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Akal / Básica de bolsillo / 75

Theodor W. Adorno

Ensayo sobre Wagner

Edición: Rolf Tiedemann, con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buch-Morss y Klaus Schultz

Traducción: Antonio Gómez Schneekloth y Alfredo Brotons Muñoz

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Para Gretel

«Los caballos son los supervivientes de los héroes.»

Prefacio del editor

El Ensayo sobre Wagner fue escrito entre el otoño de 1937 y la primavera de 1938 en Londres y Nueva York. Guarda íntima conexión con el estudio de Max Horkheimer «Egoísmo y movimiento de libertad: para una antropología de la era burguesa», aparecido en 1936, y con otros trabajos surgidos del Instituto para la Investigación Social en aquellos años. El conjunto apareció, en Suhrkamp, por primera vez en 1952.

Cuatro capítulos, el primero, el sexto y los dos últimos, ya se habían publicado en 1939 en el número 1-2 de la Zeitschrift für Sozialforschung, si bien la mayor parte de la edición resultó destruida durante la ocupación alemana de Francia; muy pocos ejemplares se han conservado. El autor creyó que apenas era necesario retocar el contenido de los capítulos ya impresos. Con algunos de los capítulos no publicados procedió con algo más de libertad; hay también algunas aportaciones fruto de la reflexión posterior. Sin embargo, apenas se tuvo en cuenta la literatura sobre Wagner aparecida en el interín. Especialmente la correspondencia con el rey Ludwig y los últimos dos volúmenes de la gran biografía de Ernest Newman ofrecen nuevos e importantes materiales para el conocimiento del carácter social wagneriano. El autor se considera autorizado a tenerlos por una confirmación de lo por él desarrollado.

La edición de bolsillo[1] corrige erratas de imprenta; por lo demás, únicamente introduce pequeños cambios. Lo que el autor formuló acerca de Wagner durante los últimos años no se habría ajustado a la estructura. El artículo «Sobre la partitura de Parsifal» se encuentra en los Moments musicaux; la conferencia «Actualidad de Wagner», que pronunció con ocasión de las Berliner Festwochen en septiembre de 1963, sigue inédita.

Diciembre de 1963

El editor

[1] La edición que sigue este texto apareció como Ensayo sobre Wagner, Múnich y Zúrich, Droemer Knaur, 1964 (Knaur-Taschenbücher, 54). [N. del E.]

