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1 Algo más de cuarenta kilogramos

2 Una de las más nobles de los ruwala

3 El reinado de Midhat en Damasco duró veinte meses, y es notable sólo por las intrigas que ha ocasionado. Se inició con una action d’éclat, el sometimiento de los drusos independientes del Hauran, una comunidad próspera e inofensiva que Midhat, con la ayuda Ali, llevaron a la a ruina. El resto del tiempo y de recursos se gastaron en un intento de ganar para sí el rango y título de kehdive, una trama que terminó con su destitución. De mejoras, materiales o administrativas, nada se ha oído, pero es digno de recordar la serie de incendios que tuvo lugar durante su mandato y que quemaron gran parte de los bazares de Damasco, causando grandes pérdidas y hoy convertido en bulevar. Midhat ha sido obviado a Esmirna, donde es divertido leer el siguiente relato sobre él:

Midhat Pacha.– Septiembre 28–: «Un corresponsal privado del Journal de Genève, escribió hace diez días desde Esmirna, que Midhat Pacha está convencido de contar con la simpatía de sus habitantes y con su cooperación activa tras conocer los vastos planes de mejora y la reforma en beneficio de la provincia que ha sido llamado a administrar.

Las primeras obras que se proponía llevar a cabo eran el drenaje de los grandes pantanos grandes de Halka Bournar («los Baños de Diana» de los antiguos), la limpieza de las alcantarillas de Esmirna, y eliminar la suciedad de las calles para limpiar el aire, ya que, como un eminente médico le ha dicho, la contaminación afecta a la salud de la ciudad y amenaza, en fecha no muy lejana, en provocar una peste. La siguiente propuesta, en este caso de un inteligente ingeniero, iría encaminada a evitar los estragos del río Hermus, que en invierno se desborda y hace un daño inmenso en la llanura de Menemen.

Se dieron órdenes para la ejecución de obras de ingeniería a gran escala que, se pensaba, convertiría en fértiles para la agricultura vastas extensiones de tierras improductivas. La reforma administrativa debía ser también seriamente comprometida. La policía debía ser reorganizada y los tribunales de justicia debían actuar con orden y honestidad. El escándalo de los gendarmes aliados con los ladrones debido a su insuficiente su salario, y de los jueces recibiendo sobornos de los pícaros y otros malhechores, ha de ser prontamente remediado.

Se ordenó que cada kaimmakan, mudir, jefe de la policía, y el presidente del tribunal, si es culpable de malversación o robo, debe ser arrestado y encarcelado. Los alcaldes debían dejar de ser los meros portavoces de los valis, y considerar únicamente los intereses de sus representados. Las cuentas de los funcionarios que, con salarios nominales de 800 francos al año, gastan 10.000, debían ser rigurosamente investigadas y las malversaciones castigadas severamente, y así muchas otras medidas, igualmente loables y deseables, se proyectaba poner en marcha.

Pero la energía y buena voluntad en un reformador –ya sea Midhat o Hamid– no son, por desgracia, suficientes para llevar a cabo las reformas. Para drenar pantanos, ríos, terraplenes, limpiar alcantarillas, quitar suciedades, pagar a los magistrados y policías, recaudar honestamente ingresos, se necesita mucho dinero. ¿Cómo se iba a hacer? Los ingresos no vendrían del puerto o de la provincia, pues esos se envían con regularidad, y al céntimo, a Constantinopla; las necesidades del Gobierno son urgentes y no admiten demora.

Midhat Pachha, sin saber qué camino tomar, llamó a mejeless (consejo), pero los miembros no fueron capaces de sugerir una solución a la dificultad de encontrar dinero. En esta tesitura, se le ocurrió al gobernor que existía en Esmirna una sucursal del Banco Otomano, en la puerta del cual había siempre dos magníficos nizams con precioses uniformes, que le daban la apariencia de un establecimiento gubernamental. ¿Por qué no debería el banco proveer de lo necesario?

Su propia idea estusiasmó al pachá, que llamó de urgencia al director del bando. Cuando este llegó al konak, Midhat le explicó sus planes de reforma, y con la elocuencia de un recién convertido, le explicó con beneficios indecibles que las obras públicas reportarían a la provincia. Nunca, le aseguró, tendría el banco una oportunidad tan buena; prestar al gobierno unos pocos millones de francos que se invertirían estrictamente en los proyectos explicados.

