Edición digital

Gerente de Literatura Infantil y Juvenil de Ediciones SM
Ana María Echevarría Gutiérrez

Coordinación editorial
Olga Correa Inostroza

Coordinación digital
Valeria Moreno Medal

Maggie y la ciudad de los ladrones / Patrick Hertweck
Traducción del alemán: Lidia Tirado Zedillo
Diseño de portada: Max Meinzold

Título original: Maggie und die Stadt der Diebe
Copyright © Thienemann, 2015
Thienemann-Esslinger Verlag GmbH, Stuttgart

1. Novela alemana 2. Literatura juvenil 3. Maltrato infantil
Dewey 833 H4718

Primera edición digital, 2016
D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2016
Magdalena 211, Colonia del Valle,
03100, México, D. F.
Tel.: (55) 1087 8400
www.ediciones-sm.com.mx

ISBN 978-607-24-2284-1

Miembros de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informativo, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya se eléctrico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el premiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Conversión de ebook: Capture, S. A. de C. V.

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Primera parte: Paradise Square

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La niña que vagaba por los barrios bajos de Manhattan en esta mañana de primavera era graciosa y pequeña para su edad. Tenía el cabello color negro cuervo, la nariz respingona, la barbolla afilada y las mejillas salpicadas de pecas. La boca era demasiado grande para su cara y sus labios muy carnosos, lo que le daba a su rostro una expresión caprichosa. El nombre de la niña era Maggie, solo Maggie. Pues como pasa con la mayoría de los niños huérfanos, Maggie no conocía su apellido.

Maggie estaba huyendo y era extraña en la ciudad. Sin estar del todo preparada, estaba perdida en un mundo que le era muy raro. Por eso corría siempre pegada a las casas, se deslizaba de sombra en sombra y cada dos pasos miraba por encima de su hombro. Se quedaba parada en cada crucero y observaba los alrededores sin respirar, antes de decidirse por una dirección y de brincar hacia la desembocadura de la siguiente calle.

Mientras el sol se elevaba por detrás de nubes grises y regaba su luz opaca sobre las calles, las fuerzas de Maggie fueron abandonándola poco a poco. Habían pasado ya horas desde que había escapado de sus secuestradores. En vez de encontrar la salida de la ciudad había dado con las extensas instalaciones portuarias y de ahí ya no había hacia donde ir. Ya que no podía regresarse sin acabar en manos de sus perseguidores, estaba cada vez más metida en este Moloch.

“Debo continuar”, se animaba Maggie diciendo estas palabras una y otra vez.

Sabía que no podría pasar más tiempo sin ser descubierta a pesar del montón de gente que la rodeaba, pues con el vestido de algodón floreado que traía era tan llamativa en este barrio pobre como un conejito moteado en una pradera podada.

No había pasado mucho tiempo cuando ya se arrastraba por la orilla de la calle como uno de esos borrachos y cojos que estaban cerca de ella. Sus piernas eran como de mantequilla. Su estómago, un hoyo ruidoso. La falta de sueño y los muchos kilómetros dejados atrás exigían su tributo. Además, no había comido ni bebido nada desde hacía una eternidad. Medio adormecida se tambaleaba por chozas pobres, edificios de ladrillos y casas de departamentos cuyas ventanas no tenían vidrios o estaban rotos y parchados con harapos y tablas. Consternada miraba los patios en los que había retretes apestosos y en los que las moscas zumbaban sobre montañas de basura. Muchas veces tuvo que sortear a los mendigos de las banquetas. Sus oídos estaban completamente sordos debido al alboroto de los vendedores, boleros, vendedores de periódico y traperos, y por el ruido de las calles sobre las que carruajes sobrecargados eran jalados desesperanzadamente por caballos a través del lodo y del estiércol. Los conductores gritaban como gladiadores y sus látigos obligaban a avanzar a los caballos.

Sin darse cuenta, Maggie se quedó parada finalmente a la sombra de una casa: una mano apoyada en la fachada, la frente humedecida en sudor, los ojos apretados. Sus rodillas vacilaban. Se estaba congelando. Tenía ganas de vomitar. Tenía que sentarse. A su derecha había unas escaleras de gravilla. Se dejó caer ahí y recargó la espalda contra la puerta podrida.

¿Qué había llevado a toda esta gente a mudarse justamente aquí?, se preguntó Maggie mientras una procesión de harapientos pasaba por donde ella estaba. Hasta donde le alcanzaba la vista, caminaban apresurados como un montón de hormigas. La multitud de gente era deprimente y Maggie se sintió pequeña e insignificante.