I. Carácter social

La primera ópera de Richard Wagner estrenada en vida del autor, La prohibición de amar, utiliza un libreto cuyo tema procede de Medida por medida, de Shakespeare, con la diferencia de que, según las propias palabras de Wagner, «el hipócrita únicamente es castigado por el amor vengativo», pero no desenmascarado por el poder político. A sus veintiún años, el compositor, según se recordará a sí mismo llegado a la madurez, consideraba la comedia shakespeariana desde la perspectiva fantástica de Ardinghello[1] y la Joven Europa[2]. «Fundamentalmente, mi mentalidad se oponía a la hipocresía puritana y me conducía, por tanto, a la audaz glorificación de la “libre sensualidad”. Me esforcé exclusivamente por comprender el tema shakespeariano en este sentido: yo no veía más que al sombrío y austero gobernante, él mismo abrasado por un terrible y apasionado amor hacia la bella novicia», y se reprocha haber pasado por alto, imbuido del espíritu feuerbachiano de esa producción temprana, la «justicia» dramática, único elemento que en Shakespeare permitía el desarrollo de los opuestos. Tras el fracaso de su estreno en provincias, esta obra cayó inmediatamente en el más profundo olvido, del que ni siquiera consiguió rescatarla el celo filológico en la época del apogeo de Wagner. La justicia de la obra siguiente se mostró más condescendiente con la hipocresía: Rienzi no sólo fue el primer gran éxito de Wagner, que le reportó nombradía y posición, sino que hasta hace bien poco llenaba de alboroto los teatros de ópera a pesar de que la actitud meyerbeeriana contradice tan radicalmente como la novicia de Palermo las normas wagnerianas del drama musical. La escena inicial, desde luego, ya no glorifica la libre sensualidad. La denuncia. Un tropel de jóvenes nobles está a punto de atentar contra la virtud de la honesta Irene. Ella es la hermana ciegamente sumisa de Rienzi, el último tribuno romano y el primer terrorista burgués. Por lo que se refiere al «movimiento por la libertad» de éste, Wagner combinó la fidelidad a las fuentes con la aprobación: «¡Libertad anuncio a los hijos de Roma! Pero que cada cual muestre con dignidad y sin ira que es romano; bendito el día que os vengue a vosotros y vuestro oprobio». Sí hay, pues, una ira permitida: la de la venganza moralmente sancionada. Pero, por eso mismo, cuando el titubeante representante del poder feudal, Adriano Colonna, apostrofa a Rienzi como «sanguinario siervo de la libertad», no se está dando cuenta de que es su propio estamento el que ante todo se beneficia de la prohibición de la ira. Rienzi se inclina ante él diciendo: «Nunca te conocí más que noble, tú no provocas el horror en el justo», y una indicación escénica de Wagner aclara con admiración: «Los mensajeros de la paz son jóvenes pertenecientes a las mejores familias romanas, van ataviados casi a la antigua con túnicas de seda blanca, ciñen coronas y portan en la mano bastones de plata». Las mejores familias forman parte de una comunidad nacional: «Mi espíritu no concibió este audaz plan con el fin de destruir tu casta, yo sólo quiero crear la ley que someta tanto al pueblo como a los nobles». En esta comunidad nacional los oprimidos son admitidos de iure: «Así pues, haré grande y libre a Roma, la despertaré de su sueño y a cualquiera que veas en el polvo lo convertiré en ciudadano libre de Roma». Si el «héroe de la libertad» da a entender a los feudales que no quería infligirles ningún daño grave, a cambio restringe las pretensiones de los oprimidos a su mera consciencia: «... Ayudar a quien piensa mezquinamente, alzar lo que se hunde en el polvo, tú transformaste el oprobio del pueblo en grandeza, esplendor y majestad...». En resumen, Roma se subleva contra el estilo de vida libertino, no contra la clase enemiga, y con consecuente ingenuidad son los conflictos privados de la familia de Adriano los que activan el sonado acto de Estado. Lo que desde un principio quiere el revolucionario Rienzi es integrar: cuando oye las consignas opuestas de los partidos: «¡Por Colonna! ¡Por Orsini!», él, profeta de la ideología totalitaria, responde: «¡Por Roma!». Como primer servidor del gran todo, el dictador Rienzi renuncia al título de rey, como más tarde Lohengrin a la dignidad de duque. A cambio, acepta de antemano los laureles tan gustosamente como que es él mismo quien los dispensa. De nuevo en el sentido de las categorías de «Egoísmo y movimiento de libertad»[3], una indicación escénica precisa: «Entra Rienzi, aparece como tribuno envuelto en fantásticas y pomposas túnicas». En esta espectacular pieza histórica casi se vislumbra ya una consciencia crítica del verdadero tipo del héroe como autocontemplación. El elogio de sí mismo y la pompa –rasgos de toda la producción wagneriana y existenciales del fascismo– nacen del presentimiento de la precariedad del terror burgués, de la condena a muerte que pesa sobre el heroísmo que se autoproclama. Quien duda de que lo por él creado le sobreviva busca en vida su gloria póstuma y celebra con desfiles festivos sus propias exequias. La muerte y la aniquilación acechan entre los bastidores wagnerianos de la libertad: las ruinas históricas del Capitolio bajo las que yace sepultado el héroe disfrazado de libertad son los modelos de las metafísicas que se desmoronan sobre los dioses despojados de su poder y el mundo culpable del Anillo.

