Capítulo I

—Cuénteme su historia desde el comienzo, Des Grieux, y dígame cómo llegó a conocerlo.

—Fue en Queen’s Hall, durante un concierto de caridad en que él actuaba; pues, aunque considero a los artistas amateurs como una de las numerosas plagas de nuestra moderna civilización, siendo mi madre una de las organizadoras del acto, me creí en la obligación de asistir.

—Pero no se trataba de un simple aficionado...

—No, ciertamente; por esta época empezaba a hacerse ya un cierto nombre. Se hallaba ya sentado al piano cuando yo ocupé mi asiento en mi palco de orquesta. Tocó primeramente una de mis gavotas preferidas, una de esas ligeras y graciosas melodías que parecen impregnadas de un perfume de lavanda ambarina y que recuerdan a Lully, a Watteau y a esas bellas marquesas empolvadas, cubiertas de satén, que nerviosamente juegan con su abanico.

Al dar fin a su pieza, paseó varias veces su mirada por el lado de las damas organizadoras, y en el momento de ir a levantarse mi madre, que se hallaba sentada detrás mío, me tocó en el hombro para hacer una de esas inútiles e intempestivas observaciones con que a menudo suelen importunarnos las mujeres, de modo que cuando al fin pude volverme de nuevo para aplaudir, él había desaparecido.

—¿Y qué ocurrió?

—Déjeme recordar... Hubo luego una serie de cantos, creo.

—¿Y él ya no actuó más?

—¡ Oh, sí! Volvió a mitad del concierto, y mientras saludaba antes de sentarse, sus ojos parecían buscar a alguien por entre las jardineras, fue entonces cuando nuestras miradas se encontraron por primera vez.

—¿Qué tipo de hombre era?

—Era un muchacho de veinticuatro años, de talle esbelto, cabellos cortados a lo Bressan, de un extraño color rubio-ceniza, matiz este debido, como más tarde pude saber, a una ligera capa de polvo, y que contrastaba de manera singular con el negro de sus pestañas y de su fino bigote. Su tez tenía esa blancura mate propia de los jóvenes artistas. Sus ojos, que a primera vista parecían negros, eran en realidad de un color azul sombrío y, aunque en general parecían tranquilos, cualquier profundo observador hubiera notado en ellos a veces una espantosa fijeza, como si se hallaran capturados por alguna lejana y terrible visión, para dar de inmediato lugar a una expresión de terrible hastío.

—Pero ¿por qué esa tristeza?

—Cuando yo le hice esta misma pregunta, él alzó primeramente los hombros y respondió luego riendo: «¿Nunca ha visto usted fantasmas?» Más tarde, cuando hubimos alcanzado un mayor .grado de intimidad, me respondió: «¡Mi destino! ¡Qué horrible destino el mío!». Pero, reponiéndose de inmediato y frunciendo las cejas, añadió: Non ci pensian.

—Un carácter sombrío y reconcentrado, sin duda.

—En absoluto. Solo muy supersticioso, como lo son todos los artistas, según creo.

—¿Tenía él en su mirada algún poder magnético?

—En lo que a mí concierne, ciertamente sí. Pero sus ojos no eran lo que podría llamarse unos ojos hipnóticos: eran mucho más soñadores que penetrantes, pero con un poder de penetración tal, no obstante, que la primera vez que nuestras miradas se encontraron, los sentí hundirse hasta el fondo de mi corazón; y aunque su expresión no era excesivamente sensual, cada vez que él fijaba sus ojos en los míos, yo sentía hervir la sangre en mis venas.

—He oído muchas veces decir que era admirablemente hermoso. ¿Es esto cierto? No habiendo podido verlo sino una vez...

—Sin ser de una belleza asombrosa, tenía un rostro muy agradable. Su manera de vestir, aunque de una corrección impecable, daba muestras de una cierta excentricidad. Aquella tarde, por ejemplo, llevaba en el ojal una ramita de heliotropo blanco, a pesar de ser la moda entonces las camelias y las gardenias. Sus maneras eran las de un perfecto gentleman, pero en escena, como ocurre con los extranjeros, exhibía una cierta rigidez.