Resignada miró hacia el otro lado de la calle. Allí había una arrugada mujer en cuclillas con un tazón sobre el regazo. La vieja miró hacia donde ella estaba. Delante de una puerta de madera astillada, estaban unos niños arrodillados en el bordillo que ponían a nadar barquitos de periódico. Entonces un chiquillo se dio cuenta de su presencia y le gritó algo a sus amigos y la señaló. Maggie desvió la mirada y volteó la cabeza hacia otro lado. Un hombre estaba agachado junto a un hidrante. Tenía las piernas cruzadas, retorcía mechones de pelo de su barba con el pulgar y el dedo índice, y la observaba fijamente. Llevaba sobre la cabeza un sombrero de tres picos con un ribete de oro. Traía un chaleco rojo de terciopelo y pantalones azules con rayas amarillas a los lados. Sus piernas estaban cubiertas con sobrebotas cafés que le llegaban hasta las rodillas. Estaba tan fuera de lugar como un perico entre cornejas.

“Tan fuera de lugar como yo”, pensó Maggie, y maldijo quizás por centésima vez a la hermana Eutimia: por su culpa no llevaba el acostumbrado vestido gris de huérfana, sino estos andrajos más que pintorescos.

Aunque Maggie notó que cada vez más ojos se dirigían hacia ella, no hizo ningún intento por pararse. Se sentía demasiado vacía y agotada. En ese momento todo le daba lo mismo.

Posiblemente su aventura habría tenido un resultado muy diferente si no hubiera escuchado algo inesperado entre el estrépito. Maggie inclinó la cabeza y paró las orejas. Desde algún lugar se mezclaba entre los gritos, chillidos, el traqueteo y el alboroto, un canto alegre, una melodía simple tarareada por claras voces infantiles.

Maggie luchó contra sus piernas y tropezándose se dirigió hacia el lugar desde el que llegaban volando jirones de una canción. Se quedó parada delante de una entrada, entre dos barracas llenas de hollín. En el patio de atrás algunas niñas jugaban Hopscotch. Con vestidos deslavados y los cabellos volando brincaban una después de la otra en el cielo y el infierno que habían garabateado sobre el pavimento con un gis. Al hacerlo, cada niña cantaba una estrofa de una canción infantil.

Maggie sonrió, pues hasta entonces no había podido descubrir ni una huella de felicidad en este lugar desamparado. Todos los rostros pálidos y consumidos en la corriente humana parecían tener algo en común: se veían completamente vacíos. Sus dueños no se daban cuenta de nada, miraban apáticos hacia delante y parecían sumidos en sus pensamientos.

Ensimismada observó a las niñas. De pronto se dio cuenta de que no utilizaban para su juego las rimas habituales, como Humpty Dumty, Mary Had a Little Lamb o Hey Diddle Diddle. Escuchó la letra y su sonrisa se congeló:

Mira que la noche no tiene luna
¡Niños, él despierto está!

Entre callejones oscuros y negrura,
el señor de las ratas esperará.

Sus dientes son puntas de espina,
su melena roja de león.

Tu perdición será si te pilla,
pues seguro que irás al panteón.

El chico Bowery necesidad no tiene,
ya que su negocio... ¡es la muerte!

En el orfanato, Maggie había saltado mucho la cuerda y jugado rayuela, y conocía incontables rimas infantiles y fórmulas para echar suertes. Pero esta jamás la había escuchado.

“El chico Bowery”, murmuró, y sintió por el nombre una familiaridad inexplicable. Lo más curioso era que estos versos le mostraban una imagen muy clara. La imagen del miedo infundido por un gigante con melena roja de león y una barba igualmente roja e hirsuta.

“¿Quién es este chico Bowery?”, se preguntó, aunque la respuesta estaba a la mano. Debía ser un espectro de por aquí con el que asustabas a los niños.

“¡Seguro que nunca he escuchado ese nombre! ¿Cómo podría?”

Al fin y al cabo, había pasado los últimos diez años de su vida en la comunidad de Bath, en el orfanato de ahí, el Asilo para Niñas Huérfanas, delante de cuyas escaleras unos extraños la habían abandonado a los tres años de edad.

De repente Maggie extrañó tanto ese lugar que su corazón se hizo tan pesado como una piedra. Agitó la cabeza disgustada, cerró las manos en puños y sintió estallar dentro de sí un enojo desenfrenado. Maldijo a los criminales que la secuestraron de la casa para chicas y que eran los culpables de que caminara sin rumbo por este barrio pobre y de que se sintiera tan sola, abandonada y débil como nunca en su vida.

Decidida se apartó. ¡Solo quería continuar! Irse de este lugar repugnante en el que las personas vivían como en una lata de sardinas y en el que los niños abandonados cantaban canciones que te ponían la carne de gallina. Tenía que encontrar tan pronto como fuera posible un refugio en el que estuviera segura de no ser descubierta y en el que pudiera recuperar en calma sus fuerzas.

“Y entonces huiré de este infierno.”

Maggie se alejó de la pared de la casa y miró a su alrededor. De pronto se le congeló la sangre en las venas. Entre el gentío vio a tres hombres bigotudos que se dirigían hacia ella. Los tres llevaban pañuelos rojos atados alrededor del cuello.