Cuando más tarde Wagner se interprete a sí mismo diciendo que la «conciliación de las dos tendencias» de su juventud, a saber, la sexualidad liberada y el ideal ascético, ha constituido «la obra de su ulterior evolución artística», esta conciliación se produce en nombre de la muerte. Placer y muerte convergen: lo mismo que al final del tercer acto de Sigfrido Brunilda se entrega al amado por «una muerte risueña» en el momento en que cree despertar a la vida, así Isolda siente su muerte física como «supremo deleite». Incluso allí donde el tema inmediato es la oposición entre sexualidad y ascesis, en Tannhäuser, adopta la forma de tal maridaje en la muerte. El impulso contra la «hipocresía puritana» aún está lo bastante vivo. Los caballeros que han reconducido al apóstata Tannhäuser, contra la voluntad de éste, al círculo de sus costumbres quieren matarlo por el escándalo de la virtud que supone, porque «en la extrema izquierda» ha experimentado lo que su moderado entorno les prohíbe experimentar, y la multitud les dedica por ello el «frenético aplauso» de la comunidad nacional de Rienzi sin que esta vez la obra esté de acuerdo con él. En cierto sentido, la santa Elisabeth es solidaria con el contumaz hedonista. Lo demuestra su muerte contra la orden de la que ella lo protege. Ascesis y rebelión se unen contra la norma. En adelante, en Wagner a la caballería, al gremio de maestros y a todas las figuras de clase media no les va nada bien: Hunding, el esposo primitivo, es enviado a los infiernos sin muchas contemplaciones. No obstante, precisamente el despectivo movimiento de la mano con que Wotan ordena a Hunding partir es a su vez un gesto terrorista. Tal difamación del burgués que, sin embargo, en Los maestros cantores celebra rápidamente el gozoso renacimiento, sirve al mismo fin que en la era totalitaria. No debe sustituirse por otro concepto del hombre. Se le debe dispensar de las obligaciones que afectan a las clases medias. A los pequeños se los cuelga, Wagner salva a los grandes. En todo caso, así sucede en el Anillo. Wotan parece, sin duda, abogar por la rebelión, pero lo hace en aras de sus planes de imperialismo mundial y dentro de las categorías de libertad de acción –«no me ligan a ti, infame, los términos de un pacto»– y ruptura de pacto –«cuando se agitan las fuerzas de la osadía, yo aconsejo abiertamente la guerra»–. El dios soberano deja en la estacada a su protegido insurrecto, no sabe eludir las contradicciones de la política mundial más que rompiendo bruscamente la discusión con su consejera, y cuando ésta ejecuta el plan original del dios, la castiga despiadadamente, para acabar despidiéndose de ella con sentimiento paternal.

Según testimonio de Newman, Wagner expresó el disgusto ante su propia fotografía de la primera época parisina con esta frase: «It made me look like a sentimental Marat»[4]. La virtud refleja sentimentalmente el espanto que ella propaga. Este sentimentalismo adoptó en la fisonomía de Wagner un rasgo fatal: el del mendicante de compasión. No en vano él, al contrario que los hijos de pastores de la Iglesia y funcionarios de la generación anterior, procedía de una bohemia de medio artistas diletantes nueva en Alemania; no en vano el periodo de su ascenso fue aquel de economía precaria en que la producción de óperas no gozaba ya de la seguridad de la corte ni tampoco todavía de la protección de la ley burguesa que reglamentaba las percepciones por derechos de autor[5]. En un mundo profesional en el que un autor de éxito como Lortzing[6] murió de hambre, Wagner tuvo que ejercitar con virtuosismo la capacidad de alcanzar metas burguesas al precio de su propia dignidad burguesa. Ya pocas semanas después de huir de Dresde debido a su ostensible participación en el levantamiento de Bakunin, pidió por carta a Liszt que le consiguiese un salario de la gran duquesa de Weimar, el duque de Coburg y la princesa de Prusia[7]. Pero no conviene indignarse por la falta de carácter de Wagner, de la que tan profundamente penetrada está su obra. Ahí la representa Sigmundo. Errante sin tregua, apela a la compasión y la utiliza como medio para conseguir mujer y arma. Para ello se sirve de rodeos moralistas: declara que lucha por la inocencia perseguida, por el amor oprimido; un revolucionario que cuenta, conciliador, a los menospreciados burgueses de clase media sus pasadas proezas. Lo decisivo no es, sin embargo, lo histriónico del gesto. Su delito no es que engañe a los burgueses, sino que al apelar a la compasión reconoce a los dominantes y se identifica con ellos. El desenfreno en el mendigar podría sugerir una especial independencia de las normas burguesas. Pero tiene el sentido contrario. El poder del orden sobre el contestatario es ya tan grande para éste que ni siquiera se produce ya un verdadero aislamiento, ni siquiera resistencias contra el todo: ¿lo mismo, pues, que también le falta resistencia a la armonía wagneriana, que se desliza desde la sensible, que de la dominante cae en la tónica? Es la actitud del zalamero hijo de papá que trata de persuadirse a sí mismo y a los demás de que sus buenos padres no podrían negarle nada precisamente porque no lo hacen. Los trastornos de las primeras semanas de emigración hicieron a Wagner tomar clara consciencia de ello. A los treinta y seis años de edad, terminado Lohengrin y trabajando ya en el Anillo, el 5 de junio de 1849 escribe a Liszt: «lo mismo que un niño malcriado por sus padres, exclamo: ¡ah, cómo me gustaría una casita junto al bosque y poder mandar al diablo el gran mundo, que ni en el mejor de los casos me gustaría conquistar, porque su posesión me repugnaría aún más de lo que ya hace su mera visión»[8], y en la misma carta: «Muchas veces mujo como un ternero por el establo y por la teta de la madre que lo nutre... ¡Pese a todo mi coraje, muchas veces soy el más vil de los cobardes! No obstante tus generosos ofrecimientos, a menudo veo con verdadera angustia de muerte la mengua de mi peculio»[9].