—¿Y después de haberse cruzado sus miradas?

—Se sentó y comenzó a interpretar su partitura. Yo consulté el programa. Era una rapsodia húngara, obra de uno de esos compositores desconocidos, cuyo nombre puede descoyuntarle a uno la mandíbula; el efecto, sin embargo, era fascinante. En realidad, no hay música en el mundo tan excitante como la de los tziganos. Esta, por ejemplo, partiendo de una nota menor...

—¡Oh, por favor! Puede usted evitar los tecnicismos, sabe que no soy capaz de distinguir un mi de un sol.

—No importa, si alguna vez ha escuchado usted una tsarda, habrá notado sin duda alguna que la música húngara, a pesar de abundar en excelentes efectos rítmicos, se aparta de nuestras reglas armónicas y choca a nuestros oídos. Pero, estas melodías que al principio nos resultan chocantes, poco a poco van subyugándonos, hasta terminar por fascinarnos. Las magníficas florituras, por ejemplo, tan abundantes en ellas, tienen un carácter árabe tan lascivo...

—Dejémonos, por favor, de florituras y sigamos con su historia.

—Se trata precisamente de un elemento importante, ya que es imposible separar a mi personaje de la música de su país; más aún: para comprenderlo, antes es preciso sentir el encanto que desprenden los cantos tziganos. Cualquier organización nerviosa que haya sido impresionada alguna vez por una tsarda, responderá siempre con voluptuosos respingos a estas notas mágicas.

Estas melodías empiezan generalmente con un andante suave y bajo, algo que recuerda al sentimiento de una esperanza perdida; luego, cambiando de ritmo, y cruzando con toda celeridad, se entrecortan con algo parecido a los sollozos de los amantes que se dicen adiós y, sin perder un átomo de dulzura, antes bien, ganando cada vez más en vigor y solemnidad, alcanzan en un prestissimo entrecortado de suspiros el paroxismo de una pasión misteriosa que, primeramente fenece en un canto fúnebre, para pronto estallar en una antífora ardiente y guerrera.

Él, en persona, representaba por su belleza y carácter esta música extasiante. Al escucharlo, yo me sentía hechizado; sin embargo sería incapaz de decir si mi encantamiento provenía de la composición, de la ejecución o del artista como tal. En aquel mismo momento, empezaron a surgir delante de mí los más extraños cuadros. Primeramente, la Alhambra en toda la magnificencia de su arquitectura morisca, maravillosa sinfonía de piedras y ladrillos, tan similar a los arabescos de estas extrañas melodías de Bohemia. Poco a poco, un fuego devorador fue encendiéndose en mi pecho. Una lubricidad irresistible se iba apoderando de mí, y empezaba a sentir las mordeduras de un amor indomable y criminal. Empezaba a abrasarme con la lujuria ardiente de los hombres que viven en los climas tórridos; tenía sed de voluptuosidad, y hubiera querido apurar hasta la última gota aquella copa de filtro afrodisíaco.

Pero, de pronto, la visión cambió. No era ya España, sino una tierra árida y desnuda; las arenas ardientes de Egipto, entre las cuales transcurre lentamente el agua del Nilo, allí donde el emperador Adriano, inconsolable, lloraba al amante tan ardientemente amado y para siempre jamás perdido. Sacudido por esta música embriagadora, comenzaba a comprender lo que hasta entonces me había parecido tan extraño: la pasión del poderoso monarca por el bello esclavo griego, por aquel Antinoo que murió por amor de su amo.

La sangre me afluía del corazón a la cabeza, y corría por mis venas como una colada de plomo fundido.

Nuevo cambio de decorado. Nos encontramos en las suntuosas mansiones de Sodoma v Gomorra, soberbias, graciosas, feéricas... mientras las notas del pianista susurraban en mis oídos, con un sofoco de ardiente concupiscencia, el atronar de una cascada de besos.

