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Primera edición: Junio 2014

© Fernando de Felipe e Iván Gómez

© de esta edición: Laertes S.A. de Ediciones, 2014

C./Virtut, 8 - 08012 Barcelona

www.laertes.es / www.laertes.cat

Diseño cubierta: Nino Cabero Morán / OX Estudio

Fotocomposición: JSM


ISBN: 978-84-7584-949-2




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Fernando de Felipe

Iván Gómez

EL SUEÑO DE LA VISIÓN PRODUCE CRONOENDOSCOPIAS:

TRATAMIENTO Y DIAGNÓSTICO DEL TRAMPANTOJO DIGITAL

 

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Introinducción: sobre la (im)pertinencia de un título

El sol y la muerte no se pueden mirar fijamente.

La Rochefoucauld

Desde los albores de la civilización, la magia, la mitología, la fe, el arte y la ciencia han (de)mostrado un interés casi obsesivo por la naturaleza de la visión humana. Domesticar, traducir, emular, simular y hasta clonar la posibilidad de esa misma, por inalcanzable, visión total (metáfora absoluta de un demiurgo desbocado, controlador, omnisciente, inculpador, ubicuo, eterno), se ha convertido en el sueño recurrente de nuestra cultura. Instalados en nuestra confortable y cada vez más transportable caverna digital, (nos) parece ya que la última frontera pueda ser tan solo la de convertir nuestra recién estrenada mirada cronoendoscópica en ese talismán que nos permita dominar, de una vez por todas, esa incómoda variable de la existencia humana que es el tiempo.

A interrogarnos sobre la escurridiza naturaleza de ese talismán están dedicadas las páginas que siguen. Y es por eso que, justo antes de empezar nuestro recorrido, nos sentimos obligados a aclarar el porqué de un título que, si bien puede resultar algo chocante de entrada, de gratuito en realidad tiene bien poco (por mucho que, como veremos más adelante, haga referencia a bastantes de esas blockbusterizadas gratuidades fílmicas de usar y tirar a las que nos han venido acostumbrando ciertas producciones made in Hollywood). Entremos pues en materia.

Si, como afirmamos rotundos, el sueño de la visión (esto es, su aspiración suprema) no produce ya monstruos (que también, si tenemos en cuenta que, en su acepción latina, monstruum viene a ser un «aviso de los dioses»), sino cronodendoscopias, lo primero que habrá que preguntarse es, lógicamente, qué demonios es eso.

Como todo el mundo sabe (y más de uno ha sufrido), la endoscopia (del prefijo griego «endo-», dentro, en el interior, y del verbo griego «skopéô», examen, vista, acción de ver, exploración) es una técnica de diagnóstico, utilizada sobre todo en medicina,1 que consiste en la introducción en nuestro cuerpo (a través de un orificio natural o de una incisión quirúrgica) de un tubo dotado de una pequeña óptica y una lámpara (un endoscopio) que, conectado a una cámara preparada a tal efecto, permite la visualización, in situ e in vivo, de un órgano hueco o una cavidad corporal.2

Así, el principal problema «físico» al que se enfrenta esta fascinante «técnica de observación no invasiva» de nuestro organismo es el que se refiere a sus limitadas vías de acceso a través de todos aquellos conductos por los que pueda introducirse un «tubito» en toda su extensión: arterias, esófago, tracto rectal, vagina, fosas nasales, oído interno, etc.3 Dicho problema puede solventarse en gran parte «haciendo trampas», es decir, resolviéndolo cual nudo gordiano mediante la simulación infográfica de determinado tipo de trayectorias “imposibles” por definición (el recorrido, por ejemplo, de los impulsos eléctricos en el interior de nuestro cerebro).

Lo que en principio nadie imaginó es que la solución a lo que era tan solo un problema de espacio (físico), conllevaría en sí misma la posibilidad de darle una nueva y traumática (por físicamente imposible) vuelta de tuerca al asunto: la de entrar a degüello en la dimensión temporal del problema. Y ahí es donde hace su aparición estelar eso que nosotros hemos dado en bautizar como cronoendoscopia, una hasta ahora inédita forma de representación propia de la era digital que, sin embargo, no renuncia en ningún momento a exhibir su modesta condición como legítima heredera de todos aquellos primigenios balbuceos cronofotográficos con los que Marey, Muybridge o Londe revolucionaron ya para siempre nuestra superficial manera de contemplar el mundo real al permitirnos acariciar, siquiera potencialmente, aquello que Burch llamó el «gran sueño frankensteiniano del siglo xix».4

Añadirle a la endoscopia (real o virtual) un prefijo, «crono-», que significa literalmente «tiempo»,5 supone como mínimo repensarla desde una perspectiva bien distinta. Si gracias a las imágenes de síntesis somos ya capaces de (re)producir al milímetro todo tipo de trayectorias, ¿qué problema puede haber en intentar (re)crear, simular y hasta moldear del mismo modo la temporalidad que enmarca y determina dicho recorrido? La respuesta es clara: ninguno.

