lo han dicho muchos otros, incluso ahora que es mi mujer. Tiene que ser verdad. Y no es sólo la cara: incluso su cuerpo tiene un aspecto netamente occidental cuando se desnuda. Esto no lo supe hasta después, claro. Por entonces sólo podía imaginarme la belleza de sus miembros por el estilo con que llevaba el kimono.

No puedo hablar con certeza sobre su mentalidad en el tiempo en que servía en el café; sólo un padre o una hermana puede comprender lo que siente una muchacha de quince o dieciséis años. Si hoy le preguntaran, la propia Naomi diría probablemente que se limitaba a atender a sus cosas sin pensar en nada. Para una persona de fuera, sin embargo, era una niña silenciosa y triste. Su rostro denotaba poca salud. Era pálido y apagado, como un grueso cristal incoloro y transparente: puesto que acababa de empezar a trabajar, aún no se ponía el maquillaje blanco que usaban las otras camareras, ni había trabado conocimiento con los clientes ni con sus compañeras. Solía meterse en un rincón para hacer su tarea, callada y nerviosa. Quizá fuera también eso lo que le daba un aire de inteligencia.

Ahora debo explicar mi historia. En aquel entonces yo era ingeniero de cierta compañía eléctrica, con un sueldo mensual de ciento cincuenta yenes. Había nacido en Utsunomiya, en la prefectura de Tochigi. Cuando acabé la enseñanza secundaria vine a Tokio y aquí me matriculé en la escuela técnica superior de Kuramae. Me coloqué como ingeniero apenas saqué el diploma, y todos los días menos los domingos iba y venía de mi pensión de Shibaguchi a la oficina de Ōimachi.

Viviendo solo en una casa de huéspedes y ganando ciento cincuenta yenes al mes, llevaba una vida bastante desahogada. A pesar de ser el primogénito, no tenía la menor obligación de mandar dinero a mis padres ni a mis hermanos. Mi familia se dedicaba a la agricultura en gran escala; como mi padre había muerto, mi anciana madre y unos tíos de total confianza administraban todos mis asuntos. Yo era absolutamente libre. Pero eso no significa que llevara una vida disipada. Era un empleado ejemplar: serio, frugal, convencional hasta dejarlo de sobra, incoloro incluso, cada día desempeñaba mi trabajo sin la más mínima queja ni señal de descontento. En la oficina se decía que Kawai Jōji era «un caballero».

Por las tardes me entretenía yendo al cine o a dar una vuelta por el Ginza, o, muy de tarde en tarde, me permitía una excursión al Teatro Imperial; de ahí no pasaba. Claro está que, siendo joven y soltero, no tenía nada en contra de la compañía femenina. En el fondo seguía siendo un patán; era poco hábil para el trato social y no tenía amistades del sexo opuesto, lo que sin duda hacía de mí «un caballero». Pero lo era sólo en apariencia. Cada mañana en el tranvía, y cada vez que caminaba por la ciudad, aprovechaba con disimulo cualquier ocasión para observar de cerca a las mujeres. De vez en cuando Naomi aparecía ante mi vista.

Pero yo no había dictaminado que Naomi fuera la mujer más hermosa del mundo. De hecho, había muchas más guapas que ella entre las jóvenes que me cruzaba en el tranvía, en los pasillos del Teatro Imperial y en el Ginza. Si el aspecto de Naomi iría a mejor, sólo el tiempo lo diría; entonces tenía tan sólo quince años, y yo contemplaba su futuro con expectación y zozobra a la vez. Mi plan original fue simplemente tomar a aquella niña bajo mi custodia y cuidar de ella. Por una parte me impulsaba la piedad. Por otra quería introducir algo de variedad en mi existencia diaria, monótona y aburrida. Estaba cansado de vivir durante años en una pensión; anhelaba un poco de color y calor en mi vida. Efectivamente, pensé: ¿por qué no hacerme una casa, aunque fuera pequeña? Decoraría las habitaciones, plantaría flores, colgaría una jaula de pájaros en la galería soleada y tomaría una criada para la cocina y la limpieza. Y si Naomi accedía a venir, ocuparía el sitio de la criada y del pájaro... Más o menos era eso lo que pensaba.