Fue en este momento de mi visión cuando el artista se volvió hacia mí y me lanzó una larga y lánguida mirada, que de nuevo se cruzó con la mía ¿Era él mismo, Antinoo, o bien uno de los ángeles enviados a Lot por el Eterno? El encanto irresistible de su belleza era tal, que yo quedé fascinado mientras la música parecía cantar en mis oídos:

 

Aspira su mirada como el vino,

Mientras que su esplendor se funde

Lánguido en medio del silencio,

Como un acorde dentro de un acorde...

 

Mi deseo aumentó con esto de intensidad, y la necesidad de satisfacerlo se convirtió para mí en verdadero sufrimiento, mientras el fuego encendido en mí pasaba a ser una llama devoradora que me abrasaba; mi cuerpo entero quedó arrasado por una llamarada erótica. Sentía los labios secos, la respiración jadeante, los miembros rígidos, las venas hinchadas y sin embargo, me mantenía tan impasible como todos los que me rodeaban. De pronto me pareció sentir que una mano invisible se deslizaba por mis rodillas; algo en mi cuerpo fue tocado, cogido, estrechado, y una voluptuosidad indescriptible embargó de pronto todo mi ser. La mano subía y bajaba, lentamente al principio, luego cada vez más deprisa siguiendo el ritmo del canto. El vértigo se apoderó de mi cerebro, una lava ardiente corrió de pronto por mis venas, y sentí saltar algunas gotas... mientras todo yo temblaba.

Con una nota sobreaguda, el artista dio fin a su actuación, en medio de los aplausos de la sala. Yo solo pude sentir como un tronido de relámpagos, al tiempo que en medio de una furiosa vorágine, una lluvia de rubíes y de esmeraldas empezaba a derramarse sobre las ciudades de la llanura: él, el pianista, se hallaba desnudo, lívido, en medio del fragor, desafiando a los rayos del cielo y las llamas del infierno. De repente, en mitad de mi visión insensata, lo vi tomar las formas de Anubis, el dios egipcio de cabeza de chacal, para poco a poco ir transformándose en un repugnante cuadrúpedo. Semejante visión me sobresaltó y me eché a temblar, presa de la náusea, mientras él, de manera igualmente brusca, volvía a recobrar su verdadera figura.

Incapacitado para aplaudir en tales condiciones, me dejé caer en mi asiento, mudo, inmóvil, tembloroso, aniquilado, con los ojos fijos en la figura del artista quien, de pie en medio del escenario, respondía a las aclamaciones del público con saludos distraídos, casi desdeñosos, pareciendo buscar de tanto en tanto, con miradas cargadas de una ardiente ternura, mis propios ojos, los míos solo. ¿Cómo podría describirle mi alegría? ¿Era posible que entre toda aquella multitud me hubiera escogido a mí solo, que me amara?

Esta alegría pronto dejó paso a la amargura de los celos. Me preguntaba si no me habría vuelto tal vez loco.

Lo miré una vez más; una profunda melancolía ensombrecía su rostro, y fue en aquel momento cuando descubrí, de manera clara y distinta, algo horrible: un pequeño puñal clavado en su pecho; de la herida veía manar la sangre pecho abajo, y me eché a temblar y a gritar, hasta tal punto me parecía real mi visión. La cabeza me daba vueltas, me sentía desfallecer, y tuve que apoyarme en el respaldo de mi asiento, cubriéndome los ojos con la mano.

—¡Extraña alucinación, en efecto! ¿Cuál pudo ser su causa?

—Era más que una alucinación, como a continuación podrá juzgar. Cuando volví a levantar la cabeza, ya se había ido. Giré la cabeza y me encontré con el rostro de mi madre que, al ver mi palidez, me preguntó si estaba enfermo. Yo, evadiéndome, le respondí que aquel calor me resultaba insoportable.

—Vete al vestíbulo, me dijo, y podrás tomar un vaso de agua.

—No, prefiero volverme a casa.