El poder de la burguesía sobre Wagner es tan perfecto que como burgués no puede satisfacer ya las exigencias de la conveniencia burguesa. La apelación a la compasión supera aparentemente el antagonismo de intereses, de tal modo que el oprimido hace de la suya la causa del opresor: ya en los escritos oficialmente revolucionarios de Wagner el rey desempeña un papel positivo. El mendicante Wagner contraviene los tabús de la moral burguesa del trabajo, pero su bendición es provechosa para la salvación del statu quo. En él pronto indica el cambio de función de la categoría burguesa de individuo. Éste trata de escapar a su aniquilación en el conflicto sin esperanza, con la instancia social poniéndose de su lado y racionalizando precisamente esa conversión como la evolución propiamente hablando individual. El pedigüeño impotente se convierte en panegirista trágico. En una fase histórica posterior, estos rasgos cobraron la máxima significación cuando en situaciones difíciles los dictadores amenazaban con el suicidio, sufrían crisis de llanto en público y conferían a su voz un tono lloriqueante. Precisamente los puntos de descomposición del carácter burgués, en el sentido de la propia moral de éste, son preformas de su transformación en la era totalitaria.

El Wagner posterior aún muestra la configuración de envidia, sentimentalismo e instinto destructor. El partidario Glasenapp informa de la última época veneciana que, «al contemplar los numerosos palacios desconocidos que permanecían cerrados», exclamó: «¡Eso es la propiedad! ¡La causa de todas las corrupciones! Proudhon ha comprendido el asunto de manera todavía demasiado material, desde fuera; pues el respeto al patrimonio condiciona mucho la mayoría de los matrimonios y por tanto la degeneración de las razas»[10]. Todo el instrumental está aquí reunido: la comprensión de lo absurdo de las relaciones de propiedad dominantes convertida en rabia contra la sed de placeres, despolitizada por el ademán del «demasiado superficialmente», obnubilada por la sustitución de conceptos sociales por biológicos. En la época de Bayreuth la persona de Wagner adopta una actitud dictatorial. El nada sospechoso Glasenapp da una vez más testimonio: «Aún otro rasgo se nos reveló que, a decir verdad, no sólo valía para este último periodo de su vida. No se le podía ocultar nada; él lo sabía siempre todo. Si la señora Wagner quería sorprenderle con algo, él lo soñaba por la noche y se lo decía a ella por la mañana». El lenguaje popular tiene para esto la expresión «aguar la fiesta». Glasenapp prosigue: «Con los extraños esta intuición se producía a menudo de un modo completamente demoníaco: él conocía los flancos débiles de su interlocutor con penetrante agudeza de mirada y así sucedía que, sin con ello querer herir a nadie, tocaba precisamente sus puntos débiles»[11]. Wagner siguió esta inclinación especialmente con el director judío de Parsifal. Los escritores entusiastas liberales gustan de aducir la amistad con Hermann Levi[12] para demostrar lo inocuo del antisemitismo wagneriano. La crónica de Glasenapp, escrita con la intención de resaltar la filantropía y magnanimidad de Wagner, nos informa involuntariamente a este respecto. El 18 de junio de 1881 Levi llegó con diez minutos de retraso al almuerzo en Wahnfried. Wagner lo reprendió con estas palabras: «Llega usted diez minutos tarde: la impuntualidad es compañera inseparable de la infidelidad», y luego, aun antes de sentarse a la mesa, le dio a leer una carta anónima enviada desde Múnich en la que se conjuraba a Wagner a no consentir que un judío dirigiera Parsifal. Durante la comida Levi guardaba silencio; a la pregunta de Wagner de por qué permanecía callado, contestó, según su propio testimonio, que no comprendía por qué Wagner no había simplemente roto la carta. La respuesta de Wagner, asimismo referida por Levi, fue: «Se lo voy a decir... Si no le hubiese enseñado la carta a nadie, si la hubiese destruido, quizá se me habría quedado dentro algo de su contenido, pero así le puedo asegurar