Maggie se apresuró sobre sus piernas temblorosas en dirección a un callejón que se encontraba justo al lado del patio, en el que las niñas, aún absortas, jugaban y tarareaban los versos terroríficos.

scena

El callejón era de una estrechez y oscuridad agobiantes. De mala gana, Maggie entró en el túnel sombrío. Hasta el momento había rehuido la estrechez entre las casas y de todo lo que podía acecharla ahí: criaturas huyendo de la luz, enfermos, degolladores y carniceros asesinos.

Después de unos pocos metros, los gritos de los vendedores, el canto monótono de los comerciantes y todos los demás ruidos se habían apagado. Solo se podía escuchar claramente el mamullar y el chupar de las suelas de sus botines sobre el suelo pegajoso.

Un olor dulzón a moho se extendió hacia Maggie y esta arrugó la nariz. En el lodo debajo de ella nadaban hojas de col, huesos, espinas de pescados y conchas de ostras. Al descubrir una oreja de cerdo mordida, miró melancólica hacia el estrépito que ahora ya no le parecía tan malo. En ese momento, tres cuerpos se pararon frente a la entrada del callejón. Maggie sintió un miedo mortal. Eran los hombres con los pañuelos rojos que se acercaban a ella con paso ligero.

Maggie echó a correr. Pero sus suelas no encontraban de dónde agarrarse y se resbalaban. En vez de ganar velocidad, dio de bandazos. Llena de miedo miró tras de sí. El primer hombre se acercaba cada vez más. Rápidamente, Maggie apoyó una mano en la pared y subió primero una pierna y luego la otra para quitarse los botines de seda. Con una bota agarrada en cada mano, se inclinó hacia delante como un pequeño toro y esprintó. Y entonces casi voló sobre el viscoso pantano.

Muy cerca de sus espaldas escuchó una maldición. Se apresuró más y tomó el primer cruce que se le apareció. Sus pies revoloteaban sobre el blando suelo de tal manera que el lodo le salpicaba las piernas. Iba volando por escaleras exteriores, puertas, bidones para la lluvia, desechos de cocina y montes de cenizas. Una y otra vez cambió la dirección y se internaba cada vez más en el laberinto de callejones abandonados por las personas. La distancia con los hombres creció, se había librado de ellos, y de repente ya no tuvo hacia donde ir: un muro de ladrillos le cerraba el camino.

Maggie tuvo que frenar de forma abrupta, se resbaló y cayó sobre su cara en el lodo. De prisa se levantó otra vez y buscó en el muro una posible entrada u otro camino de salida. No había ni una cosa ni la otra. Dio la vuelta hacia la entrada del callejón sin salida; el tamborileo de las botas de sus perseguidores se escuchaba ya cerca. Impotente, tuvo que mirar cómo los oscuros muchachos enlentecían sus pasos y caminaban hacia ella con los brazos abiertos.

—Nuestra ave del paraíso ha caído en la trampa —gritó con entusiasmo uno de los hombres.

—Palomita, tienes que regresar a tu jaula —dijo divertido el tipo de en medio.

—Pero primero... —levantó el hombre que estaba más cerca de Maggie.

No pudo decir más, pues el tacón de uno de los botines le había dado en medio de la cara. Sus acompañantes bajaron las cabezas y levantaron de golpe los brazos para protegerse cuando el segundo zapato voló contra ellos.

Con un tacón hacia la derecha, Maggie le dio al primero, con un tacón hacia la izquierda le dio al segundo y con una voltereta pasó entre las piernas del tercer gángster. Se precipitó fuera de ahí y logró llegar a la segunda esquina con velocidad constante, cuando sus piernas volvieron a fallarle. Sus reservas de fuerza estaban definitivamente agotadas. Dio tumbos y llegó a detenerse en el resquicio entre las casas que habían quedado ocultas durante su escape. Se forzó a entrar de lado y se empujó hacia delante, fuera del alcance de un brazo que forcejaba y que había aparecido junto a ella. El paso era tan estrecho que los ásperos ladrillos de adelante y atrás arañaban su vestido. Por momentos, Maggie temió quedarse atorada. Entonces por fin salió al callejón siguiente.

No obstante, no tuvo tiempo para alegrarse, pues de inmediato un puño la agarró y la empujó contra la construcción. Una mano se curveó sobre su boca y Maggie clavó los ojos bien abiertos en un rostro que estaba muy cerca del suyo. Le pareció conocido. Entonces se dio cuenta. Le pertenecía al hombre del hidrante.

—¡Escúchame bien! —siseó el hombre—. Te voy a ayudar. Maggie lo miró fijamente.

—¿Me entiendes? —El hombre arrugó la frente—. An dtuigeann tú mé? Verstehst du mich? Tu me comprends? —preguntó una y otra vez. Como no recibió respuesta, sacudió la cabeza—. Dios santo, ¿eres sorda?

Finalmente negó con la cabeza.