Después de lo ocurrido, me resultaba imposible seguir oyendo música aquella tarde. En el estado de nerviosismo en que me encontraba, cualquier sonido vulgar me hubiera llevado a la exasperación, y una melodía briosa hubiera podido producirme un síncope.

Al ir a levantarme, me noté tan débil, que me parecía caminar en sueños; sin apenas darme cuenta, me dejé llevar maquinalmente por la marcha de otras personas, que me condujeron hasta el vestíbulo.

Este se hallaba casi vacío. Al fondo un grupo de elegantes rodeaba a un joven vestido con frac, del que no pude ver más que la espalda. Entre el grupo, pude distinguir a Bryancourt.

—¿El hijo del general?

—El mismo.

—Me acuerdo de él. Pretendía siempre llamar la atención con su forma de vestir.

—Así es. Aquel día, por ejemplo, destacaba sobre los demás componentes del grupo, vestidos todos ellos de negro, luciendo un terno de franela blanca, con su habitual cuello a lo Byron, muy abierto, y una corbata Lavallière roja, de enorme nudo.

—Para mostrar su hermoso cuello y su garganta.

—Sí, es un hermoso muchacho, al que siempre he intentado evitar. Tenía una peculiar manera de mirar, que acababa haciéndote sentir incómodo. Hay hombres que, al mirar a las mujeres, parecen querer desnudarlas. Bryancourt mostraba esta indecente manera de mirar con todo el mundo. De manera instintiva yo notaba como sus ojos me registraban por todas partes, aumentando aún más mi timidez.

—¿Pero no tenía usted relación ninguna con él?

—Sí, habíamos estado en el mismo colegio, pero siendo yo tres años más joven que él, acudía a una clase inferior. Para ser breves, aquella tarde, al avistarlo, iniciaba ya la maniobra para retirarme, cuando en aquel mismo momento el individuo del frac se dio la vuelta.

Era el pianista.

Una vez más, nuestras miradas volvieron a cruzarse, experimentando yo en aquel mismo momento una sensación extraña, una especie de fascinación que me dejó petrificado. Como hipnotizado, en lugar de abandonar el salón, y contra mi voluntad, empecé a acercarme al grupo.

El músico, sin mostrar en ello afectación alguna, mantuvo los ojos sin apartarlos de los míos. Yo me sentí temblar de la cabeza a los pies. Parecía querer atraerme lentamente hacia él, y la sensación, debo confesarlo, era tan agradable que me abandoné sin resistencia.

Bryancourt, que aún no me había visto, se giró, y al reconocerme, me dirigió, como era su costumbre, un leve saludo protector. En los ojos del pianista brilló por un momento una chispa al acercarse al oído de Bryancourt y decirle algo, a continuación de lo cual el hijo del general por toda respuesta, vino hacia mí, y tomándome de la mano, dijo:

—Camille, permítame presentarle a mi amigo René: M. René Teleny, M. Camille Des Grieux.

Ruborizado, respondí al saludo. El pianista me tendió su mano sin guantes. En mi estado de nervios, yo había también retirado los míos. Puse pues mi mano desnuda en la suya... Era una mano perfecta para ser de hombre, más bien grande que pequeña, firme y suave, con unos dedos largos y afilados, que oprimía a la vez con vigor y sin choque.

¿Quién no ha experimentado las diversas sensaciones que produce el contacto con una mano? La mano es índice del temperamento. Algunas son en pleno invierno cálidas y ardientes, otras frías y hasta heladas en plena canícula. Las hay secas y apergaminadas, y otras húmedas y viscosas. Las hay carnosas, esponjosas, musculadas, delgadas, huesudas y descarnadas. La presión de unas es fuerte como un torno, la de otras, blanda como una cifra. Hay manos que son productos artificiales de nuestra civilización moderna, que presentan deformidades similares a las de los pies de las damas chinas, manos continuamente aprisionadas, por los guantes durante el día, y a menudo envueltas en cataplasmas durante la noche o al recibir los cuidados de la manicura; manos tan blancas como la nieve, cuando no castas como el mismo hielo. ¡La manecita ociosa que evita el contacto rugoso de la mano, morena y manchada del obrero, a la que el duro trabajo ha transformado en callo uniforme! Hay manos discretas, y manos que palpan con toda indecencia; manos cuyo apretón hipócrita expresa las reservas de quien la estrecha; manos aterciopeladas, untuosas, clericales y lánguidas; de un lado está la palma abierta del pródigo, de otro la garra encorvada del usurero. Hay, por fin, la mano magnética, que parece tener una secreta afinidad con la propia, y cuyo solo contacto basta para quebrantar nuestro sistema nervioso y llenarnos de goce.