que no me quedará de ella ni el más mínimo recuerdo». Sin despedirse, Levi se marchó a Bamberg y desde allí pidió insistentemente a Wagner que le eximiera de la dirección de Parsifal. Wagner le respondió por telegrama: «Amigo mío, le ruego con la máxima seriedad que regrese rápidamente con nosotros; debe asegurarse el buen cumplimiento de lo principal». Levi insistió en la dimisión y entonces recibió un escrito que contenía las siguientes frases: «¡Queridísimo amigo! ¡Con todo respeto por sus sentimientos, de este modo no nos lo pone nada fácil ni para usted ni para nosotros! ¡Precisamente el hecho de que usted se mire a sí mismo con ojos tan sombríos es lo que podría angustiarnos en la relación con usted! Nosotros estamos completamente de acuerdo en contarle a todo el mundo esta m... y para ello es preciso que usted no nos abandone y deje de sospechar cosas completamente absurdas. ¡Por amor de Dios, regrese enseguida y enséñenos a conocerle por fin bien! ¡No olvide nada de su fe, pero tenga también buen ánimo para esto! Quizá suponga un gran cambio en su vida, pero, de todos modos, usted es mi director para Parsifal»[13]. Un impulso sádico a la humillación, un humor conciliador y sentimental y, sobre todo, la voluntad de comprometer afectivamente consigo al maltratado se reúnen en la casuística del comportamiento de Wagner: demoníaco en un sentido distinto al que Glasenapp suponía. Cada palabra conciliadora se acompaña de un nuevo aguijón hiriente. Es una especie de demonismo del que el mismo Wagner se acuerda cuando en su autobiografía cuenta cómo él mismo, por lo demás no teniendo totalmente regularizada su matrícula, participó junto a una horda de estudiantes en el saqueo de dos burdeles de Leipzig, sin ni en la narración tardía desprenderse del todo del envoltorio moralista que había cubierto aquel acto de limpieza: «No creo que el pretexto aducido para este exceso, que sin duda lo había en una situación sumamente ofensiva para el sentimiento de moralidad, ejerciera ninguna influencia sobre mí; más bien fue lo puramente demoníaco de tales accesos de rabia popular lo que me arrastró como a un loco a su torbellino»[14].

Cuando Wagner pide compasión como víctima y para ello molesta a los poderosos, está dispuesto a insultar a las demás víctimas. Su juego del gato y el ratón con Levi tiene un equivalente en su obra: Wotan apuesta la cabeza de Mime sin que éste lo acepte y contra su voluntad; el enano está a merced del dios como el invitado a la del anfitrión de Wahnfried. No menos depende de eso la construcción de toda la acción en Sigfrido, pues Mime únicamente persigue la muerte de Sigfrido porque Wotan ha dado en prenda a Sigfrido la cabeza de Mime perdida por éste en la apuesta impuesta. A quien tiene el daño qué se le da un baño: en Wagner esto vale sobre todo para los infrahumanos. Alberico, que «se rasca la cabeza», es injuriado por los seres naturales que codicia como «enano negro, calloso y sulfuroso». En Nibelheim, Wotan y Loge se ríen de los dolores de Mime. Sigfrido tortura al enano porque «no lo puede sufrir», sin que el aura de augusto y noble le impida ensañarse con el impotente. La burla de la vieja solterona Lena es el reverso del culto a la pureza. Beckmesser es también una víctima: para obtener la consideración burguesa y una rica esposa, tiene que aceptar la mascarada de lo contrario a la burguesía, la mojiganga de la serenata y el canto de concurso, de cuya imagen los burgueses tienen tan apremiante necesidad que están prestos a destruirla taimadamente. Kundry se mofa de Klingsor, el Alberico del cosmos cristiano, al preguntarle: «¿Eres tú casto?», y en su desprecio los caballeros del Grial están de acuerdo con la rosa del infierno: «Para sí mismo, cobarde, extendió la mano, creyendo al Grial a su merced, pero, llenos de horror, los guardianes lo apartaron». Titurel no trata al penitente que se ha emasculado a sí mismo de otra manera que el Papa a Tannhäuser. Pero en el Wagner de la madurez ya no hay ninguna instancia que case su veredicto.