El negocio, además, iba a ser tan inmediatamente rentable que el banco podría tener la confianza más absoluta en la recepción, en el transcurso de unos pocos años, tanto de los intereses como del principal. Desafortunadamente, sin embargo, todos estos argumentos no hicieron mella en el señor Heintze, el gerente, que explicó al pachá que, aunque él, personalmente, hubiera estado encantado de avanzarle los millones que necesitaba, las instrucciones que había recibido no le permitían ningún margen.

Él estaba allí para hacer los negocios ordinarios de un banco, recaudar ciertos ingresos que habían sido asignados al banco en concepto de fianza; pero le habían ordenado estrictamente no conceder préstamos, por muy prometedores y rentables que pudieran parecer. Y este fue el fin de los grandes proyectos de Midhat Pacha de mejora pública y reforma administrativa. En estas circunstancias, sería el colmo de la injusticia que le acusaran de no haber cumplido las promesas que hizo, porque de nadie, ni siquiera de un gobernador general turco se puede esperar que consiga lo imposible.»

4 M. Palgrave, misionero jesuita, visitó Djebel Shammar antes que los esposos Blunt, pero lo hizo bajo un disfraz sirio y en condiciones desfavorables a las observaciones geográficas.

5 Hija de Faris el-Meziad, jeque de Mesennah.

6 Sakhr, «una piedra», el verdadero origen de su nombre.

7 El Hauran fue uno de los primeros distritos conquistados por el califa Omar. Compartió durante algunos siglos la prosperidad del imperio árabe, pero sufrió mucho durante las Cruzadas. No hay ninguna razón, sin embargo, para dudar de que continuara siendo habitada hasta la conquista de Tamerlán, en 1400, cuando todas las tierras en la frontera del desierto se despoblaron.

8 El Ithel, un árbol que creceen todos los pueblos de Arabia central, pero, hasta donde yo sé, no se ha encontrado silvestre.

9 Una especie de tamarisco.

10 Djebel el-Tawil.

11 Estos fueron sin duda los egipcios que el ejército de Ibrahim Pacha dejó atrás en Aneyzeh.

12 Aunque más problablemente fuese un halcón.

13 El peligro para Mohammed es a causa de la sangre que ha derramado como persona, no como emir, en cuyo cargo es adorado por sus súbditos.

14 Viajar con un halcón es un signo de nobleza.

15 No he oído nada de la suerte que ha corrido la viuda de Obeyd, y no podía preguntar.

16 Los ibn Ali eran antes jeques del Shammar, pero fueron desplazados por los ibn Rashid hace cincuenta años.

17 Se dice que Abbas Pacha tenía dos potros Seglawieh de Egipto; uno de ellos murió y el otro fue regalado al difunto rey de Italia.

18 Medimos uno, un árbol desmochado: treinta y seis pies de tronco, a un metro y medio del suelo.

19 Sr. Rassam, que ha estado excavando en Babilonia, me informa que estas inscripciones están en caracteres fenicios antiguos. Al parecer, los fenicios, que eran una nación de tenderos, tenían la costumbre de enviar a los viajeros comerciales con muestras de sus mercancías por toda Asia; y dondequiera que se detuvieran,si había una tipo de roca conveniente, el viajero grababa su nombre en ella y dibujaba unos animales. La explicación puede ser cierta, pero, ¿cómo es que estos comerciantes elegieron temas propios del desierto en sus esfuerzos artísticos: camellos, avestruces, cabras montesas y jinetes con lanzas? Parecería más bien que estas inscripciones fueran obra de los árabes, o que se pretendía representar a los árabes, a los habitantes de este país. Pero yo no soy arqueóloga.

20 Fue de Taybetism que Abdallah Ibn Saud huyó hace diez años cuando fue expulsado por su hermano del Aared, y desde ella que envió un traicionero mensaje a Midhat Pacha en Bagdad, que reunió a los turcos en Hasa y se separó del imperio wahabí.