En tal caso, ¿por qué no buscar una esposa de familia respetable y fundar un hogar con todas las de la ley? La respuesta es que sencillamente me faltaba valor para casarme. Esto requiere una explicación detallada. Yo era una persona sensata, poco dada a actuar precipitadamente, mejor dicho, incapaz de hacer tal cosa; pero al mismo tiempo tenía ideas bastante avanzadas acerca del matrimonio. La gente suele ponerse muy tiesa y ceremoniosa cuando alguien pronuncia la palabra «matrimonio». Primeramente tiene que haber un «mediador», que intente averiguar por procedimientos tortuosos lo que piensan los unos y los otros. A continuación se organiza un miai, un encuentro formal de las dos partes. Si no hay inconveniente por ninguna de ellas, se elige un intermediario oficial, se intercambian regalos de compromiso y se lleva el ajuar a la casa del novio. Vienen después el cortejo nupcial, el viaje de luna de miel y la visita ceremonial de la novia a sus padres: un conjunto de formalidades aburridísimo, que yo detestaba de principio a fin. Si yo me caso, pensaba, me gustaría hacerlo de una manera más sencilla y más libre.

De haber querido casarme por entonces, habría tenido todas las candidatas que quisiera. Es verdad que venía del campo, pero tenía una constitución fuerte, una conducta irreprochable y, si se me permite decirlo, un grado de apostura al menos mediano, además de la confianza de mi empresa. Cualquiera habría estado dispuesto a ayudarme. El problema era que yo no quería «ayuda». Aunque una mujer sea una gran belleza, no bastan uno o dos miai para que los contrayentes en potencia conozcan su mutuo temperamento y carácter. La idea de elegir a la compañera de mi vida sobre la base de una impresión momentánea –«Bueno, no me importaría vivir con ésta», o «Esta otra no está mal»– me parecía una idiotez. Yo no podía hacer eso. La mejor solución sería llevarme a mi casa a una muchacha como Naomi y verla crecer pacientemente. Después, si me gustaba lo que veía, podría tomarla por esposa. No pretendía más; no me quitaba el sueño casarme con una chica rica ni extraordinariamente educada.

Además, hacerme amigo de una jovencita y observar su desarrollo día tras día mientras los dos llevábamos una vida despreocupada y dichosa en nuestra propia casa, eso me parecía que tenía que tener un encanto especial, muy distinto de lo que era fundar un hogar propiamente dicho. En pocas palabras, Naomi y yo jugaríamos a las casitas, como los niños. Sería una vida sencilla y relajada, no la existencia agotadora que va aparejada a «mantener un hogar». Era lo que yo quería. El «hogar», en el Japón moderno, exige que cada cómoda, cada brasero y cada almohadón esté donde tiene que estar; distinguir meticulosamente los cometidos del marido, de la mujer y de la criada; aguantar a vecinos y parientes descontentadizos. Nada de eso es agradable ni beneficioso para un joven empleado, porque requiere mucho dinero y hace complicado y rígido lo que debería ser sencillo. Desde ese punto de vista, pues, mi plan me parecía bastante inspirado.

Le hablé de ello a Naomi por primera vez cuando hacía un par de meses que la conocía. En ese tiempo había ido al Café Diamante siempre que tenía un rato libre, y había buscado todas las ocasiones posibles de hablar con ella. A Naomi le gustaba el cine, y los días de fiesta me acompañaba a una sala de proyección del parque. Luego nos sentábamos a tomar algo, comida occidental o un cuenco de fideos. Incluso en aquellas salidas, apenas pronunciaba una palabra; solía tener una expresión tan hosca que yo no sabía si estaba contenta o se aburría. Pero nunca decía que no cuando la invitaba. «Muy bien, sí», respondía dócilmente, y me seguía a donde fuera.

Yo no sabía por qué clase de persona me tenía ni por qué se venía conmigo, pero suponía que era todavía una niña que miraba a los hombres con desconfianza, y que sus sentimientos eran simples e inocentes. Mi tesis era que venía conmigo porque yo la llevaba a los espectáculos que le gustaban y la invitaba a cenar. Por mi parte, hacía de niñero, de tío amable y bondadoso; jamás me comporté de otra manera, ni esperé de ella nada más que aquel tipo de relación. Cuando ahora los recuerdo, aquellos días fugaces de ensueño me parecen como un cuento, y no puedo evitar la añoranza de poder volver a ser la pareja sin malicia que en otro tiempo fuimos.