La cronoendoscopia, de hecho, lo único que hace es introducir en la observación al (micro)detalle de nuestro organismo la siempre incómoda variable del tiempo, permitiendo de ese modo que seamos capaces tanto de explorar hasta la más pequeña de nuestras células, como de asistir en primera fila a todos esos «procesos» que, histéricamente acelerados o exasperantemente ralentizados, tienen «lugar» en su interior y que ahora se nos presentan, en virtualizado «tiempo real», como admirables prodigios dignos de ver (mirabile visu, que dirían los clásicos).

Visto de ese modo, bien puede decirse que la cronoendoscopia es hasta la fecha la última sensación, lo más de lo más en lo que a trampantojos digitales se refiere. Sobre todo si tenemos en cuenta que un trampantojo, como su propio nombre indica (del francés, trompe l’oleil), es una ilusión «activa», una trampa (en principio pictórica) con la que se engaña a nuestro ojo haciéndole ver lo que no es. Como se advierte en los muchos manuales que regulan su ejecución estrictamente pictórica, aunque los trampantojos de gran tamaño resultan más espectaculares, en verdad son aquellos que representan pequeños objetos los que consiguen las ilusiones más impactantes. Impactos que no hacen más que satisfacer, siquiera pírricamente, una de nuestras más arcanas obsesiones: la de sustituir el mundo real por su simulacro perfecto. Como bien sabemos pájaros y humanos gracias al mítico talento del pintor Zeuxis,6 el mejor de los trampantojos es aquel que nos invita directamente a intentar tocarlo.7 Ver para creer, sí; y tocar para confirmar la validez de lo que vemos («Más vale pájaro en mano que ciento pintados», que diría el cazador).

Y ahí es donde entra en juego lo que de estrictamente digital tiene toda esa «cultura visual de la era del ordenador» por la que ahora nos movemos confiados: lo tremendamente táctil que resulta. Como señala Manovich, en el pensamiento occidental la visión siempre se ha entendido y abordado «en oposición al tacto», de modo que, inevitablemente,

la denigración de la visión (por usar el término de Martin Jay) conduce al elogio del tacto. Por tanto, la crítica de la visión lleva, como era de esperar, a un nuevo interés teórico por la idea de lo táctil.8

Nada que objetar al respecto. Pero sí mucho que decir todavía. Entremos pues definitivamente en materia y establezcamos de una vez por todas si los dominios de la cronoendoscopia son en realidad tan amplios, variados, profundos y trascendentes como en principio pudiera parecer.

 

Primera estimación: el instante de la creación

la cronoendoscopia penetra en nuestro organismo dispuesta a retrotraerlo a su primer estadio fundacional

El cuerpo no es más que un medio de volverse temporalmente visible.
Todo nacimiento es una aparición.

Amado Nervo

En La verdad en pintura,9 Jacques Derrida concluye que un marco es un parergon, un límite que, actuando como una membrana, abre el interior al exterior y viceversa, introduce el exterior en el interior de la representación. La «materialidad» de los marcos con los que reencuadramos el mundo a diario (las pantallas de cine, televisión, ordenador, etc.), prueban la preponderancia que ejerce dicho sistema visual en nuestra cultura, por lo que un análisis del marco per se nos dará tanta o más información que el estudio de todo lo que contenga o deje fuera.10

Si nos ceñimos a lo estrictamente orgánico, tendremos que reconocer que entre el interior y el exterior de nuestros cuerpos existe un límite infranqueable, un marco epidérmico que separa el interior del exterior encuadrando el contenido visible: la piel. «El mayor órgano del cuerpo» es un marco que delimita el espectro de lo (in)visible. Acceder plenamente al cuerpo implica traspasar ese separador p(ud)oroso y para nada absoluto. La paradoja es hiriente: venimos de un interior que, una vez abandonado, olvidamos por completo (si es que alguna vez formó parte de nuestra memoria). Un interior que desconocemos pese a los nueve largos meses que pasamos en él. Un interior al que nos hacen renunciar nada más nacer. Visto de ese modo, volver a él sería sin duda una aspiración lógica.

La dramatización del ciclo de la vida conoce ejemplos clásicos como el del Edipo. El enigma de la esfinge nos lo muestra a través de las (tres) edades del hombre en un relato exterior que escenifica el efecto del tiempo sobre el movimiento de los humanos. Pero del interior, el auténtico enigma, poco o nada se sabe. Allí todo está aún por representar: las entrañas, en cuanto objetivo etimológicamente último de toda «anatomía»,11 solo pueden ser descritas (y representadas) en su más remota intimidad como algo estático.