Su lugar lo ocupa el humor wagneriano. Sus malvados devienen figuras humorísticas como víctimas de una denuncia: los monstruosos enanos Alberico y Mime, el escarnecido solterón Beckmesser. El humor de Wagner se torna cruel. Recuerda el casi olvidado de la burguesía temprana, otrora herencia de las caretas del diablo, mezcla ambigua de compasión y perdición. Sus modelos escénicos son Malvolio y Shylock. El pobre diablo no sólo es objeto de burla; en el delirio que la irrisión a su costa excita, se pierde la memoria de la injusticia que se le ha infligido. En la risa la suspensión del derecho se degrada a sanción de la injusticia. Cuando Wotan engaña a los gigantes a los que bajo pacto les ha sido prometida Freia, eso ocurre aludiendo a la broma: «¡Qué astuto resulta tomarse en serio lo que tan sólo pactamos en broma!». Que sea mero juego siempre ayuda a la racionalización de lo peor. Esto es lo que atrae a Wagner de los cuentos de la tradición alemana. Ninguno le es más próximo que el de «El judío en el espino»[15]: «Cuando estaba ya en medio de los espinos, ocurriósele al buen criado la travesura de descolgarse el violín y ponerse a tocar. Inmediatamente comenzó también el judío a levantar las piernas y saltar hacia arriba; y cuanto más rascaba el criado, tanto mejor iba la danza». La música de Wagner se comporta como el buen criado con sus malvados, y la comicidad de su tormento da placer no meramente a quien lo inflige, sino que también ahoga la pregunta por el porqué y proclama la ejecución sumaria como instancia suprema. Este carácter del humor wagneriano escandalizó a Liszt y Nietzsche en el trato personal. De ello da testimonio él mismo: «Wagner le dijo a la hermana de Nietzsche: “Su hermano es como Liszt, al que tampoco le gustan mis chanzas”»[16]. Cuando en una famosa escena Wagner monta en cólera contra Nietzsche y éste se calla, Wagner le espeta que tiene tan buenos modales que aún llegaría muy lejos en la vida; él, Wagner, toda su vida ha carecido de ellos. La chanza resulta sin oposición injusta con quien la recibe; difama a la delicadeza como arribismo y transfigura a la grosería como originalidad genial. Pero con esto no basta. El misterio más oscuro del humor wagneriano es que lo emplea tanto contra la víctima como contra sí mismo. La prematura suspensión del derecho por la risa cuesta cara: suena la hora y la máscara risueña no cae. No se trata del saludable cinismo de quien de nuevo evoca la memoria de la criatura deforme recordándole bruscamente al hombre su parecido con un animal, sino del nocivo para el que la unidad de la naturaleza consiste en que todo, hombre y animal, víctima y juez, merece su exterminio, y que legitima sádicamente el exterminio de la víctima mediante la aniquilación moral de sí mismo. Hildebrandt, que debe a la escuela de George[17] el recelo hacia el humor, vio en el cinismo wagneriano de la autodenuncia la verdadera causa del conflicto con Nietzsche: «Pero hubo entonces una frase de Wagner que hirió profundamente a Nietzsche. Cuando un día –durante la última época de Wagner y Nietzsche juntos, en Sorrento– la conversación versó sobre la tibia acogida de las representaciones en Bayreuth, Wagner, según cuenta la hermana de Nietzsche, había señalado malhumorado: ahora los alemanes no quieren oír nada de dioses y héroes paganos, quieren ver algo cristiano»[18]. Tan importante como la cuestión de si realmente la representación de Parsifal estaba ligada al interés económico del fundador de Bayreuth es, por tanto, el gesto de autoabandono: quien mendiga descaradamente está también dispuesto a acusarse de impostura, y por eso pone casi voluntariamente el arma mortal en manos de Nietzsche. El autor de Parsifal se reconoce como Klingsor y la consigna «redención al redentor» tiene un segundo sentido perverso. Por supuesto, queda abierta la cuestión de si Nietzsche y aún más sus seguidores del entorno de George tenían razones para alegrarse de tal victoria. La traición de la felicidad de su propio sueño –y en la obra siempre acecha la traición– Wagner la paga por espacio de unos segundos con la visión de la desgracia del mundo que necesita de ese sueño: «Quieren ver algo cristiano».