–¿Ves bien, Naomi?

Cuando no había asientos libres, nos quedábamos de pie al fondo de la sala.

–No veo nada –respondía, poniéndose de puntillas para atisbar entre las cabezas de los de delante.

–Así no verás. Súbete a esta barandilla y agárrate a mi hombro.

Yo la alzaba en volandas y la sentaba en una barandilla alta, y ella, con las piernas colgando y una mano apoyada en mi hombro, miraba la película tan contenta. Si yo le preguntaba: «¿Lo estás pasando bien?», ella sólo decía: «Sí». Nunca palmoteaba ni daba botes de alegría, pero yo me daba cuenta de lo mucho que le gustaban las películas por la cara que ponía mirando en silencio, con sus inteligentes ojos muy abiertos, como los de un perro atento a un sonido lejano.

–¿Tienes hambre, Naomi?

A veces decía: «No, no quiero nada». Pero más a menudo, cuando tenía apetito, decía: «Sí», sin la menor reserva. Después, cuando yo le preguntaba, me decía si quería comer comida occidental o fideos.

2

–Naomi, te pareces a Mary Pickford.

Estábamos cenando en un restaurante de cocina occidental, después de ver una película de Mary Pickford.

–¿Ah, sí?

No pareció muy complacida. Me miró con gesto interrogante, como preguntándome a qué venía decir tal cosa.

–¿A ti no te lo parece? –insistí.

–No sé si me parezco a ella o no, pero todo el mundo dice que parezco eurasiática –dijo con indiferencia.

–No me extraña. Para empezar, tienes un nombre fuera de lo común. ¿Quién te puso un nombre tan rebuscado como «Naomi»?

–No lo sé.

–¿Tu padre quizá, o tu madre?

–No estoy segura...

–Por cierto, ¿en qué trabaja tu padre?

–No tengo padre.

–¿Y tu madre?

–Madre sí tengo...

–¿Y hermanos?

–Un montón: un hermano mayor, una hermana mayor, una hermana pequeña...

Ese tema resurgía de cuando en cuando, pero cada vez que yo le preguntaba por su familia ella parecía incómoda y respondía con evasivas.

Cuando salíamos para ir a algún sitio solíamos quedar en un banco del parque o delante del Templo de Kannon. Naomi era siempre puntual y jamás faltaba a la cita. A veces yo me retrasaba por esto o aquello, y acudía preocupado por que se hubiera ido a su casa, pero siempre estaba allí como un clavo.

–Lo siento, Naomi. ¿Llevas mucho rato esperando?

–Sí, mucho.

No se mostraba particularmente enfadada ni ofendida. Un día habíamos quedado en determinado banco y de pronto se puso a llover. Me pregunté qué haría Naomi. Cuando llegué, me conmovió encontrarla acurrucada bajo el alero de una pequeña capilla que había junto al estanque, esperándome.

En aquellas ocasiones se ponía un kimono de seda gastado, probablemente heredado de su hermana, con una faja alegre de muselina. Se peinaba con un estilo tradicional adecuado para su edad y se empolvaba la cara ligeramente de blanco. En sus piececitos llevaba calcetines japoneses blancos ajustados, remendados pero de todos modos elegantes. Cuando le pregunté por qué se peinaba a la japonesa los días de fiesta, me contestó: «Porque me lo mandan en casa». Como de costumbre, no me dio una verdadera explicación.

«Es tarde. Te acompaño a tu casa.» Yo hacía esa sugerencia muchísimas veces, pero ella siempre me decía: «No te molestes. Puedo ir sola. No está lejos». Cuando llegábamos a la esquina del parque de diversiones Hanayashiki, me decía adiós por encima del hombro y echaba a correr hacia las callejuelas de Senzoku.

Casi se me olvida. No hay necesidad de detenerse mucho en los acontecimientos de entonces, pero un día sí tuvimos una charla más bien íntima y tranquila.

Era una tarde cálida de finales de abril; lloviznaba. Había poco movimiento en el café y se estaba muy tranquilo. Yo llevaba un buen rato sentado en mi mesa, tomándome una copa. Dicho así parece como si fuera un gran bebedor, pero la verdad es que casi no bebo. Para pasar el rato había pedido un cóctel dulce como los que toman las mujeres, y lo saboreaba despacio, sorbito a sorbito.