Rembrandt, por ejemplo, creyó poder encontrar a Dios en la humilde carne del hombre «asomándose» a ese interior embalsamado que pasaría a convertirse por la vía de la pintura en el circunstancial objeto de su curiosidad (re)creadora. Pero escrutar un interior in progress, un cuerpo vivo, no sería posible hasta la llegada de los celebérrimos rayos X, aquellos que, como veremos más adelante, harán de lo invisible una materia contrastadamente visualizable. En su primitivo esfuerzo por intentar atrapar el movimiento de un cuerpo, su dimensión espacio-temporal, los rayos X conseguirán tan solo atrapar su huella, «la sombra de un secreto».12 Lógicamente, esa búsqueda de lo divino, del principio de la creación, desembocará en la imagen imposible del origen mismo.

Antes, no hace muchos años, los padres preguntaban al médico en clave de incierto futuro: «¿Será niño o niña?». Ahora lo hacen esperando una confirmación definitiva en invariable presente ecográfico: «¿Es niño o niña?». Hay ya incluso quien se atreve a exigir en imperativo in vitro: «Quiero que sea niño».13 En Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (Woody Allen, 1973), los antropomorfizados espermatozoides se preparan para saltar al vacío cual disciplinados paracaidistas en pie de guerra y se preguntan si el dueño de ese cuerpo que los acoge, como si de una auténtica fortaleza volante se tratara, estará circuncidado o no. O si, oh cielos, será homosexual. Nada que ver con el hiperrealismo amaestrado (colorista, blockbusterizado y para nada supurante) de los entregados espermatozoides de la secuencia de créditos de Mira quién habla (Amy Heckerling, 1989), todos ellos jaleados en el asalto al feliz óvulo por la inconfundible voz (en su versión original) de un Bruce Willis aquí más héroe de acción que nunca.

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Paradójicamente, la mejor crítica a tanto y tan domesticado exceso hiperrealista en lo que a heroicos espermatozoides de síntesis se refiere, llegaría precisamente en 2004 a través de la gente de Hurd Studios, una importantísima empresa norteamericana de animación dedicada por entero a la creación de simulaciones digitales en 3D para documentales médicos, programas de divulgación científica y anuncios farmacéuticos. Cansados sin duda de trabajar siempre dentro de unos parámetros estéticos y narrativos tan asépticos como impersonales, los animadores de Hurd lanzaron The Adventures of Bob and Sam, un divertidísimo cortometraje al más puro estilo Pixar en el que dos simpáticos espermatozoides comentaban cómodamente sentados en un cine de lo más palomitero la película que acababan de ver: una épica recreación documental de su sufridísimo oficio. Al final, ambos terminaban asumiendo traumáticamente que cualquier parecido entre la realidad y su más apurada representación termina siendo siempre una pura coincidencia, cuando no una mera convención genérica.

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En Esferas I, Peter Sloterdijk nos habla de otro trauma bien distinto: el que supone el nacimiento en cuanto accidentada llegada al mundo. «Desde que somos concebidos vivimos en una esfera», señala.14 Nuestra llegada al mundo supone abandonar esa maternal unidad microesférica (una burbuja al fin y al cabo) para sumergirnos en esa otra macroesfera mediática de la que ya no podremos escapar.15

El problema es que, hasta no hace mucho tiempo, el reino de la imagen digital era un ecosistema condenado al «cubismo», todo él lleno de agresivos polígonos, cortantes ángulos rectos y píxeles como puños, y donde costaba mucho representar lo curvilíneo (y no digamos ya todo ese mundo de «lo esférico» del que habla Sloterdijk). Ahora, con los nuevos programas de modelado en 3D, ya no hay superficie ni espacio ni criatura que se resista a ser representado en todo su redondeado hiperrealismo. Lo que Courbet solo podía intuir desde el exterior (El origen del mundo, 1866), todo aquello que Woody Allen quería explorar ataviado de espermatozoide paracaidista, es lo que finalmente veremos con todo lujo de detalles gracias a la cada vez más efectiva alquimia digital (toda ella futura esperanza de vida artificial).

Lo cierto es que en apenas un par de décadas se cuentan ya por cientos los documentales que se han dedicado a recrear, tan minuciosa como virtualmente, el maravilloso ciclo de la concepción.16 En algunos casos, como ocurrirá en «La gestación, un milagro día a día», el segundo capítulo de la extraordinaria El cuerpo humano de la BBC (serie de divulgación médico-científica estrenada en 1998), las ecografías, las endoscopias e incluso las animaciones digitales (tan recurrentes ellas en este género emergente) acabarán dejando paso a sofisticadas secuencias de morphing más o menos cronofotográfico en las que podremos ver, en apenas cuarenta segundos y en espartano plano fijo, cómo se transforma el cuerpo de una mujer a lo largo de esos nueve meses.