21 Desde entonces, he sido informada por los dentistas de que no es desconocido por la ciencia un tercer juego de dientes que aparece en la vejez.

22 Regalos con los que siempre se honra a un jeque.

23 Un metro cuarenta aproximadamente.

LADY ANNE BLUNT

VIAJE A ARABIA

Peregrinación a Nedjed, cuna de la raza árabe

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CAPÍTULO I

«¿Has sido tú un gran viajero, Mercurio?

–He visto el mundo.

–¡Ah! un maravilloso espectáculo. Siento impaciencia por viajar.

–Es siempre lo mismo, mucho moverse y poco de nuevo. Estoy cansado de andar. Si pudiera conseguir una pensión, me retiraría.

–Pese a todo, los viajes nos dan sabiduría.

–Engañan nuestros deseos. Viendo mucho sentimos poco, y aprendemos cuan pequeños son esos asuntos que tantas preocupaciones nos causan.

(IXIÓN EN EL CIELO)

El encanto de Asia. – Regreso con nuestros viejos amigos. – Noticias del desierto. – La colonia de Palmira en Damasco. – Nuevos caballos y nuevos camellos. – La señora Digby y su esposo Mijuel el Mizrab. – Una querella sangrienta. – La vida de Abd el-Kader. – Discurso de Midhat Pacha sobre los canales y los tranvías. – Fracaso a propósito de un empréstito.

 

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Retrato de Abd el-Kader (La France coloniale illustrée, de Gochet Alexis M.)

Damasco, 6 de diciembre de 1878. – Resulta singular ver como las ideas tristes se desvanecen en cuanto se pone el pie en Asia. Ayer aún nos tambaleábamos en la marea del pensar europeo, con sus ansiedades políticas, sus miserias sociales, sus aspiraciones sin tregua, herencia de la inquieta raza de Jafet. Ahora nos parece navegar por unas aguas tranquilas, donde podemos descansar, olvidar, ser dichosos. Ese encanto del Oriente reside en la ausencia de vida intelectual, en esa libertad del espíritu que libera de la ansiedad cuando miras hacia adelante, y del dolor cuando miras hacia atrás. Nadie aquí mira hacia el pasado o hacia el porvenir. Se ve solo el presente, y hasta el día de la muerte se supone que el presente será siempre tolerable. Hemos tenido luego la alegría de ver de nuevo a nuestros viejos amigos, que nos muestran de una forma sumamente expresiva la alegría del reencuentro. Saliendo de la oficina de carruajes hemos encontrado el pequeño grupo de nuestros adictos, que espiaban nuestra llegada. A su cabeza se encontraba Mohammed Ibn Aruk, el compañero de nuestras aventuras del año pasado, que había venido desde Palmira con la intención de acompañarnos de nuevo y nos esperaba –según creo– desde hacía un mes. Luego Hanna, el más atrevido de los miedosos y de los cocineros con sus ojos siempre prontos a derramar lágrimas, y su doble hilera de dientes blancos, expresando saludos de bienvenida. Ambos han traído a un amigo, un pariente, e insisten a fin de que lo tomemos a nuestro servicio y pueda ayudar a su patrón en caso de necesidad, ya que viajando los criados prefieren ser dos.

El primo de Mohammed es un hombre de aire paternal, mirada respetuosa, de unos treinta y cinco años, de cierta corpulencia y anchas espaldas. Propone ser conductor de camellos y parece propicio al empleo. El hermano de Hanna no se le parece en absoluto, es un joven gigante de semblante imberbe y grandes manos. Viste pintorescamente una túnica cortada como la vestimenta eclesiástica llamada dalmática, de la que es sin duda el modelo original. Lleva en la cabeza un turbante de color. También puede sernos útil, pero es cristiano, y resulta dudoso pensar que sea prudente llevar al Nedjed discípulos cristianos. Solo Ferhan, nuestro conductor (aghell), falta, lo que resulta una gran contrariedad pues era el más equilibrado y el más digno de confianza entre nuestros compañeros. No creo que en todo Damasco podamos encontrar a alguien que se le pueda comparar.El anochecer transcurre dando y recibiendo noticias. Mohammed en su calidad de hermano de Wilfrid (el señor Blunt) fue invitado a cenar con nosotros, que pasamos un par de horas oyendo agradablemente contar cuanto había sucedido en el desierto durante el verano: ante todo la emoción causada por la compra de la yegua Beteyen, que después de todo habíamos conservado, pese a los celos y envidias locales; luego los importantes hechos llevados a cabo por nuestros amigos en el Hamad.