—Tú debes de ser la niña a la que buscan los Whyos. Es un milagro que sigas por ahí caminando libre. Dandy ha puesto en movimiento todas las ruedas para poder atraparte de nuevo. Yo podría ganarme una buena suma con la recompensa que él ofreció por ti. Para tu fortuna, yo no soy sobornable. Y menos aún por esa banda de asesinos. Trato como amigos a todos los enemigos de los Whyos. Por eso quisiera ayudarte.

El hombre sonrió displicente, quitó la mano de la boca de Maggie y estiró los brazos doblados con las palmas de la mano hacia arriba. Maggie se le quedaba viendo imperturbable. El temor de su mirada se había transformado en brillo peligroso.

—¿Quién o qué son los Whyos? —preguntó ella con la voz temblándole—. ¿Y de que dandy está hablando? Hasta el momento solo me he topado en este agujero con uno y se encuentra justo delante de mí.

El hombre miró con cara de tonto hacia adentro y luego rompió en una fuerte carcajada que se apagó abruptamente. Antes de que Maggie pudiera hacer algo, dos manos agarraron sus brazos. Tan fuerte que le dolió.

—Para bien las orejas. No me tienes que contar cuentos chinos. Es muy evidente. Te escapaste de su gallinero. Deja que te diga algo: quien se pelea con Dandy Dolan tiene muchos problemas. Si amas tu vida, decide ahora si aceptas mi oferta o si quieres seguir jugando al señuelo con tu encantador vestido. No nos queda ya mucho tiempo.

Maggie miró detenidamente al hombre. Su rostro era astuto y osado. Pero sus ojos gris verdoso miraban con franqueza. Después de todo no parecía un loco. ¿Y acaso tenía otra opción? Debía confiar en él, pues en caso de quedarse sola su situación parecía desesperada.

—Lo escucho —dijo finalmente.

El hombre asintió serio.

—Yo me ocuparé de los Whyos. Mientras tanto, tú vete por ahí. —Señaló hacia el callejón—. Cuando puedas, gira a la izquierda y luego sigues derecho. El camino te lleva directamente a Paradise Square. Ahí da vuelta a la derecha. En ese lugar está Gates of Hell. Pregunta ahí por Fagin. Dile que Sheppard te envió y él te esconderá. ¿Entendiste?

Maggie no entendió nada y encogió los hombros.

El hombre sonrió irónicamente.

—Tan terca como una mula. Pero tienes agallas. Goblin se alegrará por ti.

El hombre la tomó de los hombros, le dio la vuelta y le dio un empujón.

Maggie se tropezó al dar algunos pasos. Después miró una vez más hacia atrás. El hombre ya había desaparecido.

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Maggie miró fijamente Paradise Square. Era la mancha más descuidada de la tierra que jamás había visto. La plaza estaba bordeada por barracas de tablas inestables. A su izquierda y derecha había dos edificios de ladrillos. El de la izquierda era un bloque de pisos feo y gris en cuya fachada una escalera podrida llevaba hacia un techo plano. El de la derecha era más feo aún y más grande, un bloque sin ninguna ventana que estaba cubierto de cascajo. A lo largo de las casas corría una calle terrosa que delimitaba la plaza en el centro. La plaza no era más que una zanja esponjosa de purín desde la que se elevaban vapores y en la que los cerdos sobrevolados por mosquitos se revolcaban. En medio brincaban niños medio desnudos que perseguían por el estiércol a una ardilla que chillaba.

De ahí en fuera había pocas personas por ahí. Solo en la esquina había una larga fila de mujeres que llenaban cubetas de hojalata con agua frente a una bomba. Maggie maldecía en sus adentros. Evidentemente el hombre se había burlado de ella. Era seguro que aquí no podía esperar ayuda de nadie. Pero como ya había seguido sus instrucciones buscó a la mano derecha Gates of Hell. Ahí sobresalía un bloque sin ventanas. Aunque el nombre de este lugar fuera tan extraño, le iba bien a este barrio popular. En las escaleras de Gates of Hell había en cuclillas unos niños de la calle.

Maggie se acercó al lugar sin vacilar.

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Maggie se quedó parada en las escaleras de piedra y encogió los brazos sobre el pecho. Los niños de la calle la miraban con la boca abierta, lo que hizo que Maggie mirara hacia atrás. No podía tomarse a mal sus miradas. El vestido adornado con flores y lleno de volantes y que no iba de acuerdo con este lugar estaba en un estado lamentable. En algunas partes, la tela estaba tan desagarrada como si hubiera tenido una pelea con un felino. Además de eso, no solo su vestido estaba completamente embarrado de lodo, sino también sus brazos y piernas. Y sus pies, desde que perdió sus zapatos, estaban envueltos en calcetines que se habían convertido en bultos costrosos.