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Cinematográficamente sintetizado por fin todo ese dilatado período de gestación, para el recuerdo quedarán ya escenas tan iconoclastas, inéditas y caprichosas como aquella de El tambor de hojalata (Volker Schlöndorf, 1979) en la que asistíamos al milagro del nacimiento desde el c(l)ínico punto de vista de Oskar, un obstinado «okupa intrauterino» que se resistía a abandonar su cavernoso refugio al enterarse de que, una vez cortado el cordón umbilical, ya no hay vuelta atrás. Una resistencia a los rigores del mundo exterior que pasados los años se entenderá mucho mejor gracias al visionado del Teardrop de Massive Attack (Walter Stern, 2000), hipnótico videoclip en el que la mesmerizante música penetra en el vientre de la madre y se propaga por el líquido amniótico para hacerle sin duda la vida más llevadera a ese virtualizado feto que canta ajeno a todo mal mientras flota feliz en su burbuja de síntesis, copia casi perfecta (e indistinguible) de todas aquellas documentalizadas imágenes del proceso de gestación que hasta hace bien poco temíamos prácticamente inalcanzables.

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De signo bien contrario será lo que le ocurra al ilustre protagonista que da nombre y sentido a la deliciosa Tristram Shandy: A cock and bull story (Michael Winterbottom, 2005), un desdichado caballero que durante toda la película parecerá estar condenado a que su anunciado nacimiento sea traumática y eternamente pospuesto una y mil veces tanto en la sorprendente obra literaria original (escrita con un innegable pulso posmoderno avant la lettre por Laurence Sterne en 1759), como en esta, su inteligentísima adaptación meta-fílmica. Así, entre otras muchas secuencias memorables, asistiremos a la preparación durante el rodaje «dentro del rodaje» de un tosco útero de metacrilato en el que deberá embutirse para la escena de su parto el gran Steve Coogan, el actor que representa a Tristram Shandy... ¡de adulto!

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La autorreferencial puesta en escena de Winterbottom resulta en realidad doblemente irónica y transgresora, sobre todo si nos olvidamos de su no tan anacrónica formulación y la examinamos a la luz de la docta opinión de ese especialista en el estudio de los diferentes regímenes escópicos que es Jonathan Crary. Según él, uno de los avances más importantes para la historia de la percepción durante el siglo xix fue la repentina aparición durante el período comprendido entre 1810 y 1840 de toda una serie de modelos de visión subjetiva que, defendidos desde las más variopintas disciplinas, terminarían rompiendo con el régimen visual clásico «para pasar a fundamentar la verdad de la visión en la densidad y la materialidad del cuerpo (...), convirtiendo la visión en algo defectuoso, poco fiable, o como se llegó a decir, en algo arbitrario».17

Dicha ruptura, absolutamente traumática, se extendería exponencialmente a lo largo y ancho de todo el siglo xx, haciendo que la única característica constante de la visión durante todo ese tiempo fuera, precisamente, la de su propia carencia de constantes. Todo ello no evitará sin embargo que adentrarse en el cuerpo termine convirtiéndose en uno de los principios rectores de un nuevo régimen escópico, el contemporáneo, que una vez rotos los límites de la representación ya «solo podrá ver demasiado cerca o demasiado lejos».18

Tras conseguir (re)crear el origen de la vida y lograr desentrañar el misterio de la esfera materna (temporal refugio de un cuerpo que vive suspendido y se nutre sin apenas esfuerzo), pasaremos a ver lo que el organismo femenino expulsa cuando tan beatífico ciclo toca a su fin: sus restos, sus regurgitaciones, sus excrecencias, sus sanguinolentos residuos, todos ellos transgresora fuente de inspiración para artistas del desgarro como Stan Brakhage, Nan Goldin, Mike Kelley o Paul McCarthy, arriesgados creadores de mirada nada complaciente que han apostado, cámara en mano, por (de)mostrarnos en toda su crudeza los escatológicos rigores del parto.

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Tras verlo todo, ya solo podemos vaciar la mirada a través de un gesto posmoderno, de una última performance vivida como si fuera un «cegador» ritual urbano. Como la realizada por el/la protagonista de Funeral Parade of Roses (Toshio Matsumoto, 1969). Como la que en su día llevó a cabo el arrepentido Edipo. Vaciado que, por suerte, ya no tiene por qué desembocar irremediablemente en ese tragicó(s)mico «arrancarse los ojos» que muchos siguen empeñados en entender como obligada cita de inequívoco regusto clásico. Para apartar expeditivamente la mirada de aquello que nunca debería haber sido visto, ahora, más que nunca, basta con redirigirla hacia el simulacro más cercano, ese que, por muy hiperrealista nos pueda parecer en un principio, siempre acabamos sabiendo de digitalizado cartón piedra.