Mohammed naturalmente no sabe nada de los caminos que llevan al Nedjed o al Djof. Solo que deben de existir en alguna parte hacia el sur y que él tiene parientes en el Nedjed. Dudo que haya nadie en Damasco que pueda proporcionarnos otras informaciones. Los wald ali sin embargo deberían saber donde se encuentran los ruwala, y estos podrían ponernos en camino, ya que llegan mucho más al sur que cualquier tribu de los anaza. La dificultad será este invierno –así lo tememos– que no habiendo llovido desde la primavera, el Hamad estará seco y sin agua. De todos modos e indiscutiblemente no interesa atravesar el Hauran, siempre peligroso, y más aún este año. A menudo se ha comparado el desierto con el mar, y se le parece entre otros muchos sentidos en el siguiente: tras haber cruzado sus riberas es relativamente seguro. Son las fronteras que ofrecen siempre riesgos. Veremos. Por lo demás solo hemos hablado a Mohammed de un viaje al Djof, para no asustarle. El Nedjed, en la imaginación de los árabes del norte, se encuentra prodigiosamente alejado. Nadie llegó allí desde Damasco. La abnegación de Mohammed parece carecer de límites.

Para Wilfrid esa abnegación parece sincera, mas 600 millas de desierto son como para someter su afecto a una dura prueba. Comprobamos que la dignidad e importancia de Mohammed han crecido desde la última vez que le vimos. Ha tomado las apariencias y el título de jeque, al menos ante los servidores del hotel. De hecho, sus maneras son demasiado refinadas para ser considerado un nómada de buena ley.

Hay en Damasco, o más bien en el arrabal de la ciudad llamado Maidan, una pequeña colonia de habitantes de Palmira; es entre ellos que Mohammed ha elegido domicilio. Fuimos allí esta mañana para ver los camellos que había comprado para nosotros y que se encuentran en el establo de sus amigos. La colonia se compone de dos o tres familias que viven juntas en una pobre casita. Abandonaron Tudmur (Palmira) hará unos seis años –en un acceso de cólera, según dicen– y esperan desde entonces, día tras día, el momento de regresar. Los habitantes de la casa estaban fuera cuando nos presentamos, ya que se ganan la vida, al igual que la mayor parte de las gentes de Tudmur, ejerciendo la profesión de cocheros. Las mujeres nos recibieron amistosamente, nos invitaron a sentarnos y a tomar café, un excelente café, como no lo habíamos gustado hacía mucho tiempo; mandaron a una niña a buscar los camellos para que los pudiésemos ver. La pequeña los había cuidado como lo habría hecho un hombre. Mohammed parece haber elegido bien. Hay cuatro propios a servir de monturas y cuatro destinados a llevar los pesados equipajes. Estos tienen una cabeza sumamente fea, pero parecen hechos para cargar las puertas de Gaza. Cuando se compran camellos, los puntos esenciales a observar son la anchura del pecho, la capacidad de aguante, unas piernas ligeras y la grupa redonda. He visto probar la fuerza de sus corvas por un hombre que monta encima cuando el camello está de rodillas. Si puede levantarse con ese peso sobre el lomo, no hay duda acerca de su estado.

Entre los nuestros solo uno no nos acababa de gustar, sus huellas de sarna eran recientes. Pero Abdallah –el primo de Mohammed– se hizo responsable de él como de los otros. El precio de compra no es excesivo, resultan a unas 10 libras cada uno. No se puede evitar una cierta piedad hacia esas pobres bestias al pensar en el inmenso viaje que tienen que llevar a cabo, y en las pocas posibilidades que tienen de ver su fin. Felizmente poco más saben de su suerte que nosotros de la nuestra. Cuanto sentiríamos saber con precisión en que wadi o en que escarpado lugar se tumbarán para morir; pues tal es el destino de los camellos. De saberlo, seríamos incapaces de hacerlos partir.