¿Cómo expresar mis propias sensaciones bajo la presión de la de Teleny? Su mano prendió en mí toda una hoguera, y, cosa extraña, al mismo tiempo yo experimentaba el dulce frescor del beso de una mujer. Desde mi mano consiguió deslizarse por todo mi ser, acarició mis labios, mi garganta, mi pecho; mis nervios tremolaban cargados de deleite; este temblor descendía por mis muslos, hasta alcanzar a Príapo que, sacado del sueño, levantó la cabeza. Esta mano tomaba posesión de mí todo, y yo me sentía dichoso de pertenecerle.

Hubiera deseado decir a este encantador algo amable para agradecerle el placer que su actuación me había procurado; ¿pero qué vulgar alabanza podía servir para expresar mi admiración?

—Señores, les dijo, temo estar privándoles de su música.

Yo hice notar que precisamente estaba a punto de marcharme.

—El concierto le aburre. ¿No es así?

—Muy al contrario, pero después de haberle oído a usted, no podría soportar oír a otros artistas.

Él pareció halagado, y sonrió.

—Verdaderamente, René, esta vez se ha usted superado, dijo Bryancourt. Jamás le he oído tocar con tanto brío.

—¿Sabe usted por qué?

—No, a no ser por tener la sala hasta los topes.

—¡No, por Dios! Simplemente es que, mientras me hallaba al piano, pude sentir claramente que alguien me escuchaba.

—¡Oh! «alguien», exclamaron riendo a coro los jóvenes elegantes.

—En una audiencia inglesa, y especialmente tratándose de un concierto de caridad ¿cree usted realmente que hay muchas personas que escuchen, quiero decir, que escuchen de verdad, con todo su corazón y con toda su alma?... Los jóvenes galantes se ocupan de las damas, estas se ocupan de sus maquillajes, los padres de familia que se aburren piensan en las alzas y bajas de la Bolsa, o bien cuentan las espitas de gas y calculan lo que puede costar la iluminación de la sala.

—Sin embargo, en medio de semejante multitud, siempre hay más de un oyente atento, dijo uno.

—Sin duda, replicó el artista; por ejemplo, la joven damisela que ha ejecutado cien veces la pieza que acabo de tocar; pero solo uno —¿cómo les diría yo?, un conocedor— solo uno entre el público es mi oyente simpático.

—¿Y qué entiende usted por oyente simpático?

—Quiero decir, alguien con quien espontáneamente parece establecerse una corriente, alguien que, al escucharme, experimenta exactamente las mismas sensaciones que yo experimento al tocar, y que tal vez comparte conmigo idénticas visiones.

—¿Cómo? ¿Es que tiene usted visiones mientras toca? —preguntó uno de los jóvenes del grupo.

—No de ordinario, pero, indefectiblemente, cada vez que me siento escuchado por un oyentes simpático.

—¿Y le ocurre a menudo tener la presencia de semejante oyente? —dije yo, picado por la envidia.

—¿A menudo? ¡Oh, no!, raramente, muy raramente, casi nunca e incluso...

—¿Incluso qué?

—Jamás como esta tarde.

—¿Y cuando no tiene usted el oyente que desea?

—Entonces toco maquinalmente, como sumido en una especie de somnolencia.

—¿Puede usted adivinar quién era esta tarde su «oyente»? —preguntó Bryancourt, sonriendo sardónicamente, al tiempo que me lanzaba una mirada de soslayo.