Así, no debería resultarnos tan extraño (ni tan políticamente incorrecto) el que frente a tanto parto documentalizado hasta el más mínimo detalle, sean muchas las películas (especialmente de género) que hayan optado por hacer del alumbramiento y de todo lo que ello implica una experiencia fílmica de lo más perturbadora e incómoda. Ahí están por ejemplo esa pesadillesca cesárea alienígena que sufrirá la en esta ocasión más maternal que nunca teniente Ellen Ripley en el Aliens de James Cameron (1986),19 el desgarrador parto contra natura de la lynchiana Gozu (Takashi Miike, 2003), el fantasmal bebé que vuelve del limbo para vengar el aborto del que fue objeto en la hongkonesa Womb Ghosts (Dennis S.Y. Law, 2010), e incluso el grotesco embarazo al que se enfrenta en carne propia el mismísimo Arnold Schwarzenegger en esa bagatela de la comedia contemporánea que es la inocua Junior (Ivan Reitman, 1994).

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Por asistir en primera fila y a pantalla completa, hemos asistido a gestaciones y partos de todo estilo y condición: tan demoníacamente planificados como el de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), tan estrafalariamente terroríficos como el de Estoy vivo (Larry Cohen, 1974), tan cercanos al espíritu del slapstick como el de Big Fish (Tim Burton, 2003), tan encantadoramente indies como el de Juno (Jason Reitman, 2007), tan melodramáticamente comatosos como el de Hable con ella (Pedro Almodóvar, 2002), tan tristes y desoladores como el de Indian Runner (Sean Penn, 1991), tan social y amargamente críticos como el de 4 meses, 3 semanas, 2 días (Cristian Mungiu, 2007), tan pretendidamente snuff como el de la polémica A Serbian Film (Srdjan Spasojevic, 2010), e incluso tan mesiánicos como el de Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006), todo él rodado en virtualizado plano-secuencia.

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Y sin embargo, en ninguno de ellos hemos podido reconocer el eco de aquellas tan antiguas como bellísimas palabras que Paracelso, en su triple condición de médico, astrólogo y alquimista, dedicó al milagro de la creación:

La imaginación de una mujer encinta es tan fuerte que es capaz de influir en la semilla y dirigir el fruto de su vientre en una u otra dirección. Sus «estrellas interiores» actúan fuerte y poderosamente sobre el fruto, de forma que su esencia queda fuerte y profundamente marcada y es configurada por ellas [por las estrellas]. Porque en el seno materno el hijo está expuesto a la influencia materna, y está por así decirlo confiado a la mano y a la voluntad de su madre, como el barro a la voluntad del alfarero. Este crea y modela de él lo que quiere y lo que le apetece. Así que el niño no precisa ni de astro ni de planeta: su madre es su estrella y su planeta.20

Rigurosamente científica, impecablemente astronómica y obstinadamente hermética, la fundacional 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) vendría a quitarle definitivamente la razón poético-simbólica al ingenuo Paracelso al (re)crear, en su tramo final, esa totémica figura del feto flotando en el espacio-tiempo a bordo de su luminosa burbuja amniótica y ajeno por completo a cualquier vínculo maternal. Fetiche proto-virtual por excelencia, el feto «cósmico» de Kubrick, criatura a medio camino entre el artificio fantacientífico y el artefacto fílmico de nueva generación, desembocaría con los años en la figura de ese otro bebé temporalmente «imposible» que es el octogenario protagonista de El curioso caso de Benjamin Button (David Fincher, 2008), un ser «nacido en extrañas circunstancias» que vivirá/consumirá su fabulosa vida en el sentido inverso al del movimiento de las agujas del reloj.

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Definitivamente reconquistada gracias a los simulacros digitales de última generación esa cuenta atrás del parto que creíamos punto de origen y no retorno de todo lo humanamente real, al final, obstinados como somos, hemos terminado creyéndonos dioses por un día al sabernos capaces de volver a poner, siquiera virtualmente, el cronómetro a cero. Algo que, como premio de consolación, y asumiendo de antemano que todos nosotros estamos hechos de «tiempo líquido», tampoco está nada mal.

Segunda estimación: el ojo inyectado

la cronoendoscopia acostumbra a llegar por vía intravenosa consciente de que todos nosotros estamos hechos de tiempo líquido

Lo que los ojos no ven y la mente no conoce, no existe.

