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© 2015, Alejandro Romera Guerrero

© 2015, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Cubierta

Vasco Lopes

Maquetación

Noemí Buesule

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Cote Caballero

Primera edición: Octubre de 2015

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;
91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Alejandro Romera Guerrero

miedos

Nova Casa Editorial

Prólogo

Quimera

Esclavos

Remordimientos

Custodi me a bestiam

Vacío

Un plato de albóndigas

No me olvides

Esperanza

La maldición

Cosas de críos

El circo

Incomprensión

Un huerto en Pirineos

La chica de la sonrisa perenne

La manga de mi pijama

Muros, abrazos y tazas de té

Mi cueva

Breve ensayo sobre una piedra

Costumbres cosidas

Cielo cerrado

Recuerdos anclados

Incrédulo

Lluvia de mayo

El otro

El monstruo de las mil colinas

El bostezo

Miedos

AGRADECIMIENTOS

EL MIEDO

“Una mañana, nos regalaron un conejo de Indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad”.

Eduardo Galeano, El libro de los Abrazos

A Dani.

Contigo también llegaron los miedos,

menos mal que tu risa se empeña en espantarlos.

Prólogo

MIEDOS o la indecisión del ser

José Guadalajara

No es el chirrido siniestro de una puerta que se abre ni la mano a punto de posarse sobre el hombro en la oscuridad de un sótano; tampoco el grito desmesurado ni la estaca del vampiro clavada en el corazón. Miedos, además de un título sugerente, es una descarga de emociones que Alejandro Romera nos inyecta en una serie de veintisiete relatos que van despertando nuestra conciencia y desperezando nuestros aletargados impulsos. Miedos es una potente medicina contra la incomprensión, la intolerancia, la crueldad, el egoísmo, la enemistad, la carencia de escrúpulos, los remordimientos, la indecisión o la cobardía. En cada historia de este libro hay un mundo, un mundo dentro y otro fuera, porque el escritor se interna en los espacios íntimos del cerebro humano y los proyecta sobre unos personajes que respiran cotidianidad. Y en esa cotidianidad nos encontramos nosotros con una pistola en la mano, escribiendo la carta al padre que se nos fue, viajando a la ciudad sin esquinas o añorando plantar un huerto en los Pirineos. A veces, los miedos nos arrastran y nos hablan tan alto que no somos capaces de advertir siquiera el sonido del agua que, como un camino, pasa a nuestro lado. Alejandro Romera, empeñado en su compromiso con la vida y la sociedad, nos descubre en sus relatos el universo secreto de esos miedos, los instintos y las intenciones, y nos permite reflexionar sobre nuestras carencias más evidentes. Y lo hace con un estilo diáfano, en una narración que fluye con un pausado transitar por las misteriosas galerías de la imaginación, con un sigiloso rastreo de pasos por las estancias y los habitáculos de la racionalidad, pero también con un golpe de efecto que nos aguarda al final de cada historia. Esa parsimonia del narrador discurre, sin embargo, con una selectiva claridad de palabras y en una estructura muy bien diseñada, dispuesta para crear suspense. El autor sabe perfectamente cómo conseguirlo: somete a sus lectores a la tensión de las situaciones y las envuelve con papel de artificio, pero se trata, sin duda, de un artificio verosímil que conmueve por su patético realismo. Esto, por otra parte, no significa que Alejandro Romera deje de emplear elementos simbólicos y metafóricos al servicio de una intensa teatralidad, ya que Miedos nos ofrece siempre una lectura paralela y profunda que se mueve por debajo de la línea del argumento. El lector se encuentra así ante unos relatos —a veces, microrrelatos— en los que va descubriendo poco a poco las motivaciones de un personaje o los mecanismos psicológicos y sociales de una situación conflictiva. Desde ese mismo instante, surge la extrañeza y se suscita el deseo por conocer cuál será el desenlace. A veces le basta al autor con un simple esbozo para crear, ya desde el comienzo, una atmósfera de intriga que enmarcará todo el relato.