Cuando Naomi me trajo algo de comer, le pregunté:

–¿No quieres sentarte aquí un momento? –la bebida me había envalentonado un poco.

–¿Qué ocurre? –tomó asiento obedientemente a mi lado y encendió un fósforo cuando me vio sacar un cigarrillo Shikishima.

–Podemos hablar unos minutos, ¿o no puedes? No parece que hoy estés muy ocupada.

–Casi nunca estamos así.

–¿Siempre estás ocupada?

–De la mañana a la noche. No me queda tiempo para leer.

–Entonces, ¿te gusta leer, Naomi?

–Sí me gusta.

–¿Qué lees?

–Miro revistas de todas clases. Leo lo que sea.

–Me impresionas. Si tanto te gusta leer, deberías ir a una escuela de señoritas.

Dije eso deliberadamente y la miré a la cara. Tal vez se ofendió; alzó la nariz y miró al vacío, pero la mirada triste y desvalida que había en sus ojos era inequívoca.

–Naomi, ¿de veras te gustaría estudiar? Si es así, yo puedo ayudarte.

Viendo que seguía sin decir nada, añadí en tono más alegre:

–Vamos, habla. ¿Qué quieres hacer? ¿Qué te gustaría estudiar?

–Quiero estudiar inglés.

–Inglés; ¿y qué más?

–Música.

–Pues entonces tienes que ir a una escuela. Yo te pagaré las clases.

–Pero es tarde para ir a una escuela de señoritas. Ya he cumplido quince años.

–Quince años no es tarde para las chicas, eso es sólo para los chicos. Y si lo único que quieres estudiar es inglés y música, no hace falta que vayas a una escuela. Podríamos contratar a un profesor particular. ¿Qué me dices, Naomi: te lo tomarías en serio?

–Pues, sí... ¿De verdad haría eso por mí?

–Claro que sí. Pero no podrías seguir trabajando aquí. ¿Estarías de acuerdo en eso? Si estás dispuesta a dejar este trabajo, a mí no me importaría ocuparme de ti. Me encargaría de educarte y hacer de ti una señorita.

–Sí, eso estaría muy bien –dijo sin la menor vacilación. Su respuesta rápida y rotunda me asustó.

–¿Quieres decir que dejarías el trabajo?

–Sí.

–Eso podría estar muy bien para ti, Naomi, pero deberías pedirles su opinión a tu madre y a tu hermano.

–No hace falta preguntarles. No dirán nada.

Eso dijo, aunque yo estaba seguro de que no lo pensaba; fingía que no había razón para preocuparse porque no le apetecía dejarme ver las interioridades de su casa. Yo no quería inmiscuirme viéndola tan remisa, pero para darle lo que quería tendría que ir a su casa y discutirlo a fondo con su madre y su hermano. A medida que nuestros planes progresaban, le pedí reiteradamente que me presentara a su familia, pero ella se mostraba extrañamente desganada. Siempre decía lo mismo: «No es necesario ir a verles. Yo hablaré con ellos».

No hay razón para enojar a Naomi aireando todos los trapos sucios de su familia; ahora es mi esposa, y por ella, por el buen nombre de «la señora Kawai», me detendré lo menos posible en el tema. Todo acabará saliendo a su debido tiempo; y aunque no salga, cualquiera podrá adivinar qué clase de familia era si piensa que vivía en Senzoku, que la colocaron de camarera en un café a la edad de quince años y que no quería que nadie viera dónde vivía. No sólo eso: cuando por fin conseguí conocer a su madre y su hermano, no vi en ellos la menor preocupación por la virtud de la muchacha. Yo les dije que me parecía que era un crimen dejarla en el café cuando ella manifestaba interés por estudiar, y pregunté si estarían dispuestos a considerar la posibilidad de confiármela. No era mucho lo que yo podía hacer por ella, pero necesitaba una criada, y si ella se ocupaba de cocinar y limpiar, yo me encargaría de que recibiera una educación aceptable en sus ratos libres. Naturalmente, les hablé con franqueza de mis circunstancias y les dije que estaba soltero. Una vez que hube planteado mi solicitud, ellos respondieron con una banalidad del estilo de: «Sería estupendo para ella». Fue exactamente lo que Naomi había dicho. No tenía sentido ir a hablar con ellos.