David Herbert Lawrence

Muybridge, al igual que Marey, descompuso el movimiento del cuerpo a través de la cronofotografía, revelador acercamiento a «lo invisible» que, como ya hemos apuntado, nunca logró ir más allá de lo puramente epidérmico.21 Más adelante, las radiografías y los rayos X conseguirían ser capaces de atravesar no solo la piel, sino el cuerpo entero, dinamitando a su paso ideas tan ambiguas como la de lo exterior enfrentado a lo interior, haciendo transparente lo opaco, y difuminando hasta límites nunca antes sospechados la canónica distinción entre lo bidimensional y lo tridimensional. Luego llegarían tanto la radioactividad, con sus desbocadas energías en forma de rayos alfa, beta o gamma que todo lo «penetraban» en función de su ilimitado poder, como todos esos matemáticos de ascendencia cuántica con su jerga infernal, herramienta imprescindible para hacernos creer en todos esos espacios y tiempos y viceversa elevados a la enésima potencia. Y a pesar de ello, ninguno de esos procesos tuvo la más mínima posibilidad de «registrar» la verdadera dimensión temporal de nuestro organismo, de ver realmente cómo nuestro sistema biológico se deteriora progresivamente hasta su extinción, por mucho que Proust señalase que el tiempo, que por lo común no es visible, «busca cuerpos para manifestarse y, donde quiera que los encuentre, se los apodera para mostrar sobre ellos su linterna mágica».22

En la actualidad, introducir una cámara en el interior de un cuerpo ya no es una aspiración de locos, por mucho que aspirar a ver dicho proceso en tiempo real siga siendo algo más propio de dioses aburridos que de humanos resignados. Acceder al interior del organismo sin abrirlo para ello en canal (y «desorganizarlo») no es tarea fácil. La mejor de las soluciones tiene mucho que ver con aquella vieja idea de que el ojo es la más segura puerta de entrada a nuestras atormentadas almas. Para Stoichita,

la convergencia entre la noción de rayo óptico y la de flecha de Eros proviene de una tradición literaria que se pierde en la noche de los tiempos. Si algo diferencia la flecha de Eros del simple rayo luminoso es el hecho de que la flecha penetra el ojo, pero apunta al corazón.23

En opinión de Gérard Wajcman, la historia de la medicina es una historia del ojo.24 Ojo que, a partir de Vesalio, verá primero el interior del cuerpo, que más tarde extenderá a través del microscopio su campo de visión a lo «infinitamente pequeño», que pasará luego de detectar virus a abrirse paso entre la estructura molecular, y que en la actualidad, apoyándose tanto en la radioscopia como en el escáner, será capaz tanto de acceder a los genes como, de «ver en corte el cerebro, ver el alma».25

Sin embargo, todas esas modernas cámaras que somos ya capaces de introducir (in-ocular) en nuestros cuerpos, no apuntan a ningún lugar específico; en su endoscópico avance, todas ellas se limitan a transitar desapasionadamente por el interior de unos cuerpos que, despojados de todo misterio y cartografiados ad nauseam, cada vez parecen estar más lejos de volver a recuperar su antigua carga simbólica:

Los procedimientos para la obtención de imágenes en las ciencias naturales, que generan imágenes técnicas del cuerpo, se alejan de la representación del ser humano. Trazan cartografías de un cuerpo que ha perdido el pronombre posesivo en el sentido de «mi cuerpo”, puesto que (...) no se ha dejado en el cuerpo a ningún “yo”».26

No obstante, el avance «anatómico» es claro: gracias a las nuevas tecnologías de la visión hemos pasado de una descripción estática del cuerpo (centrada en el carácter mecánico de los músculos, los huesos o ciertos órganos), a una descripción dinámica del mismo (centrada en el carácter de circuito que presentan sistemas como el circulatorio, el digestivo, el respiratorio e incluso el nervioso).

A esa nueva forma de concebir (y representar) el cuerpo humano es a la que se apuntaría aquella ingenua fantasía paracientífica titulada Viaje alucinante (Richard Fleischer, 1966). Como su mismo nombre da por hecho, el cuerpo es ahora un inabarcable territorio que se puede recorrer de un extremo a otro, simplemente, dejándose llevar por las turbulentas «aguas» del torrente sanguíneo. El único problema es que, para ello, será necesario encoger un batiscafo (tripulado por un alucinado equipo médico) hasta que su tamaño permita inyectarlo directamente en vena, estrafalario «tratamiento» de choque que vendría a reformular desde las, en no pocas ocasiones, infantilizadas posiciones de la (pseudo)ciencia ficción más nano-inverosímil, aquello que dijera en su día Louis Pasteur: «El papel que desempeña lo infinitamente pequeño es infinitamente grande».

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Desde el puesto de mando del laboratorio militar donde se lleva a cabo tan improbable experimento, los especialistas siguen la particular micro-odisea de sus valientes colegas mediante toscos mapas del cuerpo humano. Mapas que, aunque espartanamente operativos (y más propios de una película bélica de los años cuarenta sobre la fuerra en el Pacífico que de un filme de sci-fi), no tienen «nada que ver» con aquellos otros mapas sobre los que reflexionara Borges en 1960.