—Sin duda una de las numerosas bellas damas presentes en la sala —dijo otro—. Es usted todo un conquistador, señor.

—Sí —recalcó un tercero—, no deben precisamente faltarle las conquistas. Es bien sabido el poder que la música ejerce sobre el bello sexo.

—¿Se trata acaso de una hermosa virgen? —preguntó Bryancourt.

Teleny me miró fijamente a los ojos, sonrió y respondió:

—Tal vez.

—¿Y espera usted llegar algún día a conocer a su «oyente»? —prosiguió Bryancourt.

Teleny, hundió de nuevo su mirada en la mía y respondió:

—Quizás.

—¿Y de qué indicios se valdrá para llegar a descubrirlo?

—Sus visiones deben coincidir con las mías.

—De tener yo visiones —dijo otro—, yo bien sé cuales serían.

—¿Y cuáles serían? —preguntó Teleny.

—Dos senos de lirio con dos pimpollos de rosa en su centro y, más abajo, dos labios húmedos semejantes a dos rosadas conchas que, al abrirse voluptuosamente, descubren un delicioso recipiente de carne coralina, entre el mohín de dos labios rodeados de un toisón de oro o de ébano.

—Basta, basta, amigo mío, que mi boca se humedece ante la visión que narra y mi lengua se abrasa por gustar el sabor de esos labios —exclamó otro de los jóvenes del grupo, cuyos ojos chispeaban como los de un sátiro en estado priápico—. ¿Es esta acaso su visión, Teleny?

El pianista esbozó una sonrisa enigmática.

—Tal vez, volvió a decir.

—En lo que a mí se refiere —exclamó otro de los jóvenes que aún no habían hablado—, la visión que me evoca la rapsodia húngara me traslada a vastas llanuras, pobladas de campamentos bohemios con hombres tocados con sombreros redondos, amplios pantalones y chaquetillas cortas, que montan en caballos salvajes.

—O soldados tocados con chambergos y calzados con grandes botas, que danzan con muchachas de ojos negros —añadió otro.

Yo sonreía pensando cuánto difería mi visión de la suya. Teleny que me observaba, notó mi sonrisa.

—Señores —dijo—, lo suyo son simples reminiscencias de cuadros y ballets.

—¿Y la suya? —preguntó Bryancourt.

—Eso mismo iba yo a preguntarle.

—Mi visión sería muy diferente, respondió.

—¿Tal vez el otro lado... el «reverso de la medalla», o hablando francamente, la parte trasera? —interrumpió, riendo, otro—. Dos hermosas ubres blancas como la nieve y, debajo de ellas, en un profundo valle, un pozo, un pequeño agujero de sombríos bordes, o rodeado tal vez de un nimbo castaño...

—Veamos ahora las suyas —insistió Bryancourt.

—Las mías son vagas e indistintas —respondió el artista— y se borran tan rápidamente que apenas puedo acordarme de ellas.

—Pero son espléndidas, ¿no es así?

—Y horribles también.

—Como el cuerpo divino de Antinoo visto a la luz argentada de una luna de ópalo, que flota sobre las lívidas aguas del Nilo —intervine yo.

Los jóvenes del grupo, asombrados, me miraron.

Bryancourt reía maliciosamente.

—Es usted poeta o pintor —dijo Teleny, examinándole con los ojos entreabiertos.

Y luego de una pausa:

—Tiene usted razón al hostigarme, pero no hay que tomar en serio mis palabras de visionario; siempre hay un gramo de locura en el cerebro de todo artista.

Y disparando sobre mí el sombrío dardo de sus pupilas cargadas de tristeza, continuó:

—Cuando usted me haya conocido mejor, verá que hay en mí mucho más de loco que de artista.

Y sacando, después de decir esto, un fino pañuelo de lino impregnado de un perfume embriagador, enjugó las gotas de sudor que le perlaban la frente.

—Y ahora —añadió— que mis tonterías no les entretengan un minuto más, o las damas patrocinadoras acabarán por enfadarse y no me agrada disgustar a las damas. Por otro lado, mis colegas podrían decir que los retengo aquí por envidia hacia ellos; ya que nadie más propenso a los celos que los aficionados, ya sean actores, cantantes o instrumentistas; así pues, ¡hasta la vista!

