Martínez Vélez, Óscar. ¡Guácala!; Ilustraciones de Patricio Betteo – 1ª ed. – México: Ediciones SM, 2016

Formato digital – (El Barco de Vapor, Naranja) ISBN: 978-607-24-2437-1

1. Literatura mexicana - Literatura infantil 2. Humor – Literatura infantil 3. Amistad – Literatura infantil 4. Aventura – Literatura infantil
Dewey M863 M37

QUE NO LO TOQUEN NI LAS MOSCAS

AHORA QUE ESTOY VIEJO debo confesarlo: yo fui un niño insoportable.

Sí, consentido, grosero y llorón. De esos que escupen, pican los ojos y muerden. Que le levantan la falda a sus compañeras del salón. Que rompen los juguetes ajenos (y también los propios si ya están aburridos). Que se meten los dedos a la nariz y hacen la tarea cuando les da la gana. De esos que se introducen a la boca doce barras de chicle para después pegarlos en la cola de un gato o en el pelo de un niño gordo.

—¡Federico me pegó un chicle en la cabeza! —solían acusarme señalando las pecas de mi nariz.

—¿Yo? No es cierto.

Me encantaba tocar los timbres del vecindario y salir corriendo. Romper vidrios con la resortera. Y si se trataba de jugar con niñas les metía unos buenos pellizcotes, aplastaba sus pastelillos de tierra o pisaba sus muñecas. No era raro que alguien le fuera con el chisme a mi mamá, pero al poco tiempo dejaron de hacerlo porque ella siempre contestaba lo mismo.

—Creo que usted está diciendo una mentira, mi angelito no sería capaz de hacer eso.

Y cuando se alejaba quien me había tratado de acusar, yo lo alcanzaba, le sacaba la lengua y le hacía una sonora trompetilla.

Yo era el rey de la casa. Me compraban lo que quería, tenía un cuarto lleno de juguetes donde había desde bicicletas, balones y rifles de diábolos, hasta yoyos de todos los colores. Solo comía lo que se me antojaba y, aunque era un glotón de lo peor, estaba tan flaco como una lombriz pues mi dieta era a base de pastelillos, dulces y refrescos de cola. Si a la hora de la comida me ponían un plato con sopa de verduras, yo decía:

—¡Guácala!

De hígado encebollado.

—¡Guácala!

De pollo.

—¡Guácala!

Siempre contestaba lo mismo. Por si esto fuera poco, mis papás me cuidaban igual que a un tesoro: me traían arropado con un suéter, aunque hiciera calor, y desinfectaban cualquier cosa que tocara mi piel. No dejaban que se me arrimara ningún perro, a menos que estuviera vacunado, y estaban atentos de matar cualquier araña, cucaracha o mosca que se me acercara.

Este libro es la historia de cómo cambió mi vida y me convertí en un niño diferente.

¡GUÁCALA!

TODO COMENZÓ cuando yo iba a cumplir diez años, fecha que mi papá planeaba festejar por una semana entera.

—Ya verás, Federico, iremos a un lugar distinto todos los días y para tu cumpleaños haremos una gran fiesta con muchos globos, dulces y payasos.

—¡Guácala! —Como ya saben, esa era mi contestación a todo.

Me atiborraron de juguetes: un trenecito eléctrico, un disfraz de piel roja, dos cajas de soldaditos, un avión a control remoto, una pistola espacial y un montón de cosas más. De todo eso algo que no me gustó, que me pareció lo más aburrido, fue un regalo que no era juguete pero después pasó a ser una cosa muy importante en esta historia. Venía envuelto en un papel dorado y cuando lo abrí me dieron ganas de tirarlo.

—¿Qué es esto, papá?

—Es una agenda electrónica.

Aquello era como una pequeña televisión con un teclado.

—¿Y para qué la quiero?

—Ahí puedes apuntar los teléfonos de tus amiguitos.

—No tengo amigos.

—Déjame buscar algún número para que la estrenes. —Abrió su agenda, que era un cuadernillo viejísimo—. Aquí hay dos, son de tus padrinos.

—No los conozco.

—Aunque últimamente no los hayamos visto, debes saber que tienes dos padrinos.

Lo que en ese momento no me dijo mi papá, es que mis padrinos eran los personajes más extraños que se puedan imaginar; gente rarísima que, aún hoy, me pregunto dónde la pudo haber conocido.

Esos días estuvieron llenos de paseos, fuimos al zoológico, al circo, a la casa de los espantos, al museo de cera y a remar al lago. Y precisamente una noche antes del gran día, o sea el de mi cumpleaños, papá dijo:

—Hoy vamos a ir a un lugar mejor que el de ayer.

—¡Guácala!

—Ya lo verás... es mejor que el de ayer.

—¿Vamos a ir a una juguetería?

—No.

—¿Al cine?

—No.

—Ya dime, papá, por favor.

—Vamos a ir a ver al Gran Morlesín.

—¿Y quién es ese señor, papá? Eso suena medio guácala.

—Es el mejor mago del mundo.