Maggie se quitó algunos mechones de cabello despeinados de la cara y examinó más detenidamente a los niños. Estaban más descuidados y sucios que todas las demás personas de este lugar. Sin embargo, Maggie ya no se sentía tan perdida. En comparación con los adultos de rostros apáticos, este montón colorido parecía más vivo y menos negativo. Eran parte de una comunidad. Eso pudo sentirlo de inmediato.

Maggie observó a los cuatro niños con renovado interés. Justo delante de ella estaba un joven en cuclillas con cabello de zanahoria y ojos azules penetrantes que la atravesaban con la mirada. Detrás del pelirrojo estaba sentada una niña de unos diez años, que ausente acariciaba la barriga de un perro de pelo áspero. Se veía extraña y, sin tomar en cuenta las mejillas sucias y los mechones enredados, simplemente encantadora. El chico que se encontraba un escalón arriba de la niña tenía quizás dos años más que ella. Era robusto, con cabello corto, rostro redondo, bondadoso y negro como la noche. A la derecha, en la orilla de la escalera, estaba apoltronado un muchacho con cabello rubio platino. Debía de tener más o menos la misma edad que la niña. Su rostro parecía astuto. Como parecía corresponder, él fue el primero en ponerse de pie y bajó las escaleras. Maggie se dio cuenta irritada de que llevaba pantalones de cuero que le llegaban a la rodilla. El niño se colocó al pie de la escalera despatarrado y puso sus pulgares debajo de los tirantes.

—¡Miren nada más! —le dijo a sus compañeros—. Tenemos visitas, un espantapájaros.

Se rio como una gallina vuelta loca y golpeó complacido su muslo.

Maggie notó que los demás no se unieron a su risotada, y eso la alegró mucho. Esperó pacientemente hasta que el niño se tranquilizara de nuevo y a que las lágrimas de risa de sus ojos se secaran. Entonces se acercó tanto a él —casi hasta tocarle la piel—, que parecía que una hoja de papel cabía entre ambos. Aborrecía a muerte que alguien hiciera chistes a costa suya. Más aún cuando su estómago pendía sobre un hoyo.

Displicente miró hacia abajo al bribón de los pantalones mugrientos, pues era un poco más alta que él.

—Una palabra más —gruñó ella— y acabarás en el lodo con tus amiguitos.

Al chico se le puso la cara roja y junto a los otros dos, dio gritos de júbilo y aplaudió. Maggie miró por el rabillo del ojo cómo se doblaba de risa el niño de piel oscura. La niña observó lo ocurrido con los ojos de plato. Pero el pelirrojo se había parado y se había acercado a Maggie. Puso la mano sobre su hombro y señaló una caldera llena de hollín.

—Siéntate con nosotros. Nos quedan algunas papas.

Maggie sintió que un infinito agradecimiento crecía dentro de ella. El hambre, que como una bestia sanguinaria le tiraba del estómago, hizo que olvidara sus buenos modales. Apenas se había sentado junto a la cubeta cuando ya tragaba ávida una papa. No le molestaba en lo más mínimo que de nuevo los cuatro se le quedaran viendo. Después de haberse zampado cuatro tubérculos y de haberse tomado un cazo de agua cocida y salada, se hundió como un pavo de navidad relleno. A su alrededor reinó durante un momento un silencio de reconocimiento.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el muchacho con cabello rojo.

—Margaret —respondió Maggie reservada.

De pronto fue consciente de que no tenía ninguna historia a la mano que pudiera ofrecer a los niños de la calle. De ninguna manera quería relatarles cómo es que había llegado ahí.

—¿De dónde vienes? —preguntó el niño de color.

—Es una larga historia. —Maggie rehuyó de las miradas llenas de preguntas.

Ninguno dijo nada. Los niños de la calle esperaban una explicación.

—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó Maggie para distraer su atención.

Para su sorpresa, el chico rubio salió en su ayuda, el que desde su intercambio de golpes se había estado mordisqueando las uñas de los dedos pulgares, fastidiado y ofendido. Dio un salto.

—En nuestra banda me llaman Bismarck. Soy originario de Little Germany, justo en la esquina —dijo en tono fanfarrón.

Parecía estar en su elemento, pues inmediatamente señaló al chico de la piel oscura.

—Este negro responde al nombre de Coffee. El porqué bien te lo puedes imaginar.

—Hey, pretzel, te voy a dar uno.

El negro estiró el puño.

—Y yo te lo voy a regresar —respondió Bismarck y le echó a Maggie una sonrisa irónica que reveló una hilera de dientes amarillos y podridos.

—Ella es Silence —continuó él—. No te puedo decir nada más sobre ella ya que es tan muda como un pez en el agua.

Maggie miró a la linda niña que la veía con sus ojos redondos y una cara misteriosa.

Antes de que Bismarck pudiera presentarlo, el pelirrojo le estiró la mano a Maggie. Ella lo miró sorprendida y la estrechó dudosa. La palma de esa mano se sentía áspera y tiñosa como una lija.