El punto más importante tras los camellos, son los caballos que debemos montar. Mohammed ha traído a su pequeña Zilfeh Mokhra, que apenas tiene tres años; pero él considera que está en su peso, 13 stones1, y debe de saberlo. M. S... nos ha enviado de Alep, por Hanna, dos yeguas. La una, Ras el Fedawi, bella y potente bestia. La otra un caballo bayo, Abeyeh Sherrak, sin pretensiones de elegancia, pero que debe poder llevar una carga ligera. Los llevamos a Maidan donde su buen porte atrajo la atención general. Todos se volvían para verlos. Quizá sean unos caballos demasiado hermosos para emplearlos en un viaje.

7 de diciembre. – Hemos pasado la jornada con la señora Digby y su marido, Mijuel, de la tribu de los Mizrab, un hombre bien educado y muy agradable que nos ha dado excelentes consejos en relación con nuestro viaje. Tiene una casa preciosa en las afueras de la ciudad, rodeada de árboles y jardines; se levanta en el centro de un parque regado por agua corriente y cortado por senderos bordeados con flores según la moda inglesa, flores murales en especial. Hay pájaros y otros animales; palomas y tórtolas ronronean en los árboles. Un pelícano está sentado cerca de una fuente entre una corte vigilada por un perro guardián de afilados dientes. En las caballerizas una hermosa y única yegua. Para la ciudad es suficiente.

El principal cuerpo de la casa es muy sencillo en su estilo árabe poco ornamentado; pero un edificio separado y construido en el jardín está amueblado como un salón inglés, con sillones, sofás, libros y pinturas. Entre un gran número de bosquejos muy interesantes y bellos metidos en una carpeta, he visto varias vistas magníficas de Palmira ejecutadas por la señora Digby hace algunos años, cuando la villa era menos conocida que en la actualidad.

El jeque, como le llaman normal y erróneamente, pues su hermano mayor Mohammed es el jeque reinante de los Mizrab, llegó mientras estábamos hablando y la conversación se inclinó naturalmente hacia las cosas del desierto que le preocupan, y que son también nuestro más vivo interés del momento. Nos informó entre otras cosas de la historia de su tribu, los Mizrab. Pero antes de repetir algunas de las particularidades que por él sabemos, no puedo evitar decir algunas palabras sobre el propio Mijuel; justificarán el precio vinculado a sus informes, que son los de una persona digna por su nacimiento y su posición de hablar con autoridad. En apariencia tiene las características de un nómada pura sangre. Es bajo de estatura, esbelto de talle, con manos y pies pequeños, una tez olivácea, una barba antaño negra que empieza a grisear, ojos y cejas negros. Sería un error creer que los verdaderos árabes son siempre bellos o tienen cabellos rojos. Encontramos a veces en el desierto hombres de una complexión comparativamente bella pero, hasta donde mi experiencia me permite afirmar, esta complexión es siempre la marca de un tipo extranjero, de una mezcla de raza. No se ha visto nunca un nómada de sangre pura cuyos cabellos no fueran negros como los ojos, cuya nariz no fuera aquilina.

El padre de Mijuel, excepción rara entre los anaza, sabía leer y escribir. Confió a sus hijos, cuando eran jóvenes, a un hombre instruido encargado de enseñarles las letras. Entre nueve hermanos solo Mijuel puso empeño en aprender. La curiosa aventura de sü matrimonio con una dama inglesa, lo apartó algunos meses del desierto; pero no logró hacerlo extraño a él. Ha adquirido algo del hombre de ciudad en su modo de vestir; nada de las costumbres europeas. Acude indefectiblemente a la mezquita vecina y recita cada día las plegarias de los musulmanes; esto exceptuado, no se sabría distinguirlo de los ibn Shaalan y de los ibn Mershid del Hamad. Es igualmente fácil ver que su corazón está en el desierto, y este amor al desierto es plenamente compartido por la mujer que ha desposado. De modo que cuando se convierta en jeque, cosa que sin duda sucederá, pues su hermano es mucho mayor, creo que no sentirán la necesidad de consagrar gran parte de su tiempo a la ciudad de Damasco. Ciertamente tendrán que tener en cuenta los ajetreos políticos, que fastidian sumamente a Mijuel, lo que le llevará tal vez a abdicar en favor de su hijo Afet. En tal caso podrían seguir como ahora viviendo parte en Damasco, parte en Homs, parte bajo la tienda, sin cesar de ser la providencia de su tribu, a la que proporcionan cuanto es necesario para la vida nómada, sin contar los cañones, los revólveres y las municiones. Por eso los Mizrab, aunque apenas tengan unas cien tiendas están siempre bien provistos y mejor armados que sus enemigos o que sus vecinos, y pueden tener su puesto en las aventuras belicosas de los sebaa.