Abro los ojos y no veo nada. Todo está oscuro. Estoy tumbada, boca arriba, inmóvil, desconcertada. Siento un peso que oprime mi pecho, no me deja respirar.

«Mi cueva»

Miedos es un libro que, en cierto modo, complementa a Kichay, la anterior colección de relatos publicada por el autor, pero que, a diferencia de éste, profundiza más en el aspecto psicológico y en la raíz íntima de los deseos durmientes. Miedos es el miedo en estado de letargo. En cualquier momento puede despertarse.

Quimera

Fabián sufría una extraña patología. Desde bien pequeño, desarrolló un miedo irracional a las esquinas. Sus padres lo percibieron cuando comenzó a gatear. Si se acercaba a la mesita baja del salón con sus salientes amenazadores, se frenaba y la rodeaba manteniendo siempre una distancia prudencial. Si lo cogían en brazos y lo acercaban a algún objeto que presentara puntas, él se ponía blanco y comenzaba a llorar frenético. Su cuerpecito se retorcía angustiado entre temblores —aseguraba su madre—, y el blanco no tardaba en volverse rojo. Una fobia, dijeron los psicólogos. Cuando crezca se le pasará.

Durante la adolescencia, comenzó a recortar las puntas de los folios para darles un aspecto más redondeado. E idéntico procedimiento siguió también con los libros. Primero con las cubiertas y luego, una a una, con todas sus hojas.

En su casa solo había mesas y sillas redondas. Las estanterías siempre acababan en uniones con otros estantes, nunca en punta. Su padre había limado cualquier esquina que presentaran los muebles. Incluso las puertas habían sido construidas a medida con los bordes suavizados. Una burbuja. En eso se convirtió su casa. Aunque en la calle todo era distinto.

La ciudad lo recibía con los brazos abiertos cada mañana pero él solo veía esquinas. Cientos de ellas. Miles. Fabián andaba angustiado todo el día con miedo a tropezar con alguna. Por si acaso, nunca se separaba de un pequeño bolso de rayas negras y blancas cuyo interior estaba lleno de gomaespuma, su única arma. O su único escudo, según se mire. En ocasiones, si no tenía más remedio que acercarse a alguna punta peligrosa, la forraba con gomaespuma y eso le hacía sentirse mejor.

A pesar de que nunca le habían gustado las corridas, consiguió trabajo en una plaza de toros. Allí se encargaba del mantenimiento y limpieza del ruedo. La perfecta redondez del coso le proporcionaba algo de calma lejos de la seguridad del hogar, aunque en realidad fuera su casa el único sitio donde conseguía relajarse de veras. En ausencia de esquinas, no tenía que estar concentrado en evitarlas. Y bien es verdad que en casa se relajaba, pero también se sentía vacío.

Y así pasó Fabián los primeros años de juventud. Hasta aquel encuentro.

Un amigo de la escuela lo visitó por sorpresa una mañana. Era hijo de una pareja de millonarios y nunca había tenido que preocuparse por el dinero, así que se había dedicado a viajar por el mundo sin rumbo fijo. Sabedor de la extraña patología de su amigo, le contó que había conocido un país muy lejano en el que existía una ciudad sin esquinas. Fabián no dio crédito en un principio a lo que su antiguo compañero le decía. Pero este le aseguró que era cierto, incluso había hecho fotografías para demostrarlo. Por desgracia, el carrete se había velado y todas se habían perdido. No era necesario. Era tan bello lo que su amigo contaba que Fabián creyó sin fisuras cada una de sus palabras.

Y desde aquel encuentro, como es lógico, no pasó un solo minuto sin imaginarse aquel maravilloso paraíso.

Solo tres días necesitó para convencerse a sí mismo. No tenía sentido seguir perdiendo el tiempo en un lugar donde continuamente se sentía amenazado. Sus padres intentaron convencerlo de que no se marchara pero el destino que le esperaba era demasiado dulce. Tenía suficientes ahorros, así que dejó el trabajo y compró un billete hacia el país del que su amigo le había hablado. Estaba exultante.