—Yo me llamo Tom Killeen.

—Nosotros lo llamamos Kill’em —se entrometió de nuevo Bismarck—. Está loco y no lleva mucho tiempo en nuestra banda. Kill’em es un ladrón ridículo, pero lo compensa con sus piernas rápidas y puños.

Maggie sintió cómo la mano y su mano se apretaban fuertemente.

—Prefiero que me digan Tom.

—¿Entonces ustedes pertenecen a una pandilla? —quiso saber Maggie.

Bismarck anunció orgullosamente:

—¡Por supuesto! Somos los 40 Little Thieves.

Maggie los miró a uno después del otro.

—¿Y dónde quedaron los otros treinta y seis?

—Algo es seguro —se rio Bismarck—: nunca podrás salir de nuestra zona. Los 40 Thieves fueron la primera pandilla y la más conocida de Five Points. Nos pusimos el nombre en honor a ellos porque tenemos en alta estima su memoria.

—Ajá— Maggie se hizo la interesada y miró disimuladamente a su alrededor.

No se veía por ningún lado a Sheppard, ni a los tres delincuentes ni a nadie más que le resultara sospechoso. Tampoco parecía que ninguno de los vecinos hubiera notado su presencia. Sin embargo ya era hora de preguntar por el tal Fagin.

—Antes había una pandilla en casi cada calle. Pero los Dead Rabbits, los True Blue Americans, los Shirt Tails y todos esos han desaparecido en los últimos años —siguió hablando Bismarck imperturbable—. Hoy todavía hay algunas pequeñas pandillas y en el barrio hay como máximo una o dos bandas que tienen la última palabra. Sobre todo desde que aparecieron esos malditos Whyos.

Maggie aguzó los oídos. ¡Los Whyos eran una banda de criminales! Por lo tanto, Sheppard no había dicho tonterías. Poco a poco se dio cuenta a qué asociación pertenecían los hombres con los pañuelos rojos que después de su huida le habían estado pisando los talones.

“Por lo menos —pensó Maggie— a estos ladrones no parecen agradarles especialmente los Whyos.” Notó que Tom la observaba con recelo, como si pudiera leer sus pensamientos.

—¿A quién buscas? —le preguntó sin apartar su mirada penetrante.

Maggie respiró profundamente y dijo:

—A un tal Fagin.

Los pequeños ladrones intercambiaron miradas preocupadas.

—¿A qué Fagin? —preguntó Bismarck.

—Bueno, al Fagin —respondió Maggie, aunque no tenía la menor idea a quién o a qué se refería con eso.

—¿De dónde sacas que lo conocemos? —el tono de Bismarck fue por primera vez desconfiado y reservado.

Maggie se decidió a utilizar todas sus cartas.

—Me mandó Sheppard.

Para su sorpresa, todas las cabezas giraron de repente hacia el edificio. Maggie las imitó y por primera vez notó al muchacho de la calle que estaba recargado inmóvil junto a la entrada en las vigas de la puerta. Una rara gorra a cuadros cubría su cara. Parecía dormitar, y de pronto despertó a la vida con un gemido. Torpemente luchó contra sus piernas y permaneció de forma curiosa inclinado hacia delante frente a los escalones.

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Maggie lo observó atónita. El chico debía de ser por lo menos media cabeza más pequeño que Silence. Llevaba zapatos anticuados con hebilla, una camisa manchada y pantalones bombachos con un cordón que hacía las veces de cinturón y que estaba alrededor de una considerable barriga. Sus hombros eran anormalmente delgados, el pecho hundido y las piernas delgadas y torcidas. Por el contrario, la cabeza era desproporcionadamente grande.

Como una marioneta torpe, bajó como pato los escalones y Maggie sintió un escalofrío recorrer su espalda. Sobre todo cuando por fin logró ver un rostro con el que no contaba de ninguna manera. Para nada pertenecía al de un niño, pues estaba tan arrugado como una manzana seca y era indeciblemente feo.

Jadeante, el cuerpo envejecido y débil hizo un esfuerzo por bajar las escaleras y, con los brazos encogidos detrás de la espalda jorobada, se acercó a ella. El hombrecito se quedó parado frente a ella y bizqueó hacia arriba. Maggie estaba ahí, tiesa como una tabla. Miró estupefacta la frente protuberante, la nariz de papa púrpura, llena de venas azules, y la piel que colgaba de la mandíbula inferior que sobresalía. Después encontró sus ojos. Estaban inyectados de sangre, eran acuosos, de un gris pétreo y la atravesaban con una mirada helada, que hizo que se le congelara la sangre dentro de las venas.

Pasó un momento interminable, como si el tiempo se hubiera quedado detenido durante segundos insoportables... hasta que ocurrió algo curioso. De repente el enano se estremeció y se alejó de ella, como si hubiera caído en una trampa para ratones. Su rostro se desfiguró haciendo una mueca de miedo.