Según Mijuel, los Mizrab, en lugar de ser como nos habían dicho una simple fracción de los Resalih, son en realidad su tronco, del que han salido también los Mohaib y los Gomussa. A propósito de esta última tribu nos ha contado la siguiente y curiosa historia. Un árabe de la tribu de los Mizrab se casó con una muchacha de la tribu de los Suellmat y murió poco después. Unas semanas más tarde la viuda tomó un nuevo marido entre los habitantes de su propia tribu. Con el nacimiento de su primer hijo, una disputa surgió entre los esposos a propósito del niño, afirmando la mujer que su esposo Mizrab era el padre de este, mientras que el Suellmat lo reclamaba a su vez. El caso, como los del mismo género en el desierto, fue puesto en manos de un árbitro. La aserción de la madre se puso a prueba mediante un pedazo de carbón candente que le colocaron sobre la lengua. Pese a esta prueba persistió ella en su aserción y obtuvo un juicio en su favor. Sin embargo el niño no debió sentirse satisfecho del juicio pronunciado, pues desde su nacimiento sintió inquina hacia su madre, circunstancia por la que se le llamó Gomussa, es decir «arañador». Los Gomussa descienden de él. Adquirieron su reputación hace setenta años, atacando y saqueando la caravana de Bagdad que resultaba llevar una fuerte suma de dinero. La riqueza repentina les permitió adquirir tal importancia que desde entonces se convirtieron en la fracción dirigente de la tribu, y son hoy entre los anaza quienes poseen incontestablemente las yeguas de más renombre. Los jeques Mizrab no dejan sin embargo de afirmar su superioridad en lo concerniente al origen. Un vestigio de esta vieja pretensión es aún un derecho reconocido al tributo de Palmira.

El hijo de Mijuel, Afet o Jafet, a quien encontramos en el campamento de Beteyen la primavera pasada ha tomado, por lo que parece, una parte activa en los combates recientes. Durante la batalla en que Sotam fue derrotado por los sebaa y sus aliados, el jefe de la familia de los ibn Jendal2, perseguido por algunos caballeros de los wald ali, se entregó a Afet, de quien era suegro. Este intentó protegerlo cubriéndolo con su capa, pero los ibn Smeir tenían una querella de sangre con los ibn Jendal, y en semejante circunstancia ningún asilo es respetado. Uno de los hijos de Mohammed Dukhi sacó a ibn Jendal de su escondite y lo mató en presencia de Afet. Ese día los sebaa recuperaron la mayoría de las yeguas y los camellos que habían perdido en la batalla precedente, y nuestro amigo Ferhan ibn Hedeb recobró una posición tan holgada, con tiendas, mobiliario y cafeteras, como pudiese desear. Ojalá pueda gozar de su buena fortuna del mismo modo que soportó la adversa.

Mijuel que es más que nadie en Damasco, nos dijo que lo mejor que podíamos hacer en bien de nuestro viaje era ir a Jerud para consultar a Mohammed Dukhi. Los wald ali son, después de los ruwala, la tribu que conoce mejor la parte oeste del desierto, y entre ellos podrían encontrarse las informaciones más exactas.

Otra visita interesante durante nuestra estancia en Damasco, es la que hicimos a Abd el-Kader, el héroe de la guerra francesa en Argelia. Ese anciano encantador cuyo carácter podría honrar a cualquier nación o creencia, acaba sus días como los comenzara en un refugio alegrado por las letras, y las prácticas de su culto. Los árabes del oeste difieren de todos los demás, particularmente de los de la península, por su piedad natural y la religiosidad de su pensamiento.