Padres irresponsables hay muchos en el mundo, pensé; pero para mí eso sólo hacía más conmovedor y lastimoso el caso de Naomi. De lo que había dicho su madre deduje que no sabían muy bien qué hacer con ella. «Quisimos que fuera geisha», me dijo la madre, «pero no ponía interés, y no quedó otro remedio que mandarla al café. No podía seguir jugando». Para ellos sería un alivio que otra persona se ocupara de Naomi y la educara. Después de hablar con la familia entendí por fin la razón de que siempre quisiera ir al cine los días de fiesta. Le daba horror estar en aquella casa.

De todos modos, fue una suerte para Naomi y para mí que procediera de semejante hogar. Tan pronto como llegué a un acuerdo con su familia, se despidió en el café y todos los días me acompañaba en la búsqueda de una casa apropiada para alquilarla. Queríamos un sitio que tuviera buena combinación con mi oficina de Ōimachi. Los domingos nos citábamos por la mañana temprano en la estación de Shimbashi, y los días laborables en Ōimachi, a la hora en que se cerraba mi oficina, para explorar los barrios periféricos de Kamata, Ōmori, Shinagawa y Meguro, y en la ciudad la zona de Takanawa, Tamachi y Mita. A la vuelta cenábamos juntos y veíamos una película o paseábamos por el Ginza, si daba tiempo. Luego ella se iba a su casa de Senzoku y yo volvía a mi pensión de Shibaguchi. Así estuvimos un par de semanas. En aquella época escaseaban las casas de alquiler, y nos costó trabajo encontrar lo que queríamos.

Si alguien se hubiera fijado en nosotros, un oficinista y una chica mal vestida y peinada a la japonesa, caminando juntos por el verde extrarradio de Ōmori en una luminosa mañana de domingo del mes de mayo, ¿qué habría podido pensar? Yo la llamaba «Naomi», y ella me llamaba «señor Kawai». Nadie nos habría tomado por señor y criada, ni por hermanos, esposos ni amigos. Sin duda formábamos una pareja singular, tan contentos aunque un poco cohibidos el uno frente al otro, en un largo día de finales de la primavera, buscando direcciones, contemplando las vistas y volviéndonos a mirar las flores de un seto, de un jardín o de la cuneta. Eso me recuerda que a Naomi le encantaban las flores occidentales y se sabía los nombres, nombres imposibles en inglés, de muchas que yo no conocía. Al parecer los había aprendido en el café, donde tenía a su cargo los floreros. A veces, al pasar, veíamos un invernadero al otro lado de una verja, y ella, siempre alerta, se paraba y exclamaba feliz: «¡Qué flores más bonitas!».

–¿Cuál es la flor que más te gusta, Naomi?

–A mí lo que más me gusta son los tulipanes.

Su anhelo de jardines y campos espaciosos y su amor a las flores quizá fueran una reacción a las miserables callejas de Senzoku donde se había criado. No había vez que viera violetas, dientes de león, kikuyos o prímulas creciendo en un ribazo o a la vera de un camino de tierra, que no fuera corriendo a cogerlas. Al final del día iba cargando con cantidad de flores en incontables ramilletes, y en el camino de vuelta seguía llevándolas cuidadosamente.

–Ya están todas ajadas. ¿Por qué no las tiras?

–Se recuperarán poniéndolas en agua. Lléveselas para su escritorio, señor Kawai –y siempre me daba los ramilletes al despedirnos.

Por más que buscábamos, no era fácil encontrar una buena casa. Por fin alquilamos una mediocre de estilo occidental que estaba cerca de las vías de la Línea Eléctrica Nacional, a doce o trece manzanas de la estación de Ōmori. Moderna y sencilla, me figuro que era lo que hoy llama la gente una «casa cultural», aunque entonces todavía no se había puesto de moda esa expresión. Más de la mitad la ocupaba un tejado agudo cubierto de pizarra roja. El exterior blanco de las paredes le daba aspecto de caja de cerillas; aquí y allá se habían abierto ventanas rectangulares acristaladas. Delante del porche de entrada había un patinillo. Parecía más divertida para dibujarla que para vivir en ella, lo cual no tenía nada de sorprendente, ya que la había construido un artista que se casó con una de sus modelos. La distribución era la más incómoda que se pueda imaginar. En la planta baja había un estudio de tamaño descomunal, una entrada diminuta y una cocina: nada más. Arriba había dos cuartos pequeños al estilo japonés, de dos por tres y tres por tres metros respectivamente. Poco más que trasteros, en realidad eran absolutamente inútiles. A ese ático se accedía mediante una escalera desde el estudio. Subiéndola se llegaba a una meseta cerrada por una barandilla, como un palco de teatro, desde la cual se veía todo el estudio.