—Platícame de él.

—Dicen que es capaz de adivinar cualquier cosa, los pensamientos de la gente, el futuro y el pasado. Que puede hacer levitar a un elefante o a un camión de mudanzas sin importar su tamaño. Ve a través de las paredes aunque estas sean muy gruesas. Y ha desaparecido de todo, desde hormigas y lombrices hasta locomotoras y ballenas.

—¡Guauuuuuu! —dijo mi mamá, que siempre trataba de animarme—. ¡Eso suena sensacional!

—A mí no me parece tanto.

En ese tiempo todo lo veía muy aburrido.

—Y no solo eso, también es capaz de comer cualquier cosa —mi papá siguió.

—¿De verdad?

Aquello no me convencía.

—Sí, desde chinches y moscas hasta clavos y herraduras.

—Habrá que verlo.

—Tenemos que irnos ya, la función está por empezar.

Acompañados hasta por el Pirata, mi perro, y yo con mi cara de guácala, nos montamos en el coche y nos fuimos al teatro.

EL GRAN MORLESÍN

AQUELLA NOCHE CAÍA UNA tormenta que parecía el diluvio universal. Mis papás y yo tuvimos que caminar, protegidos por un paraguas y saltando entre los charcos, desde donde habíamos dejado el coche hasta la entrada del teatro.

—Cuidado con el niño, que no se moje —dijo mi mamá—. Que no le caiga ni una gotita.

—Aquí lo traigo cubierto con mi abrigo —le contestó mi papá.

Afuera había un letrero grandísimo y lleno de foquitos que decía:

SI NO LE TEME A LO DESCONOCIDO
Venga a ver a
EL GRAN MORLESÍN
MENTALISTA, ESCAPISTA Y PRESTIDIGITADOR

—Estoy segura que esto le encantará al bebé.

Mi mamá siempre quería que yo estuviera contento.

De una bocina salía una música como de circo.

“¡Guarff... guarff...!” Todavía recuerdo que el Pirata ladraba de emoción. No era para menos, arriba estaba pintada una tenebrosa cara de más de dos metros: era el rostro del mago centrado en un marco de relámpagos amarillos, con esa nariz semejante al pico de un cuervo, con esa barba de chivo que le llegaba hasta el pecho, con ese turbante que tenía una piedra verde en el centro y esos ojos de mirada severa bajo unas cejas peludas como gusanos azotadores.

Yo no supe si eso me emocionaba o me daba miedo. Hubiera querido verlo por más tiempo, pero la lluvia hizo que nos metiéramos corriendo bajo la marquesina.

—Vente, muñequito lindo, está lloviendo y además todavía tenemos que comprar los boletos —dijo mi mamá. Se veía preocupada porque en la taquilla había una cola que casi llegaba hasta la esquina.

—No hay problema —le contestó mi papá—, nosotros ya tenemos lugares.

Y de la bolsa de su gabardina sacó tres boletos, eran dorados y en el centro estaba impresa la cara del mago rodeada de estrellitas.

—¡Viva! —grité.

Cuando entramos al teatro lo primero que hicimos fue correr a la tienda de golosinas.

—¿Qué vas a querer, bebé?

Pedí unos bombones cubiertos de chocolate.

Y mi papá, que en verdad quería agasajarme, además de eso me compró dos mazapanes, un paquete de chicles, tres chupirules, unos cacahuates garapiñados, dos muéganos, tres chiclosos de cajeta y un refresco de uva. Mamá me ayudó a cargar todo aquello hasta nuestros lugares en la primera fila.

—Fíjate bien por donde pisas, no te vayas a tropezar.

El telón de terciopelo estaba frente a nosotros. Había un murmullo en las butacas que fue roto por un ladrido de emoción del Pirata.

“¡Guarff!”

Pirata, si la función no nos gusta, ladras mucho para molestar a la gente —le aconsejé y le di un chicloso de cajeta. El Pirata era de los pocos animales en este mundo que gustaban de comer chiclosos de cajeta.

En eso se oyó la voz de un presentador.

—Tercera llamada... esta es la tercera llamada... ¡Comenzamos la función!

Las luces se apagaron. Una música que daba miedo surgió de quién sabe dónde. Y el haz de un reflector proyectó un círculo en el telón, que poco a poco se fue abriendo hasta que se pudo ver el otro lado.

Todo el teatro estaba en silencio, esperando.

Se oyó un redoble de tambores, un platillazo y en seguida la voz del presentador dijo:

—Señoras y señores, niñas y niños, ha llegado el momento esperado. ¡Desde los exóticos parajes de Cacaratuca... conocedor del secreto de la salamanquesa y la hipnosis chiriquitueca, con ustedes... el Graaaaaan Morleeeeeeeeesín!