El viaje en avión fue horrible. Una mujer sentada a su lado no paró de ojear una revista de la compañía aérea y, cada vez que pasaba una página, las esquinas de papel rozaban su brazo derecho. Tuvo que pedir a una azafata que le cambiara de asiento, incapaz de soportar las embestidas violentas de la revista.

Si el viaje en avión fue horrible, el resto fue aún peor. Una vez aterrizado, tuvo que tomar varios autobuses, un tren e incluso un burro. Aferrado a su bolso de rayas negras y blancas, se enfrentó a numerosos peligros. Tal vez sin la ayuda de la gomaespuma no lo hubiera conseguido.

Las indicaciones de su amigo eran algo confusas y el camino se hizo más largo de lo esperado. El viaje duró varios días. Pero finalmente llegó.

La ciudad sin esquinas. Allí estaba. Existía.

El gobernador de aquella singular población lo recibió con los brazos abiertos. Una sonrisa perfecta, blanca, reluciente. Le explicó que él sufría el mismo pánico, al igual que el resto de los habitantes. Al principio, hacía años, solo estaba él. Pero poco a poco fue construyendo la ciudad con la ayuda de personas que, al igual que el propio Fabián, padecían aquella extraña obsesión y habían acudido al escuchar la existencia de tan hermoso proyecto. Entre todos, habían conseguido construir la ciudad perfecta.

El gobernador le ofreció alojamiento durante unas semanas mientras encontraba un empleo y Fabián sintió que había encontrado por fin su destino.

Después de instalarse, salió a la calle y, por primera vez, paseó relajado a cielo abierto. La luz del sol lo inundaba todo. Ni una sola nube. Todas las personas con las que se cruzó parecían felices. Caminaban erguidos, en una postura hasta cierto punto antinatural, casi sin mirar al suelo. Sus ojos poseían un brillo especial. No tienen miedo, pensó Fabián.

Al principio le costó hacerse a la idea de que no había esquinas que amenazaran su tranquilidad. No tendría que preocuparse nunca más. Los edificios eran circulares, los techos tenían forma de bóveda. Mesas redondas, folios redondos. Las calles no se encontraban en cruces, sino en rotondas. Ni un solo cuchillo en punta estaba permitido. Hasta los colmillos de los habitantes habían sido redondeados.

Al llegar la noche, Fabián regresó a la pensión donde se alojaría las primeras semanas. Aún no daba crédito a lo que estaba viviendo. Había encontrado un lugar donde quedarse. Por fin podría vivir sin miedo a golpearse con salientes traicioneros, junto a gente que lo entendía.

Sacó el pijama de la maleta y el tacto de la tela le hizo recordar su otra vida, antes de llegar a la ciudad sin esquinas, hacía ya una eternidad. Olió el pijama e inspiró el aroma del suavizante que había usado siempre su madre. Se lo puso despacio. Sintió la calidez de la tela deslizándose por su piel. Se metió en el baño y se lavó los dientes frente al espejo, mirándose a los ojos. Era ya tarde y los últimos días habían sido agotadores, necesitaba dormir.

Pero se metió en la cama y no pudo evitar sentirse extraño. La ciudad sin esquinas, lo que siempre había soñado. El lugar perfecto. Aquella noche, Fabián no pegó ojo.

Al amanecer, se dio una ducha fría, desayunó un par de rosquillas y organizó la mochila. Caminó hasta la estación y tomó el primer autobús de la mañana. Desde la ventanilla, aferrado como siempre a su bolso de rayas negras y blancas, observó cómo la ciudad sin esquinas se fue haciendo cada vez más pequeña hasta desaparecer por completo.

El viaje, al igual que ocurriera a la ida, se hizo más largo de lo esperado. Cuando días después llegó al aeropuerto, comprendió angustiado que era el momento, no podía alargarlo más. Solo un vuelo lo separaba ya de la ciudad —repleta de esquinas— en la que siempre había vivido. Si quería al menos intentarlo, tendría que continuar solo.

Dejó el bolso lleno de gomaespuma junto a una papelera. Se mareó. Sintió vértigo al comenzar a caminar sin él. Pero también sintió un ligero cosquilleo. Tal vez no fuese demasiado tarde después de todo.