A Naomi le encantó nada más verla.

–¡Qué moderna! Es el tipo de casa que yo quiero.

En vista de que le gustaba tanto, la alquilé inmediatamente.

Aquel extraño diseño, como de ilustración de cuento, debía de resultar atractivo para la curiosidad infantil de Naomi, a pesar de la poco práctica distribución. Desde luego era lo justo para una joven pareja despreocupada que quisiera vivir a su aire y evitar las complicaciones de un hogar convencional. Ésa sería sin duda la clase de vida que proyectaban el artista y su modelo cuando la ocuparon. El estudio en sí era, de hecho, lo suficientemente grande para servir a las necesidades de dos personas.

3

Tuvo que ser a finales de mayo cuando por fin me hice cargo de Naomi a todos los efectos y nos mudamos a la «casa de cuento». Una vez allí descubrí que no era tan incómoda como yo creía. Las habitaciones de arriba eran soleadas y tenían vista al mar; el patinillo de entrada estaba orientado a mediodía y era perfecto para plantar un arriate de flores. Los trenes de la Línea Nacional que pasaban de tanto en tanto eran un inconveniente, pero un pequeño campo de arroz que había entre la casa y las vías amortiguaba el ruido. Decidí que era un sitio perfectamente aceptable para vivir. Además, como era una casa inservible para la mayoría de la gente, el alquiler era baratísimo. Incluso en aquella época de precios bajos, veinte yenes al mes, sin fianza, era un precio apetitoso para mí.

–Naomi, a partir de ahora no me llames «señor Kawai», llámame «Jōji» –le dije el día que nos mudamos–. Y vivamos como amigos, ¿de acuerdo?

Naturalmente, informé a mi familia de que me había mudado de la pensión a una casa propia, y de que había tomado como criada a una muchacha de quince años; pero no les dije que íbamos a vivir «como amigos». Mis parientes casi nunca venían del campo a hacer visitas, y si algún día había necesidad, ya se lo diría entonces.

Pasamos muchos días atareados y felices comprando muebles adecuados para nuestra extraña casa nueva y organizándolos en las habitaciones. Para contribuir a formarle el gusto, yo le pedía a Naomi su opinión sobre casi todo lo que comprábamos. Siempre que podía utilizaba sus ideas. En una casa así no había sitio donde poner los enseres habituales, como cómodas y braseros, así que éramos libres de elegir nuestros muebles y hacer el plan que más nos gustara. Compramos unos estampados indios baratos que Naomi, con sus manos inexpertas, convirtió en cortinas. En una tienda de Shibaguchi especializada en muebles occidentales encontramos un viejo sillón de ratán, un sofá, una butaca y una mesa, todo lo cual instalamos en el estudio. En las paredes colgamos fotografías de Mary Pickford y otras actrices del cine americano. Yo quería también camas occidentales, pero renuncié a esa idea porque dos camas habrían sido caras, y podía pedir que me enviaran futones japoneses de la casa del campo.

Cuando llegaron los futones, el de Naomi resultó ser como los que se ponen a las criadas: un cobertor tieso de algodón, delgado y duro como una galleta y adornado con el dibujo de arabescos de rigor. Me dio lástima.

–Esto no puede ser, Naomi. Vamos a cambiarlo por uno de los míos.

–No, está muy bien –dijo ella, y tendiéndose en el cuartito de dos por tres se lo echó por encima.

Yo dormía al lado, en el cuartito de tres por tres, pero cada mañana nos llamábamos del uno al otro antes de levantarnos.

–¿Estás despierta, Naomi?

–Sí. ¿Qué hora es?

–Las seis y media. ¿Cuezo yo hoy el arroz?