Y con un saludo aún más profundo que el que había dirigido al público, se preparaba ya a salir, cuando se detuvo de repente:

—Pero usted, señor Des Grieux, había dicho antes que no tenía intención de permanecer. ¿Puedo, por tanto, solicitar el placer de su compañía?

—Con todo gusto —respondí yo apresuradamente.

Nueva sonrisa irónica de Bryancourt. ¿Por qué? me pregunté yo. Luego, tarareó un pareado de Madame Angot, opereta entonces en boga, del que este trozo, dirigido a mí, pudo llegar a mis oídos:

 

Y se dice que él es el favorito...

 

Teleny que había oído el verso tan bien como yo, se encogió de hombros.

—Hay un coche esperándome —dijo, pasando su brazo en torno al mío—; sin embargo, si usted prefiere caminar...

—Con mucho... hacía un calor sofocante dentro de la sala.

—Asfixiante, en efecto —repitió él, pensando evidentemente en otra cosa.

Y luego, de golpe, como asaltado por una idea repentina:

—¿Es usted supersticioso?

—¿Supersticioso? —exclamé yo, sorprendido por lo imprevisto de la pregunta—. Sí, un poco.

—Yo lo soy en exceso. Es parte de mi naturaleza, en la que domina el elemento bohemio. Se dice que las gentes bien educadas no son supersticiosas. Pero, en primer lugar, yo recibí una educación detestable; y luego, creo que si de verdad conociéramos los misterios de la naturaleza, probablemente podríamos explicar las extrañas coincidencias que constantemente se nos ofrecen. Pero no sabemos nada.

Y deteniéndose, de pronto, bruscamente:

—¿Cree usted en la trasmisión del pensamiento, de los sentimientos, de las sensaciones?

—A decir verdad, jamás me he parado a pensar en esas cosas...

—Es preciso creer en ello —añadió él imperativamente—. Así, por ejemplo, esta tarde, ambos hemos tenido la misma alucinación y en el mismo momento. Va usted a darse cuenta: lo primero que lo asaltó fue una visión de la Alhambra chispeando bajo los rayos del sol. ¿No es así?

—Sí, así es —dije yo estupefacto.

—Y en ese momento, usted experimentaba el sentimiento de un amor ardiente que le sacudía el cuerpo y el alma. ¿Es así o no es así? Y luego vino Egipto, y con él Antinoo y Adriano. Usted era el emperador y yo era el esclavo.

Y añadió plácidamente, hablando casi para sí mismo.

—¿Quién sabe? Tal vez un día tenga que morir yo por usted, como Antinoo murió por su amo.

Y sus facciones adoptaron la expresión dulce y resignada que puede contemplarse en las estatuas clásicas de los semidioses.

Mi estupor iba en aumento.

cha en el mundo que consiga llamar mi atención. Y que jamás podré amar a una mujer.

Mi corazón latía violentamente; y sentía como un nudo en la garganta.

«¿Por qué me cuenta esto?», me pregunté.

—¿No llegó usted también a respirar una especie de perfume?

—¿Un perfume? ¿Cuándo?

—Mientras yo tocaba la gavota. ¿Será usted capaz de haberlo olvidado?

—Espere, por Dios que tiene usted razón, sí: ¿qué perfume era aquél? ¡Ah, sí!, lavanda ambarina.

—Sí, eso mismo. Un olor que a usted no le agrada y que yo detesto. ¿Cuál es su olor favorito?

—El de heliotropo blanco —dije yo.

Sin responderme, sacó un pañuelo del bolsillo y me lo dio a oler.

—Nuestros gustos, como puede ver, son exactamente los mismos.

Y, al decir esto, me envolvió con una mirada tan llena de pasión, tan voluptuosa, que el ardor carnal que de ella exhalaba me hizo casi desfallecer.