El antisemitismo wagneriano se define por la contradicción entre el escarnio de la víctima y la autodenuncia. Alberico, el acumulador de oro, el explotador invisible y anónimo; Mime, el que se encoge de hombros, parlanchín, desbordante de vanidad y perfidia; Hanslick-Beckmesser, el crítico impotente e intelectual, todos los repudiados en la obra de Wagner son caricaturas de judíos. Lo mismo que éstas excitan el antiquísimo odio alemán hacia los judíos, por el tono el romanticismo de Los maestros cantores parece anticipar a veces los versos ultrajantes que sesenta años más tarde sonarán por las calles: «¡Noble Bautista! ¡Precursor de Cristo! ¡Acógenos benévolo, allí junto al río Jordán!». Wagner comparte las ideas antisemitas con otros representantes de lo que Marx llamaba el socialismo alemán en torno a 1848. Pero su antisemitismo se reconoce como idiosincrasia individual que se niega obstinadamente a toda discusión. En ella estriba el humor wagneriano. Aversión y risotada se unen en la enemiga contra la palabra. Sigfrido le dice a Mime: «¡En todo lo que haces, si te veo quieto o marchar cojeando encorvado y gibado, guiñando los ojos: incitas a tomarte del cuello, contrahecho, y darte un empujón!», y poco después: «¡No puedo sufrirte, no lo olvides tan fácilmente!». A esto se une la descripción de la lengua judía en el artículo sobre el judaísmo, que no deja lugar a dudas sobre las fuentes a partir de las cuales se han creado los monstruos Mime y Alberico: «Nuestro oído se ve ante todo afectado de manera sumamente extraña y desagradable por el sonido agudo, chillón, seseante y arrastrado de la pronunciación judía: un empleo de nuestra lengua nacional completamente impropio y una alteración arbitraria de las palabras y de las construcciones de las frases dan más aún a esta pronunciación el carácter de una farfulla confusa e insoportable por la que involuntariamente prestamos más atención a ese cómo desagradable que al qué del discurso judío»[19], el cual, por tanto, resulta eliminado en cuanto discurso. Pero para este odio idiosincrásico vale la definición que hace Benjamin del asco como el miedo a ser reconocido como su igual por el objeto asqueroso. Newman concede especial importancia a la descripción de Mime, más tarde suprimida, en la versión primitiva de Sigfrido: «Mime, the Nibelung, alone. He is small and bent, somewhat deformed and hobbling. His head is abnormally large, his face is a dark ashen colour and wrinkled, his eyes small and piercing, with red rims, his grey beard long and scrubby, his head bald and covered with a red cap... There must be nothing approaching caricature in all this: his aspect, when he is quiet, must be simply eerie: it is only in moments of extreme excitement that he becomes exteriorily ludicrous, but never too uncouth. His voice is husky and harsh; but this again ought of itself never to provoke the listener to laughter»[20][21]AnilloAnillo––[22][23][24][25][26]

[1] Adorno se refiere a la novela Ardinghello o las islas afortunadas, escrita en 1787 por Johann Jacob Wilhelm Heinse (1743-1803) tras una estancia de tres años en Italia. Situada la acción en ese país durante el Renacimiento, su héroe es un ser apasionado y sensual, arrojado y violento, ávido de libertad y conquistas. Autor y personaje, hijos del Sturm und Drang, fueron tomados como fuente de inspiración por los movimientos La joven Alemania y La joven Europa, surgidos en torno a 1830. [N. de los T.]

[2]La joven Europa, Hojas de los combatientes de la juventud estudiantil europea, fue una revista editada por el Intercambio Académico Cultural en la que figuraba como responsable de la publicación el Dr. Rupert Rupp. En 1943 se sustituyó el subtítulo por el de Hojas de la Europa académica combatiente. Distribuida gratuitamente por los movimientos nazis y fascistas entre los estudiantes universitarios de todo el continente salvo la Gran Bretaña, su título se inspiraba en La joven Italia, movimiento y revista fundados en 1834 por el patriota y revolucionario italiano Giuseppe Mazzini (1805 o 1808-1872) durante sus años de exilio en Berna. [N. de los T.]