Esclavos

Feliciano Cruz se repasa el pelo con la mano, se coloca el cuello de la camisa y entra en la sala. El viejo espera sentado en una silla metálica. Un débil foco de luz lo ilumina desde el lateral clavando su sombra en la pared. Hace calor. Un ventilador cuelga del techo. El sudor está impregnado en todas partes. Un espejo abarca una de las paredes casi por completo. Feliciano Cruz se mira en él. Después se gira y se sienta frente al viejo. Lo observa. Deja pasar el tiempo. No hace ninguna pregunta. Tras varios minutos en silencio, el viejo comienza a hablar. Despacio, con firmeza.

Lo cierto es que no sé cuándo fue la primera vez que sucedió, dice. La primera de la que guardo recuerdo fue una ocasión en la que tenía unos catorce o quince años, pero no podría asegurar que no ocurriera antes de aquella noche.

Yo era un mocoso que apenas empezaba a saber lo que eran las cosas. Ella me había invitado a salir al cine. Sara se llamaba, creo. En realidad eso no importa. Estábamos en el instituto y yo andaba que ni iba ni venía. Recuerdo de aquella época a mis padres machacándome con que tenía que pensar de una vez lo que quería estudiar, decidir lo que quería hacer el resto de mi vida. Y yo si ni siquiera sabía cómo dejarme el pelo.

Lo único que tenía claro eran mis ganas de besarla. La chica más guapa de la clase —o eso me parecía a mí— se había interesado en salir al cine con el empollón, el que siempre se sienta en primera fila y apenas habla con nadie. El raro, vamos.

Feliciano Cruz esboza una sonrisa sutil. Enciende un cigarro. Él nunca tuvo esos problemas. Sabe ganarse a la gente.

¿Por qué quiso invitarme a salir aquella noche?, se pregunta el viejo. No lo sé, quizá se percatase de mis miradas furtivas en clase y solo quería burlarse de mí. Quizá le gustaban los insociables. Tal vez le caí en gracia y solo pretendía pasar un buen rato.

Lo pasamos bien en el cine. O eso creo. Era una película de vaqueros en blanco y negro. Al salir, la acompañé hasta su casa.

Cuando llegamos a la puerta, no se veía luz dentro, sus padres debían de estar dormidos. Ella hizo como que se iba pero no se fue. En lugar de entrar en su casa, se quedó frente a mí, en silencio, sonriendo y haciendo círculos en el cemento con su pie. Y yo allí, mirándola como un pasmarote. Hacía frío.

Y lo único que quería era besarla. Pero no lo hice. Bueno sí. Es decir, sí la besé. Pero no fui yo.

No me atrevía a mirarla y ella empezó a impacientarse. Se había levantado algo de viento. Hacía más frío por momentos. Mis ojos buscaron un lugar donde refugiarse y desvié la mirada hacia el suelo. Lo que vi en aquel instante lo cambió todo.

Mi sombra había decidido aventurarse por su cuenta. Cansada de mi inseguridad, se había lanzado a besarla —bueno, a su sombra—, y ambas andaban enredadas en un apasionado beso. Parecían estar pasándoselo de lo lindo. Me quedé paralizado y tardé unos segundos en reaccionar. Me giré hacia Sara para ver si estaba viendo lo mismo que yo, pero solo vi su espalda alejándose. Volví a girarme con rapidez hacia el suelo y todo parecía haber vuelto a su orden. Su sombra la seguía escaleras arriba hacia el portal de su casa y mi sombra, como si nunca hubiera roto un plato, me miraba del mismo modo que yo la miraba a ella. Pensé en el beso que se habían dado a escondidas y sentí envidia. Yo no había sido capaz. Desconcertado, me fui para casa.

Feliciano Cruz le mira con atención. Como un autómata, se peina y se recoloca el cuello de la camisa. Su interés por el relato ha ido creciendo. Al principio creía que sería solo una declaración rutinaria, pero su historia resulta sorprendente. El viejo apenas gesticula. De todos modos, las esposas no le dan mucho margen.