—Ya ve usted, siempre llevo conmigo un ramillete de heliotropo blanco; permítame que se lo ofrezca; su perfume me traerá de nuevo a su recuerdo, esta noche, y tal vez aparezca entonces en sus sueños.

Arrancando las flores de su ojal, las colocó en mi mano, mientras con su brazo derecho me enlazaba el talle, apretándome su pecho durante unos segundos, que a mí me parecieron una eternidad.

Su rostro se acercó al mío hasta sentir como su respiración jadeante bañaba toda mi boca. Nuestras piernas se tocaron en ese momento, y sentí entonces la presencia de un cuerpo duro y nervioso que se apretaba contra mis muslos.

Mi emoción era tal que apenas podía tenerme en pie; por un momento creí que iba a besarme, mientras la punta de su bigote cosquilleaba mi boca, produciéndome una deliciosa sensación. Sus ojos, al tiempo de esto, se hundían en los míos con una fascinación diabólica.

El fuego de su mirada atravesaba mi pecho, resbalando por él hacia abajo. Mi sangre estaba en plena ebullición y sentí que a su vez, ese objeto que los italianos llaman el pajarillo y que representan provisto de un par de alas, empezaba a agitarse en la jaula donde lo mantenía yo encerrado, levantando la cabeza primero, y derramando luego algunas gotas de cremoso fluido vital.

Pero, estas lágrimas, lejos de aplacarme, fueron como las gotas de algún ácido cáustico, y produjeron en mí una fuerte e insoportable irritación.

Me sentía como atado a un potro del tormento; tenía la cabeza hecha un infierno, y el fuego recorriendo todo mi cuerpo.

«¿Sufre él tanto como yo?», me pregunté.

En ese momento, su brazo, separándose de mi cintura, cayó inerte a lo largo de su cuerpo.

Echó el cuerpo hacia atrás, vaciló como recorrido por una fuerte descarga eléctrica, y creí que iba a llegar a desmayarse; se enjugó a continuación el abundante sudor de la frente y exhaló un profundo suspiro.

El color se le había ido, y su cara mostraba una palidez mortal.

—¿Me cree usted loco? —dijo.

Y sin esperar respuesta, continuó:

—¿Quién es el sano de espíritu y quién el loco en nuestro mundo? ¿Quién es el vicioso y quién el virtuoso? ¿Lo sabe usted? Yo no.

Hizo una pausa. Una pesada y larga pausa. Había entrecruzado sus dedos con los míos y caminábamos así sin decir palabra. Mis venas palpitaban aún con violencia y mis nervios estaban tensos, con los conductos espermáticos a punto de rebosar. La erección seguía viva allí abajo. Sentía un dolor agudo alrededor de los órganos generativos, mientras un desfallecimiento general atenazaba el resto de mi cuerpo; y, sin embargo, a pesar del dolor y el abatimiento, experimentaba un placer indecible al caminar así a su lado, con mis dedos enlazados con los suyos, y su cabeza reclinaba en mi hombro.

—¿Cuándo sintió usted por primera vez mi mirada clavada en la suya —me preguntó él en voz baja.

—Cuando salió usted por segunda vez.

—Así es. Nuestros ojos se encontraron y se estableció entre nosotros una corriente parecida a la de la chispa que recorre el hilo eléctrico.

—Sí, una corriente ininterrumpida.

—Jamás he conocido a un hombre cuyos sentimientos de tal modo coincidan con los míos. Dígame. ¿Cree usted que una mujer podría sentir lo mismo con igual intensidad?

Yo incliné la cabeza, sin poder responder. Y él me tomó de las manos.

—Entonces, ¿seremos amigos?

—Sí —respondí yo, tímidamente.

—Sí, grandes amigos, «amigos del alma», como suele decirse.

—Sí.

Él me apretó de nuevo contra su pecho y murmuró a mi oído unas palabras dichas en una lengua desconocida, tan baja y musical, que parecía un canto del cielo.

—¿Sabe usted lo que esto significa?

—No.

—«Oh, amigo mío, por ti mi corazón suspira.»