[3] Cfr. M. Horkheimer, «Egoismus und Freihetsbewegung», Zeitschrift für Sozialforschung 5 (1956), pp. 161 ss.

[4] «Me hacía parecer un Marat sentimental». [N. de los T.]

Ernest Newman, The Life of Richard Wagner, vol. I, Londres, 1933, p. 18.

[5] Cfr. Newman, op. cit., pp. 135 ss., esp. p. 137.

[6] Gustav Albert Lortzing (1801-1851): compositor alemán, autor de una veintena de óperas mayoritariamente cómicas y sentimentales, ajenas a la tradición romántica y estructuradas en torno a la sucesión de números musicales separados por diálogos hablados. [N. de los T.]

[7] Cfr. Briefwechsel zwischen Wagner und Liszt, vol. I, Leipzig, 1887, p. 25.

[8]Op. cit., p. 20.

[9]Op. cit., p. 23.

[10] C. Fr. Glasenapp, Das Leben Richard Wagners, vol. 6, Leipzig, 1911, p. 764.

[11]Op. cit., p. 771.

[12] De las nueve representaciones que de Parsifal se dieron en Bayreuth desde su estreno en 1882 hasta 1894, sólo una, la de 1888 (Felix Mottl), no fue dirigida por Hermann Levi (1839-1900). [N. de los T.]

[13]Op. cit., pp. 500-502.

[14] R. Wagner, Mein Leben, vol. 1, Múnich, 1911, p. 54; cfr. Newman, op. cit., vol. 1, p. 87.

[15] De los hermanos Grimm. [N. de los T.]

[16] K. Hildebrandt, Wagner und Nietzsche, Breslau, 1924, p. 291.

[17] Stefan George (1868-1933): poeta simbolista alemán, opuesto al naturalismo y a la literatura social. [N. de los T.]

[18]Op. cit., p. 344.

[19] Wagner, Gesammelte Schriften und Dichtungen, vol. 5, Leipzig, 21888, p. 71.

[20] «Mime, el nibelungo, solo. Es pequeño y giboso, un poco deforme y cojeante. Su cabeza es anormalmente grande, su cara es de color ceniza oscuro y arrugada, sus ojos pequeños y penetrantes, con bordes rojos, su barba canosa, larga y sucia, su cabeza calva y cubierta con un gorro rojo... En todo esto no debe haber nada de caricaturesco: su aspecto, cuando está tranquilo, debe ser sencillamente horripilante: sólo en los momentos de extrema excitación se vuelve exteriormente ridículo, pero nunca demasiado grosero. Su voz es ronca y áspera; pero una vez más esto no debe provocar por sí mismo la risa en el oyente.» [N. de los T.]

Newman, op. cit., vol. 2, Londres, 1937, p. 321.

[21] Joseph Arthur Gobineau (1816-1882): diplomático y escritor francés, autor de Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855), donde pretende aportar una base física y realista a la teoría de la superioridad de la raza germánica. Su doctrina fue aprovechada por los pangermanistas y el nacionalsocialismo hitleriano. [N. de los T.]

[22] Wagner, Gesammelte Schriften und Dichtungen, cit., vol. 5, p. 67.

[23] Cfr. Glasenapp, op. cit., vol. 6, p. 551.

[24] Ludwig Börne (1786-1837): periodista liberal alemán. [N. de los T.]

[25] Ahasvero o «El judío errante»: personaje «literario» que, según la tradición, anda y andará hasta el fin de los siglos. De esta leyenda no se encuentran rastros en los evangelios apócrifos ni en los Padres de la Iglesia, sino que debió de crearse en Constantinopla en el siglo iv. Se cuenta que, al pasar Jesús con la cruz a cuestas frente a su tienda de zapatero, los soldados que le conducían al Calvario rogaron a Ahasvero que le dejara descansar un momento. Éste no accedió a ello, y dijo a Jesús «¡Anda!», y el hijo de Dios le contestó: «¡También tú andarás hasta el fin de los siglos!». Ya en épocas históricas, son muchos los testimonios de quienes aseguran haberlo visto. [N. de los T.]

Wagner, Gesammelte Schriften und Dichtungen, cit., vol. 5, p. 85.

[26] Glasenapp, op. cit., vol. 6, p. 435.