La Arabia propiamente dicha, si se exceptúa la edad primitiva del islam, y más recientemente los cien años que ha durado la dominación wahabita, no ha sido nunca una comarca religiosa. Quizá sea por antagonismo con Persia, su vecina más cercana, que olvida las observancias litúrgicas y manifiesta poco respeto por los santos, los milagros y en general por el mundo sobrenatural. Pero no sucede lo mismo con los moros y los árabes de Argelia. La religión es la fuente de vida social y el móvil de su conducta política. Es normal, aún en nuestros días, que un hombre rico gaste su fortuna en beneficio de una mezquita, como en otra parte lo haría en edificar una gran mansión. Nada como la asiduidad a la plegaria marca la distribución social. Existe paralelamente a la nobleza laica, una nobleza religiosa en posesión de un alta estima. Esta nobleza religiosa está formada por los morabitos o los descendientes de los santos que, en virtud de su nacimiento, participan de la santidad de sus ancestros y poseen a título hereditario el don de la adivinación y el de las curaciones milagrosas. Están de hecho, para el vulgo, en la misma situación que los hijos de los profetas de los tiempos de Saúl.

Abd el-Kader era el representante de una familia de ese género y no, como mucha gente debe creer, un jeque nómada. En realidad era un ciudadano y un sacerdote. No un soldado de nacimiento, y aunque atraído por las armas como los nobles de cualquier clase, fue el azar de una guerra religiosa que hizo de él un hombre de acción. Sus primeras victorias no las logró con la espada sino con sermones. Ahora que la guerra ha terminado ha vuelto a su antigua profesión, la de santo y hombre de letras. Como tal, tanto como por su reputación militar, es venerado en Damasco.

A nuestros ojos su principal mérito consiste en la extrema sencillez de su carácter y la amplitud de su sentido común, que llega a la sabiduría. Santo por profesión –podemos decirlo–, pues lo es para él como para los demás, eso nada quita a su elevada posición. Su caridad carece de límites y alcanza a todos sus semejantes. Cuando las masacres de Damasco, abrió indistintamente su puerta a todos los fugitivos. Su casa estaba llena de cristianos. Y hubiera defendido por la fuerza a sus huéspedes de haber sido necesario. Fue muy amable, nos habló extensamente de la geneología y la tradición árabes. Me obsequió con un libro escrito recientemente por uno de sus hijos sobre la genealogía de los caballos árabes; sentía un interés evidente por nuestras investigaciones en ese sentido. Hizo la peregrinación a La Meca hace mucho tiempo; llegó andando desde Argelia. Su regreso fue por el Nedjed, hasta Meshed Ali y Bagdad. Era antes de la guerra de Francia.

Al día siguiente Abd el-Kader nos devolvió nuestra visita con gran cortesía.

Resultaba curioso ver al viejo guerrero modestamente izado sobre su pequeño asno de Siria, seguido por un solo criado, trepando por el jardín en que nos encontrábamos. Iba vestido con una prenda de tela, a semejanza de los mulás, con un turbante blanco que le cae muy bajo sobre la frente, a la manera de Argelia. No lleva nunca –que yo sepa– el caftán de los nómadas. Tiene ahora el semblante pálido de un sabio y la sonrisa de un anciano, perc la mirada aún viva y penetrante como la de un halcón. Es fácil darse cuenta sin embargo que no caerá ya nunca en algo que pueda parecerse a la ira. Abd el-Kader posee la más alta filosofía, la que la sabiduría árabe atribuye a los grandes espíritus, la paciencia.