Hubo una explosión que provocó una nube de humo en el escenario; cuando se disipó, al centro apareció una figura humana de espaldas. Entonces ni siquiera las moscas volaban y hasta el Pirata había dejado de mascar su chicloso de cajeta. Aquella silueta traía una capa color violeta llena de estrellitas titilantes. La luz del círculo se hizo más intensa. Y, como si el piso se moviera, empezó a girar lentamente hasta quedar de frente al público. Se trataba del Gran Morlesín. Extendió una mano y de ella surgieron algunas chispas que se transformaron en una llama de fuego. Eso provocó en el público un:

—¡Ohhhhhhhhhhhhh!

La llama creció hasta casi llegar al techo. Con el resplandor que producía se podían distinguir los rostros sorprendidos de los espectadores. Extendió su otra mano y ahí surgió una segunda llama. Después le salió una más arriba del turbante y a continuación lo rodeó un círculo de fuego que solo duró unos segundos. En el momento que estaba más brillante, se apagó... y al mismo tiempo desapareció el mago. El público soltó otro:

—¡Ohhhhhhhhhhh!

Pero la sorpresa de todos fue mayor cuando atrás se oyeron unas risas.

—¡Ja ja ja ja!

Sí, de alguna inexplicable manera, el mago ahora estaba en el pasillo de atrás. El público soltó otro:

—¡Ohhhhhhhhhhhh!

El teatro se cimbró en una cascada de aplausos. Él hizo una caravana de agradecimiento, levantó su capa y desapareció ante los ojos de los espectadores. Se esfumó y apareció de nuevo, una fracción de segundo después, en el escenario. Hubo más aplausos. Hizo otra caravana.

Lo que siguió fue tan impresionante que hasta me tragué el chicle.

COMO POMPAS DE JABÓN

EL MAGO DIJO:

—Para el siguiente experimento voy a solicitar la cooperación de un voluntario.

En las butacas se volteaban a ver unos a otros. Como nadie se ofreció, él decidió escoger a una persona. Paseó por el público aquellos ojos enmarcados en sus peludas cejas.

—¡Yo, señor, yo! —grité.

Pero el Gran Morlesín ni siquiera me oyó pues detuvo y clavó su mirada en una señora gorda que estaba sentada a un lado de nosotros. Señalándola, le dijo:

—¡Usted!

Ella volteó para los lados, se veía muy asustada.

—¿Yo? —preguntó.

Con un movimiento de cabeza, el Gran Morlesín le dijo que sí. La señora estaba temblando.

—¿Yo? —volvió a preguntar.

Él asintió con la cabeza.

—No sea miedosa —le grité.

Del susto no se podía ni mover.

—¿Yo?

Él se le quedó viendo y le contestó:

—Sí..., usted.

La señora se paró, caminó hasta las escaleras del escenario y entró en el círculo luminoso donde estaba el mago. El teatro casi se cayó con los aplausos que parecían ovacionar el valor de aquella mujer.

“¡Guarff...!”, el Pirata ladró.

La señora hizo una caravana y el mago la volteó a ver evidentemente molesto.

—¿Lista? —le preguntó él.

Ella dijo que sí con la cabeza, él tronó los dedos y entró en el escenario otro personaje. Se trataba de un enano patizambo, de caminar lento, con una nariz enorme, unas greñas tan erizadas que parecían las cerdas de una escobilla y vestido con un traje de fantasía. En una mano traía un banquito de madera.

—¡Déjalo ahí, Ñandú! —le ordenó el mago.

Al parecer aquel ayudante era medio tonto, porque después de la orden se quedó viendo al mago sin moverse.

—¡Te digo que lo dejes ahí! —repitió.

El enano asintió con la cabeza, se rascó una oreja y le contestó:

—¡Mhmmm!

Puso el banco en el suelo.

—¡Ahora, vete!

El enano salió del círculo de luz. La señora lo siguió con la mirada hasta que desapareció. Con un pañuelito limpió el brillo de su cara y casi en un cuchicheo le preguntó al mago:

—¿No me sucederá nada?

—¡Siéntese ahí! —fue lo único que le dijo.

Obedeció.

Él se paró frente a ella, se cruzó de brazos, cerró los ojos y de su boca salió un extraño sonido nasal. —¡Mhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!

La señora se veía muy asustada, tenía el pañuelito empapado. Y sucedió algo extraordinario, empezó a despegarse del piso. Muy lentamente. Como si fuera una pompa de jabón. Como si fuera más liviana que el aire.

El público lanzó otro:

—¡Ohhhhhhhhhhhhhhh!

Ella se fue elevando hasta que llegó al techo. Allá se detuvo, igual a los globos que a veces pierden los niños. Entonces le entró un ataque de risa que fue subiendo de tono.

—¡A callar! —le ordenó el mago dando una palmada.

Y como si se hubiera olvidado de ella, volteó a ver al público y dijo:

—Ahora voy a solicitar la cooperación de otro voluntario.

Lo que sucedió después hizo que me tragara el segundo chicle de esa noche.

EL SERRUCHO ME HACE
COSQUILLAS

EL MAGO HABÍA PEDIDO la cooperación del segundo voluntario de esa noche, pero como la gente estaba impresionada por lo sucedido con el primero, permanecía en silencio.

Aprovechando, grité:

—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!