Mientras ella lo observaba perpleja, el hombrecito sacó una botella de metal de la bolsa de sus pantalones y se la llevó a la boca. Cuando la dejó, su rostro dejó a la vista una horrible sonrisa irónica.

—¡Por todos los buenos espíritus! —gritó él. Y su voz carrasposa hizo que a Maggie se le pusiera la piel de gallina en la espalda—. Mis viejos ojos me jugaron una mala pasada y me hicieron creer que un muerto del pantano se había perdido en nuestro querido hogar.

Como obedeciendo una orden, Bismarck y Coffee se rieron sin más entre dientes. Con una breve mirada por el rabillo, Maggie pudo ver que Silence, o bien no estaba al tanto de lo que ocurría, o que podía ocultar de forma magistral sus pensamientos, pues la expresión de su rostro permaneció impenetrable. Por el contrario, Tom se veía aún más serio que antes.

Mientras tanto, el enano se había acercado un brazo de distancia a Maggie. Se levantó ligeramente la gorra, hizo una reverencia solemne y la acentuó formando un arco con las piernas.

—Espero realmente que mi pequeña broma no haya molestado a la señorita.

—Para nada —dijo Maggie esforzándose por darle a su sonrisa preocupada algo de sinceridad.

—¿Así que Sheppard te envió? —preguntó el enano. La miraba muy de cerca como si Maggie tuviera una mirada malvada o dos cuernos en la frente.

—Él me dijo que quizá usted tendría alojamiento para mí. Debo quedarme en algún lugar durante un tiempo.

El que estaba parado frente a ella levantó los puños a los lados y la miró entrecerrando los ojos con franca curiosidad.

—Bien —dijo finalmente el enano—. Si Jack dijo eso, consideramos entonces a la señorita como nuestro huésped. Yo soy Goblin, soy el Fagin, según Charles Dickens, de los 40 Little Thieves, los cuales están bajo mi custodia y disfrutan conmigo de la mejor formación, si uno no quiere terminar en la ruina en este barrio de chozas. La pandilla trabaja bajo mis órdenes. En compensación yo les ofrezco comida y alojamiento y uno que otro centavo que sobre de nuestra empresa. Y ya que hace poco dos viejos miembros de nuestra unidad conjurada —Devil Appo y Bloodsucker— se perdieron, tomaré bajo mi ala a la señorita y la pondré a prueba.

En este punto hizo una pausa y se inclinó hacia delante. De pronto, la sonrisa se había borrado de su cara. Sus ojos arrojaban una mirada amenazadora.

—Pero antes me debe prometer con un apretón de manos tomar en consideración las reglas sagradas de nuestra asociación y obedecer mis órdenes.

Maggie miró con asco y horror la mano extendida del enano. Sintió los ojos de los ladrones sobre ella y la tensión que había en el aire. Dudosa estrechó la mano.

Sin embargo fue Goblin el que soltó la mano después de que apenas se tocaran y la escondió detrás de su espalda, como si hubiera sido señalada con la marca de una quemadura.

—Tom, lleva abajo a nuestra invitada. La señorita necesita dormir y algo nuevo que ponerse. Ven para acá —se dirigió al pelirrojo.

Mientras el Fagin le susurraba algo a Tom, Maggie miró con la cabeza zumbándole hacia Gates of Hell. Entonces la empujaron suavemente a un lado. Tom la miró con gesto amenazador.

Estaban bajando los escalones cuando Bismarck gritó:

—¡Margaret necesita un nombre para la pandilla!

Maggie se dio la vuelta. Coffee, Silence y Bismarck la observaron pensativamente.

—¿Qué tal Wildcat Mag? —propuso Coffee.

—Le queda como anillo al dedo —se alegró Bismarck.

Silence asintió ligeramente con la cabeza.

Maggie apretó los labios, pero después ofreció a sus camaradas una sonrisa. Esta vez fue una sincera.

—Por mí está bien —dijo ella, y vio a Tom abrir la puerta de la entrada.

Miró indecisa el hoyo negro que parecía ser la puerta al infierno. Inspiró profundamente, cerró los puños y caminó despacio hacia ahí. Junto con Tom Killeen, Wildcat Mag entró a Gates of Hell.

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La puerta se cerró detrás de ella con un crujido. Maggie miró un corredor largo y sombrío. El aire era sofocante y olía a humedad, humo y a coles hervidas.

Iba detrás de Tom, pisando tablones gastados. Tom se quedó parado frente a unas escaleras de madera cuando el pasillo infernal terminó. Maggie miró hacia arriba, hacia el primer piso. Pudo reconocer más puertas al final de las escaleras. Detrás de ellas se escuchaban el crujido de tablones, murmullos, gritos de niños y toses de perro.

Hizo de tripas corazón y puso un pie sobre el primer escalón. Entonces alguien la tomó del hombro. Como preguntando arrugó la frente.

Tom señaló una puerta arañada a sus espaldas.