Un hombre muy distinto, pero al que teníamos gran curiosidad por conocer, era Midhat Pacha, que acababa de llegar de Damasco en calidad de gobernador general de Siria. Venía con un acompañamiento notoriamente ruidoso. Se le suponía representante de la teoría de la reforma administrativa, considerada en esos momentos en Europa como muy importante en los destinos del imperio turco. Midhat era el protegido de nuestro Foreign Office, y se esperaba mucho de él. En cuanto a nosotros que éramos muy escépticos al respecto, y conocíamos demasiado bien la historia de los hechos y las gestas de Midhat en Bagdad, como para tener confianza en su persona como reformador, íbamos a presentarle nuestros respetos un poco por deber, un poco por curiosidad. Nos parecía imposible que un hombre que hubiera imaginado algo tan fantasioso como el régimen parlamentario en Turquía, no fuese un ser original y singular. Tuvimos una extraña decepción: nunca habíamos encontrado un charlatán semejante ni tan engreído. Puede ser que tomara ese tono con nosotros como una concesión hecha al carácter de turistas ingleses, pero no lo creo. Le hablamos naturalmente de nuestros proyectos, añadiendo que esperábamos visitar Bagdad y Basora y desde allí ir a la India, pues así debía terminar nuestro viaje. Oyendo nombrar esas ciudades inició un panegírico sobre las maravillas administrativas que en ellas había realizado, los barcos a vapor que había puesto sobre los ríos, las murallas que había demolido, los tranvías que había establecido. «¡Ah! ese tanvía –exclamó entusiasmado– yo lo inventé y funciona aún. Los tranvías son el primer paso en el sendero de la civilización. Haré un tranvía en Damasco y todo el mundo subirá en él. Ustedes irán a Basora; allí verán mis vapores. Gracias a mí Basora se ha convertido en un lugar importante. Si pudiéramos tener barcos a vapor y tranvías por todas partes, Turquía se haría rica.» –Y canales, le sugerimos nosotros recordando malicionsamente la forma en que había inundado Bagdad con sus expericiencias al respecto. –Sí, canales también. Y ferrocarriles, sí, ferrocarriles. Necesito un ferrocarril a lo largo de la ruta transitable desde Beirut. Los trenes contribuyen a la garantía del orden en un país. Si tuviésemos un ferrocarril que atravesara el desierto no tendríamos más peleas con los nómadas. ¡Ah! ¡Esos pobres nómadas! Cómo los sacudí en Bagdad. Seguro que aún no lo han olvidado.» Le aseguramos que en efecto no debían haberle olvidado aún.

Empezó entonces a hablar de los circasianos, ces pauvres Circassiens, ya que se expresaba en francés, il faut que je fasse quelque chose pour eux. Quisiera poder dar una idea de los acentos de ternura, de la piedad plagada de lágrimas de la voz de Midhat al pronunciar estas palabras. Parecía querer más a los circasianos que a sus barcos a vapor y sus tranvías. Esos infortunados refugiados suponen en efecto de problema difícil de resolver. Han ocasionado en Turquía un desorden terrible. Desde que emigraron de Rusia tras la guerra de Crimea, han sido transferidos de provincia en provincia hasta que no ha habido medio de llevarlos más lejos. Dondequiera que se encuentren son el azote de los habitantes porque son ariscos, van armados y no saben ganarse la vida más que robando. Resultan particularmente odiosos a los árabes de Siria porque practican el crimen a la par que el robo, dos cosas opuestas al espíritu árabe. Los circasianos son como los zorros que los cazadores hacen salir de su madriguera. Midhat tiene un antiguo proyecto para arreglar las cosas. Quisiera enrolarlos en el cuerpo de los zaptiés; entonces si roban lo harán en interés del gobierno. Había algunos especímenes en el patio cuando nuestra visita, sobre los que se hacían experiencias. Hubiese resultado difícil elegir entre los semblantes más diabólicos.

En suma, nos fuimos muy impresionados por Midhat,3 pero no del modo que hubiéramos deseado. Hablando seriamente, un pachá que reforma así trabaja más en la ruina de Turquía que veinte pachás del antiguo modelo, por deshonestos que se les considere. Midhat no piensa en amasar dinero; puede asegurarse sin embargo que llegará a desperdiciar el de la ciudad de Damasco, como hizo en Bagdad donde durante un solo año gastó un millón de libras esterlinas en trabajos improductivos. Al despedirnos nos reímos viendo que retenía al señor Souffi, director de la banca otomana, que se encontraba entre nosotros. Quería tener con Souffi una entrevista particular cuyo resultado fue su primer acto de gobernador general, la petición de un empréstito que no consiguió que le fuera otorgado.