En «Del rigor en la ciencia» (cuento incluido en El Hacedor), el escritor nos habla de la paranoia de los geógrafos imperiales por lograr un mapa en el que toda la información posible quede incluida hasta en el menor de sus detalles. Obsesionados con conseguir llevar a cabo tamaña empresa, los geógrafos terminarán construyendo un duplicado de la realidad tan aparatoso y absurdo como inútil: una representación a escala real que coincide en todos los aspectos con el objeto original y que termina por confundirse fatalmente con él. La moraleja es evidente: como viene a demostrar el estéril trabajo de tan aplicados cartógrafos, es peligroso intentar llevar al absoluto ese ideal de la representación en la cultura occidental que es la mímesis perfecta.27 O dicho a la no menos provocativa manera de Vilem Flusser a propósito de la fotografía:

Se supone que las imágenes hacen accesible e imaginable el mundo para el hombre. Pero, incluso cuando lo hacen, se interponen entre el hombre y el mundo. Se supone que son mapas, y se convierten en pantallas. En lugar de presentarle el mundo al hombre, lo representan, se ponen a sí mismas en lugar del mundo, hasta el punto de que el hombre vive en función de las imágenes que ha producido. Él deja de descifrarlas para volverlas a proyectar sobre el mundo «ahí fuera» sin haberlas descifrado. El mundo se convierte en algo así como una imagen.28

Curiosamente, en el spielbergiano remake que de la cinta de Fleischer realizaría más de veinte años después Joe Dante (El chip prodigioso, 1987), aunque la hiperrealista descripción que se hace de nuestro organismo es ya plenamente «mimética», el nuevo viaje (interior) del héroe continuará contra todo pronóstico, y siguiendo todavía al pie de la letra los ingenuos postulados del relato original de Otto Klement y Jerome Bixby en el que se basó la versión de 1966, haciéndose a bordo de una nave miniaturizada, por mucho que el sueño nanotecnológico de nuestros científicos pase en la actualidad por crear «cazadores moleculares» capaces de acudir velozmente a las células cancerosas para destruirlas limpiamente dejando al mismo tiempo las células normales intactas.29

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Como apunta Michio Kaku, ociosos o no, los escritores de ciencia ficción

han soñado desde hace mucho tiempo con un aparato molecular de búsqueda y destrucción que flote por la sangre, buscando constantemente células cancerosas.30

A pesar de tan excitantes propuestas y de tan metafóricas posibilidades, nosotros, por ahora, seguimos sin confundir el mundo con sus cada vez más exactas representaciones, lo que no quita que algunos museos, como es el caso del CORPUS de Oegstgeest (Holanda), inviten al visitante más curioso e impresionable a introducirse literalmente en unas salas que, pasillo a pasillo, intentan reproducir al macroscópico detalle el interior del cuerpo humano en todo su cavernoso esplendor.31

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Es por eso que, museísticos tours alucinantes aparte, sea tan de agradecer esa tercera y tal vez definitiva versión fílmica de la misma premisa dramática apuntada por Fleischer y Dante que es Osmosis Jones (Bobby & Peter Farrelly, 2001), escatológico film en el que la animación convencional, el modelado 3D y la imagen fotorrealista conforman un mismo paisaje de ficción donde las dimensiones y las diferentes naturalezas de los sistemas de representación utilizados para el simulacro juegan a los relevos con «lo real», aplicando para ello la lógica de las «muñecas rusas» (aquí convertidas en vertiginosas y absolutamente intrascendentes «montañas» de idéntica procedencia: animadas en el caso de nuestro orgánico paisaje interior, macro-fotorrealistas en el del exterior). Por el momento, podemos respirar tranquilos: por muy hiperreales que puedan parecernos, las imágenes virtuales aplicadas a la ficción high-tech continúan apelando antes a nuestra complicidad como espectadores en busca de simulacros fuertes que a nuestra manipulable credulidad como víctimas perfectas del «cambiazo» digital.

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O no. Sobre todo después de comprobar el nuevo y peligroso giro que al tema de la «cartografía perfecta» se le da en una serie como Bones (Greg Ball y Stephen Nathan, 2005). Si en el relato de Borges las ruinas del mapa imperial, diseminadas por las partes menos pobladas del país y olvidadas por la gente, son una clara advertencia sobre lo inviables que resultan determinado tipo de representaciones, en esta nueva producción (realizada a remolque del éxito de CSI) son precisamente los restos recogidos por los forenses los que les permiten reconstruir, a voluntad y con todo lujo de detalles, internos y externos, el «mapa perfecto» (aquí holográfico) del cuerpo de las víctimas.

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Aunque si perturbadora puede resultar en su hipotética formulación fanta-científica esta nueva vuelta de tuerca genérica al fune(sto-lite)rario motivo del retrato póstumo, mucho más pueden serlo desde las siempre provocadoras filas del arte contemporáneo algunos autorretratos de última generación. Uno de los más celebrados sería sin duda el realizado en 1994 por la artista multidisciplinar Mona Hatoum a partir de una videoinstalación titulada Corps Étranger. Aunque dicha pieza fue concebida en realidad en 1980, justo al comienzo de la década del sida, su creadora (palestina de origen aunque londinense de adopción) no pudo montarla hasta catorce años después, cuando el Centro Georges Pompidou de París puso a su disposición todo el apoyo necesario (organizativo, técnico y económico) para llevarla a cabo.