—Es por aquí.

Buscó una llave de latón en la bolsa de su chamarra, abrió la cerradura y le indicó a Maggie que lo siguiera. Después bajó por una escalera empinada y fue devorado por la oscuridad.

Maggie miró fijamente el hoyo negro para que sus ojos se ajustaran a la oscuridad. Al otro lado del tercer escalón brillante y húmedo todo estaba, sin embargo, tan oscuro que se hubiera podido pensar que la bajada estaba cubierta con terciopelo. Con cuidado tanteó hacia delante. Las escaleras parecían no tener fin. Después tuvo un suelo fijo bajo sus pies. Con los brazos extendidos anduvo a tientas hasta que sus dedos tocaron un muro resbaloso por medio del cual se pudo guiar.

—¿Hola? —preguntó en la oscuridad y se sobresaltó cuando el eco de sus palabras le respondió repetidas veces. Transcurrió un largo e insoportable segundo antes de que recibiera respuesta.

—Un momento más. Ya prendo la luz —hizo eco la voz de Tom desde una dirección incierta.

En algún lugar sonó el chirrido de bisagras oxidadas y por fin apareció un cono de luz flotante en la oscuridad. Maggie se apresuró hacia ese lugar.

Tom estaba parado junto a una puerta de hierro golpeado, le puso de inmediato la vela en la mano y desapareció en el cuarto que se bifurcaba. Mientras Tom encendía más lámparas, el futuro hogar de Maggie iba tomando forma.

Vio un sótano abovedado con paredes empapadas y un suelo arcilloso y húmedo. De lado derecho había un horno de carbón, a lado un armario carcomido y a lo largo de la pared del sótano muchas cubetas, barriles, cajas, incluso una tina de hojalata. En el centro de la habitación había un camastro atravesado que seguro había visto mejores tiempos. Maggie observó con asco las manchas de moho y los agujeros por quemaduras en la tela roída de terciopelo, la sábana aventada sobre esta y las botellas vacías que estaban bajo las piernas dobladas de madera.

—Esa es la cama de Goblin —apuntó Tom y la miró avergonzado.

—No lo hubiera adivinado —respondió Maggie—. ¿Y dónde dormimos nosotros?

Tom señaló el lado izquierdo del sótano. Allí había seis delgados colchones de paja debajo de sábanas parchadas y deshilachadas. La imagen hizo que Maggie sintiera un frío mordiente que se arrastraba en sus huesos. Cruzó los brazos.

Miró tristemente a Tom.

Él alzó los hombros como pidiendo perdón.

—No es precisamente el Astor. Pero lo creas o no, uno se acostumbra. Espera a que los demás estén aquí, entonces será verdaderamente acogedor.

—Tan acogedor como una fosa común —se lamentó Maggie—. ¿Qué cama puedo tomar?

—Esta era de Bloodsucker y esa de Devil Appo. —Tom señaló dos colchones—. Puedes escoger el que quieras.

—Quiero el de Devil —dijo Maggie, pues con mucho gusto podía prescindir de dormir en el colchón de un chico al que llamaban “Chupasangre”.

Se dejó caer sobre su futuro lugar. En la pared junto a ella había cajas de té encimadas. Tom sacó ropa del armario tambaleante y se las estiró.

—Esto debe de quedarte. En caso de que quieras bañarte, encontrarás todo lo que necesitas junto al horno. Ya debería irme. ¿Tienes alguna pregunta?

Maggie se mordisqueó pensativa el labio inferior.

—¿Te dice algo el nombre de Dandy Dolan? —le preguntó.

Las facciones de Tom se endurecieron.

—¿Por qué me preguntas por ese?

—Se me ocurrió —dijo Maggie a la ligera—. ¿Qué sabes sobre él?

—¡Primero me dices qué te traes con él! —le ordenó Tom tan fuerte que la bóveda retumbó con su voz.

Maggie estaba confundida con el cambio de humor de Tom.

—Cálmate —le dijo para apaciguarlo.

—¿Por-qué-pre-gun-tas-por-Do-lan? —Tom repitió su pregunta. Esta vez acentuó cada sílaba como si tuviera a una tarada frente a él.

Maggie sintió que el enojo subía dentro de sí.

—¡E-so-te-im-por-ta-un-co-mi-no! —lo imitó.

—¡Que si me importa!

—Así que crees que sí —respondió Maggie.

—Sí, eso creo.

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque escogiste nuestra casa como tu guarida. ¡Por eso!

—Te puedo tranquilizar —dijo Maggie—. No tengo nada que ver con él. Solo se me ocurrió preguntar.

Tomo resopló desdeñoso.

—¿Solo se te ocurrió?

—Sí, así nada más.

—Te voy a decir una cosa. En nuestra presencia no se hacen preguntas sobre determinadas personas. Y menos aún así nada más.

Maggie se inclinó hacia delante.

—Déjame adivinar: ¿Dolan es una de ellas?