–¿Querrías? Yo lo hice ayer, así que hoy lo puedes hacer tú.

–Bueno. Pero es mucho trabajo. ¿No podríamos arreglarnos con pan?

–Podemos. Pero eres un tramposo, Jōji.

Cuando queríamos arroz lo cocinábamos en una cazuela de barro, que sacábamos directamente a la mesa sin molestarnos en pasarlo a una fuente de madera. Para acompañarlo abríamos alguna lata. Si eso era demasiado esfuerzo, nos contentábamos con leche y pan con mermelada, o una empanada occidental. Para cenar hacíamos fideos, o íbamos a un restaurante occidental del barrio si queríamos algo más variado.

–Jōji –decía ella muchos días–, hoy me pides un filete.

Después de desayunar yo me iba a trabajar y la dejaba sola. Ella se pasaba la mañana trajinando en el arriate de las flores. Por la tarde echaba la llave a la casa y se iba a sus clases de inglés y de música. En días alternos iba a Meguro, a practicar conversación y lectura en inglés con una americana, la señorita Harrison –nos pareció mejor que empezara desde el principio con un occidental–, y yo la ayudaba en casa a repasar sus puntos débiles. Respecto a las clases de música yo no tenía ni idea, pero oímos hablar de una mujer que acababa de graduarse en el conservatorio de Ueno y enseñaba piano y canto en su casa de Isarago, en el distrito de Shiba, y allí viajaba Naomi todos los días para recibir lecciones de una hora. Vestida con una falda formal de cachemira azul oscura sobre un kimono de seda, calcetines negros y zapatitos primorosos, parecía la viva imagen de una escolar. Henchida de emoción por haber realizado su sueño, acudía a sus clases diligentemente. De vez en cuando yo me la encontraba en la calle al volver a casa, y me costaba trabajo creer que se hubiera criado en Senzoku y hubiera trabajado de camarera. Ya nunca se peinaba a la japonesa; se hacía trenzas y se las ataba con cintas.

Creo que ya he dicho que yo pensaba tenerla como un pajarito. Desde que pasó a mi tutela le había mejorado el color y poco a poco le había cambiado el genio, de manera que ahora sí que era un pajarillo verdaderamente radiante y alegre, y el enorme estudio era su jaula. Pasó mayo y se asentó el tiempo luminoso del comienzo del verano. Las flores del jardín estaban más altas y vistosas cada día. Por las tardes, cuando yo volvía de trabajar y Naomi de sus clases, entraba el sol a través de las cortinas de estampado indio y hacía dibujos sobre las paredes blancas, como si a esa hora fuera todavía mediodía. Naomi, con los pies desnudos en zapatillas y un kimono veraniego de franela sin forro, marcaba el compás con el pie cantando las canciones que había aprendido. A veces jugaba al marro o a la gallina ciega conmigo. Corriendo a lo loco por el estudio, saltaba por encima de la mesa, se arrastraba por debajo del sofá y tiraba al suelo las sillas. Y cuando no bastaba con eso, echaba a correr escaleras arriba y se escabullía como un ratón de pared a pared en nuestro palco-descansillo. Una vez jugamos al caballito y yo recorrí a cuatro patas la habitación con Naomi encima.

–¡Galopa, galopa! –gritaba ella, que a guisa de riendas me hizo sujetar una toalla en la boca.

Tuvo que ser un día en que estábamos con aquellos juegos cuando Naomi, riendo a gritos, subió las escaleras demasiado deprisa, resbaló, cayó rodando desde arriba y prorrumpió en sollozos.

–¿Dónde te duele? Enséñame.

La ayudé a levantarse, pero ella siguió hipando y se subió una manga para que yo lo viera. Seguramente se había hecho daño con un clavo o algo así al caer; tenía un arañazo en el codo derecho y sangraba un poco.

–Bueno, no es como para llorar. Te pondré un vendaje.

Le di un poco de linimento y corté una toalla para usarla como venda. Ella estuvo todo el tiempo sollozando y moqueando como una niña pequeña, con los ojos llenos de lágrimas. Desafortunadamente, la herida se infectó y tardó cinco o seis días en cerrarse. Yo le cambiaba el vendaje todos los días, y ella lloraba cada vez.