Los días que siguieron a aquel extraño encuentro, continúa el viejo, no dormí demasiado. No podía dejar de preguntarme si había sido real. Ella en clase no me dirigía la palabra así que no pude saber si también descubrió el desliz de nuestras sombras. Estaba solo en aquello.

Pero volvió a suceder. Supongo que solo era cuestión de tiempo. Un gamberro del cole —el Pancho— intentó quitarme el bocadillo una vez más. Hasta aquel día siempre había obtenido mi silencio como respuesta. Yo nunca me había negado a dárselo por miedo a que me soltara un buen golpe. Hasta aquel día, como ya he dicho. Justo cuando estaba a punto de sacar el bocadillo de mi mochila y entregárselo sumiso, descubrí de reojo —desde el incidente del beso no le quitaba ojo— cómo mi sombra no sacaba el bocadillo sino más bien se arremangaba la camisa para soltarle un puñetazo a ese capullo del Pancho.

Y eso es lo que hice. Tal vez por miedo a que alguien descubriese que mi sombra se me estaba rebelando. El puñetazo retumbó en todo el instituto. Me asusté, no voy a negarlo. La miré de reojo y vi que se mantenía firme en su posición mientras la sombra del Pancho huía, corría tapándose la cara con las manos.

Supongo que, llegados a esta altura, ya no creerá nada de lo que le estoy diciendo. Pero es cierto, se lo juro, no estoy inventándome ni una sola palabra.

Feliciano Cruz lo mira con seriedad. Se siente incómodo. Lo que el viejo dice no tiene ningún sentido pero parece real. Se enciende otro cigarro. Una pequeña cámara los graba desde una esquina. El viejo continúa.

Desde aquel día he adquirido la habilidad —qué remedio— de seguir a mi sombra con sigilo, sin que nadie perciba que soy yo quien la sigo y no ella a mí, como siempre debió ser.

Tengo que estar siempre atento. Ya me he acostumbrado, son muchos años juntos y cuando intenta jugármela, la imito con rapidez. Tal vez tarde una o dos milésimas de segundo en repetir sus movimientos, pero no más. Nadie se daría cuenta a simple vista.

Mi vida es difícil de describir. Me casé pero nunca quise a mi mujer. Conseguí un gran trabajo en una multinacional que siempre odié. Me convertí en corredor de fondo y gané alguna que otra carrera, con lo que me gusta a mí el sofá. Hice muchos amigos. Dinero, fiestas. Comencé a ser envidiado. ¿Quién me lo iba a decir, verdad?

Pero es mentira. Todo es mentira. Es ella la que decide. Al principio estuvo bien, no le voy a engañar. Pero después se convirtió en una maldición. ¿Nunca ha tenido la sensación de estar viviendo una vida que no es la suya?

Feliciano Cruz se gira hacia su derecha. Las sombras de ambos se proyectan en la pared. Observa la silueta del viejo, las manos encadenadas. Su sombra encorvada contrasta con la suya propia, estirada, firme. La luz tenue confiere un aspecto cavernoso a la sala de interrogatorios.

No fui yo el que mató a mi esposa, se lo juro. Ni a mis padres. Ni a todas esas chiquillas. Yo no lo hice. Fue ella. Me obligó a hacerlo.

Feliciano Cruz se echa hacia atrás en la silla. Sonríe. Por un momento ha estado a punto de tragarse la historia del viejo. Parece mentira, un policía con su experiencia. Aspira una larga calada del cigarro y mira de reojo hacia el espejo que cubre la pared. El viejo parece adivinar sus pensamientos. Se incorpora todo lo que las esposas le permiten y comienza a hablar más fuerte.

Usted se ríe, ¿pero sabe lo que pienso? ¡No soy el único! ¡Allá fuera hay muchos más como yo! En el fondo es fácil. Es atractivo, ¿no cree? Muchas más personas de las que usted cree obedecen sin rechistar a su sombra. Estoy seguro. Tal vez ni siquiera ellas se den cuenta. Es difícil percibirlo.