La obra, inspirada alegoría sobre los excesos más allá de cualquier límite ético y/o estético de los orwellianos mecanismos de observación y control social contemporáneos, consistía en una cabina cilíndrica en cuyo interior se proyectaban, directamente sobre el suelo de tan reducido espacio, unas imágenes de vídeo en formato circular realizadas a manera de «autorretrato intra-metabólico» a partir de una serie de exploraciones endoscópicas a las que la propia Mona sometió su cuerpo. Una vez dentro del claustrofóbico cilindro, el visitante empezaba a oír una serie de ruidos que, aunque difíciles de identificar en principio (latidos, respiraciones, borboteos lejanamente orgánicos, etc.), pronto acabaría relacionando con las descontextualizadas imágenes proyectadas del «exteriorizable» organismo de la artista: membranas, mucosas, pelos, dientes, el tracto digestivo, el recto... ¿la vagina quizás?

Convertida en ese invasivo «cuerpo extraño» al que hacía inequívoca referencia Hatoum en el título de su obra, la minúscula cámara terminaba haciendo visible lo invisible al penetrar con desapasionada determinación y frialdad pretendidamente médica por cada uno de los orificios de su anatomía, distanciado a la vez que grosero ejercicio de exhibicionismo intracorpóreo que, sin embargo, no dejaba de tener sus efectos secundarios desde un punto de vista estrictamente psíquico. Como acabaría reconociendo la propia artista, «tener una cámara invadiendo el interior de tu cuerpo es como ser observada hasta el centro mismo de tu ser».32

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Ni qué decir tiene que toda esa vulnerabilidad de la que nos advierte alegóricamente Hatoum presenta un carácter marcadamente político, cuando no inequívocamente kafkiano. Carácter que, tan solo una década antes, en 1981, Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro ya habrían ensayado al estrenarse en el mundo del cortometraje con Le bunker de la dernière rafale, una distópica cinta esquizo-bélica en la que un puñado de soldados parafascistas se enfrentaban a sus peores pesadillas en medio de un monitorizado mundo en el que no faltarán, totalitarios «científicos locos» mediante, todo tipo de frenológicos experimentos de anacrónico control mental (mapas del cerebro dibujados directamente sobre el cuero cabelludo de los sujetos examinados inclusive).

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El problema en cualquier caso es que la ciencia, mal que nos pese, continúa yendo muy por delante de las propuestas artísticas de los creadores más visionarios, intuitivos y rompedores. Ahora ya no es necesario adentrarse en el organismo de un ser vivo para observarlo impunemente: basta con alterarlo genéticamente para otorgarle la necesaria transparencia.

A tan delirante «milagro» se refiere Wajcman al recordarnos el caso de algunos especímenes albinos de ranas blancas japonesas sometidos a toda suerte de experimentos en el Instituto de Biología de Anfibios de la Universidad de Hiroshima, un frankensteiniano laboratorio especializado en ingeniería genética en el que el equipo del profesor Masayuki Sumida ha creado un tipo de rana absolutamente transparente, estrafalaria quimera fantacientífica que nos permitiría observar a través de su piel, a lo largo de todo su ciclo vital, y sin necesidad alguna de disecarla, «el crecimiento de los órganos o hasta la manera en que un cáncer se inicia y se desarrolla».33

La analogía entre este nuevo sistema de observación médica y las más modernas técnicas de vigilancia securitaria resulta más que evidente, sobre todo teniendo en cuenta que el mismo equipo investigador está estudiando ya la posibilidad de programar genéticamente a estas nuevas «ranas de laboratorio» para que de aquí a nada se iluminen a modo de aviso cuando comiencen a desarrollar en su interior cualquier tipo de tumor o dolencia pendiente de diagnóstico.

Sin embargo, lo cierto es que los artífices de tan aberrante técnica de observación, consigan o no en el futuro aplicarla a otros seres vivos, deberán resignarse por el momento a continuar viéndolo todo en inexorable tiempo real. Asumida o no tan frustrante circunstancia, lo que tampoco podemos olvidar (por lo que tiene de estrafalaria aunque muy significativa anécdota) es que la delirante idea de llevar el interior del organismo «a la vista» terminó convirtiéndose en la base conceptual de la llamada Skin Deep, una de las más caprichosas colecciones del siempre excéntrico modisto Jean Paul Gaultier, exhibida durante 2011 en el Dallas Museum of Art en una sala sintomáticamente reconvertida para la ocasión en una cabina de peep-show.

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