¿Estaba ya enamorado de Naomi? No estoy seguro. Supongo que sí; pero mi intención y mi ilusión era educarla como una señorita, y creía que hallaría satisfacción simplemente en hacer eso y nada más. Pero cuando aquel verano, como todos los años, me fui a la casa del campo a pasar mis dos semanas de vacaciones, dejando a Naomi con su familia en Asakusa y cerrando la casa de Ōmori, aquellos días en el campo me resultaron insoportablemente monótonos y tristes. ¿Será posible, me preguntaba, que la vida sin ella sea así de aburrida? Fue entonces cuando por primera vez se me ocurrió pensar que quizá estuviera viviendo los comienzos de un amor. Disculpándome ante mi madre, volví a Tokio antes de tiempo. Llegué una noche pasadas las diez, y, a pesar de la hora, tomé directamente un taxi de la estación de Ueno a la casa de Naomi.

–Naomi, he vuelto. Tengo un taxi esperando en la esquina. Vámonos a Ōmori.

–¿Sí? En seguida estoy.

Me tuvo esperando fuera de la puerta de celosía corredera, y por fin apareció cargada con un pequeño fardo. Hacía una noche de calor húmedo; Naomi se había puesto para salir un kimono fino de muselina blanca sin forro, con un dibujo de uvas en azul pálido, y se había recogido el pelo con una banda de color rosa encendido. Yo le había comprado la muselina en las recientes fiestas del Bon, y durante mi ausencia ella le había pedido a alguien de su casa que le hiciera un kimono.

–¿Qué has hecho cada día, Naomi?

Sentado a su lado en el coche, que echó a rodar hacia la avenida llena de tráfico, acerqué mi cara a la suya.

–He ido todos los días al cine.

–Entonces me figuro que no te habrás sentido sola, ¿o sí?

–No especialmente... –se quedó pensando un momento–. Tú has vuelto antes de tiempo, ¿no, Jōji?

–Me aburría en el campo, así que he abreviado y me he vuelto. Como en Tokio no se está en ninguna parte.

Di un suspiro de alivio y miré por la ventanilla a las alegres luces parpadeantes de la ciudad nocturna.

–Pues yo creo que tiene que estar bien irse al campo en verano.

–Depende de dónde. Mi familia vive en una granja apartada. El paisaje es soso, no hay lugares históricos, estás rodeado de moscas y mosquitos en pleno día, y hace un calor que te mueres.

–Qué mal. ¿Es así el sitio?

–Exactamente.

–Yo quiero ir a la playa –dijo de pronto en un tono zalamero, como de niña caprichosa.

–Muy bien. Cualquier día de éstos te llevo a alguna parte para refrescarnos. ¿Qué te parecería Kamakura? ¿O Hakone?

–Me gustaría más el mar que un balneario. ¡Quiero ir!

La ingenua voz sonaba como la misma Naomi de antes, pero de algún modo, en los diez días que había estado sin verla, era como si sus miembros se hubieran estirado y crecido perceptiblemente. No pude resistirme a mirar de soslayo los contornos de sus hombros llenos, que se movían con su respiración bajo el kimono de muselina sin forro, y su pecho.

–Estás bien con ese kimono –dije tras una pausa–. ¿Quién te lo ha hecho?

–Mi madre.

–¿Y qué dijo de mí? ¿Que había escogido bien la tela?

–Sí, dijo que no estaba mal, pero que era demasiado moderna.

–¿Eso dijo tu madre?

–Sí. No entiende nada –y mirando a lo lejos añadió–: Todos dicen que he cambiado.

–¿Que has cambiado en qué sentido?

–Que me he vuelto muy moderna.

–No me extraña que lo digan. Yo también lo creo.

–No sé. Me decían que intentara peinarme a la japonesa, pero yo no quise.

–¿Y esa banda?

–¿Ésta? Me la he comprado en una tienda que hay enfrente del Templo de Kannon. ¿Te gusta?

Y apartó la cabeza para que yo viera ondear la tela rosa cuando la brisa revolvía su pelo limpio y sin aceites.

–Te sienta muy bien. Mucho mejor que el peinado a la japonesa.

Con un respingo de su nariz chata soltó una risilla de asentimiento. Era un tic que tenía: una risilla nasal, descarada, pero que a mí me parecía que le daba un aire inteligente.